¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

c) Las transnacionales en el nuevo escenario imperial

Es que hay un último tipo de guerras sobre las que queremos detenernos un momento. Tampoco son tenidas como tales ni por los historiadores, ni por los economistas ni por la mayoría de los intelectuales. Entre otras razones, porque en ellas lo característico no es el zumbido de las balas o el estruendo de los cañones –que, no obstante, han sido, y son utilizados cada vez que fue, y es necesario–. Son aquellas que, sutil, “pacífica” e invariablemente, tienen sin embargo como consecuencia una gran transferencia de riquezas desde unos territorios hacia otros. ¿Cuáles son y dónde están esos pueblos y territorios que generan y transfieren riqueza? ¿Y cuáles son y dónde están los que reciben y usufructúan esa riqueza?

Estamos por cierto hablando de los modernos fenómenos de dependencia político–económica que, desde hace dos siglos, son característicos de la relación entre los pueblos del Norte y el Sur. Para concretarla, no ha sido necesario que los modernos “conquistadores” invadan militarmente sus modernas “colonias”. Ha sido suficiente que entren en juego, de un lado, las mismas sutiles formas de dominación cultural que se han dado en la humanidad desde siempre, en las que el pueblo o los pueblos hegemónicos imponen sus formas de vida y de conducta, sus valores y sus leyes; y, de otro, han entrado en juego, esta vez en versión actualizada, novísimos destacamentos de ocupación: las empresas transnacionales.

Los pueblos del Sur, todos, muestran invariablemente una marcada diferenciación social interna, más grave sin embargo en unos países que en otros. De un lado, un numéricamente pequeño sector, de nítida ascendencia europea, que ha copado sistemáticamente los mecanismos del poder de sus propios países, y que, invariablemente, se ha enriquecido a costa del control del poder. Es el sector moderno de nuestras sociedades duales. Es el sector que ha caído rendido de admiración por el progreso del Norte. Que ha asimilado, como propias, la forma de vida, las costumbres, los valores y las leyes del Norte. Es el grupo social que, por ejemplo, económica y culturalmente, en México, está más cerca de Los Ángeles que de Chiapas; en el Perú, más cerca de Miami que de Ayacucho; y, en Chile, más cerca de Nueva York que de la isla Chiloé. Sus intereses económicos, sus grandes negocios, han crecido, además y como no podía ser de otra manera, a la sombra de la alianza con los intereses de los modernos ejércitos de ocupación: las empresas transnacionales y sus matrices en Estados Unidos y Europa, pero ahora también en Asia.

De otro lado, casi ya no es necesario decirlo, están los grandes sectores poblacionales de nuestros países, de ascendencia originariamente americana, e invariablemente pobres. Nunca han controlado el poder. Sus formas de vida están más cerca de la pobreza del siglo XV que de la modernidad del siglo XX.

En el Sur, casi sin excepción, las aristocracias y oligarquías europeizadas, de ayer, y las tecnocracias norteamericanizadas de hoy, han actuado a espaldas de los pueblos a los que nominalmente se han declarado pertenecer. Y, manejando el control de sus respectivos Estados, han hecho que éstos den también las espaldas a los pueblos a los que, también nominalmente, representaban y representan.

El hechizo de la inversión extranjera las ha tenido y tiene subyugadas: es fuente de progreso y trabajo, han dicho al conjuro, sistemáticamente, los socios –“nativos” y empresas transnacionales–. Y vienen repitiéndolo hace casi cien años, es decir, el doble del tiempo que ha demandado la reconstrucción de Europa. En los últimos cien años la inversión norteamericana y europea en América Meridional, suma, con seguridad, largamente más de un millón de millones de dólares. Esto es, muchísimo más que la suma con la que Estados Unidos, a través del Plan Marshall, ayudó para la reconstrucción de Europa.

Y entonces, ¿cómo explicar que esa gigantesca inversión haya tenido resultados tan pobres en el Sur? ¿Cómo explicar que, en la mitad del tiempo, con menor inyección de recursos foráneos, Europa haya podido resurgir y alcanzar tan extraordinario progreso económico, cultural y material?

¿Puede alguien sostener que la inversión extranjera ha sido la “receta secreta” del desarrollo de Europa, Estados Unidos y el Japón? No, nadie podrá demostrarlo. Porque, en efecto, la inversión extranjera no ha sido la “receta secreta” del éxito del Norte. ¿Por qué entonces se insiste tercamente en aplicar en el Sur una receta que nunca se aplicó en el Norte?

En verdad, asistimos a algo tan burdo como lo siguiente: “Como Europa, Estados Unidos y Japón alcanzaron el desarrollo en función de las razones ‘a’, ‘b’ y ‘c’, entonces, para que el Sur también alcance el desarrollo, “del mismo modo”, debe aplicar las razones ‘m = inversión extranjera’, ‘n’,‘‘ñ’, etc. Es decir, tan grotesco –y canallesco– como curarse un dolor de cabeza con aspirinas, pero recomendarle a un vecino que dé remedio al mismo dolor pero con pastillas de alquitrán.

A modo de apretadísima y adelantada síntesis, puede sostenerse que el desarrollo del Norte, y en particular el de los pueblos de Europa Occidental, se ha alcanzado por la concurrencia de las siguientes razones fundamentales:

a) Acumulación de experiencias culturales autónomas durante un larguísimo proceso histórico de cientos de miles de años, sin que en los últimos mil quinientos años se haya concretado desde el exterior forma alguna de hegemonismo cultural;
b) Haber alcanzado a ser, en cada uno de los correspondientes espacios, sociedades homogéneas, al cabo de procesos político–sociales entre los que destacan las convulsivas transiciones esclavitud–feudalismo y feudalismo–capitalismo; y a lo que también han aportado las guerras internacionales, las revoluciones y las guerras civiles;
c) Haber alcanzado a acumular, en promedio, y al interior de cada pueblo, más de quinientos años de experiencias intrínseca y esencialmente democráticas (aún cuando en su manifestación externa aparecían revestidos de ropajes reales e imperiales, y aun cuando en sus relaciones con el exterior actuaran bajo grotescas modalidades imperialistas y antidemocráticas);
d) Gigantescos montos de ahorro interno de cada uno de los pueblos involucrados fueron invertidos en sus propios territorios –y no fuera de ellos–;
e) Ausencia, en los últimos mil quinientos años, de experiencias centralistas y, por el contrario, la creciente vigencia de una cada vez más notoria descentralización poblacional, económica y política, y de la que, invariablemente, ha resultado que;
f) Altísimos porcentajes de la inversión realizada se han concretado de manera absolutamente descentralizada, de modo tal que, más allá de que estuviera o no en los planes implícitos de los gobernantes, quedó concretada también;
g) Una vastísima red de integración física, económica y cultural, y;
h) No menos ostensible, pero sistemáticamente obviada en los textos de Historia (pero, muy sospechosa y patéticamente, también en los de Economía), gigantesca apropiación de riquezas llevadas desde la periferia, en el contexto de relaciones imperio–dominios.

En estas ocho poderosísimas razones, con centurias de vigencia, reposa el “secreto” del desarrollo del Norte. Y no, pues, en haber “elegido” la paz, como con tanta desfachatez, y sin evidencia alguna que lo respalde, afirma Montaner.

No está pues entre ellas la inversión extranjera. ¿Por qué entonces se insiste en presentarla como la panacea de los problemas del Sur? La inversión extranjera, vale la pena recordarlo, sólo forma parte de la etapa más reciente de la historia de Occidente. Pero –y este es el quid de la cuestión–, es la modalidad mediante la cual se concreta hoy la última de las razones que hemos mostrado como argumentos principales del desarrollo del Norte, es decir, la apropiación de riquezas llevadas desde la periferia.

Casi desde los inicios mismos de la civilización, la transferencia de riquezas se ha concretado a través de relaciones imperio–colonias. Pero el hecho de que, hasta ayer nomás, la dominación imperialista estuviera ostensiblemente caracterizada por el sojuzgamiento y la ocupación militar, impide que se reconozca y tenga conciencia de las relaciones imperio–colonias hoy existentes que, bajo el ropaje de la transnacionalización y globalización de la economía mundial, por igual tienen como objetivo la transferencia de riquezas desde distintos espacios periféricos hacia sus correspondientes centros hegemónicos.

En la remota y larga antigüedad, para concretar la transferencia de riquezas, los poderes imperiales desplazaban hacia la periferia conquistada primero, pero a quedar permanentemente, a ejércitos de conquista y avasallamiento y, luego, sin excepción, a grandes destacamentos de técnicos apropiados para cada situación. Roma, por ejemplo, envió a unos especialistas, a España, para concretar la extracción de minerales; pero fueron otros, en su caso técnicos agrícolas, quienes viajaron a Egipto para convertirlo en el granero del imperio. Siglos más tarde, en estos confines del planeta, y bajo el nombre de mitimaes, el Imperio Inka envió a especialistas en metalurgia para capturar y trasladar la riqueza del derrotado Imperio Chimú, en la costa norte del Perú; pero fueron especialistas en ganadería quienes hicieron lo que a ese respecto correspondía en las altiplanicies del Lago Titicaca. Y poco más tarde, tampoco eran de la misma especialidad quienes en nombre del Imperio Español y de Carlos V expoliaron a belgas y holandeses, que quienes explotaron hasta el límite de la imaginación las riquezas argentíferas de México, Perú y Bolivia. Bien sabían pues los poderes hegemónicos, todos ellos, y sin que se pasaran la receta, que a cada lugar había que enviar a los especialistas –a los mitimaes– que correspondía.

Hoy, desaparecidas las grotescas y violentas modalidades de imperialismo militarista y conquistador, no estando pues presentes los ejércitos de ocupación y sojuzgamiento, sino circunstancialmente, aunque por igual brutal (como en el caso de Irak, por ejemplo), se han sucedido y/o están, en cambio, invariablemente, los especialistas, pero ahora ya no directamente del imperio, sino de las transnacionales (y también de los organismos multilaterales): mitimaes bananeros, en el Caribe; mitimaes petroleros, en Venezuela y Arabia Saudita; mitimaes azucareros, en Centro y Sudamérica; mitimaes mineros, en los Andes; y mitimaes financieros por doquier . Así, en los últimos dos siglos la misma –insustituible y para el Norte indispensable– transferencia de riquezas, se concreta ahora entonces bajo la sutil modalidad de la inversión extranjera.

Ésa –seamos o no concientes de ello–, es la razón por la cual el Norte insiste tanto en que aceptemos la inversión extranjera como la mejor solución para resolver los dramáticos problemas de subdesarrollo del Sur. A su turno, la mayoría de nosotros, en el Sur, como parte del fenómeno de dependencia cultural, convencidos de la bondad de la receta, nos tragamos complacidos las pastillas de alquitrán.

Si, como estimamos, la transferencia de riquezas es una de las razones fundamentales e insustituibles que explican el desarrollo del Norte, es éste, entonces, el más interesado en mantener vigente la modalidad en que hoy se concreta esa transferencia: la inversión extranjera. En otros términos, y como es lógico, alienta la fórmula aquel a quien más le interesa; o, si se prefiere, alienta esa política, aquel que más se beneficia con ella.

El inversionista extranjero, conforme a las leyes sancionadas en nuestras sociedades, a) tiene derecho a que, como parte de la inversión, las maquinarias y equipos necesarios para los proyectos, se traigan del país de origen del inversionista; b) tiene derecho a recuperar su inversión; c) tiene derecho a cobrar por royalties y patentes; d) tiene derecho a que los funcionarios transnacionales exporten a su país parte de sus sueldos; e) tiene derecho a que las maquinarias y equipos importados, primero, y los productos de exportación, después, paguen fletes y seguros a empresas del propio país de origen de la inversión; y, por último, f) tiene derecho a repatriar utilidades.

Sin ápice de duda, la inversión extranjera deja más de un beneficio al país receptor. Pero, también sin ningún género de duda –y como no podría ser de otra manera– deja mayores beneficios al inversionista que al receptor. Ello –repetimos– no podría ser de otro modo. Sería absurdo pretender que una transnacional invierta para beneficiar más al país receptor que a sí misma.

En el proceso de inversión extranjera, en términos muy esquemáticos, en la inmensa mayoría de los casos, se cumple invariablemente la siguiente ecuación:

RI + U > I

donde RI representa la recuperación de la inversión, U las utilidades repatriadas al país del inversionista, e I representa el monto de la inversión. Las utilidades, pues, equivalen al monto mínimo al que asciende la transferencia de riquezas de la que hablamos. Y, como está dicho, equivalen al monto mínimo porque a ella hay que agregar la transferencia de riquezas que se concreta en los montos que se paga por royalties y patentes, fletes y seguros, etc.

Mas eso por supuesto no es todo. Es decir, y ni mucho menos, toda la realidad. Porque, en efecto, cuando en América Latina se habla de inversión extranjera, ¿de qué tipo de inversión se está hablando? ¿No es acaso cierto que de aquella que básica y casi exclusivamente se ha orientado a la actividad extractiva primaria, como la extracción de caucho, petróleo o especies marinas, o de minerales en barras, pellets o planchas? Pues bien, a ese respecto, los economistas peruanos Santiago Roca y Luis Shimabuku han demostrado que la preeminencia de la ese tipo de actividad primario–extractiva perjudica más al país receptor (el Perú en la investigación específica), que lo que lo beneficia.

Sí, Roca y Simabuko, rastreando un largo período, nada menos que los 48 años de la economía peruana que van de 1950 a 1997, han demostrado que ha existido –pero debieron decir existe– “una relación inversa entre la primarización de las actividades económicas y el nivel de vida o ingreso de la población [peruana]” . En otros términos, cada vez que se incrementa la participación de las actividades primario–extractivas en la composición del PBI del Perú, decrecen tanto el consumo per cápita como el promedio de los sueldos y los salarios reales de los peruanos.

Si la inversión extranjera fuera la feliz solución de los problemas del desarrollo, Europa y Japón tendrían, dada la magnitud de esas economías, una inversión extranjera inconmensurablemente mayor, y proporcionalmente mucho más alta, que la que se ha dado en los países del Sur. Pero ello, por cierto, no es así. Europa y Japón han surgido, básicamente, con ahorro e inversión propios, más que por inversión foránea. Así, no han estado obligadas a retornar a nadie que esté fuera de su territorio, ni utilidades, ni royalties, ni patentes, ni fletes ni seguros. Y, por lo menos, no en la proporción en que ocurre en nuestras economías.

En el Sur las cosas fueron aún más graves en décadas pasadas. Nos referimos a las épocas del saqueo inmisericorde, absolutamente descontrolado e incontrolado, que llevaron a cabo, por ejemplo, las transnacionales bananeras, azucareras, mineras y petroleras. Baste con traer aquí algunos de los nombres de peor recordación: Dominó Sugar, United Fruit Co. o Folgers –como lo hace Robert Bowan, Obispo de Florida –; pero también Grace, International Petroleum, Cerro de Pasco Corp., etc.

En esas tristes décadas, para asegurarse retornos de inversión realmente descarados, las transnacionales no se contentaron con aliarse con el poder político de turno. Simple y llanamente ellas definían quiénes debían estar en el poder. Fueron, en América Meridional, los tiempos de Somoza, Pérez Jiménez, Odría y Duvalier, y otros, esto es, los tiempos de los tristemente célebres dictadores latinoamericanos de las no menos célebres y vergonzosas “republiquetas bananeras”. Y, en África, también por ejemplo, los tiempos en que durante casi tres décadas fue grotescamente mantenido el régimen de Mobutu, “uno de los peores y más corruptos tiranos en la historia del África independiente” .

Debe pues recordarse que las transnacionales, y los entreguistas títeres coimeados y financiados por ellas, contaron siempre con el respaldo político incondicional del gobierno de Estados Unidos, y, en cómplice silencio, con el de la mayor parte de las democracias europeas. Casi ningún país latinoamericano quedó libre de ese drama. Cuántos líderes de los pueblos subdesarrollados pagaron con sus vidas la denuncia del grotesco y corrupto entreguismo de sus gobernantes, y la imputación de las por igual grotescas corruptelas que alentaban las transnacionales. Entreguismo y corruptela que, sin embargo, fueron durante décadas sistemática y cínicamente negados. Pero la conciencia (pero todavía ingenua) de ese vergonzoso entreguismo, y la de esa no menos vergonzosa corruptela, es hoy, felizmente, moneda corriente tanto entre los hombres del Sur como entre los propios norteamericanos y europeos, y tanto más ahora cuando ha empezado a ponerse en práctica la “desclasificación” de documentos de Estado. El daño, no obstante, está hecho.

Pues bien, las utilidades que repatrian a sus países las grandes transnacionales no son sino la primera de las modalidades en que se concreta, hoy, la transferencia de riqueza del Sur al Norte.

Y es que hay un segundo rubro más en la transferencia de riqueza del Sur al Norte. Nos referimos a las enormes utilidades que las aristocracias y las oligarquías de nuestros países, por cuenta propia –y con grotesca evasión tributaria–, fruto de su rendida admiración por el Norte, han colocado en las empresas financieras y bancarias del Norte. Nunca hemos oído hablar de las cifras correspondientes, pero no nos quepa duda de que se trata, como en los casos anteriormente vistos, de sumas enormes, quizá de cientos de miles de millones de dólares, con gran parte de las cuales han florecido los paraísos financieros de Europa y Estados Unidos, primero, y del Caribe, hoy en día. A diferencia de las inversiones que el Norte ha realizado en el Sur, cuyos retornos se concretan en 5 años en promedio, sumas equivalentes a las que nuestras aristocracias han depositado en el Norte, retornan al Sur sólo al cabo de 20 años, asumiendo tasas de interés pasivo del orden de 5% anual, en los casos en que esos intereses no vuelven a depositarse en el Norte. Es decir, también en esto hay una desproporcionada diferencia que, una vez más, favorece al Norte.

En tercer lugar, ¿a cuánto ascienden las inversiones directas que las aristocracias del Sur han realizado hasta ahora en el Norte, principalmente en el sector inmobiliario? ¿Son acaso cifras despreciables? De ningún modo. Es también un capítulo por estudiarse. Es importante acometer la tarea, porque esas inversiones no sólo descapitalizan el Sur, sino, por añadidura, capitalizan y dinamizan las economías del Norte.

En cuarto lugar, la fascinación cultural que ejerce el Norte sobre las aristocracias y sectores medios de Sur es tal, que los flujos turísticos del Sur hacia el Norte son, con toda seguridad, mayores que en sentido contrario, tanto en número de personas como en flujo de efectivo. También ésta es una investigación pendiente de realizar.

En quinto lugar, ¿cómo paga el sistema bancario del Norte los intereses pasivos con los que debe retribuir los depósitos que recibe del Sur? Pues con los intereses activos que cobra por colocar esos mismos depósitos de vuelta en el Sur. Desfinanciado con los recursos que transfiere al Norte por las inversiones que éste realiza, por la inversión inmobiliaria del Sur en el Norte y con la diferencia de bolsas turísticas, el Sur se ha constituido en un voraz consumidor de créditos privados que, entonces, también provienen del Norte. A este respecto, el nuevo rubro de transferencia neta de riquezas, está dado por la diferencia entre las tasas pasivas que paga el Norte –por los depósitos de las aristocracias del Sur–, y las tasas activas que cobra el Norte –por las colocaciones privadas que realiza en el Sur–. Este aspecto, a su vez, también sin duda, es también un capítulo de investigación que, que sepamos, tampoco ha sido acometido.

En sexto lugar, desfinanciados por las transferencias de riquezas a que dan origen las inversiones del Norte, por las inversiones inmobiliarias, por las bolsas turísticas, y por las transferencias de riqueza a que dan origen los créditos privados del Norte, los Estados se ven obligados a obtener créditos públicos, tanto de la banca privada del Norte, como de las instituciones financieras internacionales, que, por coincidencia, residen todas en el Norte. Como es lógico, el Sur debe retornar, entre principal e intereses, pero también por moras y gastos de sucesivas refinanciaciones, sumas mayores que las que ha recibido. Éste, entonces, es un nuevo rubro de transferencia neta de riquezas, más conocido que los anteriores, y sobre el que –como veremos más adelante– se han dado a conocer cifras multimillonarias.

En sétimo lugar, por último, todos los grandes organismos multilaterales –ONU, UNESCO, FMI, UNICEF, OMS, OIT, ONUDI, Banco Mundial, etc.–, tienen su sede en el Norte. ¿A cuánto ascienden a este respecto las transferencias que por cuotas ordinarias y extraordinarias realizan los países del Sur hacia el Norte? Y, en sentido contrario, ¿a cuánto ascienden los aportes que por investigación y ayuda directa y asesoramiento reciben los países del Sur? ¿Es acaso éste el único rubro en que la transferencia neta de recursos beneficia al Sur? Investigaciones en las que se involucre a todos los grandes organismos multinacionales, que aún no se han realizado, deberán aclararlo.

¿A cuánto se eleva, pues, esa gran sumatoria que, no habiendo cifras parciales, nadie ha podido aún integrar, conocer y divulgar? No es muy difícil intuir que, cuando se conozca el gran total, estaremos ante una descomunal cifra que causará asombro entre tirios y troyanos. La transferencia neta de riquezas del Sur hacia el Norte es, sin duda, una verdad meridiana e inobjetable. Con ella, evidentemente, se beneficia, crece y progresa el Norte; y se perjudica, decrece y empobrece el Sur.

 

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