EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

La toponimia andina y los conquistadores españoles

En algunos casos, apelando a su idioma y/o a su historia, los comerciantes o los conquistadores terminan imponiéndoles a otros un nombre absolutamente nuevo. Fue el caso de los conquistadores españoles cuando, por ejemplo, impusieron Cañete y cañetes en sustitución de un topónimo que no conocemos a ciencia cierta. O cuando impusieron Trujillo por Moche o Chan Chan, en homenaje a la tierra natal del jefe de la conquista.

O cuando bautizaron como Perú –aunque se presume derivaría de Birú, Pirú y eventualmente hasta de Chimú– a esta parte de los Andes, que sólo un siglo y transitoriamente tuvo un nombre: Tahuantinsuyo; y como peruanos a sus habitantes que, como conjunto, nunca habían tenido gentilicio.

Es decir, cambios radicales equivalentes a los que, miles de años antes, habían hecho los cretenses bautizando a los comerciantes del extremo este del Mediterráneo como fenicios. O como hicieron los romanos rebautizando como griegos a los helenos. O, por último, como presumiblemente hicieron los fenicios bautizando como conejos –“keltoi”– a los primeros habitantes que encontraron en la península ibérica.

Allí donde no hubo radical cambio de nombre, ha sido la deformación fonética del nombre original, atribuible por lo general a los comerciantes hegemónicos o los conquistadores, la que termina imponiéndose.

De la misma manera que el fonema fenicio “keltoi”, por deformación fonética, derivó en “celtas”; y de la misma manera que el “span” de los celtas, por deformación fonética de los romanos, derivó en “hispania”; que a su vez, por deformación de los visigodos, derivó finalmente en “España” y “españoles”.

Nombres tan emblemáticos como el del Inka Atahualpa, y el del lugar de su captura y ejecución han tenido varias versiones en manos de los cronistas españoles: Atagualpa (J. de Betanzos), Atahuallpa y Atahualpa (P. Cieza de León), Atabalipa (D. de Ortega y C. de Castro), Atabaliba (B. de las Casas). Y Cajamarca: Caxamarca y Caitamarca (Cieza de León).

Mas, en cada caso, es relativamente fácil asociar todas sus variantes fonéticas.

Estos últimos casos de deformación de nombres y topónimos nos prueban, fehacientemente, que incluso usando el mismo idioma diferentes personas pueden oír, entender y escribir un mismo nombre de varias distintas maneras. Y, más todavía, una misma persona –como en el caso de Cieza de León– puede dar dos y eventualmente hasta más versiones, dependiendo de cuántas distintas fuentes orales haya escuchado.

Puede también constatarse que otro tipo de deformación o alteración de un topónimo, y el gentilicio correspondiente, se genera por transposición de sílabas.

Es el caso del topónimo que hoy se conoce como Poechos, pero que Cieza de León escribía Pocheos. ¿Cuál de las dos versiones habrá reproducido más fielmente el nombre original? Es muy difícil saberlo. Pero sin duda ambas tienen mucho de él. Y en tanto en este caso específico no hay homonimia, es fácil concluir que una y otra variante, por el contexto en que aparecen, se refieren al mismo lugar.

En nuestro caso y hasta la fecha, como es obvio, son la fonética y grafía de los conquistadores españoles las que finalmente se impusieron y venimos utilizando.

Pocos pero significativos ejemplos hemos dado de cómo ni siquiera han sido siempre las versiones de Garcilaso las que terminaron imponiéndose.

No obstante todas las deformaciones, en la inmensa mayoría de los casos puede reconocerse raíces comunes. Y eso es, finalmente, lo que importa y facilita el rastreo en busca de su remoto origen geográfico y cultural más probable.

Desde 1492 –oficialmente al menos–, esto es, desde cuarenta años antes de la conquista del Perú, cronistas y conquistadores españoles se estuvieron familiarizando con los nombres de los territorios y gentilicios de los pueblos que fueron conquistando en América.

En 1502 Colón, y en 1505 Yáñez Pinzón, iniciaron el reconocimiento de las costas de Guatemala, Nicaragua, Honduras y México hasta Tampico, casi en el centro del Golfo de México. En 1502 se había iniciado también el descubrimiento y poblamiento de la costa caribeña de Panamá, a la que Francisco Pizarro llegó el año siguiente. En 1508 se funda la gobernación de Castilla del Oro o Veraguas, para administrar Nicaragua, Costa Rica y Panamá.

Así, en 1511 ya estaban confeccionados los primeros mapas de las costas de México (seguramente con innumerables nombres nativos, como algunos de los mencionados). En 1513, con el descubrimiento del Pacífico –al que Pizarro asistió como lugarteniente de Núñez de Balboa–, se inicia la explotación de sus costas. En 1519 Hernán Cortés, por su parte, inició la conquista de México desde la desembocadura del río Pánuco, desde donde nuevos mapas fueron elaborados con la ayuda de los nativos del lugar.

Después de residir nueve años entre Nicaragua y Panamá, Pascual de Andagoya realizó en 1523 el primer viaje exploratorio que llegó al extremo norte del Perú. En muy extraña coincidencia, al año siguiente Pizarro y Almagro se asocian para la conquista del Perú. Mas sólo en 1528, pero cuando ya tenía venticinco años en el istmo, acopiando invariablemente una gran experiencia e información, Pizarro llegaría en su primer viaje exploratorio hasta la desembocadura del río Santa (500 kilómetros al norte de Chincha).

Pasó pues de ida y vuelta reconociendo detenidamente toda la costa norte del Perú y muchos de sus centros poblados, entre ellos por cierto Tumbes y Chan Chan, confirmando los gentilicios ya conocidos de algunas de sus gentes: tallanes y chimú.

Y es que, uno y otro, residiendo en Panamá, habían tenido allí la experiencia de toparse, centenares de veces, con los mercaderes tallanes, chimú y chinchas que llegaban hasta allí –y por los que se enteró de la existencia e importancia de Chincha sin conocerla–.

Aquéllos, concientemente o no, dejaban una valiosa información geográfica, política, social, económica y militar sobre el mundo andino, y harto reiteradamente repetían los nombres de muchos pueblos andinos.

Por lo demás, todos de los cronistas españoles que coadyuvaron a definir la versión final de los topónimos andinos, antes de llegar al Perú, habían estado en familiarizándose con las voces nativas en Panamá. Y más de uno, además, en otros rincones de América.

Pedro Sarmiento de Gamboa, por ejemplo, había estado antes en México. Y Pedro Cieza de León en Ecuador y Colombia.

En definitiva, nuestra hipótesis en esta parte es que los conquistadores y cronistas españoles estuvieron harto familiarizados, aunque unos más que otros, a muchos topónimos y gentilicios nativos de México, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, y las costas caribeñas de Colombia y Venezuela, antes de llegar al Perú. Ello, por un simple azar de la historia, habría permitido pues que las deformaciones, que a pesar de todo introdujeron a los nombres andinos, no fueran tan grandes como para que dejaran de tener relación fonética alguna con los vocablos nativos.

Y ello, a su vez, permite reconocer entonces que muchas raíces idiomáticas centroamericanas –necesariamente más antiguas que las andinas– estén archipresentes en muchísimos topónimos del Perú.

Como acabamos de ver una vez más, es el caso de la partícula “gua” –o “hua”–, quizá la más socorrida de cuantas existían en la antigua América del Norte próxima al golfo de México, y existían y existen en Centroamérica, el Caribe y los Andes.

Estaba ya en Guanahaní (hoy Watling), el célebre primer punto que tocó Colón. Está en Guáimaro de Cuba. En Guajataca de Puerto Rico. Estaba en Guasco, Coligua y Guasili, inmediatamente en torno a la península de la Florida.

En el territorio continental puede además ser rastreada desde Chihuahua, al norte de México; pasando por Guatemala y Nicaragua; el antiguo Veraguas y el actual Gualaca de Panamá; Guapá y Guáitara en el oeste de Colombia; Guayaquil, Gualaceo, Gualaquiza y Guamote, en Ecuador; e innumerables topónimos del Perú, como Huaraz, Huántar, Huánuco y Moquegua; hasta Pisagua, Rancagua y Guaitecas, en el norte, centro y sur de Chile, respectivamente.

¿Equivaldría acaso el nativo “gua” o “hua” al “land” del inglés?

Por lo demás, y como últimos ejemplos, Huánuco, el nombre de una de las más importantes ciudades cordilleranas del Perú, además de “Hua” tiene la misma terminación que Pánuco, el nombre del célebre puerto donde inició Cortés la conquista de México; y las islas Guaitecas, al sur de Chile, comparten “Gua” con “tecas”, reiterada raíz de innumerables genticilios centroamericanos: olmecas, zapotecas, toltecas, aztecas, etc. ¿Puede considerarse que todo ello son simples coincidencias?

Eventualmente, la o las partículas originales de las que derivaron “gua” y “hua”, que nunca sabremos cuál o cuáles fueron exactamente, fueron confundidas e identificadas, sobre todo por el españoles del sur y centro de la península, con aquella –de probable origen árabe– a la cual estaban tan acostumbrados, y que está presente en: Gua–dalquivir, Gua–dajoz, Guadiana y Gua–daira; como en Gua–dalajara, Guadalupe, Gua–darrama y Gua–diz, por ejemplo.

En España, sin embargo, casi no hay ninguna escrita con “h”. En fin, los lingüistas tienen la palabra sobre qué espacio y cultura influyó sobre cuál o cuáles otras? No obstante, transitoriamente al menos, y con cargo a las precisiones que haga la lingüística, asoma más verosímil y consistente la hipótesis de una vieja, sólida y remota influencia centroamericana en la historia antigua del Perú y de gran parte de la América Meridional.

La historiografía tradicional ha rastreado con gran detalle las influencias culturales que habrían dado origen a la expansión de la agricultura, la cerámica, la textilería, el comercio y, entre otras, la metalurgia.

Mas ha obviado el hecho de que el ser humano, muchísimo antes de todas y cada una de esas conquistas culturales materiales, era poseedor de un lenguaje que fue, a fin de cuentas, lo primero que podía expandirse y así debió ocurrir.

Habiendo desaparecido virtualmente todos los idiomas primitivos, allí están los topónimos para rastrear su origen, y las direcciones y formas de expansión como se regaron por el mapa americano.

Pues bien, durante los siglos XIII y XIV la presencia de los mercaderes y transportistas chinchas debió resultar familiar a todos los pueblos andinos con los cuales comerciaban.

En ese sentido habían quedado, de hecho, convertidos en buenos mediadores y mejores guías e intérpretes.

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