EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

El extremo sur: una historia sin Historia

En la primera edición de Los abismos del cóndor, buena parte de nuestros mapas dejaban un extraño vacío en el territorio surpe- de los Andes. Sean de origen tectónico, por su cercanía a la placa de Nazca; o de origen volcánico. Sus temblores de tierra resultan absolutamente incontables. Ocurren, sobre todo en Arequipa, casi diariamente –para decirlo con buena dosis de patetismo, aunque rigurosamente no exento de verdad–.

Sus destructivos terremotos, aunque no tan frecuentes, lo son lo suficiente para que se le considere el área sísmica más activa del Perú y quizá de toda América. Desde que hay testimonios escritos –o modernas investigaciones –, y hasta la primera década del siglo XX se han registrado, cuando menos, en los años 1300, 1582, 1599, 1600, 1604, 1687, 1725, 1784, 1802, 1821 y 1903 .

Algunos de ellos, como los de 1599, 1604 y 1868, originados quizá en las profundidades del océano, dieron origen además a muy destructivos maremotos que asolaron sus costas.

Y otros han sido un subproducto de violentísimas erupciones volcánicas. Como la de 1300, que asoló totalmente una enorme porción del territorio sur peruano. O los de 1600 y 1802, a consecuencia de las erupciones del Tutupaca, en la zona cordillerana de Tacna, y el Huaynaputina, en Omate, el área cordillerana de Moquegua.

La más antigua referencia a una catástrofe de origen volcánico está contenida en Otoya y los gigantes, una poco conocida leyenda recogida por el jesuita y cronista español Anello Oliva. Allí se refiere que sobre Ocoña –a la que identifica como Otoya–...

llovió copos de fuego, de manera que consumió y abrasó a todos sus habitantes.

Como todos esos desastres naturales debieron ocurrir también en la más remota antigüedad, puede presumirse que esa sistemática, impredecible y destructiva violencia de la naturaleza ahuyentó al hombre durante muchísimo tiempo en ese espacio de los Andes. No obstante –como se ha visto en el Mapa N° 7–, hay evidencias de ocupación muy remota en el área.

Quizá haya sido la violencia de la formación geológica del área, la que le ha dado a la costa del extremo sur una configuración topográfica sumamente distinta a las del centro y norte peruano, por ejemplo.

Cualquiera de nuestras representaciones gráficas completas del Perú –como el citado Mapa N° 7–, muestra que es en el extremo sur donde más retirada de la ribera oceánica se encuentra la línea de las cumbres de la cordillera Occidental. Ello podría hacer pensar que esa costa es entonces amplísima.

Paradójicamente no sólo no es así. Sino que casi podría decirse que el sur peruano no tiene costa. Las estribaciones cordilleranas llegan, en la mayor parte de ella, hasta el borde mismo del océano.

Así, sin excepción, desde que nacen hasta su desembocadura en el mar, sus muy diversos valles son estrechísimos. Algunos de ellos, flanqueados por montañas hasta su misma desembocadura en el océano, como el Yauca, Sihuas y Ocoña –que, como parte de su recorrido de 270 kilómetros, forma en su parte alta el famoso y más profundo cañón del mundo, el de Cotahuasi–, se ensanchan apenas uno a dos kilómetros cuando sólo restan cuatro o cinco para llegar al mar. Resultan, pues, valles minúsculos, incapaces de asentar grandes poblaciones y, menos, de solventar el desarrollo de grandes culturas.

Dicho territorio, sin embargo, alberga a otro de los ríos más largos de la costa peruana, y de mayor descarga anual: el Colca- Majes–Camaná, de 210 kilómetros de recorrido.

Y es, además, uno de los pocos de la cuenca del Pacífico con agua todo el año. En los meses de sequía arroja al mar 30–40 m3/seg. Y en los meses de avenida tanto o más que 1 000 m3/seg. Podría entonces pensarse que, cuando menos en torno a él, habría podido formarse y sustentarse una civilización importante.

Mas ello tampoco fue posible. Como todos los del extremo sur, corre encajonado durante el 95 % de su recorrido.

En las alturas cordilleranas, forma el célebre Cañón del Colca. En su penúltimo tramo, forma un pequeño valle de llanura alta, en Majes, y vuelve a circular encerrado.

Finalmente, alcanza a abrirse nuevamente, a escasos kilómetros del océano, dando forma al amplio abanico del valle de Camaná que, siendo el más grande de la costa sur, no alcanzó nunca a ser un gran centro agrícola.

Y es que dos fueron todavía sus adicionales agravantes restricciones. De un lado, el hecho absolutamente inusual de que el río llega a la costa paralelo a ella y, tras estrellarse en la montaña norte del valle final, desemboca en la planicie de Camaná.

Así, en los períodos de avenida, nunca fue precisamente una bendición: sus aguas rompientes salían despedidas en todas direcciones, inundando íntegramente el pequeño gran valle, y formando un complejo delta con lagunas y zonas húmedas y pantanosas casi permanentes –de allí el carácter palúdico y insalubre que insistentemente le atribuyeron los conquistadores españoles; tradición y concepto que ha estado presente hasta bien entrado el siglo XX–.

Y, de otro lado, cuando no era el río, era entonces el mar el que inundaba con cierta frecuencia el valle, además de los terribles maremotos a los que ya hemos aludido. Muy probablemente esas fueron las razones por las que, salvo Chule, remoto pueblo de pescadores, las otras dos ocupaciones más antiguas de Camaná, Huacapuy y Pucchún, se ubicaron en partes altas –como se aprecia con claridad en el detalle del gráfico–.

Tras la prolongada ocupación de los más remotos y escasos pobladores originales, se cree que aparecieron los changos, cohabitando con aquéllos en playas, lomas y valles –excepción hecha probablemente del de Camaná, por su insalubridad–.

Dice Morante que habrían sido también recolectores–cazadores. Y que la tradición los reputa descendientes de “gigantes”.

Quizá ha dado pie a esa versión, la ya citada leyenda recogida por Anello Oliva, que habla precisamente de seres excepcionales. Así, refiere de la llegada a Ocoña –57 kilómetros al norte de Camaná–, de...

unos gigantes tan disformes y temerarios en el aspecto, cuanto crueles en las obras; éstos tiranizaron la tierra y se hicieron señores de todos...

Esos presuntos gigantes changos, como los moches y mochicas del norte, construían ligeras embarcaciones de pesca “caballitos de totora”, con los arbustos de las lagunas y demás zonas húmedas próximas a las desembocaduras de los ríos. No resulta extraño por ello que, en el área de la llanura de Majes, hayan sido encontrados además petroglifos antropomorfos de gran parecido con los de Alto de las Guitarras, en el principal valle de los moches: Chicama.

Por lo demás, Morante sugiere que, en su origen, los changos podrían tener alguna relación con la misma enigmática migración que en el norte pasando por moches y mochicas, habría derivado finalmente en la formación de la Cultura Chimú, y en el sur pasando por paracas y nazcas, en la de Chincha.

Una vez más, entonces, estamos ante la sombra de sechín:

a) la reiterada versión historiográfica de una nunca bien precisada “enigmática migración”;

b) “changos”, gentilicio de irrecusable origen mexicano;

c) “gigantes”, como los de la tradición de Cajamarca;

d) “crueles”, como se mostraron los sechín en sus monolitos;

e) “caballitos de totora” y “petroglifos antropomorfos”, como los de los moche.

Por añadidura, Ca–maná, el nombre más importante de esa larga costa, parece tener también inocultables raíces centroamericanas.

Él –y el ya visto Quil–maná de Cañete–, tienen la misma terminación que Cu–maná, un célebre poblado antiguo de Guatemala.

Y asimismo, las mismas poco frecuentes sílabas iniciales de Cama–guey y Camajuaní, en Cuba; y Cama–guán, en Venezuela.

Por transposición de sílabas, tiene una también inocultable filiación fonética nada menos que con Pa–namá. Y eventualmente hasta tiene filiación con el Ata–cama de Chile.

A su vez, los otros tres más antiguos topónimos del valle de Camaná: Hua–capuy, por la partícula “hua”, y Puc–chún y Chu–le, por la “ch”, sugieren otro tanto. Mas, como también se ha advertido en páginas precedentes, Chule parece ser una deformación del Chu–lec original, cuya terminación “ec” es irrecusablemente de origen centroamericano.

Por último, del entorno cercano a Camaná, Yauca, Otoya –hoy Ocoña–, Chira, Quilca, Sihuas, Majes, Cahuacho, Chala, Cháparra, Huanuhuanu, Jaqui, Quicacha, y muchos otros en las zonas altas de los valles, podrían tener esa misma procedencia.

De lo dicho hasta aquí, hasta tres asuntos ameritan investigaciones futuras más exhaustivas.

En primer lugar, si como presumimos, muchos changos habrían sido la oleada más austral de la diáspora sechín, ¿cómo entender que se los defina como recolectorescazadores, siendo que al iniciar su búsqueda de refugio estaban ya en un avanzado estadio de agricultura?

Asoma como hipótesis provisional que quienes, dejando atrás Nazca, escogieron refundirse en el poco habitado extremo sur del Perú, habrían sufrido una sensible involución en su desarrollo cultural. Y es que, como se ha visto, el territorio no sólo era muy pobre en términos agronómicos, y por añadidura enfermizo, sino que las estribaciones cordilleranas, dificultando enormemente las comunicaciones, conducían al aislamiento y estancamiento.

En segundo lugar, con el concurso de la arqueología, la antropología y la medicina, amerita ser estudiado el probable trasfondo objetivo de la recurrente versión sobre gigantes en la remota historia peruana. Debe tenerse presente que hasta los propios cronistas se vieron tentados a ver gigantes, por ejemplo, y muy significativamente, en Tiahuanaco.

Así, Cieza de León, comentando unas figuras humanas en piedras de esa cultura, dice:

son tan grandes, que parecen pequeños gigantes...

Si, como seguimos presumiendo, esos “gigantes” habrían sido los derrotados sechín, y/o las primeras generaciones de sus descendientes, más de un elemento de juicio permite dar entonces verosimilitud a esa repetida imagen de gigantismo. Nuestras hipótesis específicas son:

1) proviniendo de territorios mucho menos accidentado que el andino, como son las costas centroamericana y norperuana, tendrían columna erguida, lo que daría cuenta de una probable mayor estatura;

2) habrían llegado tras haber acumulado centurias de desarrollo agrícola, con grandes cosechas de maíz, esto es, más y mejor alimentados que sus involuntarios anfitriones andinos, y;

3) no puede considerarse una simple casualidad que hallan hablado de “gigantes” precisamente pobladores andinos del área cordillerana –como Cajamarca, por ejemplo –, y de los valles costeros más pobres –como Ocoña–: unos y otros necesariamente de baja estatura.

Porque además del encorvamiento de la columna, los primeros, muy probablemente en los tiempos de la dispersión sechín –1200 aC aprox.–, todos esos circunstanciales anfitriones, predominantemente pre–agrícolas, aún no empezaban pues a superar la precaria calidad de su dieta alimenticia.

¿Habrá todavía forma de medir y comprobar estadísticamente que (1) los antiguos pobladores de México, (2) los sechín y (3) las primeras generaciones de descendientes de éstos, eran en promedio por ejemplo 10–15 cms. más altos que los viejos cajamarcas y/o los que por aquella época eran todavía recolectores–cazadores en el surperuano? Y en tercer lugar, merece un mayor estudio aquella insólita referencia que hemos subrayado sobre la disformidad o deformación de los gigantes que habrían tiranizado Ocoña –y seguramente también Yauca, Atico, Quilca, etc.–.

José María Morante, en su Monografía de Camaná, refiere que, hasta hace pocos años, era frecuente ver en Camaná individuos con notorias deformaciones físicas, como secuela –afirma–, de la picadura de una pequeña especie de arácnidos del valle.

¿Ha sido efectivamente confirmada esa hipótesis médica? ¿Habrá forma de probar que los changos sufrieron en los valles del extremo sur graves deformaciones físicas? ¿De probar que la causa fue precisamente aquella que reporta Morante? ¿Y de probar que al inicio de su asentamiento en dicho territorio los changos eran bastante vulnerables a los agentes patógenos que encontraron? Sin duda alguna, la dilucidación final de estas dos últimas cuestiones puede contribuir a sumar o, eventualmente por el contrario, a restar validez a las hipótesis sobre el probable origen centroamericano de los sechín, y su presunta diáspora y gran influencia ulterior en el mundo cultural andino.

A despecho de aquello de lo que dan cuenta las versiones historiográficas más difundidas (recogidas en el Mapa N° 7), el historiador arequipeño Eloy Linares Málaga muestra que son 33 los sitios en el departamento de Arequipa en los que hay vestigios de ocupación humana remota, de tanto como 8000 a 10 000 años de antigüedad.

Él afirma que, en las provincias costeras, han sido encontrados en: Yauca, en el valle del mismo nombre, que, como está dicho, podría ser además el sitio de ocupación humana más antigua del Perú.

Asimismo en Puyenca o Pollenka, en el valle de Atico; en Quebrada de la Huaca, conocida hoy como Puerto Inka, cerca a Chala; y Chaviña, en el valle de Acarí; todos ellos en la provincia de Caravelí. Asimismo, en Pampa Colorada, Playa Chira, Quilca y Quebrada Jaway, en la provincia de Camaná. Y Catarindo, Mollendito, Punta Islay, Matarani, Pascana y Corio, en la de Islay.

Y en las provincias cordilleranas, en: Gentilar, Charcana y Huaucarama, en La Unión; Arcata–Cayrarani y Pintasayoc, en Condesuyos; Querullpa Chico, Punta Colorada, Qollpa Viraco y Yana Orco, en Castilla; Viscachani, Pillones, Mollepunco, Q’ellcatani, Aquelata y Huambo, en Cailloma; y, por último, en Qollpa–Sumbay, Quebrada Honda, Wanaqueros y Siguas, en Arequipa.

En su vasto y minucioso trabajo, Pre- Historia de Arequipa, Linares Málaga ha reunido información de 189 sitios arqueológicos distintos, sólo en ese territorio.

Siendo que algunos de ellos han sido ocupados más de una vez, aunque no siempre sucesiva, dan cuenta de un total de 223 ocupaciones humanas en distintos momentos de la historia.

Asumimos que esa exhaustiva recopilación resulta absolutamente representativa de la historia antigua de Arequipa. Así, es improbable que en ese territorio estén todavía ocultas las evidencias de alguna gran civilización que haga alterar sustancialmente la imagen que se tiene de la historia de ese especialísimo espacio de los Andes.

Pues bien, consistente con la precaria hospitalidad que habría tenido la costa arequipeña en la antigüedad, fue el valle medio del río Sihuas, a 1 300 msnm, el único sitio con ocupación continua desde el 8000 aC hasta y durante el Imperio Inka. Y, a pesar de su presunta insalubridad, consistente con las mayores dimensiones del valle, fue Huacapuy, en el valle de Camaná, el único con cuatro ocupaciones físicas continuas. Mas no por simples casualidades, sólo a partir del 200 dC, y a buenos metros por encima del nivel del valle.

Es decir, como parece evidente, Camaná sólo habría sido ocupada cuando la saturación poblacional del resto de los valles y lomas del área no dejaron otra alternativa de expansión.

Pero, con sensatez, advertidos quizá al cabo de múltiples y nefastas experiencias, sus primeros pobladores permanentes se asentaron fuera del alcance destructivo de las avenidas del río y de los maretazos.

Del total de sitios arqueológicos de Arequipa a los que hace referencia Linares Málaga, que estimamos una muestra absolutamente representativa de esa realidad histórico –social pre–inka, se ubican en las provincias cordilleranas y 52 en las costeras.

En ausencia de grandes ciudades antiguas en el área, podemos presumir además que era entonces característica una ocupación predominantemente rural, con muchos y pequeños centros poblados demográficamente equivalentes.

De allí que puede asumirse que cada una de esas cantidades de centros poblados es una buena referencia de sus correspondientes totales de población. Puede entonces consistentemente relacionarse una cifra con la otra.

Así, la resultante aritmética (137÷52 = 2,6) muestra que el área cordillerana era casi tres veces más poblada que la costera.

A su turno, la relación aritmética entre el área geográfica de las provincias cordilleranas (41 760 Km2) y su correspondiente de las costeras (21 580 Km2) es 1,9.

Finalmente, la relación entre ambos ratios (2,6÷1,9 = 1,36) evidencia una significativa mayor densidad poblacional de casi 40 % en dicha área cordillerana, respecto de su correspondiente costera, e –insistimos–, en el período pre–inka.

Hasta aquí pues, sin ser definitivas –y con cargo a estudiar si hay diferencia, y cuánta, en la relación entre área cultivable vs. área total, tanto en los territorios de costa como en los de cordillera–, adquieren provisionalmente cierta validez: a) las conjeturas y versiones sobre la hostil insalubridad de la faja costera arequipeña en el pasado, y en particular de su valle más grande y potencialmente más rico: Camaná; y b) la presunción de la escasa potencialidad agrícola de ése y los otros valles del área.

Habida cuenta de las características geomorfológicas casi insalvables de la gran mayoría de los valles cordilleranos del sur peruano –muy estrechos y sinuosos, de erosivas altas pendientes, de delgada capa de tierra agronómicamente útil, y escaso e irregular volumen efectivo de agua aprovechable (véase los Anexos N° 3 y 5, y el Gráfico N° 19, en el Tomo I)–, no resulta nada comprometido asumir entonces que era bajísima la productividad agrícola–ganadera de esos densamente poblados valles altos de Arequipa.

Así, la producción era casi exclusivamente para autoconsumo. Y los excedentes de producción, entonces, casi insignificantes.

En ningún caso suficientes para solventar mitas masivas, que las reducidas magnitudes demográficas tampoco permitían.

Por lo demás, la fuerza de trabajo potencial, dividida en minúsculos pueblos con rivalidades entre sí –como también se pretende insinuar en el Gráfico N° 19 (extremo inferior derecho)–, minimizaba las posibilidades de emprender obras conjuntas de envergadura.

Con esas saltantes y objetivas restricciones, los resultados no podían ser otros que:

a) Sólo podía realizarse elementales y rudimentarias obras hidráulicas para ampliación de la frontera agrícola bajo riego, que, por lo demás, era factible en pocas y pequeñas áreas. En todos los casos, desde antiguo y durante siglos, la expansión del área agrícola se concretó con la titánica, lenta y costosísima construcción de andenes.

Mas, por lo general, eran sólo tierras de secano. Esto es, de cultivos que iban a ser fertilizados sólo con las aguas de las lluvias.

Cada vez a mayor altura respecto del valle, y a mayor altitud sobre el nivel del mar. O, si se prefiere, con productividad cada vez más decreciente, pero, paradójicamente, con costos cada vez más altos.

b) No podía emprenderse la construcción de buenas vías de comunicación. Así, el aislamiento era muy severo, y sin duda agravantemente restrictivo.

c) En razón de la casi ausencia de excedentes intercambiables y del aislamiento, el trueque comercial resultaba limitadísimo, limitándose a su turno las posibilidades de aprender de otros pueblos.

d) Con reducida población, deficiente alimentación y ausencia de estímulos, eran casi nulas las posibilidades de surgimiento de la inventiva. Y sin excedentes no había tampoco posibilidad de solventar el trabajo de especialistas.

Agréguese a todo ello las siempre impredecibles e implacables agresiones de la naturaleza –terremotos episódicos, temblores frecuentes y, sobre todo, huaicos e inundaciones casi todos los años–. Ellas, de manera indefectible, impusieron innumerables reposiciones del escaso capital invertido.

Así, de modo sistemático se difería la realización de nuevos proyectos. Siempre resultaba más apremiante rehacer las viviendas, centros comunales, obras hidráulicas y andenes destruidos, y desbloquear los caminos y reconstruir los puentes. Así, cíclica y reiteradamente se estaba siempre “partiendo de cero”. En tanto otros pueblos acumulaban sin cesar.

Resulta, pues, harto comprensible que la abrupta área cordillerana suroccidental de los Andes, y su agrícolamente pobre e insalubre costa adyacente, no pudieran engendrar una gran civilización en la antigüedad. Y ni siquiera una cultura que merezca la atención de los textos más difundidos.

No obstante, para abundar en la búsqueda de explicaciones objetivas que nos ayuden a entender más y mejor ese especialísimo fenómeno histórico–social, habremos de apelar a información que, siendo más fresca, puede ayudarnos a entender el pasado e incluso “acercarnos” a él.

De los diez departamentos peruanos bañados por el Pacífico, sólo Tumbes es exclusivamente costeño. Todos los demás tienen buena parte de su territorio en área cordillerana.

Pero en sólo tres de ellos – Ancash, La Libertad y Arequipa–, el área cordillerana es significativamente más grande que la costeña.

En Ancash es el 71 %, en tanto que en La Libertad y Arequipa son 66 y 55 por ciento, respectivamente. Es decir, a este respecto, La Libertad y Arequipa resultan topográficamente muy homogéneos–.

No obstante, para los análisis que siguen, debe tenerse siempre presente el hecho de que La Libertad fue precisamente la cuna de la cultura Moche, y luego el centro de la cultura e Imperio Chimú.

En números redondos, las extensiones geográficas de ambos departamentos son muy disímiles: 25 600 Km2, La Libertad; y 63 400 Km2, Arequipa. Es decir, Arequipa es 2,5 veces más extensa que La Libertad. Pero su población (940 000 hab.), es sólo 0,7 veces la de aquélla (1 290 000 hab.). De ello resulta que La Libertad es tres veces más densamente poblada que Arequipa.

Si así hubiera sido la realidad demográfica del pasado, sólo la mayor población y la mayor densidad poblacional serían razones absolutamente suficientes para explicar sus sendas diferencias de historia. ¿Pero fue así en el pasado? ¿Tenemos alguna otra forma de “acercarnos” aún más a él? Como veremos, parece que sí.

Como se aprecia en la parte superior del cuadro –en la que se incluye íntegra la población del censo de 1993 en ambos departacia demográfica de las capitales parece distorsionar seriamente la realidad.

De allí pues que en la mitad inferior del cuadro hemos prescindido de ambas poblaciones metropolitanas. Ello con el objeto de que, en ausencia de “grandes ciudades”, cualitativamente nos “acercamos” al pasado remoto, en las –como Wari o Chan Chan– las grandes concentraciones poblacionales se concretaron sólo en contados espacios del territorio andino. El mundo antiguo, sín ápice de duda, era eminentemente rural y descentralizado.

Los impactos de la sustracción no pueden ser más sorprendentes. La densidad de la población cordillerana del departamento de Arequipa baja de 19,1 a sólo 4,4 hab./Km2. Y la de la población costeña de La Libertad de 69,7 a 30,7 hab./ Km2.

Ello demuestra, de manera patética y ostensible, cuán desahitado se encuentra –hoy–, en el departamento de Arequipa, el conjunto de sus espacios cordilleranos; y cuán deshabitados en La Libertad sus correspondientes espacios costeños.

Mas para aquello que nos interesa específicamente aquí, obsérvese que, prescindiendo de la población de la ciudad de Arequipa, pasa a ser, aunque por poco, más densamente poblado que el cordillerano el territorio costeño del departamente: 5,6 > 4,4.

Si así hubiese dado en el pasado –como presumimos que efectivamente ocurrió–, las cifras demostrarían que, a pesar de su extraordinaria precariedad económica, incapaz de solventar el desarrollo de una gran cultura, la costa arequipeña, por unidad de superficie, tenía incluso mayor capacidad de albergar población que el área cordillerana.

No obstante, dentro del acusado centralismo peruano –severamente agudizado en la segunda mitad del siglo que acaba de terminar –, y que se reproduce internamente en cada uno de los departamentos, la importan- que hemos hecho referencia, la costa arequipeña era, a pesar de todo, intrínsecamente más “rica” que la cordillerana. Ello, pues, abunda en la sospecha de cuán ostensiblemente “pobres” eran los valles interandinos de Arequipa. Y cuán deficitarios e insolventes para generar los excedentes necesarios para la gestación de una gran civilización.

Pero tanto o más destacable en el cuadro de la página precedente –siempre prescindiendo de las poblaciones metropolitanas–, es el hecho de que tanto la densidad poblacional del espacio costeño de La Libertad, como de su espacio cordillerano, “habrían sido”, y muy significativamente, más densamente poblados que los de sus correspondientes de Arequipa: 30,7 > 5,6 y 24,3 > 4,4.

Si la hipótesis es válida, quizá algún día logre demostrarse, de manera fehaciente, que, efectivamente, en la antigüedad, el territorio de La Libertad fue inmensamente más rico que el de Arequipa (porque de otro modo no podría explicarse tan notoria mayor densidad poblacional).

Y habría sido tanto más rico que los excedentes agrícolas generados en él le permitieron, en efecto, ser sede de dos de las grandes culturas de las que se precia el Perú: Moche y Chimú.

Y el territorio de Arequipa, tan agrícolamente pobre, que a duras penas permitió la subsistencia de sus numéricamente escasos pobladores. De allí, en definitiva, que el territorio suroccidental del Perú no dio a luz ninguna gran civilización en el pasado.

Así –nos atrevemos a decir–, para los pueblos de la antigüedad, el valle de Chicama, en La Libertad, fue al de Camaná, en Arequipa, por ejemplo, como el del Nilo al conjunto del territorio agrícola que alcanzó a dominar Chavín.

No obstante, con la riquísima información de base de la que venimos contando para este capítulo, pueden emprenderse más análisis y extraerse más e igualmente importantes conclusiones. Véase a este efecto el gráfico y el cuadro siguientes, en el que para la cronología utilizamos los conceptos y fechas proporcionados por Linares Málaga.

Pues bien, del total de 223 ocupaciones físicas referidas por Linares Málaga –línea verde en el gráfico–, un insospechado y altísimo 76 % corresponde a sitios ocupados una sola vez –línea roja–, y luego abandonados, en algún período dentro de los 10 000 años comprendidos.

Ese porcentaje, visto como conjunto, sugiere ser –como primera impresión–, una ostensible muestra de cuán sistemáticamente hostil resultaba el territorio. Muchos sitios, sin duda, fueron abandonados porque habían sido drásticamente afectados por algún evento telúrico. O por una inundación provocada por la inopinada crecida del río, o por el repentino surgimiento de un nuevo curso de agua –de cuya evidencia está atiborrada esa parte de los Andes–. O, por el contrario, por una grave y prolongada sequía que anuló las posibilidades de recolección vegetal y ahuyentó a los animales objetos de caza.

Esa explicación resulta particularmente válida para el largo período que va del 8000 al 3000 aC –tramo “A” en las curvas–. De los 33 sitios más remotamente ocupados, 26 fueron abandonados para siempre y nunca vueltos a ocupar. Y de los siete restantes, Yauca; Chaviña, de Caravelí; Querullpa Chico; y Gentilar, de La Unión, fueron los menos acogedores: fueron ocupados sólo una vez más; y de ellos, sólo Yauca en el período inmediatamente siguiente. Charcana y la Quebrada de la Huaca, otras dos veces. Y, como está dicho, el valle medio de la llanura de Sihuas estuvo más bien permanentemente ocupado: era el más hospitalario de todos.

El hecho de que, de los 33 sitios ocupados en el 8000 aC, sólo Yauca y Sihuas siguieran estando ocupados en el 3000 aC, ratifica cuán azarosa, desprotegida y precaria era la vida humana en ese espacio de los Andes en aquellos tiempos remotos. No puede afirmarse sin embargo que los habitantes de los 31 sitios abandonados fueran invariablemente exterminados por la naturaleza. Muchos quizá lograron escapar de sus rigores y afincarse en otros espacios, dentro del territorio de Arequipa o fuera de él, en Nazca, Moquegua o Ayacucho, por ejemplo.

Pero no puede menos que sorprender que en ese vasto territorio, el hombre tardara 3 800 años –tramo “B” en las curvas– para alcanzar tantas ocupaciones como las 33 iniciales.

Parece una prueba suficiente de cuán lento y difícil resultó al hombre conocer, adaptarse y “dominar” a ese complejo y agresivo medio geográfico.

De otro lado, es notorio el brusco salto experimentado en el número de ocupaciones durante el Imperio Wari: de 33 a 68 –tramo “C”–. ¿Acaso necesariamente porque se habría alcanzado un mayor y gran dominio sobre la naturaleza? Tal parece que no. Porque también es igualmente brusco el salto, de 24 a 60, en el número de sitios ocupados una sola vez, y luego abandonados tras el colapso imperial.

Así, a título de hipótesis, conjeturamos que uno y otro sustanciales incrementos reflejarían que los conquistadores chankas habrían puesto en práctica una compulsiva política de traslados poblacionales –mitimaes–, hacia espacios cada más hostiles y menos productivos. Pero, no obstante, con el propósito de explorar y explotar nuevos espacios con miras a incrementar el área agrícola, acrecentar la producción, y, en definitiva, asegurar un mayor volumen de excedentes con destino a Wari.

Así, tras la caída del imperio, esas forzadas, precarias e improductivas ocupaciones territoriales, fueron precipitadamente abandonadas.

Ello a su vez explica que, sólo al cabo de los 200 años del período siguiente –tramo “D”–, de “Gobiernos locales” –como lo tipifica Linares Málaga–, se alcanzara el mismo número de ocupaciones territoriales que el que se hubiese logrado de haberse seguido la tendencia histórica acumulada hasta el inicio del segundo imperio de los Andes –y cuya proyección representan las líneas punteadas del gráfico–.

Tres de esas nuevas ocupaciones fueron las de Tres Cruces, Gloria y Cerro Juli, en el valle del río Chili, a las faldas del Misti. Es decir, en el valle interior más grande del territorio de Arequipa –donde a la postre quedaría asentada la gran ciudad colonial y republicana de ese nombre–. Sorprendentemente, a sólo unos pocos kilómetros al sur había estado, miles de años atrás, el asentamiento de recolectores–cazadores de Wanaqueros, en Yarabamba.

El valle del Chili ha resultado con el tiempo, además, el “más grande y económicamente más importante del Perú”. Es decir, desde tiempos remotos sus posibilidades agronómicas, y de generación de excedentes, por consiguiente, eran pues enormes.

Así, a menos que investigaciones ulteriores lo rectifiquen –porque bajo los cimientos de la ciudad podría haber más de una sorpresa, de origen Wari, por ejemplo–, puede pensarse entre tanto que la actividad telúrica del volcán Misti, como quizá también la del Chachani y el Pichupichu que lo flanquean, habría ahuyentado al hombre durante miles de años.

¿Qué otra explicación podría encontrarse a tan gigantesco desperdicio histórico, por lo menos mientras no se descubran evidencias importantes de ocupación intermedia? El Imperio Wari –como se vio en el Mapa N° 17–, sojuzgó íntegramente el territorio de Arequipa. Bajo sus dominios estuvo entonces el potencialmente rico valle del Chili.

Así, es muy poco probable que dejaran de trasladar allí fuerza de trabajo dominada, con el propósito de explotar ese prometedor territorio.

Las evidencias, sin embargo, eventualmente están por encontrarse.

Lo cierto es que en el período interimperial 1200–1400 aC –o de “Gobiernos Locales”, como lo llama Linares Málaga–, el valle del Chili fue sede del más importante desarrollo cultural que se dio en la historia antigua del departamento de Arequipa: Churajón o Juli. Mas ésta, no obstante, fue muy poca significativa. Pero además como veremos más adelante, la cultura Churajón o Juli pertenece en verdad más a la historia del pueblo kolla.

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