Pulse aquí para acceder al índice general del libro. Esta página carece de formato, gráficos, tablas y notas.Pulsando aquí puede acceder al texto completo del libro en formato DOC comprimido ZIP (295 páginas, 1,5 Mb) |
Alfonso Klauer
5) Democracia en el camino hacia la cresta de la ola
La quinta constante histórica en la progresión de la primera a la última ola
de Occidente, estaría dada por el hecho de que, en cada caso, el tránsito
hacia el apogeo (B21 en el Gráfico Nº 13) camino hacia la cresta de la
ola, se produjo durante el período democrático del pueblo que estaba
tomando la posta, período invariablemente anterior, al invariablemente
también período imperial.
Por democrático estamos entendiendo aquí al estadio en el que, en el que
resultará el pueblo hegemónico, a la sombra del vertiginoso y ostensible
auge económico que se experimentaba, las contradicciones entre los intereses
del sector dominante y los del sector dominado de esa sociedad,
inadvertidamente se minimizan. Pero, en ese período, también debe
incluirse en la consideración de democrático, el hecho de que el pueblo o
la nación que marcha hacia la cresta de la ola, aunque de manera implícita,
desarrolla su proyecto histórico como proyecto nacional, es decir,
únicamente dentro de su propio territorio sin agredir ni sojuzgar a otros
pueblos, y, por lo general, sin que se expliciten objetivos nacionales.
En la fase imperialista (B22 en el Gráfico Nº 13), en franca e implícita
alianza, el sector dominante y el sector dominado del pueblo que va camino a
la cresta de la ola, se lanzan a la conquista de sus vecinos los inmediatos
primero, y los más distantes después; en términos militares, en las
primeras olas; y en sutiles términos económicofinancieros, en la ola
actual.
A partir de la ocurrencia de la primera conquista, el proyecto nacional se
troca en proyecto imperial. Y más evidentemente que en esa primera
conquista, en las sucesivas, el carácter implícito del proyecto se troca en
explícito: asoman los objetivos expansionistas, masiva cuando no totalmente
compartidos por los miembros del pueblo hegemónico. Es fácil imaginar cómo
la euforia de la élite dominante conocidos los primeros triunfos
militares, embriagaba también a los miembros del sector dominado del pueblo
o la nación hegemónica sobre todo en los momentos de reparto de los botines
y en las celebraciones posteriores. En tales circunstancias como en ningún
otro momento anterior o posterior se identificaban, ilusoria y
transitoriamente, los intereses de la élite y los del sector dominado de la
nación hegemónica.
Los comentarios de la guerra de las Galias de Julio César, y las crónicas de
la conquista española de América son dos magníficos testimonios al respecto.
Bien se sabe que las crueles, cruentas y altamente rentables conquistas de
César se celebraban en Roma con solemnes fiestas por quince días . Son
elocuentes también al respecto las frases que el historiador peruano Del
Busto recoge de los cronistas españoles, para ilustrar la euforia de los
conquistadores con el botín obtenido tras la captura del inka Atahualpa:
Los soldados corrían como si hubieran perdido el juicio. Unos salían
cargados de primorosa ropa (,,,); éste con un cántaro de oro, aquél con un
ídolo.... . La euforia, pues, era general y enceguecedora. A este mismo
respecto, para tiempos recientes, cuánta sinceridad confirmando lo que
venimos diciendo encierran las palabras del filósofo alemán Karl Popper,
cuando recuerda que, él mismo, siendo estudiante durante la Primera Guerra
Mundial, influenciado y contagiado por la propaganda triunfalista, escribió
un estúpido poema, Celebración de la Paz, elogiando al agresor, su
Alemania natal .
Pues bien, siempre recurriendo a señuelos y otros mecanismos internamente
unificadores, fue en el contexto de sus políticas imperiales que los
protagonistas de cada una de las olas de la historia alcanzaron la mayor
expansión de los territorios en los que ejercieron su arbitrio.
6) Pretextos imperiales vs. razones imperiales
Los gobernantes de Mesopotamia alcanzaron a controlar un territorio cinco
veces más grande que aquél en el que habían nacido. Los faraones dominaron
sobre un territorio dos veces más grande que el propio. La suma territorial
de las colonias helénicas superaba el doble de la extensión de Grecia. Los
césares romanos lograron dominar una extensión 25 veces superior a la de su
tierra natal. El territorio imperial español fue diez veces más grande que
las dimensiones de la península ibérica. Y, finalmente también como ejemplo,
en los Andes americanos, los emperadores inkas dominaron un territorio 100
veces más extenso que su patria.
Por redundante y obvio que pueda parecer, ninguno de esos territorios
conquistados eran tierras vacías. Pertenecían a otros pueblos y naciones.
Así, las conquistas de los mesopotamios, significaron el sometimiento de más
de diez naciones vecinas. Otro tanto hicieron los egipcios y griegos. Roma
en cambio imperó sobre más de 200 naciones de entonces. En América
Meridional, casi ese mismo número de pueblos fueron conquistados por España.
Y antes, los inkas, habían sometido a más de 50 naciones andinas.
Está claro que, en todos los casos, estuvieron presentes lúcidas y hábiles
estrategias y tácticas militares, quizá más claramente en unos episodios que
en otros. Sin embargo, el elemento decisorio fue siempre la disparidad de
fuerzas, siempre en ventaja para el conquistador. De allí que, en todos los
casos, haya sido continuo y sistemático el arrollador avance de las fuerzas
imperiales, hasta que se alcanzaba el punto de ineficiencia: esa extensión
física máxima cuyos límites ya no podían crecer más.
En lo que a la expansión y conquistas militares de los imperios se refiere,
los textos de Historia, generalmente, dejan una pregunta sin responder: ¿por
qué tuvieron límites los imperios, por qué no crecieron hasta abarcar todo
el globo? O, si se prefiere, si sus fuerzas eran arrolladoras, ¿por qué no
crecieron hasta abarcar todo el planeta, o, en todo caso, el doble o el
triple de la extensión que alcanzaron? ¿Qué fue, pues, lo que impuso límites
a los imperios?
Pues, simple y llanamente, por el hecho de que no conquistaban territorios
vacíos. Sino espacios ocupados por pueblos que, en mayor o menor grado,
abierta o sutilmente, se oponían a la conquista. En general, no podían ser
exterminados porque el propio conquistador los necesitaba: para reforzar el
ejército, para apropiárselos como esclavos, y para que siguieran extrayendo
en sus propias tierras la riqueza que quería captar el conquistador.
Pronto aprendieron entonces los conquistadores que no podían seguir
adelante, ampliando sus conquistas, sin dejar una guarnición que controlara
no al territorio inerte sino al pueblo recién conquistado, que siempre que
podía se rebelaba contra la situación a la que había sido sometido.
Así, a medida que avanzaba el ejército conquistador, iba desdoblándose y
debilitándose cada vez más, dejando destacamentos de guardia. Patentizando
las cosas, bien puede decirse que el límite de ineficiencia, la extensión
máxima del imperio, se alcanzaba allí donde el destacamento de guardia
estaba conformado por un solo soldado, que ya no podía desdoblarse. Los
ejércitos imperiales, esparcidos en el inmenso territorio conquistado, se
asemejaban a las neuronas, cuyos filamentos, a medida que se alejan del
centro, son cada vez más débiles hasta que, en el extremo, son ya
imperceptibles.
Pues bien repetimos, la única razón de ese progresivo debilitamiento de
las inicialmente gigantescas fuerzas imperiales, era el hecho de que se
conquistaba no a fuerzas inertes sino a grupos humanos que se resistían y se
rebelaban, porque no aceptaban la nueva situación en la que se les había
colocado. Les resultaba inaceptable perder su libertad como vimos que sin
ambages admitió Julio César. Les resultaba también intolerable perder a sus
hijas y a sus hijos, ellas como concubinas y ellos como esclavos de los
conquistadores. Les resultaba dañino perder el control sobre sus tierras, su
ganado y el resto de sus bienes. En fin, legítimamente, los pueblos
sojuzgados siempre consideraron que con la conquista tenían muchísimo que
perder. De allí que, consecuentes con sus creencias, su rebeldía fue siempre
permanente, unas veces manifiesta y otras latente o subrepticia. Y, cada vez
que pudieron, buscaron que la bárbara y anómala situación revirtiera. De
allí que, por ejemplo, Julio César constantemente se lamentara de la
conjura de tantos pueblos .
Sin embargo, esa bárbara y anómala situación, con la que virtualmente ningún
pueblo conquistado estaba de acuerdo, se nos viene presentando de manera
arbitraria y antojadiza. En efecto, lo que para los pueblos conquistados era
barbarie, atropello y rapiña de los conquistadores, nos son presentadas, en
textos de Historia y como hemos visto, como hazañas. Ésta, quizá más que
ninguna otra deformación, es la mejor prueba de que la historiografía
tradicional presenta la historia, no precisamente como ocurrió, sino como
quiso ser presentada por los conquistadores. No con objetividad científica,
sino a través del cristal de los vencedores y aun cuando entre éstos, como
en el caso de Julio César, hay testimonios valiosos e inobjetables que
habrían permitido a los historiadores afirmar lo contrario de lo que vienen
afirmando.
Pues bien, los césares y los generales romanos, como los faraones y sus
generales o los emperadores españoles y sus conquistadores, eran seres
humanos rodeados de seres humanos, tanto en su entorno inmediato como en el
lejano. En su entorno más próximo como bien nos ilustra el caso de los
hermanos Cayo y Tiberio Graco, ni siquiera las élites imperiales no
constituían grupos homogéneos. Siempre porque no tenemos derecho a pensar
lo contrario, ante las evidencias de rivalidades internas en todos los
imperios ha habido pues disidentes contra los que había que argumentar,
antes de esgrimir contra ellos también las armas. Y, en el frente externo,
tratándose también de seres humanos, ante los pueblos conquistados, los
pueblos por conquistar e imperios rivales, era necesario pues mostrar
también argumentos que explicaran o facilitaran las conquistas o amainaran
los arrebatos de rebelión. Ante seres humanos, la razón de las armas nunca
fue pues enteramente suficiente.
He ahí que adquiere gran importancia analizar los discursos y razonamientos
de los conquistadores, pero también la versión que de ellos han recogido los
textos de Historia. Nos limitaremos sin embargo a unos pocos y relevantes
casos.
Nunca ha sido un secreto ni siquiera en la antigüedad más remota, que el
hombre no necesariamente dice lo que piensa, sea porque dice algo distinto
de lo que piensa o, muchas veces, porque dice incluso exactamente lo opuesto
de lo que tiene en mente. Mas, tratándose de seres humanos, no basta con
revisar sus ideas y sus palabras. Revisar su conducta, es decir, sus
acciones, es fundamental. Por sus frutos y no tanto por sus palabras los
conoceréis, se sentenció con sabia lucidez hace por lo menos dos mil años.
Pues bien, en el caso del análisis de lo protagonizado por los
conquistadores en todas y cada una de las olas de la historia incluyendo
ciertamente la presente, tenemos que ser capaces de distinguir entre los
que aparecen como objetivos explícitos, los pretextos, es decir, aquello que
proclamaron; diferenciándolos de los que, aunque implícitos, eran sus
verdaderos objetivos, las razones, a las que tenemos derecho a arribar en
función de sus frutos, de los resultados que obtuvieron.
Corresponde sin duda empezar hablando de Grecia. Para un espartano nos
dice un texto de Historia, cualquier persona que no compartiera sus
costumbres o fuera de alguna manera diferente, era necesariamente inferior.
Inferiores, por ejemplo, eran los ilotas, una subclase de personas que eran
en realidad, esclavos del estado tal y como afirma Barraclough .
Grecia llevó hasta sus más altas cumbres algunos de los más grandes logros
alcanzados en la cultura occidental. De entre las reflexiones filosóficas de
los griegos, una, sin embargo, ha tenido nefastas consecuencias en la
historia, aun cuando no siempre se tiene conciencia de ello. Los más grandes
pensadores griegos, en efecto, destinaron buena parte de su tiempo y de su
inteligencia a racionalizar las diferencias que observaban entre los
hombres, en particular, entre ciudadanos y esclavos.
Los ciudadanos, según se creía, eran depositarios de todos los derechos. El
esclavo, en cambio, según también se creyó y dijo, no tiene ningún derecho,
(...) es una cosa poseída por un amo. La legislación griega sostenía: se
es esclavo por el nacimiento; los hijos de una esclava son esclavos... Se
pasa a ser esclavo ya por el derecho de guerra (prisioneros), ya por
compra..., a consecuencia de una condena...etc. . ¿Opinaban acaso igual
que sus amos los esclavos? Ciertamente no. Ahí están para probarlo a lo
largo de siglos, cientos de rebeliones de esclavos.
Dos de ellas, sin embargo, son célebres en la historia de Roma: la que
entre los años 136 y 132 aC, todavía pues formalmente bajo la República,
protagonizaron 20 000 esclavos capitaneados por el sirio Euno; y,
ciertamente, la que entre los años 73 a 71 aC, siempre todavía durante la
República, fue acaudillada por Espartaco. Ambas rebeliones fueron
cruentamente reprimidas. Miles de hombres fueron crucificados.
Pues bien, a partir de Grecia, y durante muchos siglos, en la mente de los
hombres de Occidente hubo hombres superiores a imagen y semejanza de los
ciudadanos griegos y romanos, y hombres inferiores a imagen y
semejanza de los esclavos de los griegos y de los romanos.
En el siglo XV, dos mil años después del florecimiento de la cultura
helenística, entre las élites dominantes de Occidente el pensamiento
original de los griegos incluso había sido llevado más atrás. En efecto, se
ponía en entredicho la condición humana de todos aquellos hombres y
pueblos que no formaban parte del pueblo conquistador. Había quienes
sostenían, por ejemplo, que entre los nativos americanos, no se ponía de
manifiesto ninguna actividad del alma ; en consecuencia, no tenían alma,
y, en definitiva, no eran seres humanos. De allí que debió terciar en la
polémica el Papa Paulo III quien, en su Bula de 1537, declaró que los
nativos americanos sí eran seres humanos. Mas el peso de los prejuicios
durante tantos siglos empecinadamente difundidos había sido tal, que, por
ejemplo, en 1957, cuatrocientos veinte años después de la Bula papal, la
Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a
todos los jueces del país que los indios son tan seres humanos como los
otros habitantes de la república... Es decir, las viejas reflexiones de los
pensadores griegos, extrapoladas sin más, habían pues llegado muy lejos, en
el tiempo y en el espacio.
¿Cómo pudo inocularse en las mentes de Occidente una distorsión tan severa
como alienante y de tan nefastas consecuencias? Pues regresemos a los
tiempos de Grecia para tratar de entenderlo. Aunque parezca de perogrullo,
debemos empezar preguntémonos: ¿fueron las reflexiones de los filósofos
griegos las que impulsaron a los ciudadanos griegos a poseer esclavos?
Ciertamente ello no ocurrió así. Sócrates, Platón y Aristóteles nacieron en
un mundo en el que existían hombres libres y esclavos. Los filósofos
griegos, pues, ante esa realidad, y formando parte de ella, pero
específicamente y no por casualidad del sector dominante y esclavista de su
sociedad, trataron de encontrarle razones a la diferencia que observaban
entre unos hombres y otros. Mas no podemos caer en la ingenuidad de suponer
que nuestros tres grandes sabios desconocían que la propia legislación
griega reconocía que se pasaba a ser esclavo por el derecho de guerra.
Sabían pues, y muy bien, que no todos los esclavos habían nacido esclavos, y
que, en consecuencia, su condición natural era la de hombres libres pero
que, por el artificio de la guerra (pero también de las deudas), habían
quedado convertidos en esclavos.
No obstante, al cabo de siglos de racionalización (que en tan patética
situación no era sino un esfuerzo intelectual por encontrar razones a la
sinrazón), muchos filósofos griegos, y casi todos sus contemporáneos,
vivieron y murieron alienadamente convencidos de que la libertad era la
condición natural de algunos hombres, y la esclavitud la condición natural
de otros. Según creían, pues, unos nacían libres, y para ser libres; y otros
nacían esclavos, y para ser esclavos. La información y la tradición oral,
que sin duda llegaron desde la remota antigüedad de la propia Grecia, pero
también desde Creta, Egipto y Mesopotamia, confirmaron a los griegos esa
creencia.
Las guerras, pues, y no otra, fueron la causa más importante de que, de un
lado, aparecieran los ciudadanos esclavistas es decir, los vencedores,
y, del otro, los esclavos es decir, los vencidos. Aquéllos, frente a sí
mismos, y frente a la posteridad que para tal efecto siempre han contado
con buenos y elocuentes panegiristas, se han presentado invariablemente
como hombres superiores y cultos, y presentado a su turno siempre a los
vencidos como hombres inferiores e incultos. En síntesis, las guerras
fueron la causa; y la existencia de la dualidad ciudadanos / esclavos, la
consecuencia. Y de ésta última, se derivó otra dualidad: hombres superiores
y cultos / hombres inferiores e incultos.
La historiografía tradicional y la deformante ideología occidental que de
ella se alimentaría se encargaron subrepticiamente de poner todo el énfasis
en la existencia natural de las dualidades consecuentes, soslayando la
relación con la causa que les había dado origen: las guerras de conquista. A
este respecto, la forma como la historiografía tradicional viene presentando
la historia de Grecia tiene una gravísima responsabilidad, no sólo en
relación con la propia historia de Grecia, sino con la historia de todas y
cada una de las olas siguientes. En efecto, en la historiografía tradicional
aquella que hoy leen los estudiantes del mundo entero, y aquellas versiones
que más circulación tienen entre los adultos, la historia de Grecia nunca
es presentada como la historia de un imperio.
¿Cómo entonces alcanzaron los ciudadanos griegos a poseer miles y miles de
esclavos? O, si se prefiere, si no hubo guerras de conquista, ¿cómo
aparecieron los esclavos en Grecia? ¿Acaso sólo por compra? ¿No acabamos de
ver que la legislación griega reconocía la existencia de esclavos por el
derecho de guerra? ¿No es acaso La Ilíada el relato de la incursión griega
en Troya (hacia el siglo XII aC y cuyo verdadero objeto habría sido
controlar el acceso al Mar Negro y disponer así de los ricos campos de
granos de ese territorio, objetivo que siglos más tarde en efecto se logró)?
¿No conquistaron los griegos el sur de Italia y buena parte de Sicilia, y
territorios del sur de Francia y del extremo este de España, en la costa de
Cataluña).
De hecho, la misma historiografía tradicional reconoce que los pueblos
griegos, seis y siete siglos antes de que se alcanzara el apogeo de Grecia,
guerrearon con los pueblos ribereños del mar Negro, con los pueblos de lo
que hoy es Turquía, con los del Mediterráneo oriental, e incluso con los
persas. Mas no se dice que esos pueblos fueron sus canteras de esclavos. Se
habla de las extraordinarias fortificaciones de los griegos, como la muralla
de Micenas , por ejemplo; o de su infantería armada con largas lanzas y
escudos en ocho, a veces con yelmos fabricados de colmillos de jabalí ; o
de las armaduras de bronce de los griegos, de sus carros de combate, o de
las embarcaciones que fueron esenciales para la supremacía militar ; o de
la extensa red de colonias desde el oeste del mar Mediterráneo hasta las
costas orientales del mar Negro ; finalmente, se reconoce que Atenas, hacia
el siglo V aC fue una potencia militar y marítima ; mas nunca se relaciona
nada de ello con la existencia de miles y miles de esclavos en Grecia, y
menos pues que, por todo ello, Grecia era de hecho un imperio. El difundido
Atlas de la Historia Universal de Barraclough es, a este respecto, una
elocuente muestra de tan grave vacío y de tan lamentable distorsión. En ese
sentido, constituye casi una excepción, aunque presentada prácticamente como
un hecho aislado, la referencia que el Diccionario del Mundo Antiguo ofrece
de las guerras Mesenias, en la que se muestra que dos pueblos fueron
sometidos a servidumbre por los griegos .
En general, tiene que admitirse que la historiografía tradicional no se ha
preocupado ni mucho ni lo suficiente en relacionar la esclavitud con la
guerras de conquista, tal y como corresponde con los hechos verificados en
la historia. Pues bien, en el contexto de ese trascendental vacío, creció
desproporcionadamente la distorsión ideológica que, sin más explicaciones,
daba cuenta de la existencia natural de pueblos superiores y cultos y
pueblos inferiores e incultos. Tocaría a los romanos, en la pluma de sus
propios historiadores e ideólogos, presentarse, a sí mismo y frente a la
posteridad, como un pueblo superior y culto; y presentar a todos los pueblos
conquistados y de la periferia del imperio, como bárbaros, extranjeros e
incultos, y, en definitiva, como pueblos inferiores.
En ese contexto, y en el de la subsecuente elaboración ideológica que
correspondía, aparecieron en la historia de Occidente las grandes
justificaciones de las conquistas: culturizar a los pueblos bárbaros; o, en
su defecto, siglos más adelante, culturizar y evangelizar.
Roma nos dice un texto pudo conquistar y consolidar los territorios de su
imperio gracias a un numeroso ejército que, además, fue un medio para la
difusión de su cultura. . Apuntalando esa difundida idea insistimos,
Barraclough nos dice: No existe mejor testimonio de la grandeza del Imperio
que el legado que dejó: las leyes romanas..., nuestra escritura..., las
ciudades..., la Iglesia... .
¿Pero qué otras leyes habrían podido dejar, sino las propias? ¿Y cuál
escritura sino la suya? ¿Y qué diseños de ciudad y religión sino los del
pueblo hegemónico? ¿Cuál es, pues, la grandeza y en dónde está el mérito
de legar lo único que se tiene? ¿Puede atribuirse grandeza y mérito a una
actuación natural y lógica, en la que por lo demás no hay alternativa? Pero
asimismo, ¿acaso todo ese legado se dio a cambio de nada, lo que sí habría
representado grandeza? ¿Sólo por filantropismo? ¿Sustentado sólo en
complejos de superioridad? Ciertamente no. Todo ello se dio a cambio de
riquezas que manaban hacia Roma, como nos lo ha dicho antes el propio
Barraclough. Pero lo que no ha dicho éste ni el resto de historiadores, es
que el poder hegemónico entregaba sus leyes y otros bienes, libremente, en
tanto que se cobraba con riquezas que los pueblos conquistados se resistían
a entregar. ¿Puede haber mejor evidencia de que la transacción no era
deseada por los compradores, y de que, en consecuencia, los bienes que
entregaba Roma no eran valorados por éstos? ¿Se dirá entonces que,
precisamente, era pues por ignorancia? ¿Puede argumentarse que es por
ignorancia que se rechaza la imposición arbitraria de otro idioma, o de otra
religión, por ejemplo?
Así las cosas, bien podemos decir que los romanos, respecto de los pueblos
bárbaros que conquistaron, tenían dos grandes objetivos: a) culturizarlos
objetivo explícito, y b) extraerles grandes riquezas objetivo implícito.
No obstante, siempre se preocuparon de enarbolar, como único y gran
objetivo, el primero.
¿Cuál fue, sin embargo, y al cabo de varios siglos de colonización romana,
el saldo final de la acción imperial? Ninguno, absolutamente ninguno de los
pueblos conquistados por los romanos alcanzó a tener, en el siglo V dC, a la
caída del Imperio Romano, el nivel de desarrollo que la élite del pueblo
romano había ostentado en el siglo I aC. ¿Cuál otro podría ser, si no ése,
un buen parámetro de medida del objetivo culturizador, habida cuenta de que
los romanos tampoco lograron que los pueblos bárbaros asimilaran como
propio el idioma del imperio? El objetivo explícito, pues, no había sido
logrado. Ni siquiera al cabo de seiscientos años de colonización.
¿Pero qué había ocurrido en cambio en relación con aquél otro, el objetivo
implícito, el de la extracción de grandes riquezas? Éste, por el contrario,
sí se había materializado. La riqueza que desde todas las colonias
conquistadas fluyó hacia Roma fue cuantiosísima. A este respecto la
historiografía tradicional ha tenido que reconocer que la caída del Imperio
de Occidente, en el siglo V dC, puso término a la transferencia masiva de
recursos (...) hacia Roma... .
¿Cómo podemos explicarnos que de los dos objetivos sólo alcanzara a
materializarse uno de ellos? ¿Y por qué se concretó ése, precisamente el
objetivo implícito, y no el otro? ¿Fue acaso una casualidad, o un accidente
de la historia? ¿Quizá Roma a este respecto fue una excepción?
Veamos entonces aunque sucintamente un segundo caso: el de los imperios
Español y Portugués frente a la América Meridional que conquistaron y
colonizaron. Pues bien, ambos imperios peninsulares se habrían propuesto
también dos objetivos: a) culturizar y evangelizar a los pueblos americanos
objetivo explícito, y b) extraerles grandes recursos económicos objetivo
implícito. ¿Cuáles fueron en este caso los resultados, al cabo de casi
trescientos años de colonización? ¿Se alcanzó acaso a culturizar y
evangelizar a los pueblos americanos? ¿Puede sostenerse eso, sabiéndose como
se sabe, que al cabo de trescientos años de colonización, al iniciarse el
siglo XIX, más del 90% de los nativos que quedaron con vida en América
Meridional, además de analfabetos, mantenían virtualmente idénticas las
formas de vida y todas las expresiones culturales incluidos el idioma y la
religión con las que siglos atrás habían vivido sus antepasados en la
propia América y en África (de donde millones de esclavos fueron trasladados
a viva fuerza)?
¿En qué se fundamenta, entonces, la trillada y presuntuosa idea de que la
acción en América es (...) la principal aportación de los pueblos españoles
al devenir de la humanidad , idea que los portugueses refiriéndose a
Brasil seguramente también hacen suya? Sin duda, y fundamentalmente, en el
hecho incontrovertible de que la inmensa mayoría de los habitantes de la
América Meridional de hoy se declaran católicos, y, evidentemente también,
en que como supuesto aporte de España unos hablan castellano, y, como
supuesto aporte de los lusitanos, otros hablan portugués.
Pues bien, aquí tenemos derecho a preguntarnos: ¿si los romanos no pudieron
imponer el latín en Europa al cabo de seis siglos de colonización, cómo en
cambio España y Portugal habrían podido imponer el castellano y el portugués
en sólo tres siglos? ¿Qué tenían el castellano y el portugués en relación
con los idiomas de los nativos americanos que no tenía el latín en
relación con los idiomas de los bárbaros? ¿Es acaso el asunto un problema
estrictamente lingüístico? ¿Existen explicaciones históricas, tan o más
poderosas que las estrictamente lingüísticas?
La presuntuosa idea de la que se enorgullecen muchos de los españoles de
ayer y de hoy, y quizá muchos de los portugueses, encierra dos trampas. Una
primera, típicamente etnocéntrica, que esconde la prejuiciosa creencia de
que el mejor idioma es el que habla uno: su lengua materna. Por lo demás,
los conquistadores no se preocuparon nunca de dirigirse a los hombres que
sojuzgaban en el mejor de los idiomas, sino en el único que hablaban. Y la
segunda es que se cree y se pretende hacer creer que la asimilación
generalizada del castellano y del portugués, y la asimilación generalizada
del catolicismo en América Meridional, se dieron en el transcurso de los
tres siglos de la Colonia. Al finalizar ésta, menos del diez por ciento de
los habitantes de América Meridional hablaba castellano o portugués y se
sentía católico.
En verdad, pues, ni lo uno ni lo otro pueden ni deben seguirse considerando
logros directos de la colonización europea. El catolicismo, como el
castellano y el portugués, recién en las postrimerías de este siglo, a casi
doscientos años de cancelado el colonialismo, corresponden a la mayoría de
los habitantes de la América Meridional . Son pues, y esa es nuestra
hipótesis, una secuela del colonialismo, y el resultado, como veremos, de un
inusitado accidente de la historia de Occidente.