EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

El Estado y el dilema consumo – inversión

Los grupos y naciones tenían población numerosa. Dispersa en territorios más o menos grandes, en muchas de cuyas distintas porciones existían serios problemas de acceso.

Esos factores atentaban contra la adopción de formas deliberantes y plebiscitarias para decidir el uso del excedente. No todos los habitantes, pues, tenían posibilidad efectiva de participar en las decisiones.

Los pueblos, sin embargo, desde muchos siglos atrás, conocían mecanismos de delegación del poder: estaban organizados jerárquicamente.

Era a los dirigentes, entonces, a quienes correspondía decidir sobre el uso del excedente, en representación del conjunto de su sociedad.

La relación “kuraka – resto del pueblo” no era igual en todo el espacio andino. En algunos pueblos, en efecto, el kuraka era “uno más” de los habitantes. Es decir, había una relación igualitaria, simétrica, entre él y aquellos a quienes lideraba y representaba.

En estos casos se daba una típica configuración social homogénea en la que, por lo general, el kurakazgo era rotativo. Un ejemplo paradigmático y especialísimo de este tipo fue quizá el del pueblo cañete.

En los pueblos y naciones más numerosas la situación era casi siempre distinta a la descrita.

La cúspide del poder la ocupaba ya no una persona, sino un grupo: la élite dirigente, en cuyo más alto sitial se ubicaba un gran kuraka.

De la historia de la élite dirigente de Chincha se dice que el kuraka gobernante al momento de la conquista inka habría sido Guavia Rucana –según refiere Del Busto–.

Ese nombre, como se sabe, provino de versiones orales recopiladas por los cronistas españoles.

Mas entre éstas y el momento en que se había producido la conquista inka de los chinchas habían pasado tanto como 120 años.

Se interponían, pues, no sólo el tiempo, sino la influencia de los usos y costumbres inkas y su idioma, y las distorsiones fonéticas en las que seguramente incurrieron los propios cronistas y los intérpretes nativos a los que recurrieron.

“Rucana” no es sino una deformación de “lucanas”, gentilicio del pueblo –hoy ayacuchano – de las alturas al este de Nazca (véase el Mapa N° 25, pág. 241). Es pues muy poco probable que un lucanas, cordillerano mediterráneo, haya llegado a ser el gran kuraka de los chinchas durante el apogeo marítimocomercial de éstos. Parece entonces un dato poco confiable. Más probable es, en cambio, que Guavia Rucana hubiera sido kuraka de los nazcas, por ejemplo.

En las grandes naciones los máximos gobernantes de este período muy probablemente ya no tenían carácter rotativo. Es más verosímil que fueran vitalicios y hereditarios.

Desde muy antiguo se había establecido una relación asimétrica, inequitativa, entre las élites y el resto de los pobladores de cada nación. Era el caso de las sociedades configuradas en estratos. En ellas se marcaba y reconocía con claridad las diferencias de derechos y obligaciones de los miembros de los diversos estratos.

Eran sociedades jerarquizadas en las que la inequidad se reflejaba, precisamente, a la hora de administrar el excedente generado por toda la sociedad. El caso de la sociedad chimú fue quizá el más representativo de este género.

La división social en estratos implicaba, entre otras cosas, insistimos, que cada uno de los grupos o estratos tenía, objetiva y necesariamente, un conjunto de intereses distinto de otro: IK IE IC. Además, el conjunto de intereses del grupo dirigente era, siempre, mayor que los conjuntos de intereses de los grupos dirigidos: IK > IE > IC.

Con intereses distintos cada grupo tenía, entonces, conjuntos distintos de objetivos: OK OE OC. Sus respectivas aspiraciones no eran pues las mismas y menos idénticas.

Así, cada vez que había que decidir el uso de la producción excedente, se estaba, involuntaria pero ineludiblemente, frente a por lo menos dos disyuntivas sucesivas: a) consumo vs. inversión –con infinidad de soluciones alternativas–, dependiendo de cuánto se destinaba a ésta y/o a aquél, y; b) alcanzar los objetivos del grupo dirigente, o, en su defecto –y también con todas sus variantes posibles– los objetivos de todos o algunos de los otros grupos sociales.

La decisión final aparecía después de enfrentar hasta dos series de respuestas alternativas –en típicos árboles de decisión–. Por lo general eran procesos casi mecánicos. No siempre los protagonistas eran concientes de la racionalidad con que actuaban cada vez que tomaban una decisión.

A la postre, concientemente o no, los dirigentes resolvían sus disyuntivas siguiendo un esquema lógico como el que se presenta en el Gráfico N° 49.

• Dado que el excedente sólo puede tener dos usos –y nada más que dos–: consumo (C) o inversión (I), la primera disyuntiva era definir en qué proporción se usaba el excedente disponible para cada uno de esos propósitos: ¿todo a consumo?, o, ¿cuánto a éste y cuánto a inversión?

• Y luego –a través del destino específico del excedente–, quedaba definido qué grupo (o grupos) resultaban finalmente beneficiarios: la élite dirigente (“e”), ella y otro grupo, o toda la sociedad (“T”).

Es decir, implícita pero indefectiblemente, se tenía que optar entre alcanzar los objetivos de unos, otros o todos los miembros de la sociedad. Muy difícilmente –quizá sólo por excepción– se daban soluciones transaccionales, de concertación. Así, aunque inadvertidamente, cada vez que se tomó una decisión se adoptó por una de entre no menos de diez soluciones posibles.

Una de ellas, por ejemplo, era la solución final “3”: destinar la mayor proporción del excedente a consumo (C > I). Piénsese en los casos en que, al finalizar la temporada agrícola, se tomaba la decisión de destinar el 70 % del excedente a solventar la construcción de un nuevo palacio para el kuraka (consumo indirecto ostentoso), y el restante 30 % dedicarlo, por ejemplo, a concretar la construcción de andenes o canales de riego.

En esas circunstancias, y a menos que se reconsiderara la decisión adoptada, habían quedado efectivamente desechadas nueve posibles soluciones, entre ellas, por ejemplo, la solución “8”: aquella en que, para beneficio democrático de toda la población (T), el excedente se destinaba más a inversión reproductiva (andenes, canales de irrigación, etc.) que a consumo improductivo (I > C).

Es decir, considerando sólo tres variables –uso, proporcionalidad de la distribución y beneficiarios–, la utilización del excedente tenía un amplio espectro de soluciones posibles, y no sólo las diez que esquemáticamente hemos presentado. De hecho, muchas de las “soluciones básicas” encierran un conjunto de matices.

Así, en la solución “8”, si bien se da énfasis a la inversión sobre el consumo en beneficio de toda la población, no se obtendrían los mismos resultados destinando al consumo el 40 % del excedente que, por ejemplo, destinando sólo el 5 %.

De allí que, en ese sentido, cualquier solución que se adoptara no fue nunca la única disponible. Y, menos aún, la “decisión natural” –como implícitamente dejan entrever generalmente los textos de Historia, cuando presentan las realizaciones ostentosas de muchas civilizaciones, como si hubieran sido las únicas posibilidades de destino de los excedentes generados por sus pueblos.

 

En los Andes –como muestra el Gráfico N° 50–, los distintos usos que se dio a los excedentes tuvieron muy diversos destinos, ya fuera como consumo o como inversión.

Mas a diferencia de lo que había ocurrido en los períodos de dominación imperial –Chavín y Wari–, en los períodos de autonomía, cualesquiera fueran las combinaciones consumo–inversión que se adoptase, todas tenían un importante común denominador: el excedente, al fin y al cabo, se utilizaba dentro del propio territorio del pueblo o de la nación en cuestión.

Haciendo uso interno del excedente, los pueblos fueron alcanzando mayor desarrollo material. Y la población andina creció hasta llegar posiblemente a más de siete millones de habitantes en los albores del siglo XIII –según presentamos en el Cuadro N° 7–.

Éste es el primer cuadro en el que, para efectos comparativos, hemos podido incorporar la población de Europa (que presumiblemente era sólo la de Europa Occidental).

No debe extrañarnos la gran similitud en la forma de las curvas que grafican la evolución de las tasas promedio de crecimiento y decrecimiento por siglo de las poblaciones. Al fin y al cabo –como se ha dicho bastante atrás–, la curva de evolución de la población andina ha sido construida a partir de la correspondiente de la población mundial.

La brecha entre las curvas, o si se prefiere las mayores tasas de crecimiento en Europa, reflejan el significativo mayor avance en alimentación, higiene y medicina que hacia esos siglos había alcanzado Europa en comparación con el mundo andino.

Como también se ha visto antes –cuando hablábamos del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur, y cuando hablábamos de la caída del Imperio Wari–, la caída de la población europea en el siglo XIII –entre 1200–1300 dC–, habría estado relacionada con graves alteraciones climáticas que, en aquella área del planeta, habrían empezado a manifestarse desde 1240.

Si el fenómeno –como bien puede presumirse–, fue de alcances planetarios, también entonces la población andina habría comprensiblemente decrecido.

Así, tendría pues asidero objetivo asumir que efectivamente ese descenso poblacional se produjo también en los Andes, como lo señalan las cifras y la curva.

El avance técnico que se acumuló en agricultura, ganadería, pesca y minería durante los siglos XI y XII permitió que, cada vez en menos tiempo, o con la participación de menos trabajadores, pudiese extraerse o producirse todo lo que la población y los mercados de trueque demandaban. Cada vez fue mayor el tiempo de ocio y creciente el número de trabajadores, días y horas de que podían disponer los kurakas y las élites para la ejecución de obras.

El trabajador desruralizado se hizo citadino, ya sea como artesano o como constructor.

Y sin participar más en el proceso de producción de alimentos, tenía garantizado el sustento con el excedente agrícola o ganadero que generaban los productores rurales.

Los constructores, como los soldados, oficiales, sacerdotes y otros especialistas, formaban ahora parte del aparato estatal que de hecho había quedado formado.

De manera imperceptible se había estado concretando pues otro cambio en la sociedad: la vieja y primigenia relación “familia–jefefamilia” había pasado por “pueblo–kuraka –pueblo”, y, al cabo de muchos siglos, devino en “nación–kuraka–nación”, para terminar en una relación “nación–Estadonación”.

Mas el tránsito “jefe de familia –> kuraka –> grupo dirigente –> Estado” no fue un proceso de simple y caótica agregación de gentes y de responsabilidades. Mucho tiempo atrás, el kuraka había organizado, a partir de él y en torno a él, al grupo dirigente. Y, de la misma manera, a lo largo de siglos, el grupo dirigente organizó en torno a sí el aparato estatal.

En éste el kuraka ocupaba la posición más alta. Sus allegados, relacionados familiarmente, desempeñaban los puestos de mayor jeraquía. Y conforme decrecían las responsabilidades, decrecía el estrato social al que pertenecían los componentes del aparato estatal. Es decir, y como no podía ser de otra manera, el Estado reproducía la estratificación que se daba en el conjunto de toda la sociedad.

Resultaban remotos los tiempos en que el sustento y los pequeños privilegios del kuraka del ayllu representaba sólo una fracción pequeñísima del excedente que creaba un pueblo. El Estado, en cambio, para el sustento de sus numerosos componentes, absorbía ahora porcentajes cada vez mayores de recursos económicos. Y con eso quedaba asegurado que, por lo menos en la fracción correspondiente al sustento de los gastos del Estado, gran parte del excedente tendría como fin el consumo, en detrimento cada vez mayor de las disponibilidades para inversión.

En las nuevas circunstancias, era pues el aparato estatal el que decidía, en nombre del conjunto de la sociedad, el uso del excedente.

Y en ese naciente Estado, la responsabilidad decisoria más importante recaía a su vez en el grupo dirigente, con el kuraka a la cabeza.

Así, la responsabilidad y los derechos colectivos habían quedado finalmente individualizados: el Estado decidía en nombre de toda la Sociedad; la élite en nombre del Estado; y, en definitiva, el kuraka en nombre de la élite.

A la postre, pues, el kuraka –con a lo sumo su entorno inmediato (no siempre honesto, no siempre sensato, no siempre objetivo) – decidía en nombre de toda la Sociedad.

Cómo negar que en dicha presunta “representación” o “delegación de funciones” estaba la esencia misma de cuantas sesgadas, arbitrarias y privilegiantes decisiones se tomaban –y toman–.

Era esa élite la que decidía las distintas modalidades de uso directo (o consumo propiamente dicho), al cual destinar una parte del excedente: consumiendo alimentos y bebidas en festividades públicas; proporcionando vestidos y otras prendas finas trabajadas por artesanos estatales; y produciendo joyas por mediación de mineros, metalurgistas y orfebres estatales, o adquiriéndolas de fuera. En todos los casos, para el uso de la élite y el kuraka.

En nombre del Estado, el mismo grupo dirigente decidía, además, las formas de uso indirecto del excedente. Ya sea disponiendo la construcción de obras que a la postre significaban formas indirectas de consumo, público o privado, como los templos, palacios o fortalezas. O decidiendo la materialización de inversiones, es decir de obras que potencialmente eran capaces de generar otra vez excedente: andenes, canales de riego o caminos por ejemplo.

Definiendo los diversos usos y las proporciones de excedente que se destinaba a cada uno de ellos, el kuraka y el grupo dirigente estaban también decidiendo de hecho –y aunque no necesariamente de modo explícito –, quiénes iban a ser los beneficiarios.

O –reiteramos–, cuál o cuáles iban a ser los grupos cuyos objetivos habían sido implícitamente privilegiados.

La ubicación geográfica de las obras tenía gran implicancia en los pueblos y naciones: beneficiaba directamente a los pobladores del área circundante a donde se materializaban, y, de manera indirecta –o, simple y llanamente, no los beneficiaba–, a los de las áreas alejadas.

Esa localización de las obras podía hacerse dando énfasis a la dispersión en el territorio o a la concentración en un área determinada.

Mas no era suficiente hacer la discriminación geográfica. Escogida la localización era necesario decidir si la obra se ubicaría en el ámbito rural o en el urbano del territorio seleccionado. Sólo después quedaba definido –de hecho– qué grupo de la población sería, directa y finalmente, beneficiario de la obra.

La incorporación de estas dos nuevas variables –localización (dispersa o concentrada) y el ámbito (rural o urbano)– aproxima cada vez más el “Diagrama de alternativas y opciones de consumo e inversión” a su versión más verosímil.

Así, las que en la versión original (Gráfico Nº 49, pág. 267) eran diez soluciones posibles, resultan entonces en no menos de cuarenta posibilidades, por cada una de las cuales realmente podía optarse.

Si se optaba por ejemplo por construir un reservorio de agua en el centro geográfico de la nación, en esa ubicación, la obra no cumplía el mismo objetivo si se erigía en el ámbito rural, con fines agrícolas, o si se construía en el ámbito urbano. Y si se optaba por esto último, los beneficiarios no serían los mismos si el reservorio se destinaba para abastecer de agua a la élite o, en vez de ello, al resto de la población citadina.

Para la construcción de una vía o de un edificio se seguían, aunque no deliberadamente –insistimos–, los mismos pasos. Al final, la vía podía servir a toda la sociedad o sólo a un grupo de ella. Si se emprendía la construcción de un palacio, era evidente que éste iba a servir sólo y directamente al kuraka y al grupo que lo rodeaba. El resto de la población sólo podía resignarse a “usufructuar” del prestigio que la magnitud de la obra eventualmente reportaba en comparación con las de los pueblos vecinos.

Cuando el Estado, a través de la élite que lo controlaba, decidía qué construir, estaba pues decidiendo acercar o no a los distintos grupos de su sociedad, a la materialización o postergación de sus objetivos. Y así, de manera generalmente sutil, muchas veces rodeado de discursos engorrosos y encubridores, estaba decidiendo qué grupo o grupos obtendrían mayores beneficios, y cuáles quedaban postergados.

Cada vez que el naciente Estado optó por una obra, estuvo beneficiendo más a un grupo que a otro. O beneficiendo a un grupo y perjudicando a otro u otros. Ello era objetivamente así, independientemente de si los kurakas y el resto del grupo dirigente eran o no conscientes de ello.

Frente a un espectro tan amplio de disyuntivas como las que muestra el último “Diagrama desarrollado de alternativas y opciones de consumo e inversión” (Gráfico Nº 52), ¿optaron de manera azarosa, unas veces por una solución y otras por una muy distinta? ¿O, por el contrario, fueron consistentes y recurrentemente adoptaron siempre la misma solución o el mismo conjunto básico de soluciones? ¿Actuaban de manera arbitraria, de modo tal que los beneficios que se alcanzaban en unas ocasiones quedaban neutralizados con los perjuicios o postergaciones en otras? ¿O, por el contrario, fueron coherentes y adoptaron soluciones de las que al menos un grupo obtenía siempre beneficio? De hecho, fueron consistentes y coherentes.

Mas, ¿a la luz de qué criterio las decisiones que cotidianamente se tomaron a lo largo de esos siglos fueron consistentes y coherentes? En condiciones de libertad o autonomía nacional, las élites dirigentes, como cualquier otro grupo humano, decidían y actuaban en función de sus intereses y objetivos.

Cada vez que estaban frente a una disyuntiva, optaban pues de manera tal que quedaran protegidos “sus” intereses y pudieran alcanzar “sus” objetivos.

Así, coherentes y consistentes consigo mismas –aunque siempre en la miope perspectiva del corto plazo–, las élites se beneficiaron, larga y sistemáticamente, por encima del resto de sus sociedades.

De ese modo, hacia el siglo XII dC muchos dirigentes pertenecían a minorías que cada vez se diferenciaban más del resto de sus respectivas naciones, acentuando su carácter urbano. Sus intereses eran discriminatoria y eminentemente citadinos. Y, por consiguiente, sus objetivos eran tambièn segregacionistamente urbanos.

En la disyuntiva consumo / inversión, los grupos dirigentes –ahora entendemos bien porqué –, por lo general optaron, reiterativamente, por una fórmula que dio énfasis al consumo, geográficamente concentrado, de carácter urbano, y dirigido, fundamentalmente, en beneficio de sí mismos. Esto es, por la opción “9” que se ha destacado en el Gráfico N° 52.

Las viejas experiencias de Chavín, Moche, Nazca, Tiahuanaco y Wari; y las de Chimú y Chincha en la etapa de la historia que venimos analizando, son concluyentes. Mas los emperadores inkas harían también lo propio –como a su turno lo harían los virreyes y la Corona de España, y la aristocracia, la oligarquía y, hoy, la presunta “tecnocracia” republicana.

ruano occidental, costeño y cordillerano. Correspondía, nada menos, que al área de lo que hoy son los departamentos de Arequipa, Moquegua y Tacna, que, en conjunto, constituyen –hoy– la segunda área económicosocial más importante del Perú, después de Lima. Pero que, en el pasado, no fueron cuna de ninguna de las más grandes civilizaciones andinas.

Nuestros propósitos, aquí, serán: a) mostrar cuán rica ha sido por el contrario la historia de esa gran porción del territorio peruano, aun cuando en efecto no logró incubar y desarrollar ninguna gran civilización, y; b) tratar de desentrañar las causas objetivas de ese fenómeno histórico–social tan especial.

Esto último en particular porque, descuidada completamente su atención por la historiografía tradicional, sigue siendo un enorme vacío en la conciencia histórico-social de los peruanos.

Ateniéndonos a las fuentes más conocidas y divulgadas de la historiografía tradicional, poco o nada podía decirse de ese amplio espacio. Su historia antigua casi no aparece en esos textos. En muchos de los cuales ni siquiera se cita una sola vez ese espacio. Y en otros no merece siquiera un subtítulo para referirse a los pueblos que allí habitaron.

¿Fueron verdaderamente Arequipa, Moquegua y Tacna tierras sin historia? ¿O es más bien una historia sin Historia? Ni lo uno ni lo otro. Ahí están, entre otras, las extensas y meticulosas versiones de Eloy Linares Málaga y de José María Morante, a las que ya hemos citados varias veces.

El territorio del extremo suroccidental peruano –entre los valles de Yauca y Caplina (véase el Mapa N° 19, pág. 212)–, es sin duda muy especial. Es quizá, el área de más frecuentes y violentos movimientos terráqueos

Así, en el período de consolidación de las naciones andinas, los pueblos asistieron a la profusión de Estados oligárquicos. Sólo excepcionalmente, confirmando la regla, se dieron Estados democráticos: el de Cañete habría sido el mejor ejemplo. Y todo parece indicar que otro tanto habría ocurrido en los valles de Lima, pero también en el extremo norte, entre los tallanes.

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