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Alfonso Klauer
9) Ningún pueblo ha recuperado la posta
La novena e importantísima conclusión que se desprende de la revisión de las
grandes olas de la civilización occidental, es que la posta nunca ha sido
recuperada por el pueblo que la perdió. La ola de Mesopotamia cedió su
turno a Egipto. La protagonizada por el Imperio Faraónico no fue retomada
por Mesopotamia sino tomada por Creta. La que protagonizó ésta no retornó a
Egipto; la tomó Grecia. La de ésta no regresó a Creta, marchó hacia Roma. Y
así, cumpliéndose invariablemente la misma constante, llegó hasta Estados
Unidos, tal como vimos en los Gráficos Nº2, Nº 3 y Nº 4.
Recuérdese que la primera de las constantes que se ha presentado es: la
posta siempre la ha tomado uno de los vecinos de aquel que fue el centro de
la ola precedente. Pues bien, esa constante también se habría cumplido de
haberse dado en la historia de Occidente una secuencia como la que se
presenta en el Gráfico Nº 37.
Si ése hubiera sido el caso, el pueblo que fue centro de la segunda ola
habría sido también el centro de la cuarta. Y el que fue centro de la quinta
habría sido también el centro de la sétima. Es decir, algunos pueblos
habrían repetido la experiencia, uno o dos o más períodos después de haber
sido los principales protagonistas en anterior ocasión. No ha habido tal.
Hasta ahora nunca un pueblo ha repetido la experiencia de volver a ser el
centro de una de las grandes olas de la historia de Occidente. Ni los
mesopotamios ni los egipcios. Tampoco los cretenses o los griegos. Pero
tampoco los romanos. Ni los herederos de Carlomagno, el sabio, modesto...
dueño del mundo, amado del pueblo... cima de Europa... héroe, augusto...
piadoso... rey con el que Francia pasó a convertirse en el centro de la
sexta gran ola de Occidente. Ni ninguno de los que vendrían después de todos
ellos.
Sin embargo, no parecen haber estado ausentes en la historia intentos
deliberados de reedición o, mejor aún, de sustitución. Veamos pues, aunque
brevemente, el caso de los ostrogodos y el de los francos. Los ostrogodos,
como hemos mostrado e intentado demostrar, no habrían sido sino una fracción
de la población romana que, ante la crisis definitiva y debacle de la élite
imperial, intentó sustituirla capturando para sí el control del imperio.
Teodorico, en efecto, en lo que no fue sino un golpe de Estado, fue capaz de
destituir a Odoacro remedo y sombra de los antiguos y omnipotentes
emperadores romanos, pero fue incapaz de reconstituir el poder imperial.
Mas aún, el que sería uno de los últimos estertores hegemonistas del Imperio
Romano de Oriente, liquidó, en el año 553 dC, el poder que tan brevemente
pudieron usufructuar los ostrogodos. Mas tampoco pudo sustituirlos. Creó,
más bien, las condiciones para que los componentes de otra fracción del
hegemónico pueblo peninsular, los lombardos a los que la historiografía
erróneamente tipifica también como bárbaros y, peor aún, como germánicos
se afianzaran en el noreste de Italia y constituyeran un nuevo e
independiente reino. Los ostrogodos, pues o los lombardos, si lo hubieran
intentado, no habrían restituido el Imperio Romano: lo habrían prolongado
en el tiempo, que no es lo mismo.
Los francos, por su parte, para la fecha a la que nos estamos refiriendo, el
siglo V dC, habían acumulado ya doscientos años de haber iniciado la
liberación de su territorio de manos romanas. Combinándose sin embargo una
verdad con un error, en la Historia tradicional se afirma que eran los más
poderosos entre los pueblos bárbaros . Y, para el período en cuestión,
estaban pues ya afianzados en el control de su territorio ancestral, la
región más vasta y fértil del Occidente como lo admite Robert López, lo
que objetivamente les confería poderío, pero no eran pues bárbaros, no
eran ajenos al imperio, su territorio fue conquistado y pasó a formar parte
de éste.
La rebelión de los francos está fechada entre los años 259269 dC. Y en la
historiografía tradicional se afirma que invadieron triunfalmente el
territorio norte de Francia desde el genéricamente denominado territorio
germánico de Europa septentrional. A tenor de la información proporcionada
por el propio conquistador Julio César durante la conquista de esos
territorios, en el siglo I aC, miles de ocupantes de los mismos fugaron de
sus tierras y se refundieron al otro lado del Rin, escapando del yugo
romano. ¿Representa eso que fugaron todos? Sólo plantearlo constituiría un
absurdo, porque cifras que hemos presentado para los casos de los turingios,
boyos o bávaros y helvecios insinúan que ello no fue así. Lo más probable y
explicable es pues que fugaron más quienes más cerca estaban de la frontera
y, de entre ellos y otros pueblos, quienes más aborrecían caer bajo el
sojuzgamiento imperial.
Fugó sin duda entonces como claramente lo sugerimos en el Gráfico Nº 38 (en
la página siguiente), sólo una fracción de los francos; y, del sur de su
territorio, quizá una fracción todavía menos significativa de los galos,
pero cuyas magnitudes y proporciones hoy son imposibles de determinar. Y con
ellos, en su momento, fugaron mayores o menores proporciones de todos los
otros pueblos que se muestra en el gráfico, y muchos otros de menor
significación poblacional que no incluimos en él.
¿A los francos cuyos antepasados del siglo I aC forzadamente se habían
desterrado al otro lado del Rin, y que ingresaron en campaña de liberación
en el siglo III dC, puede seguírseles considerando como bárbaros, por
incivilizados, y como bárbaros por extranjeros?
¿Acaso por el hecho de que al cabo de tres siglos llegaban con costumbres
ligera o marcadamente distintas a las del pueblo que sus padres, e incluso
con un lenguaje cargado de acento y fonemas germánicos por el hecho de haber
estado todo ese tiempo en estrechísima relación con los auténticos germanos?
¿Puede por esto seguírseles considerando germanos? Por analogía, ¿acaso a
los criollos hijos de españoles en América, que al cabo de varias
generaciones llegaban por primera vez a España, se les consideraba peruanos
o mexicanos? No, eran tratados como españoles de segunda clase, pero
españoles al fin.
¿Puede imaginarse que estos que llegaron del otro lado del Rin no lo
hicieron en alianza, explícita o implícita con miles de sus compatriotas,
los también francos que habían permanecido en su territorio ancestral? ¿No
fue, también por analogía, el caso de los libertadores de América
Meridional, que llegaron desde fuera en alianza con quienes desde dentro
pugnaban por el mismo propósito?
Pues bien, sólo porque se dio esa alianza de los francos de afuera con los
francos de dentro, y quizá hasta con las poblaciones de galos que estaban
más próximas, es que puede entenderse que, cuando todavía el poder
hegemónico estaba en su máximo esplendor, pudo concretarse el triunfo de
aquéllos. Y mal podría pues extrañar que, dos siglos más tarde, en el 451 dC,
fueran también los francos quienes, en alianza con los hunos, vencieran a
las huestes romanas en los Campos Cataláunicos.
Clodoveo, el más célebre de los francos de esta parte de la historia de
Francia, fijó tres décadas más tarde en París la capital del reino. El
buen sentido que en relación con esta decisión le atribuye más de un autor
, tenía sin duda perspectiva geoestratégica. En efecto, además de
corresponder a territorio eminentemente franco, esa decisión debe haber
estado inspirada en la necesidad objetiva de alejar físicamente la sede del
nuevo poder, tanto como fuera posible, del enemigo estratégico más
importante, sin duda el sobreviviente poder romano; así como de sus
tradicionales rivales: los germanos, burgundios y visigodos, con quienes,
liquidado o minimizado el poder de aquél, reaparecerían más temprano que
tarde los conflictos limítrofes ancestrales. De hecho, las fuerzas militares
de los francos, en alianza y/o dominando a los galos, vencieron nuevamente a
los romanos en el 486 dC; a los germanos, en el 496 dC; a los borgoñeses o
burgundios, en el 500 dC, y; a los visigodos en el 507 dC.
Los francos, no sólo constituían el pueblo más numeroso de Europa
occidental, sino que como refiere el historiador Robert López , eran
incluso más numerosos que todos los otros reinos bárbaros juntos, y
dominaban un vasto y rico territorio, más grande y rico que el de cualquiera
de sus contemporáneos europeos. Ello era absolutamente suficiente para
asegurar el éxito de su proyecto nacional. Y para convertirse en un pueblo
que, al cabo de siglos, pudiera alcanzar hegemonía cultural, económica y
tecnológica, sin necesidad de recurrir a la violencia conquistadora.
Mas la impronta que habían dejado los romanos era muy poderosa aunque,
curiosamente, la historiografía no ha insistido en ello como debía. Más que
civilizar, los romanos habían marcado una profunda huella de ambición y
gloria fútiles, por lo menos entre los más frívolos de los nuevos reyes.
Así, los reyes francos, se complacían en hacer la guerra (...) como un
medio de enriquecerse, [y] no faltaban voces que les inspirasen ambiciones
imperiales . Pero tampoco faltaron manías divinizadoras: el nieto de
Clodoveo hizo grabar monedas de oro con su efigie y el título de augusto .
Pues bien, aunque Clodoveo, su augusto nieto y sus descendientes hubieran
logrado su ambición de reconstituir el Imperio Romano, aquél no hubiese sido
una reedición del Imperio Romano. Habría sido otro imperio, desde el
momento mismo que eran otros los principales protagonistas.
Ese otro imperio, esa siguiente ola, ya había empezado a formarse, con
prescindencia absoluta de la voluntad de los que más tarde serían sus
protagonistas centrales. Los eslovenos y croatas, al este; los helvecios
(suizos), al norte; los germanos al sur del Danubio (austriacos), al norte;
los germanos propiamente dichos, al oeste y este del Rin; y los galos y
francos, al oeste y noroeste, respectivamente; habían sido los vecinos más
próximos de la península Itálica que desde Roma había sido el centro de la
ola precedente. En principio, pues, cualquiera de esos pueblos estaba en
condiciones de ser el centro de la ola siguiente.
Los franceses francos y galos, sin embargo, reunían las condiciones
objetivas imprescindibles e insustituibles que habrían de inclinar la
balanza a su favor: eran, de todos ellos, los más numerosos; y poseían, de
todos ellos, el territorio agrícola y ganadero más productivo y rico. Por
ello, y no por otras razones, los franceses pasarían a ser el centro de la
sexta ola de Occidente. Por lo demás, recuérdese que por propia confesión
de Julio César, ya desde antes de la expansión imperial, en el territorio
francés se había asimilado, como entre los propios romanos, el politeísmo
religioso que difundió Grecia durante su esplendor, nada menos que ocho
siglos antes, lo que por cierto insinuaba un desarrollo de civilización más
avanzado.
A la luz de esas condiciones, resultan penosamente superficiales las
explicaciones a las que se remontan algunos historiadores para dar cuenta
del papel que habrían de cumplir los franceses, a partir del siglo VIII, en
la historia de Occidente. Para convertirse en dueños de Occidente afirma
sorprendentemente Robert López los francos no necesitaban más que volver a
encontrar un jefe y aprender de nuevo a obedecer .
Con ése prejuicioso y apriorístico criterio, si en la vida de la Francia de
entonces no se sucedían Pipino el Viejo, Pipino II, su bastardo Carlos
Martel, Pipino el Breve y, por fin, providencialmente, Carlomagno,
seguramente los franceses seguirían buscando un jefe y sin aprender a
obedecer. Y si todos ellos, pero en particular Carlomagno, no hubieran
nacido en Francia, sino en Croacia, por ejemplo, aquélla no habría sido
centro de un imperio sino ésta. Ese pobre razonamiento se deriva del que
implícitamente ha aplicado la historiografía para explicar que, si no
hubieran nacido Julio César y Augusto en Roma, no hubiera habido Imperio
Romano.
En fin, no por éstas últimas, sino por las razones objetivas que hemos
expuesto antes que por cierto conoce pero no pondera adecuadamente la
historiografía tradicional, había llegado la hora de Francia, para alzarse
como la sexta ola de Occidente, bajo la forma del Imperio Carolingio.
Carlomagno, rey de los francos, se convertirá en rey de los lombardos por
conquista, y patricio de los romanos por designación pontificia (...). Así
[se] acumularán las dignidades y los títulos sobre la cabeza de Carlomagno,
en un crescendo que llevará a la restauración imperial [en] la Navidad del
799 anota con escrupuloso detalle y fruición el historiador norteamericano
Robert López .
Mas, como ya hemos advertido, no se trató aunque con vehemencia la
historiografía persista en repetir y registrar el error de la restauración
del Imperio Romano, ni de su renovación objetivo que se le atribuye al
Imperio Carolongio ; sino de otro imperio, aunque algunos actores
importantes, como los franceses, los propios romanos, lombardos y otros
italianos, y los Papas, aparezcan también en el nuevo guión.
A sangre y fuego el Imperio Romano había dejado, en muchos aspectos, una
marca casi indeleble. Así, el nuevo guión recogía muchos pasajes del
anterior. En referencia a Carlomagno, oficialmente se decía en su tiempo, y
harto de su agrado: Muy sereno Augusto, coronado por Dios, gran emperador
pacífico, que rige el Imperio romano... . Pero sus contemporáneos críticos,
sin embargo, lo habían visto como un viejo chocho y codicioso . ¿No
asistimos hoy también, al unísono, a las alabanzas más encendidas y a los
dicterios más zahirientes en relación con el amo del imperio de nuestro
tiempo?
Por su parte, y siempre con el viejo guión en la mano, la Iglesia Romana
aunque algunos siglos más tarde incluyó a Carlomagno entre los santos
católicos . Y por último, leyéndose otra vez la partitura oficial, la
teoría refiere López para lo que venimos denominando el viejo guión romano
insistía en el hecho de que el Imperio era el guardián de la paz universal
. Carlomagno hizo suya esa teoría. Siglos más tarde también la asumiría
Carlos V. Y, por lo que vemos hoy, no sólo no ha dejado de tener vigencia,
sino que ni siquiera ha sido alterado el texto de formulación de la
peregrina idea.
Lo cierto y definitivo es que, cumpliéndose dos leyes que parecen
inexorables, el nuevo centro de la ola de Occidente, no sólo no regresaba a
manos de ninguno de los protagonistas anteriores, sino que se alejaba cada
vez más de los que habían sido los centros de las olas precedentes como muy
claramente puede volver a verse en el Gráfico Nº 4.
El pueblo franco dice Robert López, profesor de la universidad de Yale
parecía destinado a ejercer la hegemonía del Occidente . ¿Parecía
destinado? ¿Cualesquiera fueran las circunstancias? No, más preciso y
adecuado resulta decir: el pueblo francés, en esas y sólo en esas
circunstancias, estaba destinado a ejercer, por algún tiempo, la hegemonía
de Occidente.
Si, como parece, es una ley inexorable que ningún pueblo vuelve a retomar
la posta, es decir, el papel de centro de una ola, ¿cuál puede ser entonces
el centro de la ola que siga a la presente (recuérdese nuestro Gráfico Nº
6)? De entre los vecinos al actual centro de la ola, la segunda ley
intercambio comercial nos mostró que, en principio, la posta sólo podía
ser tomada por Europa Occidental o por el núcleo JapónChina. Ni la tercera
ley factores de hegemonía ni ninguna de las siguientes permite decirnos
que alguno entre el resto de vecinos de Estados Unidos Oceanía y
Groenlandia, por su baja población; y América Meridional y África, por su
escasísima riqueza relativa actual está en condiciones de tomar la posta.
De cumplirse pues, y adicionalmente, la novena ley, ello significa que ni
Inglaterra, ni Francia, ni Alemania, ni España, serán el centro de la
próxima ola. Sólo queda, entonces, el núcleo JapónChina.
No obstante, es una verdad inobjetable que la existencia, en formación y
desarrollo, de la Comunidad Europea, plantea un problema de análisis e
interpretación histórica que no tiene precedentes en la historia de la
humanidad. ¿Puede en rigor considerársele un ente distinto a Inglaterra,
Francia y España, por ejemplo? ¿De ser así, y en tal virtud, sería la
Comunidad Europea un nuevo y distinto centro que podría asumir la posta que
va dejando e inexorablemente dejará Estados Unidos?