¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

c) Uso ineficiente de los recursos

A diferencia de las guerras, para el caso de las víctimas, y de la vulnerabilidad frente a la naturaleza, para todos, en este nuevo factor sí ha estado presente la voluntad humana y, en particular, la de los dirigentes de los pueblos hegemónicos.

Cada vez que en la antigüedad un pueblo tuvo ante sí los excedentes generados en la campaña agrícola anterior, tenía –como ocurre también hoy– sólo dos alternativas, gastar o invertir. En un extremo, podía decidirse por gastarlo todo, por ejemplo en palacios, templos, festines o presupuesto bélico. En el otro, por invertir todo, por ejemplo en la construcción de caminos, sistemas de regadío, infraestructura urbana, sistemas de defensa contra los accidentes de la naturaleza, etc. Por cierto, las decisiones más complejas suponían destinar una porción del excedente a gasto y el complemento a inversión.

Pues bien, la constante histórica de las grandes olas imperiales –omnipresente y recurrente– ha sido la de destinar un porcentaje significativamente más alto al gasto que a la inversión. Ésta que era una decisión conciente y deliberada, tenía, sin embargo, nefastas consecuencias en el imprevisible largo plazo: empobrecía y descapitalizaba sistemáticamente al pueblo hegemónico, debilitándolo paulatina e inexorablemente.

Mas la Historia tradicional no ha reparado en ello, sino que, con criterio estético pero no científico, ha puesto toda la tinta en la belleza y magnificencia de los monumentos que con sus fotografías ilustran en abundancia los libros de Historia, ocupando el espacio que deberían ocupar datos y análisis relevantes de la historia.

A estos respectos, pues, la Historia tradicional tiene también una enorme responsabilidad en lo que a sus graves omisiones se refiere –mas hoy el cargo debe compartirlo con la Ingeniería y la Economía–. En efecto, se ha prestado una enorme atención a detalles que, sin ser anecdóticos, podrían resultar importantes siempre que se les use como insumos para cálculos y análisis ulteriores, que es precisamente lo que se ha omitido.

¿Cuánto por ejemplo representaron de gasto y no de inversión la Torre de Babel o los afamados Jardines Colgantes de Babilonia y los exquisitos palacios y decorados que aún hoy asombran, de todas las culturas e imperios de Mesopotamia?

¿No es patético constatar hoy –incluso a través de entretenidos y costosos documentales– el esfuerzo de insignes investigadores en probar las diversas técnicas que eventualmente habrían utilizado los egipcios para apilar los 2 millones de grandes y pesadas piedras con que fue construida la Gran Pirámide? ¡Pero nadie dice nada en torno al gigantesco costo que representaron ésa, otras muchas pirámides, el inmenso templo de Abu Simber y el resto de las descomunales construcciones y monumentos sembrados en las orillas del Nilo!

¿Cuánto representaron para la economía de Creta los gastos incurridos en la construcción del sofisticado y laberíntico palacio del rey Minos en Cnossos, las estatuas de piedra y las exuberantes pinturas que decoraban las paredes y el ostentoso gasto en joyas y vestidos con los que se imponía la moda en el Mediterráneo hace 35 siglos?

Para Grecia, además del exagerado e improductivo derroche en la Acrópolis, en estadios, ágoras, cientos de templos en el continente y el archipiélago, miles y miles de estatuas de mármol, la “admirable personalidad de Alejandro Magno” y su inmadura ambición de crear un “imperio universal” resultó, proporcionalmente, tan costosa y devastadora como las fracasadas y gigantescas campañas de Napoleón o Hitler.

Y como también hemos mostrado en otra ocasión , un magnífico ejemplo adicional de la omisión a la que venimos refiriéndonos, lo han proporcionado los arqueólogos italianos que, con el auxilio de las más modernas técnicas de diseño gráfico, pero tras costosa tarea, han recreado en imágenes virtuales de tercera dimensión la esplendorosa Roma de la cúspide del imperio. Mas se plantaron allí: en la versión arquitectónica. Que se sepa –no lo anunciaron, cuando bien pudieron hacerlo–, no han dado el único paso que faltaba: empezar a calcular cuánto costó ese portento. Ese valiosísimo dato actualizado –que para cuando se estime no dudamos que alcanzará cifras astronómicas–, habrá de contribuir a mostrarnos cuánto aportó al debilitamiento estructural del imperio la absoluta pero intrínseca proclividad al gasto (en detrimento de la inversión) de la élite hegemónica romana.

Para el caso de España, sembrada también de palacios y templos, que no constituyen inversión sino gasto, reparemos por ejemplo en los tipos de razones que daban origen a inmensos derroches improductivos. Felipe II, después de asistir y dirigir a su ejército a la destrucción y saqueo de la ciudad de San Quintín en Bélgica, horrorizado por las matanzas y por “la destrucción de la capilla en la cual se conservaban [los restos de un santo]”, dibujó el plano y mandó construir en 1561 el fantástico Escorial –nada menos– . En alto precio autoestimaba su conciencia el rey, qué duda cabe. En cambio, cuando en otro momento se propuso la idea de que resultaría conveniente invertir en el valle del Guadalquivir –palabra árabe que significa “río grande”–, a fin de prolongar en longitud la navegabilidad del río, para abaratar y facilitar el transporte de personas y mercaderías, la Corona contestó :

...si Dios hubiera querido un río navegable, lo hubiera creado.

En Francia el esplendor de Versalles es poco menos que alucinante. Sea que se trate del palacio propiamente dicho, con cientos de habitaciones, algunas de lujo inaudito; o de los inmensos y exuberantes jardines que lo anteceden; o del Trianon –“el primer capricho real de Versalles”, construido primero con paredes decoradas con azulejos chinescos “una fantasía que correspondía con el espíritu de juventud de Luis XIV”, y rehecho luego con paredes de mármol, porque había quedado “anticuado para el gusto” del mismo rey . ¿Cuánta inversión quedó desplazada exacerbando la pobreza por los caprichos enfermizos de esa élite, o de ese autócrata?

Para terminar, en relación con el mundo andino, por ejemplo, al estudiarse la cultura Chavín se dice que el Castillo Nuevo (o Templo Tardío) de Chavín de Huántar mide 75 por 72 metros con una altura de 13 metros; y que, para el caso de la cultura Moche, la Huaca del Sol tiene 136 metros de base y 48 de altura, que en su construcción habrían intervenido hasta 200 mil hombres que apilaron 50 millones de adobes. Pues bien, ¿no hay allí información mínima como para calcular y estimar el costo actualizado de dichos monumentos? ¿Por qué no se ha hecho? ¿Por qué pues no se ha dado ese paso que sí reportaría un dato relevante para probar (o desechar) la hipótesis de la gran proclividad al gasto por sobre la inversión de las élites hegemónicas? Y respecto de lo cual también corresponde preguntarse, ¿cuánto sacrificio costó a los pueblos andinos que la élite inka concentrara en el Cusco aquella riqueza improductiva que dejó boquiabiertos a los primeros conquistadores españoles que llegaron a la fantástica ciudad? ¿No es un buen indicio saber que sólo en el rescate del Inka Atahualpa (que a la postre no fue tal porque igual lo asesinaron), los conquistadores lograron reunir en piezas de oro y plata tanto como 7 200 millones de dólares de hoy ?

Pues bien, ¿puede sostenerse que la responsabilidad de priorizar el gasto sobre la inversión alcanzaba por igual a todos los miembros del pueblo o de la nación hegemónica? Ciertamente no. Tanto para el Viejo como para el Nuevo Mundos, nadie podrá sostener que entre la primera y la octava olas, han predominado los mecanismos democráticos de decisión, y particularmente en los imperios. Por el contrario, se trató más bien de sociedades profundamente autocráticas en las que las decisiones de conquista, o, para el caso que nos ocupa, de gasto / inversión las concentraba un reducidísimo grupo de la élite dominante o, en el extremo, una sola persona: el Sátrapa, el Faraón, el César, el Emperador, el Rey o el Inka.

Mal puede extrañarnos pues que, por ejemplo, cuando se trataba de decisiones de gasto, el poder autocrático decidiera emprender obras en las que el principal beneficiario fuera entonces él mismo: hermosas sedes imperiales, palacios, grandes jardines y centros de recreo, templos, coliseos, monumentos autoalabatorios (ya fuera como pirámides, columnas o como arcos), etc.

Siendo ello invariablemente así –y como la historia moderna lo sugiere para efectos retrospectivos, mediando pues todas las formas de inescrupulosidad, corrupción e impunidad–, ¿cómo extrañarnos entonces de que se fuera modelando también una deliberada, inacabable y nunca satisfecha concentración de la riqueza en manos de la élite hegemónica?




Gráfico Nº 17 / Proclividad imperial al gasto improductivo
¿Cuánto ha dejado de invertirse en los pueblos para concretar
estas costosísimas fantasías, cuando no caprichos, de las élites imperiales?
Cómo obviar, a este respecto, que algunos hombres en particular han jugado, en su propio imperio, una acción de zapa tan o más nefasta que la del más poderoso de sus enemigos. Cayo César Augusto Germánico – Calígula –, el tercero de los emperadores (oficiales) del Imperio Romano fue “famoso por sus despilfarros, vanidad y extravagancias” . Entre éstas –que con verdadera fruición destacan sobre todo algunos textos de Historia, y en particular los que están dirigidos hacia niños–, la más divulgada es aquella de que habría –porque hoy el dato está hoy en entredicho– mandado construir para su más preciado caballo un establo de mármol con pesebre de marfil. A Nerón, el quinto de los emperadores romanos, el historiador romano Suetonio –tres décadas después de la muerte de aquél– le atribuye haber mandado incendiar gran parte de la Roma antigua, porque le desagradaba el mal gusto con que habían sido construidos muchos de sus edificios. Sin duda, el desaguisado de Nerón –que también hoy está en entredicho– habría resultado a la economía imperial muchísimo más costoso que los arrebatos zoolátricos de Calígula.

La concentración de la riqueza, sin embargo, no era un fenómeno estático e intrascendente, como en perspectiva de corto plazo siempre parece –por lo menos a quienes ciega y lujuriosamente se benefician de ella–. No, en el largo plazo, la concentración de la riqueza iba mostrando su dinamismo y sus perversas y contraproducentes consecuencias –que también han sido silenciadas en todos los idiomas en la Historia tradicional–: acres disputas al interior de la élite por obtener mayores fracciones del botín; desaforada ambición; corrupción generalizada, para obtener en los hechos aquello que no podía obtenerse “legalmente”; insatisfacción generalizada; rechazo y repulsa, masiva y creciente, contra la élite hegemónica; y sabotaje, revueltas y rebeliones que, en conjunto, y como es lógico concluir, contribuían significativamente al decrecimiento de los ímpetus de la ola, y a precipitar el colapso del imperio.

Penoso resulta constatar que los textos que con tanto deleite muestran esos detalles y episodios –destacándolos, “levantando la noticia” en el más amarillo estilo periodístico–, no hacen el más mínimo enjuiciamiento –crítico y pedagógico– de las nefastas consecuencias que la infinidad de absurdas acciones de gasto inútil que se dieron, tenían para el futuro de los imperios. En efecto, ni el derroche en monumentos ni la dilapidación cortesana fueron deslices intrascendentes. ¿Por qué? Porque cada uno de los grandes jerarcas imperiales, como resulta obvio entender, era el centro de la atención de la población, pero, sobre todo, de los miembros de la numerosa élite que, conjuntamente él gobernaba. Las acciones de quien estaba en la cima del poder, pues, y como también es lógico deducir, eran imitadas, más o menos en razón directamente proporcional a la inescrupulosidad de cada protagonista. Así, en los siglos del imperio, la suma del despilfarro inicuo de cientos y miles de imitadores inescrupulosos debió sí alcanzar cifras astronómicas. En resumen, los maestros de la extravagancia irresponsable hicieron un gigantesco daño en cada uno de los imperios.

Al final, en todos los casos, sin excepción, hemos asistido al hecho incontrovertible de que ninguna de las élites hegemónicas tuvo conciencia de cómo y por qué perdió la posta. Y de cómo y por qué se perdió el poder, la riqueza, la gloria y la vida. Muy probablemente muchos casos de ceguera e inconciencia han sido equivalentes, sirva entonces sólo como ilustración el caso de Francia. En efecto, mientras a todas luces se incubaba la que habría de ser la Revolución Francesa, la reina María Antonieta, obviamente con la anuencia del rey, pero con recursos públicos, encontrando que el decorado de Versalles le parecía “pasado de moda se decidió a renovar todo el mobiliario, sobre todo las telas de seda tejidas y bordadas con lilas y plumas de pavo real que decoraban la alcoba y la inmensa cama imperial” . Tenían pues perdida la cabeza que poco después perdieron del todo.

Ninguna de las élites imperiales llegó nunca a adquirir conciencia de cómo sus propios graves errores y desatinos contribuían, lenta pero sistemáticamente, a debilitar sus imperios. Y, en consecuencia, a minar su propio poder, cavando asimismo su propia tumba y la del imperio que gobernaban. Y es que el tiempo, a este respecto, juega un papel muy traicionero. Ciertamente, cuando entre el efecto y las causas, esto es, entre el colapso y el derroche desmesurado, sistemático, insensato e inútil, median siglos de distancia, no existe ya un solo testigo que pueda entablar la relación. Para colmo, la mayor parte de quienes posteriormente han revisado y analizado la historia, tampoco lo han hecho.

Debe no obstante advertirse que la registrada inconciencia no es un hecho natural, un suceso insalvable. Sino una vez más el resultado de una acción deliberada de la propia élite imperial. Porque, en efecto, siempre, en todas las sociedades, culturas, imperios o cualquier otro tipo de formación social, el poder de turno ha tenido detractores, entre los que también siempre ha habido voces lúcidas que advertían de los peligros del gobierno incensato. Invariablemente, sin embargo, el poder omnímodo se dio maña para neutralizar esas voces o acallar o acallarlas. Ya desde Grecia, y probablemente desde siempre, cuántos líderes de oposición han conocido el ostracismo –aunque algunos resultaban destierros dorados–, y cuántos otros fueron drásticamente silenciados con el criminal expediente de cegar sus vidas.

 

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