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Alfonso Klauer
a) Hay guerras y guerras
¿Son acaso todas las guerras de la misma índole? Si de muertos, de balas y
de recursos económicos gastados se trata, ciertamente todas las guerras son
en definitiva igualmente perniciosas. ¿Pero son ésos acaso los únicos
parámetros? ¿No cuentan las motivaciones? ¿No cuentan otras consecuencias
que las vidas, las balas y los recursos económicos perdidos? ¿Pueden ser
consideradas como equivalentes las guerras de frontera que durante siglos
han sacudido Europa, o la Guerra del Fútbol que enfrentó a El Salvador con
Honduras, o las guerras de frontera que en varias ocasiones han enfrentado
al Perú con Ecuador; con las guerras con las que los ejércitos de Estados
Unidos virtualmente exterminaron a los sioux, apaches y comanches, o con las
guerras con que los romanos dominaron al resto de los pueblos de Europa
durante cinco siglos, o con las guerras con que los árabes dominaron España
durante casi siete siglos, o, para terminar, con las guerras con que España
dominó durante casi trescientos años a prácticamente todos los pueblos de
América Meridional? Hay, pues, guerras y guerras.
Hay, en primer lugar, las más tradicionales, aquéllas en las que por lo
general se esgrime reivindicaciones territoriales. Son aquéllas en las que
la manipulación de la información generalmente oculta cuál ha sido el
agresor y cuál el agredido, que, provocadas de un lado y repelidas del otro,
no pasan del enfrentamiento militar propiamente dicho, más o menos
cruento, más o menos prolongado, más o menos costoso. Las ha habido en todas
las latitudes. Y por mucho tiempo por delante amenazarán la paz de muchos
pueblos de la Tierra.
Hay, en segundo lugar, las que, sin mediar reivindicaciones geográficas,
muestran a un agresor ambicioso y desquiciado pasar con sus ejércitos
victoriosos de ida, y regresar con sus ejércitos derrotados de vuelta.
Después del costoso vendaval, las fronteras aunque algunas veces sólo al
cabo de un tiempo vuelven otra vez a como estaban al principio. Ha sido el
caso, por ejemplo, de las guerras desatadas por los ejércitos de Alejandro
Magno, Napoleón o Hitler. También más cruentas, más prolongadas y más
costosas unas que otras. Estos dos tipos de guerra son las que los
especialistas denominan las guerras convencionales de alta, media o baja
intensidad.
Hay, en tercer lugar, las guerras que sin parecerlo lo son. Los
especialistas y los historiadores las vienen denominando, eufemísticamente,
como Guerras Frías. Aunque las Historias oficiales pretendan ignorarlo,
durante un tiempo enfrentaron hace miles de años a mesopotamios y egipcios,
y hace cientos de años a griegos y romanos; y, ya sin duda, en este siglo,
enfrentaron al denominado mundo capitalista con el denominado mundo
socialista. Como en los casos precedentes, fueron sin embargo los pueblos
quienes soportaron las consecuencias.
Por lo que la historia moderna irrecusablemente muestra, en el contexto y
como consecuencia directa de estas guerras frías, algunos pueblos
experimentan además los horrores de las guerras convencionales. Son los
pueblos que, sin haberlo escogido, figuraban en el mapa en los puntos
neurálgicos de la invisible frontera que separaba a las dos grandes
potencias rivales. Ha sido el caso de Corea, Vietnam y de los pueblos del
Medio Oriente, que se vieron sumidos, sin haberlo escogido, en costosísimas
y cruentas guerras. Los aparentes adversarios Corea del Norte y Corea del
Sur; Vietnam del Norte y Vietnam del Sur; y árabes e israelíes no sólo no
eran los principales protagonistas, sino que no habrían podido solventar los
descomunales gastos de las guerras en que se vieron (y de algún modo siguen)
envueltos. No eran sus intereses o prevalecientemente sus intereses los
que estaban en juego. Estaban en juego, por sobre todo, los enormes
intereses geopolíticos de las superpotencias, cada una de las cuales pugnaba
por ampliar o mantener sus áreas de influencia, por exportar su
revolución, su modo de vida, su ideología. En consonancia con los
gigantescos intereses en juego, las superpotencias destinaron enormes
recursos a financiar esas terribles guerras de frontera geopolítica. Así,
quienes habían creído ser los protagonistas principales no eran tales.
En el contexto de la misma Guerra Fría se dieron además, y como cuarto tipo
de guerras, las que para guardar una cierta coherencia terminológica,
calificaremos transitoriamente como guerras tibias. Denominamos así a
aquellas en que las grandes potencias por las buenas o por las malas,
dentro de su correspondiente área de influencia, colocaron, financiaron,
protegieron o alentaron gobiernos locales que, en su restringido ámbito de
acción contribuyeran por las buenas o por las malas, a afianzar los
intereses estratégicos y tácticos de una gran potencia. Pero también a todos
los esfuerzos realizados por una gran potencia para colocar cabeceras de
playa o quintacolumnas dentro del área de influencia natural de la
potencia rival.
La URSS lo hizo en toda Europa Oriental; en África apoyando a Nasser; y,
provocadoramente, incluso en Cuba, en las barbas mismas de Estados Unidos;
pero también en el propio patio trasero del adalid del capitalismo
mundial: apoyando más o menos abiertamente, por ejemplo, a Allende en Chile,
Velasco en el Perú, Torrijos en Panamá o al movimiento sandinista en
Nicaragua. Estados Unidos, por su parte, y durante décadas, sembró de
gobiernos títeres prácticamente toda América Meridional; para afianzar sus
intereses estratégicos, apoyó al sha Reza Pavlevi en Irán, en las narices
mismas de la Unión Soviética; y sembró ejércitos y fuerzas militares en
Europa, Asia Menor y en el Sudeste Asiático. En el haber de una de las
partes deberá incluirse a todas las variedades de los Ceaucescus y Gomulkas.
Y en el haber de la otra a todas las variedades de Somozas y Pinochets. De
un lado podrá mostrarse orgullo por Fidel Castro. Y del otro, por el
expresidente costarricense y Premio Nobel de la Paz, Óscar Arias. Ninguno de
todos ellos, sin embargo, podrá decir que voluntaria o involuntariamente
no fue nunca una pequeña y frágil ficha de estrategias ajenas y mayores,
realmente globales.
Mas en el contexto de la misma Guerra Fría, y como quinta variedad de
guerras, se dieron también las que los especialistas han bautizado en este
siglo como guerras no convencionales. Son las que, por ejemplo,
sacudieron, en Europa Oriental, a Hungría y Checoslovaquia; en América, a
Nicaragua con el sandinismo, o al Perú, con las guerrillas castristas; y, en
África, a Namibia y Angola. En todos los casos, los rebeldes contaron
siempre con las abiertas y declaradas simpatías aliento, infiltración y
financiación de por medio de la potencia hegemónica cuyos intereses
resultaban beneficiados con la rebeldía. Fueron, pues, también, fichas
menores de un tablero ajeno y de gran envergadura.
Pues bien, tanto países desarrollados como subdesarrollados han estado por
igual involucrados, directa o indirectamente, con mayor o menor énfasis, en
estos cinco tipos de guerras. Siendo ello así, esas guerras no constituyen,
entonces, una variable que explique el desarrollo de unos pueblos y el
subdesarrollo de otros. ¿Hay acaso otro tipo de guerra que sí contribuya a
explicar el éxito de unos pueblos y el fracaso de otros? Sí, y lo
veremos casi inmediatamente.
Entre tanto, reconozcamos que no le falta razón a Montaner cuando afirma que
las guerras son muy costosas. Pero resulta que eso también lo aprende e
internaliza el inocente y poco ilustrado niño de cinco años que, en su
primer día de colegio, recibe un puñetazo de uno de sus compañeritos. Pues
bien, todas las guerras que hemos analizado hasta aquí son, en perspectiva
histórica, como uno de esos puñetazos de niño: hay los que producen un
moretón, los que producen un pequeño corte y, excepcionalmente, los que
rompen un tabique nasal o hacen volar un diente por los aires. De todas
ellas el agredido se repone fácil y rápidamente.
En perspectiva histórica, es decir, en términos de la invariablemente
milenaria historia de los pueblos, todos los tipos de guerra que hemos visto
hasta aquí, no pasan de ser episodios más o menos graves en sus vidas; como
el puñetazo de niño no pasa de ser un episodio más o menos grave en la
historia de un hombre. Y si además de propinar el puñetazo, el agresor se
alza con el lápiz y el borrador del niño agredido, la riqueza que éste
pierde resulta repuesta muy pronto. Ello también ocurre con los estragos
producidos por las guerras de las que venimos hablando. ¿Cómo sino para
citar el caso más evidentemente grave de todos, podríamos entender que los
descomunales estragos que produjo la Segunda Guerra Mundial, en apenas
cincuenta años, son sólo un recuerdo cada vez más borroso y lejano en la
vida de los franceses, ingleses, alemanes, rusos, italianos o japoneses? Sin
la menor duda, todo lo que éstos perdieron era directamente proporcional con
su capacidad de acumulación de riqueza. Pudieron, pues, rápidamente
sustituir todo lo que habían perdido.
Nuestro niño de cinco años, sin embargo, ha visto ya bastante televisión.
Sabe, entonces, por consiguiente, que hay además otro tipo de guerras:
crueles, violentísimas, costosísimas e irreparables o muy difícilmente
reparables que, no obstante, la televisión y los cuentos no reconocen como
guerras. Las llaman, más bien, raptos, ultrajes, secuestros, violaciones,
infanticidios, o, también, filicidios. A diferencia del puñetazo infantil y
sangriento, en todos estos otros casos, las consecuencias son, en la menos
canalla de las versiones, gravísimas y muy difícilmente reparables; y, en el
peor de los casos, simple y llananente irreparables. Son el equivalente de
la salvaje violencia contra los niños que registran los textos religiosos en
torno al nacimiento de Moisés y de Cristo. ¿Cómo explicar que todo esto lo
conozca un niño y, extraña, muy extrañamente, lo desconozcan muchos
intelectuales?
¿Tendría alguien la incalificable audacia de sostener que los niños
ultrajados y las niñas violadas eligieron también esas guerras de las que
fueron víctimas? ¿Y que los niños y niñas que murieron tras la brutal
violencia de sus raptores, cometieron el gravísimo error de elegir ese
destino?
En otro de sus textos, Montaner conjuntamente con Mendoza y Vargas Llosa,
usan también analogías para tratar de desentrañar o traducir el
pensamiento de autores cuyo razonamiento enjuician. Así, estiman que Galeano
estudiando la relación entre los países dominados y los países hegemónicos
se imagina que la América Latina es un cuerpo inerte, desmayado entre el
Atlántico y el Pacífico (...) mientras que Europa (primero) y Estados Unidos
(después) son unos vampiros que le chupan la sangre . En este caso, sin
embargo, la analogía resulta una grotesca deformación de la realidad.
En efecto, en la historia de los países pobres de América no puede hablarse
de cuerpos inertes y de vampiros. En la violación, el ultraje, el homicidio
y el genocidio, no hay un protagonista (el vampiro) que actúa sobre un
cuerpo inerte. No. En la inmensa mayoría de las veces, la violación, el
ultraje y el homicidio y el genocidio suponen dos tipos de violencia: la del
agresor y la del agredido; la de acción y la de reacción; la violencia de
una fuerza menor aplastada por una significativamente mayor que la doblega.
Será suficiente con citar, a título de ejemplo, el patético relato que el
propio Michel de Cúneo, navegante italiano que acompañó a Colón en el
primer viaje a América, hace sobre un episodio de esa naturaleza:
...apresé a una caníbal bellísima y el Señor Almirante me la regaló (...),
me vinieron deseos de solazarme con ella. Cuando quise poner en ejecución mi
deseo ella se opuso y me atacó (...), tomé una soga y la azoté tan bien que
lanzó gritos inauditos que no podríais creerlo...
Incluso, sólo movidos por el instinto, hasta los niños más pequeños
reaccionan con violencia frente a la agresión y el ultraje. No por ello su
ira, su violencia, su dignidad y sus gritos son suficientes frente a la
fuerza bruta del que viola y ultraja. Caen así, derrotados, más allá de su
voluntad y de sus fuerzas.