TAHUANTINSUYO: El cóndor herido de muerte  

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Alfonso Klauer

Más de un centenar de gobernantes inkas

Muchos debieron ser pues los personajes que tuvieron la responsabilidad de dirigir al pueblo inka en esos casi 3 000 primeros años de su historia. Y varios otros los que la tendrían en el período siguiente.

En el transcurso de la ocupación inicial del territorio (período “A” del Gráfico N° 2), de aproximadamente 1 000 años de duración, habría correspondido el encargo a los numerosos y anónimos kurakas de los primitivos ayllus que, desperdigados, se asentaron en los valles de lo que hoy son los departamentos de Cusco y Apurímac.

A partir del proceso de conquista y unificación que se habría iniciado inmediatamente después –bajo la hegemonía del ayllu de Pacaritambo–, es decir, en los siguientes 2.000 años de historia, más de 100 otros gobernantes habrían tenido entonces esa misma responsabilidad.

Según el cronista Pedro Gutiérrez de Santa Clara, el pueblo inka reconoció a la inmensa mayoría de sus gobernantes simplemente como “curacas” (“señores”). Y, de entre los que vendrían después, sólo los últimos, Túpac Yupanqui, Huayna Cápac, Huáscar y Atahualpa, habrían sido denominados “Inkas”.

Las consecuencias de un grave error historiográfico

La historiografía tradicional, en sus ya centenarias y más difundidas versiones, sigue empecinada en inculcar la idea de la existencia de 14 Inkas. Nos la ofrecen, por ejemplo, el reputado historiador Luis G. Lumbreras, en la novísima y costosa edición de Mi tierra, Peru; y, en Los Incas, el no menos renombrado historiador Franklin Pease.

Sin embargo, algunas versiones menos recientes ya habían restringido a 13 el número de ellos. Así, Amaru Inca Yupanqui, que figura en innumerables textos, no aparece ya en Perú Incaico de José A. Del Busto. Como –recogiendo al historiador John Rowe– no aparece tampoco en la recientísima edición de Culturas Prehispánicas.

Pues bien, la reiterada relación de presuntamente sólo poco más de una docena de Inkas, que sin excepción se inicia con el nombre de Manco Cápac, ha tenido implícitas aunque lamentables consecuencias para la cabal comprensión de la historia andina, en general, y la inka, en particular.

Por de pronto, y durante muchísimo tiempo, coadyuvó a dificultar grandemente la distinción entre la “historia del pueblo inka” y la “historia del Imperio Inka”. O, más precisamente, cuándo el pueblo inka pasó a convertirse en el protagonista del tercer imperio de los Andes.

Diversos textos en circulación siguen diciendo, por ejemplo, que el imperio quedó constituido casi desde el momento en que Manco Cápac llegó al territorio del Cusco.

Es explícitamente, por ejemplo, el caso del ya citado texto de Cossío del Pomar. Y nada menos que el de la Gran Historia del Perú, en tanto plantea la existencia del Tahuantinsuyo desde los tiempos de Manco Cápac, que, por añadidura, sorprendentemente ubica “recién” en el siglo XIII.

Del Busto, en su también referido texto, a este respecto no es precisamente claro. Su distinción entre Inkas legendarios, pro–históricos e históricos, no resulta esclarecedora.

Y tampoco dilucida mejor las cosas el historiador inglés Geoffrey Barraclough en el Atlas de la Historia Universal.

Cómo puede extrañar entonces que, todavía hoy, la inmensa mayoría de los peruanos desconozca la verdad sobre un asunto tan sustantivo. Incluso, como nunca fue bien precisado cuándo habría ocurrido la legendaria epopeya de Manco Cápac, muchos siguen teniendo la absurda idea del “milenario imperio incaico”.

Y –como en el caso de Del Busto–, mientras los autores más difundidos sigan sosteniendo el trillado lugar común de que “como siempre ha sucedido con las grandes civilizaciones de la antigüedad, el origen del Imperio de los Incas también se pierde en la leyenda”, poco estaremos avanzando hacia el cabal conocimiento de nuestra historia.

Es inobjetable, sin embargo, que en las últimas dos décadas se ha producido un notable progreso en la definición de a partir de qué fecha puede realmente hablarse del Imperio Inka.

Federico Kauffmann Doig, quizá el más renombrado y leído de los modernos arqueólogo –historiadores peruanos, publicó en 1983 su célebre Manual de arqueología peruana.

Ya en dicha valiosa fuente precisaba que, en rigor, el Imperio Inka sólo habría empezado a formarse en una fecha tan “reciente” como 1438 dC 76, cuando, tras la victoria sobre los chankas y la conquista del territorio de éstos, Pachacútec accedió al poder.

En tal virtud, el Imperio Inka apenas habría tenido 87 años de vida.

El historiador sueco Carl Grimberg, en su extensa Historia Universal, específicamente para lo que denomina “Tawantinsuyo o Imperio de los Incas” recoge exactamente el mismo dato, de manera además bastante destacada.

Podría pues creerse que ya hay unanimidad en la materia. Nada más lejos de la verdad.

Porque no sólo hay discrepancias cronológicas que dejan aún mucho que desear.

Sino también serias discrepancias conceptuales.

Veamos.

Lumbreras habla de 100 años de “gobierno Inca” 78. Pease da los mismos 100 años de duración, pero al Tahuantinsuyo 79. La Gran Historia del Perú 80 plantea de manera imprecisa y ambigua que la “gran expansión incaica se llevó a cabo durante el siglo XV”.

Sin ambigüedad pero con la misma imprecisión en Mi tierra, Perú, se dice que “los Incas empezaron a construir su imperio en el siglo XV dC”. Pero, penosamente, páginas más adelante dice que el imperio “tuvo en realidad sólo 250 años de vida”.

Barraclough, por su parte, precisa la fecha de 1438 dC, pero para el momento en “que se estableció el estado inca fuertemente centralizado”, cuando –según él –el imperio tenía ya casi un siglo de existencia.

El Culturas Prehispánicas, por último, puede leerse: “Los incas conquistaron el Tahuantinsuyo en un lapso aproximado de 100 años”.

Conceptualmente, ¿puede considerarse que significan lo mismo:

– gobierno Inca (Lumbreras),

– Tahuantinsuyo (Pease, Rostworowski, etc.),

– estado inka fuertemente centralizado (Barraclough); e,

– Imperio de los Incas o Imperio Inka (Kauffmann, Espinoza, Del Busto, Grimberg, etc.)?

¿No es evidente la necesidad de una dilucidación definitiva, y de una convención?

A nuestro juicio, el fenómeno histórico que definimos como:

hegemonía –militar, organizativa, económica y cultural– absoluta de la élite de la nación inka, sobre el vasto conjunto de naciones que conquistó y sojuzgó en el territorio andino entre 1438 y 1532 sólo corresponden dos nombres, que debemos entender como exactamente equivalentes:

– Tahuantinsuyo, o

– Imperio Inka.

Tahuantinsuyo, por su legítima y remota prosapia andina –sin desconocer que la partícula “huan” se insinúa como de aún más remota raíz meso–americana–; y porque es la versión castellanizada largamente más difundida; Tawantinsuyu, en cambio, es una relativamente nueva, legítima y erudita versión quechua (que sin embargo no aporta nada a desentrañar los aspectos esenciales del tema).

E Imperio Inka, porque en sus dos términos define exactamente el fenómeno histórico en cuestión: • el dominio absoluto de una élite sobre muchas naciones, y, • el sujeto protagónico fue específicamente la élite de la nación inka.

Sólo por una ya vieja –e implícita– convención no nos parecen adecuadas las versiones “Imperio de los Inkas” e “Imperio de los inkas”. Porque, en equivalencia, casi ningún texto dice “Imperio de los Césares” ni “Imperio de los romanos”. Como casi nadie dice “Imperio de los Faraones” ni “Imperio de los egipcios”.

Por otro lado, ¿qué decir respecto de las hipótesis de que el Tahuantinsuyo o Imperio Inka surgió con Manco Cápac –ya fuera en el siglo IX o en el XII o XIII–, y la que postula que surgió con Pachacútec en el año 1438 dC?

Sin duda –por lo menos con la información que hasta hoy se maneja–, sólo la última hipótesis merece seguirse postulando. Y esgrimirla supone, necesariamente, descartar la endeble y vetusta hipótesis de que el presunto pequeño imperio que nació con Manco Cápac, se agigantó en el siglo XV.

Por último, en relación con la propuesta que se hace en Culturas Prehispánicas, es equívoco sostener que “los incas conquistaron el Tahuantinsuyo”. No, no podían conquistar lo que no existía. Recién con las primeras conquistas militares inkas empezó a constituirse el Tahuantinsuyo.

Y como ello ocurrió recién a partir del gobierno de Pachacútec, es a éste, en rigor, a quien la Historia debe considerar el primer Inka, el primer “emperador” del Tahuantinsuyo.

Sin embargo, dando pie a incomprensión y confusión, la historiografía tradicional, al seguir haciendo suya la mítica relación de “13–14 reyes o emperadores del Cusco”, a la que dio pie Garcilaso de la Vega, nos sigue presentando como noveno Inka al que, con rigor histórico y científico, fue objetivamente el primero.

La mítica relación de 13–14 Inkas –como la leyenda de Manco Cápac y la de los hermanos Áyar–, forman parte del milenario, vasto, noble, legítimo e incuestionable acervo cultural del pueblo inka. En perspectiva antropológica, como creación de un pueblo, son irreprochables “datos de la realidad”, con total prescindencia de cuánta verdad encierran.

Para la que ahora nos convoca, no está en cuestión si la mítica relación de 13–14 Inkas refleja o no la verdad. La ciencia tiene la certeza de que las leyendas y mitos de la antigüedad son “recreaciones” de la verdad histórica, formuladas en función de los conocimientos que se había alcanzado en la época en que fueron primigeniamente elaboradas y de las épocas en que fueron reprocesadas.

Así las cosas, cabe sucesivamente a la ciencia tres responsabilidades: recopilar, difundir y analizar los mitos y leyendas; siendo objetivos del análisis distinguir lo verosímil de lo inverosímil, la fantasía de la verdad.

En tal virtud, sí está en cuestión el hecho de que la historiografía tradicional andina no haya asumido a cabalidad el exhaustivo análisis de los mitos y leyendas y, en la que aquí nos concierne, específicamente, la mítica relación de presuntos 13–14 Inkas.

Prescindiéndose del análisis correspondiente, y habiéndosele asumido casi a rajatabla como verdad, se ha inoculado en la Historia, como defectos, la imprecisión, la ambigüedad e incluso la ambivalencia, que más bien son virtud en la Leyenda.

Así, el estereotipado cliché del “milenarismo” no se condice en nada con una lista de 13–14 Inkas que, inexorablemente, nos remite más bien a una historia dos a tres siglos.

Por lo demás, y a pesar del “apasionamiento” –que Pease reconoce que pusieron los especialistas–, la historiografía tradicional no ha llegado nunca a definir bien cuándo –en qué época –habría míticamente “surgido Manco Cápac de las aguas del lago Titicaca”, o, mejor, en términos de Garcilaso, cuándo habría llegado Manco Cápac al Cusco procedente de Tiahuanaco.

Así, el supuesto origen, y, en consecuencia, la duración de la trayectoria histórica del pueblo inka, se han mantenido durante muchísimo tiempo en la más notoria indefinición.

Pero a su vez, la implícitamente corta trayectoria histórica a la que remite la relación de 13–14 Inkas, inadvertidamente insinuaba también que el pueblo inka había sido el último pueblo en “aparecer” o en “hacerse presente” en el territorio andino. En –inaudita– pero absoluta coherencia con esa presunta “tardía presencia”, las versiones historiográficas más conocidas no mencionan nunca al pueblo inka sino hasta después de la caída del Imperio Wari, en torno al siglo XII dC.

Del Busto, con su extenso texto Perú Preincaico, ofrece un magnífico ejemplo. Conforme a él, no hubo inkas contemporáneos con el Imperio Chavín, ni coetáneos con los paracas, ni con los nazcas y mochicas y tampoco con Tiahuanaco.

También según él, el Imperio Wari conquistó, entre muchos otros, a los mochicas de la lejana costa norte, a los huancas de la zona cordillerana central y a los nazcas de la costa sur. Pero en la vecindad de su sede central, en dirección sureste, conquistó “el Cusco”.

¿Qué pueblo o nación ocupaba ese agrícolamente rico territorio? No lo dice.

En la Cronología prehispánica de la Gran Historia del Perú, los nombres “Cuzco” e “Inca” son aún más postreramente citados.

Sólo se les ubica en el “Horizonte Tardío”, para los años 1400 y 1500 dC. No obstante, el mismo texto dirá más adelante “a fines del siglo XII, el antiguo Cuzco se convertía en la ciudad más importante de ese entonces”. ¿Quién ha podido imaginar tan inverosímil “prodigio histórico”? Por su parte, el renombrado historiador inglés Geoffrey Barraclough, en el Atlas de la Historia Universal, afirma que “la tribu” que dio origen al “más grande de todos los estados precolombinos” se asentó en el Cusco “alrededor de 1300”. ¿De dónde llegaron? No nos lo dice.

Nos responde en cambio la Gran Historia del Perú. Mas veamos cómo lo hace: “es probable que los incas hayan hecho un recorrido de varios años antes de llegar [al Cusco].

Habrían pasado por distintos lugares como Pacaritambo, Guainacancha y Guanacaure, y dominado, a su paso, territorios y poblaciones”.

¡Pero si esos territorios están en el área del Cusco, a sólo 30 kilómetros al sur de la ciudad! ¿Puede esa corta caminata reputarse como la gran migración originaria? Sin embargo, y más allá de tan poco significativa referencia geográfica, ¿cuál fue el punto de partida de tales migrantes? Tampoco se nos dice.

¿Cómo explicar que la historiografía tradicional, durante siglos, haya hecho oídos sordos del tan valioso y preciso dato de Garcilaso de que Manco Cápac llegó al Cusco procedente de Tiahuanaco? ¿Qué ha impedido que los historiadores asuman ese dato como hipótesis, para tratar de contrastarlo con los datos de la realidad, y eventualmente hasta precisar la fecha de tan célebre acontecimiento? Quizá nunca lo sepamos. Mas nos aventuramos a postular una conjetura que, por lo menos en parte, podría ayudar a resolver el enigma de tan grande tozudez: el chauvinismo al ultranza.

A ese respecto Del Busto nos ofrece una buena pista. Dice él en efecto que “en la actualidad la version boliviana acepta que Tiahuanaco fue la cuna indiscutida de los Incas (...) La tesis peruana, por el contrario, prueba que los Incas fueron quechuas...”.

¡Oh sorpresa, rebasándose los límites del lenguaje científico, se nos habla de la confrontación entre la versión boliviana y la tesis peruana de tan importante cuestión (como si también pudiera hablarse de discrepancias entre la versión boliviana y la tesis peruana de la ley de la gravedad)!

La hipótesis de que la cultura Tiahuanaco, en las proximidades de la orilla sur del Titicaca, fue la cuna de los inkas, es objetivamente insostenible por el solo hecho de que, en efecto, éstos hablaban quechua en tanto que hablaban aymara los protagonistas de aquélla. ¿Pero acaso ello justifica que –como viene ocurriendo–, tercamente se desconozca también el importantísimo vínculo histórico que a todas luces hubo entre uno y otro pueblos?

¿No se han percatado los historiadores bolivianos y peruanos de que, en su esencia, sus postulados no son incompatibles, sino más bien consistentes, y consistentes además con la ya vieja propuesta que hizo llegar Garcilaso? ¿Acaso la hipótesis que hemos formulado antes, en el parágrafo sobre la procedencia altiplánica de los inkas, no muestra cuán congruentes son los aportes de Garcilaso, y de los historiadores peruanos y bolivianos? ¿No parece obvio que, en una especialísima coyuntura histórica, buena parte del pueblo inka habría vivido siglos, aunque transitoriamente, trabajando en Tiahuanaco?

¿Puede alguien a partir de esa estadía episódica seguir sosteniendo que Tiahuanaco fue la cuna del pueblo inka? Por analogía, ¿puede acaso afirmarse que el pueblo judío es oriundo de Egipto, por el hecho de que por siglos buena parte de sus integrantes estuvo en esa tierra? ¿Denigra acaso ésto a los judíos y aquéllo a los inkas? ¿Enaltece especialmente ésto a los egipcios y aquéllo a los bolivianos?

Pues bien, más allá de sus clamorosos vacíos, inconsistencias, deplorables argumentos y eventuales chauvinismos, el común denominador de la historiografía tradicional es pues seguir presumiendo como “tardía” la aparición del pueblo inka en el escenario andino.

Y de ella se deriva una segunda y antihistórica consecuencia.

En efecto, constatándose que los inkas alcanzaron el pináculo de su poderío en el siglo XV, invariable e implícitamente ha sido presentada entonces, por añadidura, la imagen de una asombrosa “precocidad” como característica especialísima de ese pueblo.

¿Pero puede acaso esa presunta y asombrosa precocidad explicar sólida y consistentemente que –como afirma Barraclough–, “el Imperio inca se basó en antiguas tradiciones” incluyendo Chavín, Tiahuanaco y Wari? ¿Cómo y cuándo las aprendió, y de quién, si cuando supuestamente llegaron los inkas al Cusco sus vecinos más próximos, chankas, al norte, y kollas, al sur, estuvieron entre los siglos XII y XV en franco estancamiento? ¿Y cómo explica la historiografía tradicional que, viniendo de “afuera”, los inkas también hablaran quechua, que –como se verá extensamente más adelante– era ya el idioma que más se hablaba en los Andes, desde épocas probablemente tan remotas como Chavín?

A nuestro juicio, el cúmulo de inconsistencias y desaguisados en que con empecinamiento sigue incurriendo la historiografía tradicional a estos respectos, es una lamentable consecuencia de haber aceptado a rajatabla la tradición “oficial” inka de la existencia de 13–14 Inkas.

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