¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

5) “Democracia” en el camino hacia la cresta de la ola

La quinta constante histórica en la progresión de la primera a la última ola de Occidente, estaría dada por el hecho de que, en cada caso, el tránsito hacia el apogeo (B21 en el Gráfico Nº 13) –camino hacia la cresta de la ola–, se produjo durante el período “democrático” del pueblo que estaba tomando la posta, período invariablemente anterior, al –invariablemente también– período “imperial”.

Por “democrático” estamos entendiendo aquí al estadio en el que, en el que resultará el pueblo hegemónico, a la sombra del vertiginoso y ostensible auge económico que se experimentaba, las contradicciones entre los intereses del sector dominante y los del sector dominado de esa sociedad, inadvertidamente se “minimizan”. Pero, en ese período, también debe incluirse en la consideración de “democrático”, el hecho de que el pueblo o la nación que marcha hacia la cresta de la ola, aunque de manera implícita, desarrolla su proyecto histórico como proyecto nacional, es decir, únicamente dentro de su propio territorio –sin agredir ni sojuzgar a otros pueblos–, y, por lo general, sin que se expliciten objetivos nacionales.

En la fase imperialista (B22 en el Gráfico Nº 13), en franca e implícita alianza, el sector dominante y el sector dominado del pueblo que va camino a la cresta de la ola, se lanzan a la conquista de sus vecinos –los inmediatos primero, y los más distantes después–; en términos militares, en las primeras olas; y en “sutiles” términos económico–financieros, en la ola actual.

A partir de la ocurrencia de la primera conquista, el proyecto nacional se troca en proyecto imperial. Y –más evidentemente que en esa primera conquista–, en las sucesivas, el carácter implícito del proyecto se troca en explícito: asoman los objetivos expansionistas, masiva cuando no totalmente compartidos por los miembros del pueblo hegemónico. Es fácil imaginar cómo la euforia de la élite dominante –conocidos los primeros triunfos militares–, embriagaba también a los miembros del sector dominado del pueblo o la nación hegemónica –sobre todo en los momentos de reparto de los botines y en las celebraciones posteriores–. En tales circunstancias –como en ningún otro momento anterior o posterior– se identificaban, ilusoria y transitoriamente, los intereses de la élite y los del sector dominado de la nación hegemónica.

Los comentarios de la guerra de las Galias de Julio César, y las crónicas de la conquista española de América son dos magníficos testimonios al respecto. Bien se sabe que las crueles, cruentas y altamente rentables conquistas de César se celebraban en Roma con “solemnes fiestas por quince días” . Son elocuentes también al respecto las frases que el historiador peruano Del Busto recoge de los cronistas españoles, para ilustrar la euforia de los conquistadores con el botín obtenido tras la captura del inka Atahualpa: “Los soldados corrían como si hubieran perdido el juicio. Unos salían cargados de primorosa ropa (,,,); éste con un cántaro de oro, aquél con un ídolo....” . La euforia, pues, era general y enceguecedora. A este mismo respecto, para tiempos recientes, cuánta sinceridad –confirmando lo que venimos diciendo– encierran las palabras del filósofo alemán Karl Popper, cuando recuerda que, él mismo, siendo estudiante durante la Primera Guerra Mundial, influenciado y contagiado por la propaganda triunfalista, escribió “un estúpido poema, Celebración de la Paz”, elogiando al agresor, su Alemania natal .

Pues bien, siempre recurriendo a señuelos y otros mecanismos internamente unificadores, fue en el contexto de sus políticas imperiales que los protagonistas de cada una de las olas de la historia alcanzaron la mayor expansión de los territorios en los que ejercieron su arbitrio.


6) Pretextos imperiales vs. razones imperiales

Los gobernantes de Mesopotamia alcanzaron a controlar un territorio cinco veces más grande que aquél en el que habían nacido. Los faraones dominaron sobre un territorio dos veces más grande que el propio. La suma territorial de las colonias helénicas superaba el doble de la extensión de Grecia. Los césares romanos lograron dominar una extensión 25 veces superior a la de su tierra natal. El territorio imperial español fue diez veces más grande que las dimensiones de la península ibérica. Y, finalmente también como ejemplo, en los Andes americanos, los emperadores inkas dominaron un territorio 100 veces más extenso que su patria.

Por redundante y obvio que pueda parecer, ninguno de esos territorios conquistados eran tierras vacías. Pertenecían a otros pueblos y naciones. Así, las conquistas de los mesopotamios, significaron el sometimiento de más de diez naciones vecinas. Otro tanto hicieron los egipcios y griegos. Roma en cambio imperó sobre más de 200 naciones de entonces. En América Meridional, casi ese mismo número de pueblos fueron conquistados por España. Y antes, los inkas, habían sometido a más de 50 naciones andinas.

Está claro que, en todos los casos, estuvieron presentes lúcidas y hábiles estrategias y tácticas militares, quizá más claramente en unos episodios que en otros. Sin embargo, el elemento decisorio fue siempre la disparidad de fuerzas, siempre en ventaja para el conquistador. De allí que, en todos los casos, haya sido continuo y sistemático el arrollador avance de las fuerzas imperiales, hasta que se alcanzaba el punto de ineficiencia: esa extensión física máxima cuyos límites ya no podían crecer más.
En lo que a la expansión y conquistas militares de los imperios se refiere, los textos de Historia, generalmente, dejan una pregunta sin responder: ¿por qué tuvieron límites los imperios, por qué no crecieron hasta abarcar todo el globo? O, si se prefiere, si sus fuerzas eran arrolladoras, ¿por qué no crecieron hasta abarcar todo el planeta, o, en todo caso, el doble o el triple de la extensión que alcanzaron? ¿Qué fue, pues, lo que impuso límites a los imperios?

Pues, simple y llanamente, por el hecho de que no conquistaban territorios vacíos. Sino espacios ocupados por pueblos que, en mayor o menor grado, abierta o sutilmente, se oponían a la conquista. En general, no podían ser exterminados porque el propio conquistador los necesitaba: para reforzar el ejército, para apropiárselos como esclavos, y para que siguieran extrayendo –en sus propias tierras– la riqueza que quería captar el conquistador. Pronto aprendieron entonces los conquistadores que no podían seguir adelante, ampliando sus conquistas, sin dejar una guarnición que controlara –no al territorio inerte– sino al pueblo recién conquistado, que siempre que podía se rebelaba contra la situación a la que había sido sometido.

Así, a medida que avanzaba el ejército conquistador, iba desdoblándose y debilitándose cada vez más, dejando destacamentos de guardia. Patentizando las cosas, bien puede decirse que el límite de ineficiencia, la extensión máxima del imperio, se alcanzaba allí donde el destacamento de guardia estaba conformado por un solo soldado, que ya no podía desdoblarse. Los ejércitos imperiales, esparcidos en el inmenso territorio conquistado, se asemejaban a las neuronas, cuyos filamentos, a medida que se alejan del centro, son cada vez más débiles hasta que, en el extremo, son ya imperceptibles.

Pues bien –repetimos–, la única razón de ese progresivo debilitamiento de las inicialmente gigantescas fuerzas imperiales, era el hecho de que se conquistaba no a fuerzas inertes sino a grupos humanos que se resistían y se rebelaban, porque no aceptaban la nueva situación en la que se les había colocado. Les resultaba inaceptable perder su libertad – como vimos que sin ambages admitió Julio César–. Les resultaba también intolerable perder a sus hijas y a sus hijos, ellas como concubinas y ellos como esclavos de los conquistadores. Les resultaba dañino perder el control sobre sus tierras, su ganado y el resto de sus bienes. En fin, legítimamente, los pueblos sojuzgados siempre consideraron que con la conquista tenían muchísimo que perder. De allí que, consecuentes con sus creencias, su rebeldía fue siempre permanente, unas veces manifiesta y otras latente o subrepticia. Y, cada vez que pudieron, buscaron que la bárbara y anómala situación revirtiera. De allí que, por ejemplo, Julio César constantemente se lamentara de la “conjura de tantos pueblos” .

Sin embargo, esa bárbara y anómala situación, con la que virtualmente ningún pueblo conquistado estaba de acuerdo, se nos viene presentando de manera arbitraria y antojadiza. En efecto, lo que para los pueblos conquistados era barbarie, atropello y rapiña de los conquistadores, nos son presentadas, en textos de Historia –y como hemos visto–, como “hazañas”. Ésta, quizá más que ninguna otra deformación, es la mejor prueba de que la historiografía tradicional presenta la historia, no precisamente como ocurrió, sino como quiso ser presentada por los conquistadores. No con objetividad científica, sino a través del cristal de los vencedores –y aun cuando entre éstos, como en el caso de Julio César, hay testimonios valiosos e inobjetables que habrían permitido a los historiadores afirmar lo contrario de lo que vienen afirmando–.

Pues bien, los césares y los generales romanos, como los faraones y sus generales o los emperadores españoles y sus conquistadores, eran seres humanos rodeados de seres humanos, tanto en su entorno inmediato como en el lejano. En su entorno más próximo –como bien nos ilustra el caso de los hermanos Cayo y Tiberio Graco–, ni siquiera las élites imperiales no constituían grupos homogéneos. Siempre –porque no tenemos derecho a pensar lo contrario, ante las evidencias de rivalidades internas en todos los imperios– ha habido pues disidentes contra los que había que argumentar, antes de esgrimir contra ellos también las armas. Y, en el frente externo, tratándose también de seres humanos, ante los pueblos conquistados, los pueblos por conquistar e imperios rivales, era necesario pues mostrar también argumentos que explicaran o facilitaran las conquistas o amainaran los arrebatos de rebelión. Ante seres humanos, la razón de las armas nunca fue pues enteramente suficiente.

He ahí que adquiere gran importancia analizar los discursos y razonamientos de los conquistadores, pero también la versión que de ellos han recogido los textos de Historia. Nos limitaremos sin embargo a unos pocos y relevantes casos.

Nunca ha sido un secreto –ni siquiera en la antigüedad más remota–, que el hombre no necesariamente dice lo que piensa, sea porque dice algo distinto de lo que piensa o, muchas veces, porque dice incluso exactamente lo opuesto de lo que tiene en mente. Mas, tratándose de seres humanos, no basta con revisar sus ideas y sus palabras. Revisar su conducta, es decir, sus acciones, es fundamental. “Por sus frutos –y no tanto por sus palabras– los conoceréis”, se sentenció con sabia lucidez hace por lo menos dos mil años.

Pues bien, en el caso del análisis de lo protagonizado por los conquistadores en todas y cada una de las olas de la historia –incluyendo ciertamente la presente–, tenemos que ser capaces de distinguir entre los que aparecen como objetivos explícitos, los pretextos, es decir, aquello que proclamaron; diferenciándolos de los que, aunque implícitos, eran sus verdaderos objetivos, las razones, a las que tenemos derecho a arribar en función de sus frutos, de los resultados que obtuvieron.

Corresponde sin duda empezar hablando de Grecia. “Para un espartano –nos dice un texto de Historia–, cualquier persona que no compartiera sus costumbres o fuera de alguna manera diferente, era necesariamente inferior.” Inferiores, por ejemplo, eran los ilotas, una “subclase de personas que eran en realidad, esclavos del estado” –tal y como afirma Barraclough –.

Grecia llevó hasta sus más altas cumbres algunos de los más grandes logros alcanzados en la cultura occidental. De entre las reflexiones filosóficas de los griegos, una, sin embargo, ha tenido nefastas consecuencias en la historia, aun cuando no siempre se tiene conciencia de ello. Los más grandes pensadores griegos, en efecto, destinaron buena parte de su tiempo y de su inteligencia a racionalizar las “diferencias” que observaban entre los hombres, en particular, entre “ciudadanos” y “esclavos”.

Los ciudadanos, según se creía, eran depositarios de todos los derechos. El esclavo, en cambio, según también se creyó y dijo, “no tiene ningún derecho, (...) es una cosa poseída por un amo.” La legislación griega sostenía: “se es esclavo por el nacimiento; los hijos de una esclava son esclavos... Se pasa a ser esclavo ya por el derecho de guerra (prisioneros), ya por compra..., a consecuencia de una condena...–etc.–” . ¿Opinaban acaso igual que sus amos los esclavos? Ciertamente no. Ahí están para probarlo –a lo largo de siglos–, cientos de rebeliones de esclavos.

Dos de ellas, sin embargo, son célebres en la historia –de Roma–: la que entre los años 136 y 132 aC, todavía pues formalmente bajo la “República”, protagonizaron 20 000 esclavos capitaneados por el sirio Euno; y, ciertamente, la que entre los años 73 a 71 aC, siempre todavía durante la “República”, fue acaudillada por Espartaco. Ambas rebeliones fueron cruentamente reprimidas. Miles de hombres fueron crucificados.

Pues bien, a partir de Grecia, y durante muchos siglos, en la mente de los hombres de Occidente hubo “hombres superiores” –a imagen y semejanza de los “ciudadanos” griegos y romanos–, y “hombres inferiores” –a imagen y semejanza de los “esclavos” de los griegos y de los romanos–.

En el siglo XV, dos mil años después del florecimiento de la cultura helenística, entre las élites dominantes de Occidente el pensamiento original de los griegos incluso había sido llevado más atrás. En efecto, se ponía en entredicho la “condición humana” de todos aquellos hombres y pueblos que no formaban parte del pueblo conquistador. Había quienes sostenían, por ejemplo, que entre los nativos americanos, no se ponía de manifiesto “ninguna actividad del alma” ; en consecuencia, no tenían alma, y, en definitiva, no eran seres humanos. De allí que debió terciar en la polémica el Papa Paulo III quien, en su Bula de 1537, declaró que los nativos americanos sí eran seres humanos. Mas el peso de los prejuicios durante tantos siglos empecinadamente difundidos había sido tal, que, por ejemplo, en 1957, cuatrocientos veinte años después de la Bula papal, la Corte Suprema de Justicia del Paraguay emitió una circular comunicando a todos los jueces del país que “los indios son tan seres humanos como los otros habitantes de la república...” Es decir, las viejas reflexiones de los pensadores griegos, extrapoladas sin más, habían pues llegado muy lejos, en el tiempo y en el espacio.

¿Cómo pudo inocularse en las mentes de Occidente una distorsión tan severa como alienante y de tan nefastas consecuencias? Pues regresemos a los tiempos de Grecia para tratar de entenderlo. Aunque parezca de perogrullo, debemos empezar preguntémonos: ¿fueron las reflexiones de los filósofos griegos las que impulsaron a los “ciudadanos” griegos a poseer esclavos? Ciertamente ello no ocurrió así. Sócrates, Platón y Aristóteles nacieron en un mundo en el que existían hombres libres y esclavos. Los filósofos griegos, pues, ante esa realidad, y formando parte de ella, pero específicamente y no por casualidad del sector dominante y esclavista de su sociedad, trataron de encontrarle “razones” a la diferencia que observaban entre unos hombres y otros. Mas no podemos caer en la ingenuidad de suponer que nuestros tres grandes sabios desconocían que la propia legislación griega reconocía que “se pasaba a ser esclavo por el derecho de guerra”. Sabían pues, y muy bien, que no todos los esclavos habían nacido esclavos, y que, en consecuencia, su condición natural era la de hombres libres pero que, por el artificio de la guerra (pero también de las deudas), habían quedado convertidos en esclavos.

No obstante, al cabo de siglos de racionalización (que en tan patética situación no era sino un esfuerzo intelectual por encontrar razones a la sinrazón), muchos filósofos griegos, y casi todos sus contemporáneos, vivieron y murieron alienadamente convencidos de que la libertad era la condición natural de algunos hombres, y la esclavitud la condición natural de otros. Según creían, pues, unos nacían libres, y para ser libres; y otros nacían esclavos, y para ser esclavos. La información y la tradición oral, que sin duda llegaron desde la remota antigüedad de la propia Grecia, pero también desde Creta, Egipto y Mesopotamia, confirmaron a los griegos esa creencia.

Las guerras, pues, y no otra, fueron la causa más importante de que, de un lado, aparecieran los “ciudadanos” esclavistas –es decir, los vencedores–, y, del otro, los esclavos –es decir, los vencidos–. Aquéllos, frente a sí mismos, y frente a la posteridad –que para tal efecto siempre han contado con buenos y elocuentes panegiristas–, se han presentado invariablemente como “hombres superiores” y “cultos”, y presentado a su turno siempre a los vencidos como “hombres inferiores” e “incultos”. En síntesis, las “guerras” fueron la causa; y la existencia de la dualidad “ciudadanos / esclavos”, la consecuencia. Y de ésta última, se derivó otra dualidad: “hombres superiores y cultos” / “hombres inferiores e incultos”.

La historiografía tradicional –y la deformante ideología occidental que de ella se alimentaría– se encargaron subrepticiamente de poner todo el énfasis en la existencia “natural” de las dualidades consecuentes, soslayando la relación con la causa que les había dado origen: las guerras de conquista. A este respecto, la forma como la historiografía tradicional viene presentando la historia de Grecia tiene una gravísima responsabilidad, no sólo en relación con la propia historia de Grecia, sino con la historia de todas y cada una de las olas siguientes. En efecto, en la historiografía tradicional –aquella que hoy leen los estudiantes del mundo entero, y aquellas versiones que más circulación tienen entre los adultos–, la historia de Grecia nunca es presentada como la historia de un imperio.

¿Cómo entonces alcanzaron los “ciudadanos” griegos a poseer miles y miles de esclavos? O, si se prefiere, si no hubo guerras de conquista, ¿cómo aparecieron los esclavos en Grecia? ¿Acaso sólo por compra? ¿No acabamos de ver que la legislación griega reconocía la existencia de esclavos “por el derecho de guerra”? ¿No es acaso La Ilíada el relato de la incursión griega en Troya (hacia el siglo XII aC y cuyo verdadero objeto habría sido controlar el acceso al Mar Negro y disponer así de los ricos campos de granos de ese territorio, objetivo que siglos más tarde en efecto se logró)? ¿No conquistaron los griegos el sur de Italia y buena parte de Sicilia, y territorios del sur de Francia y del extremo este de España, en la costa de Cataluña).

De hecho, la misma historiografía tradicional reconoce que los pueblos griegos, seis y siete siglos antes de que se alcanzara el apogeo de Grecia, guerrearon con los pueblos ribereños del mar Negro, con los pueblos de lo que hoy es Turquía, con los del Mediterráneo oriental, e incluso con los persas. Mas no se dice que esos pueblos fueron sus canteras de esclavos. Se habla de las extraordinarias fortificaciones de los griegos, como la muralla de Micenas , por ejemplo; o de su “infantería armada con largas lanzas y escudos en ocho, a veces con yelmos fabricados de colmillos de jabalí” ; o de las armaduras de bronce de los griegos, de sus carros de combate, o de las embarcaciones que fueron “esenciales para la supremacía militar” ; o de la “extensa red de colonias desde el oeste del mar Mediterráneo hasta las costas orientales del mar Negro” ; finalmente, se reconoce que Atenas, hacia el siglo V aC fue “una potencia militar y marítima” ; mas nunca se relaciona nada de ello con la existencia de miles y miles de esclavos en Grecia, y menos pues que, por todo ello, Grecia era de hecho un imperio. El difundido Atlas de la Historia Universal de Barraclough es, a este respecto, una elocuente muestra de tan grave vacío y de tan lamentable distorsión. En ese sentido, constituye casi una excepción, aunque presentada prácticamente como un hecho aislado, la referencia que el Diccionario del Mundo Antiguo ofrece de las guerras Mesenias, en la que se muestra que dos pueblos fueron sometidos a servidumbre por los griegos .

En general, tiene que admitirse que la historiografía tradicional no se ha preocupado –ni mucho ni lo suficiente– en relacionar la esclavitud con la guerras de conquista, tal y como corresponde con los hechos verificados en la historia. Pues bien, en el contexto de ese trascendental vacío, creció desproporcionadamente la distorsión ideológica que, sin más explicaciones, daba cuenta de la “existencia natural” de pueblos “superiores y cultos” y “pueblos inferiores e incultos”. Tocaría a los romanos, en la pluma de sus propios historiadores e ideólogos, presentarse, a sí mismo y frente a la posteridad, como un pueblo superior y culto; y presentar a todos los pueblos conquistados y de la periferia del imperio, como “bárbaros”, extranjeros e incultos, y, en definitiva, como pueblos inferiores.

En ese contexto, y en el de la subsecuente elaboración ideológica que correspondía, aparecieron en la historia de Occidente las “grandes justificaciones de las conquistas”: culturizar a los pueblos bárbaros; o, en su defecto, siglos más adelante, culturizar y evangelizar.

“Roma –nos dice un texto– pudo conquistar y consolidar los territorios de su imperio gracias a un numeroso ejército que, además, fue un medio para la difusión de su cultura.” . Apuntalando esa difundida idea –insistimos–, Barraclough nos dice: “No existe mejor testimonio de la grandeza del Imperio que el legado que dejó: las leyes romanas..., nuestra escritura..., las ciudades..., la Iglesia...” .

¿Pero qué otras leyes habrían podido dejar, sino las propias? ¿Y cuál escritura sino la suya? ¿Y qué diseños de ciudad y religión sino los del pueblo hegemónico? ¿Cuál es, pues, la “grandeza” y en dónde está el mérito de legar lo único que se tiene? ¿Puede atribuirse grandeza y mérito a una actuación natural y lógica, en la que por lo demás no hay alternativa? Pero asimismo, ¿acaso todo ese “legado” se dio a cambio de nada, lo que sí habría representado grandeza? ¿Sólo por filantropismo? ¿Sustentado sólo en complejos de superioridad? Ciertamente no. Todo ello se dio “a cambio” de “riquezas que manaban” hacia Roma, como nos lo ha dicho antes el propio Barraclough. Pero lo que no ha dicho éste –ni el resto de historiadores–, es que el poder hegemónico entregaba sus leyes y otros bienes, libremente, en tanto que se cobraba con riquezas que los pueblos conquistados se resistían a entregar. ¿Puede haber mejor evidencia de que la “transacción” no era deseada por los “compradores”, y de que, en consecuencia, los bienes que entregaba Roma no eran valorados por éstos? ¿Se dirá entonces que, precisamente, era pues por ignorancia? ¿Puede argumentarse que es por ignorancia que se rechaza la imposición arbitraria de otro idioma, o de otra religión, por ejemplo?

Así las cosas, bien podemos decir que los romanos, respecto de los pueblos “bárbaros” que conquistaron, tenían dos grandes objetivos: a) culturizarlos –objetivo explícito–, y b) extraerles grandes riquezas –objetivo implícito–. No obstante, siempre se preocuparon de enarbolar, como único y gran objetivo, el primero.

¿Cuál fue, sin embargo, y al cabo de varios siglos de colonización romana, el saldo final de la acción imperial? Ninguno, absolutamente ninguno de los pueblos conquistados por los romanos alcanzó a tener, en el siglo V dC, a la caída del Imperio Romano, el nivel de desarrollo que la élite del pueblo romano había ostentado en el siglo I aC. ¿Cuál otro podría ser, si no ése, un buen parámetro de medida del objetivo culturizador, habida cuenta de que los romanos tampoco lograron que los pueblos “bárbaros” asimilaran como propio el idioma del imperio? El objetivo explícito, pues, no había sido logrado. Ni siquiera al cabo de seiscientos años de “colonización”.

¿Pero qué había ocurrido en cambio en relación con aquél otro, el objetivo implícito, el de la extracción de grandes riquezas? Éste, por el contrario, sí se había materializado. La riqueza que desde todas las colonias conquistadas fluyó hacia Roma fue cuantiosísima. A este respecto la historiografía tradicional ha tenido que reconocer que “la caída del Imperio de Occidente, en el siglo V dC, puso término a la transferencia masiva de recursos (...) hacia Roma...” .

¿Cómo podemos explicarnos que de los dos objetivos sólo alcanzara a materializarse uno de ellos? ¿Y por qué se concretó ése, precisamente el objetivo implícito, y no el otro? ¿Fue acaso una casualidad, o un accidente de la historia? ¿Quizá Roma a este respecto fue una excepción?

Veamos entonces –aunque sucintamente – un segundo caso: el de los imperios Español y Portugués frente a la América Meridional que conquistaron y colonizaron. Pues bien, ambos imperios peninsulares se habrían propuesto también dos objetivos: a) culturizar y evangelizar a los pueblos americanos –objetivo explícito–, y b) extraerles grandes recursos económicos –objetivo implícito–. ¿Cuáles fueron en este caso los resultados, al cabo de casi trescientos años de colonización? ¿Se alcanzó acaso a culturizar y evangelizar a los pueblos americanos? ¿Puede sostenerse eso, sabiéndose como se sabe, que al cabo de trescientos años de colonización, al iniciarse el siglo XIX, más del 90% de los nativos que quedaron con vida en América Meridional, además de analfabetos, mantenían virtualmente idénticas las formas de vida y todas las expresiones culturales –incluidos el idioma y la religión– con las que siglos atrás habían vivido sus antepasados en la propia América y en África (de donde millones de esclavos fueron trasladados a viva fuerza)?

¿En qué se fundamenta, entonces, la trillada y presuntuosa idea de que “la acción en América es (...) la principal aportación de los pueblos españoles al devenir de la humanidad” , idea que los portugueses –refiriéndose a Brasil– seguramente también hacen suya? Sin duda, y fundamentalmente, en el hecho incontrovertible de que la inmensa mayoría de los habitantes de la América Meridional de hoy se declaran católicos, y, evidentemente también, en que “como supuesto aporte de España” unos hablan castellano, y, “como supuesto aporte de los lusitanos”, otros hablan portugués.

Pues bien, aquí tenemos derecho a preguntarnos: ¿si los romanos no pudieron imponer el latín en Europa al cabo de seis siglos de colonización, cómo en cambio España y Portugal habrían podido imponer el castellano y el portugués en sólo tres siglos? ¿Qué tenían el castellano y el portugués –en relación con los idiomas de los nativos americanos– que no tenía el latín –en relación con los idiomas de los “bárbaros”? ¿Es acaso el asunto un problema estrictamente lingüístico? ¿Existen explicaciones históricas, tan o más poderosas que las estrictamente lingüísticas?

La presuntuosa idea de la que se enorgullecen muchos de los españoles –de ayer y de hoy–, y quizá muchos de los portugueses, encierra dos trampas. Una primera, típicamente etnocéntrica, que esconde la prejuiciosa creencia de que el mejor idioma es el que habla uno: su lengua materna. Por lo demás, los conquistadores no se preocuparon nunca de dirigirse a los hombres que sojuzgaban en el mejor de los idiomas, sino en el único que hablaban. Y la segunda es que se cree –y se pretende hacer creer– que la asimilación generalizada del castellano y del portugués, y la asimilación generalizada del catolicismo en América Meridional, se dieron en el transcurso de los tres siglos de la Colonia. Al finalizar ésta, menos del diez por ciento de los habitantes de América Meridional hablaba castellano o portugués y se sentía católico.

En verdad, pues, ni lo uno ni lo otro pueden ni deben seguirse considerando logros directos de la colonización europea. El catolicismo, como el castellano y el portugués, recién en las postrimerías de este siglo, a casi doscientos años de cancelado el colonialismo, corresponden a la mayoría de los habitantes de la América Meridional . Son pues, y esa es nuestra hipótesis, una secuela del colonialismo, y el resultado, como veremos, de un inusitado “accidente” de la historia de Occidente.
 

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