¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

Visigodos

Los visigodos, por su parte, provenían, según se ha visto –(C) en el Gráfico Nº 22 y como también se aprecia en el Gráfico Nº 24–, de la ribera norte o margen izquierda del Danubio. Y, conforme lo sostiene la historiografía tradicional, en una marcha de miles de kilómetros, atravesaron gran parte del territorio de Europa para establecerse y fundar un “reino” en la península en España.

Dice la historiografía tradicional que –como los vándalos–, los visigodos abandonaron sus tierras en el 370 de nuestra era, presionados por otros “bárbaros” que venían del este huyendo de las huestes de Atila . Y también se nos dice que, ocho años más tarde, en el 378 dC, “doblaron las campanas que anunciaban la muerte del imperio, [las legiones romanas quedaron] aniquiladas por el ataque de la caballería visigoda” .

¿Resiste el más mínimo análisis que un pueblo que huye despavorido fuera capaz de “aniquilar a las legiones romanas”? ¿Por qué los estrategas romanos concentraron su atención en estos prófugos si el gran enemigo, como se nos ha dicho, eran los temibles y numerosísimos hunos? ¿Debemos aceptar que los visigodos eran tan necios de enfrentar a las legiones romanas cuando les pisaban los talones los temidos hunos? ¿Es que no era más sensato desperdigarse por los campos y esconderse en los bosques y lagunas inaccesibles, como lo habían hecho los pueblos durante la cacería de Julio César? ¿No era también más razonable cambiar de rumbo para dar paso a que los romanos se enfrenten directamente y se eliminen con los hunos? Y por último, como más tarde lo harían los ostrogodos, ¿no era más sensato aliarse con los romanos para juntos enfrentar con mayores posibilidades de éxito a los hunos, el enemigo común?

Las cosas se nos complican aún más si –retomando la imagen de los Gráficos Nº 22 y Nº 24–, observamos la ubicación de Adrianópolis, allí donde los visigodos, a pesar de estar supuestamente huyendo en estampida, destrozaron a las legiones romanas. ¿Resiste algún análisis imaginar que Adrianópolis –al sudeste de su punto de partida– estuviera en el camino de su marcha de “huida”? ¿No es evidente más bien que llegar a Adrianópolis constituía un evidente desvío que la historiografía tradicional no tiene cómo –ni ha intentado– explicar?

Treintidós años más tarde, siempre supuestamente en su marcha de huida, se nos presenta a los visigodos, tomándose el no pequeño esfuerzo de desviarse 500 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, para saquear Roma en el año 410 dC. ¿Eran tan necios de arriesgarse nuevamente, pero esta vez para que la mancha de hunos les tapone la salida hacia el continente y los arroje irremediablemente a que se ahoguen en el Mediterráneo? Pues bien, serán otros datos y otras interrogantes las que nos saquen del atolladero.

Su actuación en la capital del imperio “sacudió al mundo civilizado” –como anota Barraclough –. “Saquearon [Roma] durante tres días y tres noches” –dice esta vez Grimberg –, y agrega que salieron de ella cargando “un inmenso botín y un número incontable de prisioneros”, entre ellos a la hermana del emperador. Cumplido su objetivo, pudiendo quedarse en Roma o en las campiñas de Italia las despreciaron, reiniciando el largo viaje a pie que finalmente los llevó hasta España. ¿Por qué ellos pues también a España?

¿Por qué pudiendo además quedarse en Francia siguieron adelante? ¿Qué los llevó o qué los llevaba hasta España? Y por último, ¿por qué, como lo habían hecho los vándalos, los visigodos en cambio no cruzaron Gribaltar ni siguieron adelante, sino que se estacionaron pues en la península Ibérica?

¿Será que, como hemos supuesto para los avaros o alanos y los vándalos, los visigodos tenían también un objetivo preciso y sólo uno, y que éste fuera precisamente llegar a España y sólo a ella?

El origen de su larga marcha nos da una primera pauta para la respuesta. Y es que el “origen” de los visigodos fue la Dacia romana, esto es, ni más ni menos que Rumania actual. Rumania, como se sabe, es el único pueblo del este de Europa con lengua de origen latino. La historiografía tradicional atribuye esa característica a la colonización romana, desde la conquista de esos territorios y pueblos durante el imperio de Trajano, en el siglo II dC.

Pero si la colonización romana fuera “la razón” del origen latino del idioma rumano, tanto o más deberían tener esa característica los idiomas de Suiza, Bélgica, de los germanos del oeste del Rin, de los austriacos, eslovenos y croatas, todos los cuales estuvieron –hasta físicamente–, más cerca de la influencia romana que los rumanos, e, incluso, durante un período más prolongado que éstos. Tal parece, pues, que necesitamos una razón más coherente y convincente que ésa. Tratemos de encontrarla.

¿A dónde fueron a parar en los primeros siglos de expansión imperial los conquistados, esclavizados y desterrados griego–catalanes que expulsaron los romanos de sus ricas, pobladas y prósperas viejas colonias del noreste de España (véase el Gráfico Nº 23)?

No es difícil imaginarlos –por ejemplo, e hipotéticamente–, siendo trasladados por oleadas, durante las primeras décadas de expansión imperial, a la Bulgaria de hoy, al sur o margen derecha del Danubio. Tampoco es difícil imaginar que, duros e indóciles como habían sido con sus conquistadores romanos, muchos de ellos atravesaran el Danubio para establecerse en la Dacia, fuera del alcance del yugo imperial.

Allí la masiva presencia peninsular griego–catalana fue sin duda perfilando paulatinamente el carácter latino al idioma del pueblo nativo.

Debe sin embargo tenerse en cuenta otro aspecto importante. Y es que las características de la resistencia peninsular contra los romanos nos permiten imaginar a muchos de los más cultos, prósperos y experimentados griego–catalanes siendo expulsados de sus tierras y llevados a esos pobres, poco poblados y poco desarrollados territorios de Bulgaria, y de donde huyeron hacia los no menos pobres y poco poblados de la vecina Dacia.

Así, su influencia de todo orden en el territorio al que llegaron debió ser relativamente grande, asombrando con sus conocimientos a los nativos. Ello, sin duda, les concedió gran ascendiente. Y esto, a su turno, facilitó la dispersión en ese territorio del “idioma” –o, mejor, de la mezcla de idiomas latinos– que traían.

Cientos y miles de descendientes de esos griego–catalanes habrían ido naciendo, creciendo y multiplicándose en la Dacia, pero conservando en la mente el orgullo y amor por su patria de origen y su profunda identificación como griego–catalanes.

Si grupos enteros de población griego–catalana habían sido expulsados de su tierra en el siglo II aC, no debió ser insignificante –respecto de la población nativa– el número de los descendientes e hijos mestizos de los migrantes asentados en la Dacia, hacia el siglo II dC, al cabo de cuatro siglos de estancia, cuando Trajano emprendió la conquista de esos territorios y su incorporación al imperio.

La Dacia (Rumania) fue una de las últimas conquistas imperiales. ¿Por qué la emprendió Trajano y no alguno de sus predecesores? ¿Sería acaso porque Trajano fue el primer hombre que llegó a ser emperador romano habiendo nacido precisamente en España y, sin duda, habiendo aprendido de niño el idioma de los peninsulares?

Es verosímil pues que Trajano hubiera considerado que la avanzada peninsular que de hecho estaba instalada en la Dacia facilitaba enormemente el sometimiento de ese territorio. Y que el idioma común entre él y esa avanzada facilitaba también las cosas. Y no debería extrañarnos que, por iniciativa del propio Trajano, la conquista de la Dacia hubiera reportado grandes beneficios a más de uno de los descendientes de los trasplantados griego–catalanes allí asentados.

¿Qué caractarísticas tuvo la conquista romana de la orilla norte del Danubio –en la Dacia–? No hemos encontrado información pertinente, mas en el contexto que venimos desarrollando, no sería de extrañar que esa conquista romana hubiera tenido, más que militares, ribetes político–administrativos. En todo caso ello puede desprenderse de la siguiente afirmación del historiador español Rafael Altamira: los visigodos vivieron “mucho tiempo en contacto pacífico con los romanos” .

¿Cómo explicar ese “contacto pacífico”? Pues es muy probable que por el hecho de que las presunciones de Trajano fueron acertadas. Esto es, que la comunidad idiomática con la avanzada peninsular asentada en la Dacia ya varios siglos, reportó magníficos resultados de intermediación y entendimiento entre las huestes de Trajano y los habitantes de la Dacia. Así, la animosidad contra los nuevos contingentes romanos, tanto de los nativos originarios, de sus viejos huéspedes descendientes de griego-catalanes y de los comunes hijos mestizos de ambos grupos, quizá ni siquiera existió o, en su defecto, fue menor que la de otros pueblos conquistados.

Sobre las características de la población asentada en la Dacia que encontraron las legiones de Trajano, hay un aspecto complementario en el que generalmente poco se repara, pero que es de enorme importancia. En efecto, después de los enfrentamientos de resistencia durante la conquista de la península Ibérica en el siglo II aC, y luego de las represalias y genocidios perpetrados por los romanos, no debemos estar muy lejos de la verdad si estimamos que, en su gran mayoría, la población exiliada de griego–catalanes que llegó a la Dacia estuvo conformada mayoritariamente por mujeres, niños y ancianos. Esa población trasplantada, a la que nos resistimos a imaginar autoextinguiéndose, sólo pudo pervivir mezclando su sangre con la de los nativos de la Dacia.

Así, en el siglo III dC, es decir, poco antes del inicio de la gran marcha de retorno, ya se habían cumplido cinco siglos de estancia y mestizaje –cultural, étnico e idiomático– en las riberas del Danubio. Habían pues transcurrido venticinco generaciones. Todos los descendientes de los primeros exiliados, sin excepción, habían nacido allí. Todos, sin excepción, eran tataranietos mestizos de pobladores que, a su vez, eran tataranietos de quienes también habían nacido allí. Todos, sin la más mínima duda, tenían en sus venas sangre de la península y sangre del Danubio.

Mas para esa fecha, un siglo hacía ya a su vez que esa mixtura de pobladores de la Dacia alternaba y se mezclaba con los legionarios romanos que emplazó Trajano en ese territorio. Los mismos que, como hemos presumido para el caso de los ostrogodos, al entrar en crisis el imperio, fueron también abandonados a su suerte, de modo que para supervivir se vieron precisados a integrarse con sus anfitriones de manera aún más intensa.

¿Con qué gentilicio entonces se identificaban? Es decir, ¿cómo se designaban a sí mismos los descendientes de los desterrados originales? ¿Cómo llamaban éstos a los nativos propiamente dichos? ¿Cómo denominaban los nativos a los viejos migrantes y a los legionarios que recientemente habían llegado? Y, finalmente, ¿cómo denominaban todos ellos a sus comunes y mestizos descendientes que muy probablemente eran ya la mayoría dentro del conjunto de la población de la Dacia?

A este propósito, bien vale recordar que así como los cretenses bautizaron a los comerciantes del extremo este del Mediterráneo como “fenicios”, y los romanos rebautizaron con éxito como “griegos” a los helenos, muchos pueblos terminan llamados no como ellos a sí mismos se denominaban, sino tal y como otros los llamaron.

Pues bien, ya no resulta muy riesgoso presumir pues que el gentilicio de los cuatro grupos de la población de la Dacia hacia el siglo III dC –el anfitrión nativo, los descendientes no mestizos de los viejos inmigrantes, los miembros de los destacamentos militares romanos que ya habían acumulado allí un siglo, y los hijos mestizos de los tres grupos anteriores– terminara siendo virtualmente el mismo. ¿Pero cuál era?
Durante cuatro siglos, antes de la conquista oficial de la Dacia, el nombre que más se repetía en Europa era “romanos”. Así, no es difícil imaginar que los nativos originales de la Dacia identificaran con ese nombre a los desterrados griego–catalanes que habían llegado como inmigrantes e invasores a su territorio: sin duda los veían como “romanos” (pronunciándolo como “rumanos”), por el hecho de haber sido llevados o empujados allí precisamente por los genuinos romanos. Los “dacios”, pues, para denominar de alguna manera a los nativos, creyeron que habían llegado “romanos” y los llamaron así de allí en adelante.

Pero tampoco es difícil imaginar que tras adquirir gran prestigio entre la población nativa, y al cabo de muchas generaciones de tener hijos mestizos con ella, los viejos inmigrantes terminaran por esta vía, sin pretenderlo, endosando a sus hijos mestizos el nombre que a su vez les había sido endosado a ellos. Así, los “invasores” –los herederos de los griego–catalanes–, los “invadidos” –los nativos de la Dacia–, y sus hijos mestizos, quedaron todos convertidos en “romanos”, del que es evidente habría derivado fonéticamente “rumanos”. Y, sin duda, desde la llegada de los legionarios romanos de Trajano el común gentilicio quedó totalmente consagrado.

En todo caso, todavía los lingüistas tienen la palabra: ¿efectivamente “Roma” y “romanos”, dieron origen a “Románia” –como oficialmente y en su propia lengua se llama hoy Rumania–, y a “rumanos” –su gentilicio en castellano–?

Pero también deberán explicar por qué precisamente en idioma catalán –convalidando nuestra hipótesis del origen griego–catalán de los visigodos–, Rumania se escribe “Romania”, esto es, casi exactamente igual pues que en el idioma rumano .

Tratemos de comprender entonces ahora el comportamiento de estos “romanos” – “rumanos”, presuntos descendientes pues de griego-catalanes, y a la postre “visigodos”, que salieron desde el Danubio con destino a España. Y prescindamos por un instante de la idea de que fueron “empujados” por la invasión de los hunos. ¿Qué señas habían recibido para suponer que la hora del retorno había llegado? Ellos, según se nos ha dicho, partieron hacia el año 370 dC (coincidiendo sin embargo con la llegada de las primeras oleadas de hunos a Europa).

Pues bien, en el siglo anterior (en el año 235 aC), el Imperio Persa había invadido el extremo este del imperio y capturado Antioquía (en Siria), saqueando la tercera ciudad en importancia del imperio, y, como está dicho, capturando incluso al propio emperador romano: Valeriano. Sin duda la noticia llegó pronto a oídos de los rumanos / visigodos.

En la década siguiente, estalló la “sequía de San Cipriano” , dejando una estela de hambre y pestes en la península italiana. Huyendo de las pestes y de la hambruna muchos romanos importantes se trasladaron a Bizancio (Constantinopla). También estas noticias pronto llegaron a la Dacia o, si se prefiere, a Rumania.

En la década siguiente –es decir, cuando nadie todavía había oído hablar de los hunos– llegó a los rumanos / visigodos la importantísima noticia de que los francos, que se habían refugiado al este del Rin, retornando a su territorio ancestral, lo liberaron, independizándose del poder imperial. Para la historiografía tradicional, sin embargo, los francos invadieron el imperio, e ingresaron a Francia para formar “su propio imperio” . Lo definitivo no obstante es que el trascendental episodio ocurrió durante los años 259 y el 269. Y, bien podemos suponer, las noticias potenciaron aún más los ímpetus nacionalistas y revanchistas de los rumanos / visigodos más anti–romanos.

Pocos años más tarde, sin poder resistir las presiones que suscitaba la crisis del imperio, Dioclesiano –bien guarnecido en el sector Oriental– decidió dividir el imperio y ceder la administración de Occidente a Maximiano. Para las primeras décadas del siglo siguiente, ya el centro de gravedad del imperio se había trasladado a Oriente .

Así, Rumania, y otros territorios del entorno inmediato a Constantinopla, empezaron a soportar, a partir del año 330, las cada vez mayores exigencias de la nueva sede imperial. Éstas, ante la gravedad de los acontecimientos, fueron económicas y militares.

Es decir, para controlar las invasiones de los persas, responder a la independencia de Francia, y prevenir otros fenómenos independentistas como ése, era necesario obtener mayores ingresos que permitieran financiar el equipamiento y avituallamiento de los nuevos batallones imperiales que, además de conformarse con levas compulsivas, en gran parte estaban constituidos por costosos mercenarios “bárbaros”. Las urgencias fiscales eran tales que movieron a Constantino el Grande a “robar los tesoros de los templos paganos” y a imponer contribuciones al comercio “que sus recaudadores obtenían a fuerza de latigazos”? .

¿Es acaso difícil imaginar en ese contexto que, quienes como los rumanos / visigodos, estaban más próximos a la nueva sede imperial –más cerca que los húngaros, los croatas y los griegos, por ejemplo–, fueron los más afectados con el rigor de los nuevos impuestos y el rigor de las levas, ordenados desesperadamente por Constantino el Grande? “La explotación a que fueron sometidos por los funcionarios imperiales y por jefes militares romanos les creó una situación insostenible para su orgullo” –afirma en tal sentido un historiador –.

Fritigerno, el rumano / visigodo, rico y poderoso como el Teodorico de sus vecinos los ostrogodos, y el resto de los “magnates visigodos” , habrían pues considerado en el 377 dC que había llegado la hora de alzarse contra el imperio –como 120 años antes lo habían hecho los francos–. Pero para ello debían necesariamente enfrentar y liquidar el poder hegemónico de Constantinopla. Y se dirigieron pues hacia allá. Bajo circunstancias así adquiere entonces sentido que la gran batalla de Adrianópolis (en el año 378 dC), y en la que murió el emperador Valente , se diera precisamente en territorio del aún fuerte Imperio Romano de Oriente, que fallida y infructuosamente había enviado sus ejércitos con el propósito de derrotarlos. Véase una vez más a este respecto el Gráfico Nº 24.

Hay un dato de la historiografía tradicional sobre los visigodos que resulta seriamente inconsistente con su victoria militar del 378 dC, pero más aún con su decisión de rebelión el 377 dC. En efecto, se dice que en el 375 dC, esto es, apenas dos años antes, habían perdido dos sucesivas batallas con los invasores hunos. ¿Podemos imaginarlos recomponiéndose tanto en tan poco tiempo, como para tras ser derrotados por los hunos, liquidar a las legiones romanas? En fin, no tenemos forma de resolver categóricamente tan saltante inconsistencia.

No obstante –y como se verá con mayor detalle más adelante–, habiendo empezado a llegar los hunos tan sólo en el 370 dC, para cinco años más tarde aún constituían un grupo muy reducido incapaz de enfrentar y derrotar a los visigodos. Bien pudo tratarse de acciones de pillaje incontroladas que de manera interesada y tendenciosa fue presentada por la élite visigoda, ya sea para reclamar apoyo de Constantinopla o para tratar de minimizar la presión tributaria de que era objeto de parte del poder imperial.

Cierto y consistente es en cambio que 32 años después de la epopeya de Adrianópolis los rumanos / visigodos llegaron a saquear Roma. Y de Roma pasaron al sur devastando Campania, Apulia y Calabria . Ello significa, sin duda, que después de la batalla de Adrianópolis, triunfantes, con el prestigio de su ejército al tope, retornaron a las riberas de Danubio. Y quizá sólo recién tres décadas después emprendieron la marcha que finalmente los llevó a España. ¿Acaso huyendo de los hunos que habían sido avistados desde el 370 dC y que supuestamente los derrotaron en dos batallas en el 375 dC? Muy poco probable. Porque difícilmente los hábiles estrategas que habían liquidado al ejército romano en Adrianópolis, habrían sido tan ingenuos de, en tan supuestas apremiantes circunstancias, desviarse del camino e ingresar a la península itálica, incluso hasta más al sur que Roma, con el riesgo de ver taponada su salida por los hunos. Todo sugiere pues que los hunos no eran tan temibles y temidos como los pinta la Historia tradicional –y con ella la cinematografía–, ni avanzaban tan rápido como lo insinúan las típicas y consabidas imágenes de hordas al galope.

El viaje desde las riberas del Danubio hasta Roma debió tomar al pueblo y ejército rumano / visigodo no más de dos o tres años. Porque su segundo y más largo tramo, de Roma al noreste de España, apenas les tomó cuatro años. En efecto, llegaron a su destino en el 414 dC –aunque algunas fuentes reportan como fecha el 411 dC –. Pero Alarico, el mayor héroe de su historia, no alcanzó a ver el triunfo final: había muerto en el camino, y fue sucedido por Ataúlfo.

¿Cómo entender finalmente que estos a los que venimos identificando como “rumanos / romanos” terminaran denominados como “visigodos”? ¿Quién, cuándo y por qué les endilgó el nuevo nombre, éste pues con el que han quedado registrados e identificados en los textos de Historia? Habría, por lo menos, dos versiones; o, eventualmente, una sola, siempre que los lingüistas presten su concurso para aclarar el asunto.

En efecto, y en primer lugar, así como la palabra “vándalo” parece estar estrechamente relacionada con [V]Andalucía, también el historiador Grimberg sostiene que el nombre “visi–godos” parece derivarse de “Got–land” o “Gota–launia”, que pertenecen precisa y coincidentemente a la etimología de “Cata–luña”. De ser así, ¿no le resultó a Grimberg extraño y poco consistente que los visigodos llegaran con un nombre que derivaría de su lugar de destino, y no, como sería de esperar, del territorio de procedencia, y del que supuestamente eran originarios, la Dacia romana?

A la luz de nuestra hipótesis, en cambio, nada tendría que sorprender que habiendo sido desterrados de Cataluña, regresaran a ésta con un nombre nacido y emparentado con ella. En apoyo de esta presunción, el propio historiador romano Tácito, muy significativamente apenas en el siglo I dC, denomina “Gotones” a los visigodos . ¿Puede dudarse que este “Got–ones” deriva del catalán “Got–land”? ¿Porque a título de qué Tácito habría redenominado “Gotones” a los visigodos? O, si se prefiere, ¿ por qué hubo de nominar a pobladores del norte del Danubio con una palabra de muy probable origen catalán?

Una segunda posibilidad, que –como veremos– no necesariamente es contradictoria con la primera, resulta de comparar el significado de “ostro–godos” con el de “visi–godos”. En efecto, hay autores que sostienen que “visi–godos” derivaría del germano “west gohts”, como “ostro–godos” del también germano “ost–gohts”. Esto es, pues, significarían en la lengua de los germanos “godos del oeste” y “godos del este”, respectivamente.

Pero si volvemos a reparar en el Gráfico Nº 22, ¿para quiénes resultaban del “oeste” esos “romanos / rumanos / visigodos”? ¿Acaso para los pobladores de la península Itálica, o de Francia o de la península Ibérica? No, para todos éstos esos “godos del oeste” llegaban del este. Resultaban en cambio occidentales para los pobladores y defensores de Constantinopla, en cuyas filas militaban muchísimos soldados germanos. Pero si esta última fuera la explicación, resultaría que los ostrogodos, “godos del este”, estaban aún más al oeste que aquéllos. Esa interpretación no es por tanto válida.

No obstante, esa pista insinúa otra en la que sí tendría completa coherencia la diferenciación este / oeste para ambos tipos de godos, y que permite explicar que quedara consentido el absurdo lógico de llamar del este a quienes estaban al oeste y viceversa. No obstante, diferimos el desarrollo de esa idea para cuando presentemos nuestra interpretación de por qué razones habría en la historiografía tradicional tan grande confusión entre ostrogodos y visigodos, al extremo que se les ubica indistintamente a unos donde estuvieron los otros, ya sea que se les defina y ubique en términos geográficos o políticos o militares.

Pues bien, parece razonable asumir que, a través de un infinitamente reiterado “goths” para referirse a los pobladores de la margen izquierda del Danubio, fueron los germanos quienes finalmente impusieron el “godos”. ¿Mas a título de qué los germanos habrían bautizado por igual como “godos” tanto a quienes se asentaron a la mitad del Danubio, los ostrogodos, como a los que lo hicieron en el bajo Danubio, los visigodos, siendo que todo sugiere que eran pueblos realmente distintos? ¿Quizá por el hecho de que estaban situados muy próximos unos de los otros –como una vez más puede constatarse en el Gráfico Nº 25–? Es en todo caso un argumento plausible.



Pero se estima asimismo que la denominación “visi–godos” derivaría de la también germana expresión “wis–gohts”: “hombres fuertes” . Esta vez, entonces, el “gohts” ya no significaría “godos” sino “fuertes”, que en más de un sentido equivaldría a aquella otra interpretación ya citada en que significa “ricos, poderosos”.

¿Pero qué ocurre si al propio tiempo asumimos que “gohts” y “godo” habrían derivado del originariamente catalán “Got”, como ya se vio? ¿No es lógico imaginar que antes de prevalecer la connotación “ricos o fuertes”, porque quienes se autodenominaban godos llegaron pobres y desterrados al bajo Danubio, prevaleció simplemente su gentilicio “godo”?

¿Y no es lógico también asumir que, en los amplios valles del bajo Danubio muchos visigodos se hicieron ricos antes que ello ocurriera entre los ostrogodos, asentados en valles a mayor altitud y más estrechos, pero que por su cercanía a ambos grupos los germanos los denominaron genéricamente godos, por gentilicio, y al principio; y luego “godos”, como calificativo, y a la postre?

Pero ya vimos que los godos en la Dacia, o del bajo Danubio, habrían adquirido también el gentilicio de rumanos / romanos. ¿Sería ésa acaso la primera ocasión en que un pueblo es objeto al propio tiempo de dos denominaciones (¿acaso no ocurre hoy mismo con los estadounidenses que al propio tiempo son también yanquis; o con los japoneses que al propio tiempo son nipones; o por último como los peruanos, que para mucha gente del mundo somos todos inkas?

En definitiva, nuestros razonamientos permiten concluir que los desterrados griego–catalanes, con su “Got–land” (¿cata–lán?) original, desde el siglo II aC impusieron el “godos” con el que los siguieron llamando los germanos; pero asimismo asumieron el “romanos / rumanos” durante su larga estancia en la Dacia; y habrían terminado en el siglo III dC como “godos” (visigodos), pero ya en su connotación de “ricos”, y sin duda “fuertes” tras sus resonante triunfo en Adrianópolis.

Resulta pues altamente verosímil la hipótesis de que los visigodos que llegaron de Rumania a Cataluña eran efectivamente los herederos de los griego–catalanes que fueron desterrados del noreste de España por los romanos.

Suevos

Sólo nos falta revisar entonces el caso de los suevos. Antes de iniciar su larga marcha hacia la península, Grimberg los ubica en el norte de Europa , esto es, al este del Rin, en las proximidades de las fronteras del imperio –(A) en el Gráfico Nº 22–.

En el año 409 dC los suevos llegaron al norte de España, es decir, a la zona cantábrica. Y de los grupos desterrados de España al inicio de la conquista romana, coincidentemente, sólo nos resta hablar de los gallegos, astures y vascos, es decir, de los pueblos de origen cantábrico. ¿Se tratará también de otra simple casualidad?

En ausencia de mayor información, y esta vez por descarte, nuestra hipótesis es que los suevos no habrían sido entonces sino los descendientes de los gallegos, astures y vascos desarraigados en el siglo II aC y trasladados por los romanos a las frías llanuras de la margen izquierda del bajo Rin, cerca de su desembocadura al Mar del Norte. Desde allí, coexistiendo con los nativos belgas, muchos habrían huido del poder imperial refugiándose con la mayor parte de los pueblos germanos al otro lado del bajo Rin. Así, en el trance de mayor crisis del Imperio Romano, y agravándola, emprendieron el anhelado retorno a las más hospitalarias tierras de sus antepasados.

Habiendo llegado al norte de España el 409 dC, puede presumirse que partieron del territorio germano a lo sumo cinco años antes, esto es, hacia el 404 dC, cuando se cumplían más de treinta años de la “temida” presencia de los hunos en Europa. Poco convincente viene resultando pues la vieja tesis del pavoroso y precipitado terror que habrían suscitado los invasores asiáticos.

El Gráfico Nº 26 (en la página siguiente) esquematiza nuestra hipótesis de que cuatro de las más importantes migraciones internas que se produjeron a las postrimerías del Imperio Romano, no habrían sido sino el retorno de los herederos a las tierras de sus antepasados en la península Ibérica y Cartago, de donde fueron desterrados a los inicios de la expansión imperial romana.

 

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