EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

La toponimia en la historia

Miloslav Stingl nos recuerda que fue el arqueólogo peruano Julio C. Tello quién “descubrió que el nombre [Chavín] procedía de un idioma del Caribe”.

Si fueron los sechín quienes trajeron ese idioma, habrían sido ellos, entonces, quienes bautizaron a sus rivales cordilleranos como “chavín”. Ése no habría sido pues como veremos más adelante, ni el primer ni único caso en la historia en que el gentilicio de un pueblo le fue dado por otro.

Pues bien, quizá más que ninguna otra especialidad, podría ser la lingüística la que mejores luces termine de dar sobre la eventual diáspora de los sechín en el territorio andino.

En el intento de diseñar una primera hipótesis aproximativa se ese género, nos hemos permitido un recuento parcial de nombres de poblados –pero también de culturas y gentilicios– en los que están presentes la “ch”, “x” y su equivalente “j”, y las terminaciones en “pe” y “que”, que parecen características de la lengua “muchik” de los chimú, que conjeturamos fue también la lengua que trajeron del sur de México los sechín.

¿Qué representa en términos lingüísticos –nos preguntamos– la reiterativa presencia del sonido de la “ch” en se–chín, cha–vín, mo–che, mo–chi–ca y chi–mú, pero también en Chan–chan, esto es, precisamente en los nombres de mayor significación en la historia del norte antiguo del Perú, y en muchísimos otros del área, como Chi–lete y Chil–cal –el remoto nombre de Paita?

¿Y en Cahua–chi la capital de los nazcas, chan–ka y Chin–cha, así como en muchos otros nombres de importancia de la historia del sur del Perú?

¿Será una simple coincidencia que dicho sonido esté también presente en muchos de los más emblemáticos nombres de la historia de Centroamérica, como Te–noch–titlán y Chi–chen–itzá? ¿Pero además en los de algunas de las comidas más características de ambos territorios: cebi–che y chil–cano, aquí, y en–chi–ladas, allá?

Otro tanto puede decirse para el caso del sonido de la “x”, presente en Centroamérica en Oa–xa–ca, Tax–co, Mé–xi–co, etc. que fonéticamente sonó a los cronistas y conquistadores españoles igual que la “j” de Ja-lisco, Ju–chitán, Guana–jua–to, etc. Pues bien, están entre nosotros presente en Ca–xa–marca, grafía y voz de los primeros cronistas, y que todavía hoy reivindican orgullosamente muchos de los habitantes de ese territorio.

En Xa–qui–xa–guana o Jaquijaguana. En Coli–xa, un actualmente inidentificable pueblo del antiguo entorno de Pachacámac. Lo está además en Guax–chapaicho y Xa–xa, nombres respectivamente de los últimos kurakas prehispánicos de Huaura y Yauyos. Y en Ma–xouri (nombre ya desaparecido en la toponimia del valle de Chala, en la costa de Arequipa).

Por lo demás, Linares Málaga nos recuerda que el nombre de la etnia Tiahuanaco de los pacajes, antiguamente se escribía paca– xes. Y Cieza de León también escribía Xauxa en vez de Jauja. ¿Tendrían acaso el mismo origen nombres como Ca–jas, Ja– yanca, Ju–nín, por ejemplo, u otros de los que figuran en el mapa del Anexo 5, en la página siguiente? ¿También pues una simple coincidencia?

A su turno –como veremos–, el sonido “que” parece tener mucha relación con el fonema “ec”. Aquél está presente en Tla–que–pa–que y Que–rétaro, en México; y en Que–recotillo, Que–recoto y muchos más, incluyendo que–chua, en el Perú.

A su vez, la terminación “ec” está presente en Ala–ec –nombre genérico de grandes caudillos moche y en Aia Pa–ec, dios moche de grandes colmillos. Pero también en Apur–lec personaje mochica representado en Batan Grande, pero asimismo nombre de un desaparecido centro poblado mochica. Y está también en Fempe–llec, nombre del supuesto último descendiente conocido de Naylamp. Y en Yampa–llec, ídolo mochica del que según Del Busto habría derivado el nombre de Lambaye–que.

Anexo Nº 5 ¿Toponimia sechín - muchik?: Chilcal, Chira, Chulucanas, Chachapoyas, Chiclayo, Chongoyape, Chota, R. Chotano, R. Chamaya, Mochumí, Chérrepe, Chochope, Chepén, R. Chicama, R. Moche, I. Chao, Chocope, Mochica, Moche, Chan Chan, Chiclín / Chiquitoy, Huamachuco, Chuco, Chimbote, Sechín Chavín, Chiquián, Huacho, Chancay, Churín, Chuquitanta, Pachacamac, Chilca, Chincha, Chala, Chaviña, Chira, Chen Chen, Vinchos, Chincheros Chalhuanca, Chocos, Huaycahuacho, Charcana, Chichas Choco, Chivay, Jayanca, Jequetepeque, Ocucaje, Majes, Juliaca, Churcampa, Aquije, Juli, Sechura, Motupe, Mocupe, Úcupe, Mórrope, Guadalupe, Supe, Tupe, Sunampe, Guadalupe, Cahuachi, Machahuay, Chuquibamba, Jaqui, Maxouri, Pacaxes, Xaxa, Cajatambo, Cajamarquilla, Jecanga, Huanchay Aija, Andajes, Moxeque, Chilete, Cajamarca, Cajabamba, Reque, Viñaque, Amotape, Ñapique, Lambayeque, Ascope, Huanchaco, I. Guañape, Lachay, Changuillo, Conchucos, , “Ch”, “J”, “X”, “que”, “pe”, Changos, Chulec, Chulec, Chaclacayo, Chucuito, Chosica, Chimú, R. Chillón, Pichanaqui, Calapuja, Umachiri, Ajoyani, Prov.Chumbivilcas, Canchis, Checacupe, Quiquijana, Chinchero, Chinchaypujio, Machu Picchu, Echarate, Cachimayo, Lajoya, Chacupe, Apurlec, Chaparra, R. Chili, Churajón o Juli, Chankas, R. Majes, Prov. Tayacaja, Junín, Jauja, Chupaca, Prov.Chanchamayo, Oxapampa, Ayacucho, Chucuito.

Puede presumirse entonces que un vocablo con la misma terminación debió dar origen a los nombres Jequetepe–que, Re–que, Ñapi–que e incluso Viña–que, el nombre el primer gran centro poblado de los chankas.

Muy significativamente, la misma terminación “ec” aparece también en el nombre de la lengua –¿dialecto, idioma, otra denominación del mismo idioma?– que se habló entre mochicas y moches: el sec.

Y nada menos que en el viejo nombre de los famosos geoglifos de Nazca: seque (“camino religioso” –según el afamado arqueólogo peruano Toribio Mejía Xesspe).

Por último según referencias orales que hemos recibido de un reputado notario camanejo, los dos poblados de antiquísimos pescadores –changos (“muchachos”, en México)– de la costa de Arequipa, que hoy se denominan Chu–le, uno en Ocoña y el otro en Camaná, se habrían llamado en realidad Chu–lec.

Pues bien, ¿será también una simple coincidencia que en el área del sur de México, en torno a Oaxaca –de donde presumiblemente migraron los sechín, esté tan reiterativamente presente la misma terminación “ec”: Teote –pec, Omete–pec, Zacate–pec, Jamilte-pec, Tutute–pec, Tehuante–pec, Ixte–pec, Suchixte –pec, etc.? Pero está también en el emblemático nombre Chapulte–pec. ¿ Y tendrá acaso el mismo origen el paradigmático nombre inka Pa–cha–cu–tec?

Por su parte, la terminación en “pe” de Motu–pe, Mocu–pe, Su–pe, Tu–pe, Sunampe, y del reiterado Guadalu–pe, etc.; aún cuando no muy presente en México, lo está en el que parece original Guadalu–pe, así como en Yogo–pe.

Como esas, bien podrían someterse a examen los casos de las terminaciones en “an”, de Si–pán, Si–cán y Ba–tán, del área de Lambayeque; Ca–tán, en el valle de Jequetepeque; Jul–cán, en la cabecera del río Moche, etc., por ejemplo; equivalentes a Tuxpán, Tec–pan, Pijijia–pán, Ji–quil–pán y otros, de México.

Así como el caso de la raíz “gua” o “hua”, presente en innumerables nombres y topónimos del Perú como Moque–gua, Gua–dalupe, Huan–cayo, Huan–cavelica, Huá–nuco, Huán–tar, Huas–carán, Huan–doy, Huayanca, Luna–hua–ná, o Hua–capuy; y a su vez en Gua–najuato, Gua–dalajara, Nicaragua, Mana–gua, Teoti–hua–cán, Coa–huayana, Tamia–hua, Hua–juapán, Te–hua–cán, etc., en Centroamérica.

¿Responderá además a la misma razón el legendario nombre inka Gua–nacaure? ¿Y el no menos importante nombre kolla Tia–huanaco o Tia–gua–naco –como escribió Cieza de León–? ¿O los de Hua–yna o Gua–yna Cápac y sus hijos Huás–car y Ata–hual–pa o Ata–gual–pa? ¿Y el del propio Gua–mán Poma?

Como todas ésas, merecen también ser analizadas, por ejemplo y entre otras, la partícula “ya”: del Ma–ya, Ya–lalag y Cela–ya centroamericanos; y Ya–után,Ya–uca,Yau-ri, Ya–naoca, A–ya–cucho, etc. de los Andes.

Como puede apreciarse, las coincidencias son numéricamente abrumadoras. Pero lo son aún más por el hecho harto mostrado de que en muchos de los nombres se dan hasta dos de los sonidos a los que se ha pasado revista.

Mal podría extrañar que en Ecuador, inmediatamente al norte del Perú, se diera otro tanto. Sea por influencia llegada desde el Perú o directamente desde Centroamérica.

Bástenos algunos ejemplos: Pichincha, Chinchipe y Machala, para el caso de la “ch”; Cojimíes, Jama, Loja y Jipijapa, para la “j”; Cotopaxi, para la “x”; Caráquez, para “que”; Guayaquil, Guano y Guamote, para “gua”, y; Yaguachi, para “ya”. A su vez, en Colombia, muy sintomáticamente, casi sólo en el área próxima al Pacífico aparecen nombres como: Chirichiri, Chocó; Tuquerres y Caquetá; o Popayán.

Por su parte, en Bolivia, es fundamentalmente en las áreas circunlacustres de La Paz, Oruro y Potosí, allí donde hubo mayor impacto de Tiahuanaco, donde se encuentran reiteradamente nombres como: Achacachi, Viacha, Charaña, Challapata o Machacamarca; Tequeje, Lajoya, Cajuata, Chiñijo y Tarija; Huata, Curahuara, Huanuní y Guarina; así como Yaco.

En el norte y centro de Chile, finalmente encontramos, Chile mismo, Chuquicamata, Chañaral, Chillán o Chaca; Iquique; Juncal; Quillagua, Pisagua, Aconcagua, Rancagua, Colchagua, Talcahuano o Huara; y Oyahue.

Sorprendentemente, aunque casi sólo la sílaba “gua”, se prolonga hasta Paraguay, donde además aparece en Guaraní, Guachalla, Iguazú o Guaira; y, por último, en Uruguay.

En el caso de Venezuela, resulta obvio que la proximidad de su costa atlántica con la de México, contribuiría a explicar la presencia de nombres como: Machiques y Tachira; Paraguana, Churuguara, Acarigua, Aragua, Guárico y Guaira; Cojedes y Guajira; o Yaracuy, etc.

¿Puede considerarse una simple casualidad que todas esas partículas estén mucho menos presentes en el sur de Chile, y virtualmente ausentes en el oriente de Colombia, sur de Venezuela, en Uruguay, Argentina y Brasil?

Pues bien, si la hipótesis fuera refrendada por la lingüística y la etno–historia, quedaría demostrado: a) cuán evidente el origen centroamericano de sechín; b) como señala el gráfico, cuán vasta y dispersa fue la diáspora sechín en el territorio andino; c) cuán profunda fue la influencia sechín en casi todas las culturas de los Andes Centrales, y; d) cuán intensa la influencia mexicana en buena parte del continente sudamericano.

Como bien se sabe, no es nueva la teoría aloctonista que postuló la existencia de un impulso u origen externo de la cultura andina, de procedencia marítima y centroamericana.

Hace bastante más de medio siglo la postuló el antropólogo alemán Friedrich Max Uhle.

Según él, inmigrantes venidos del norte, llegaron por mar a la costa andina trayendo consigo el maíz, textiles, alfarería, orfebrería aurífera, conocimientos agrícolas, la práctica de enterrar cabezas solas separadas del cuerpo, la técnica de construcción con ladrillos secados al sol (adobes), etc. Éso –a nuestro juicio– es lo sustantivo de dicha teoría. Resultando accesorias las hipotéticas precisiones de Uhle sobre el ingreso de los migrantes al Perú por Ica –o como también podríamos suponer por Casma y/o Moche–; y si portaban o no específicamente la cultura Maya –u otra mucho más antigua–.

Dicha teoría fue ardorosamente rebatida por Julio C. Tello, el célebre médico y “padre de la arqueología peruana”. De allí en más pasó casi tres décadas en el olvido. No obstante, más tarde como lo recuerda Del Busto, fue retomada por el afamado arqueólogo peruano Federico Kauffmann, cuyos sólidos argumentos no tuvieron sin embargo mayor acogida.

Casi inmediatamente después fue replanteada por los arqueólogos norteamericanos Coe, Strong, Porter y Willey, que a su turno fueron refutados, muy débilmente aunque con gran éxito, por la arqueóloga peruana Rosa Fung. Así, hoy es apenas recordada, casi de soslayo –como cumpliéndose un rito–, en muchos textos de Historia. Es, por ejemplo, el caso de José María Morante, Eloy Linaresy muchos más.

Todo parece indicar, pues con lo visto y con lo que habrá de verse más adelante, que la tan debatida hipótesis tiene hartos merecimientos para volver a ser desempolvada y puesta a prueba. Hoy se cuenta con más y mejores técnicas que antes para ello. Pero tanto o más importante que el instrumental teórico y técnico a utilizar, será el despojarse de prejuicios y del pernicioso chauvinismo anticientífico que tanto daño hace a la ciencia y, en particular, a la Historia.

Cierto es sin embargo que la concluyente derrota de los sechín dejó a los chavín la ruta libre para su expansión por la costa. Sin duda el pueblo chavín jugó un rol importante en la caída y liquidación de los sechín. Mas no debió ser el único que luchó contra éstos. Por tanto, había otros pueblos con quienes compartir el mérito y el enorme prestigio que se derivaban de la sonada victoria.

Es posible concluir, sin embargo, que los dirigentes del pueblo chavín lograron monopolizar el mérito de la liquidación de sechín.

Es probable que lograran ingeniárselas para persuadir y convencer a los pueblos vecinos que un poder extraordinario y sobrenatural los acompañaba.

En todo caso, con el omnipotente y mágico mullu entre las manos –y sus secretos de por medio–, ya era suficientemente asombrosa la capacidad de los Sumos Sacerdotes chavín para predecir certeramente la presencia o no de lluvias.

Asombrados con la caída y desaparición de sechín, su persistente y feroz victimario, los pueblos, quizá pues, estaban dispuestos a creer cualquier versión que difundieran los chavín, por extraordinaria e inverosímil que pareciese.

La coartada de los dirigentes chavín, no obstante, era inmejorable y consistente. En efecto, el poder extraordinario y sobrenatural que les terminaron atribuyendo los pueblos –y que seguramente ellos empezaron autoatribuyéndose –, tenía mucha correspondencia con sus efectivos y magníficos conocimientos agrícolas, astronómicos, meteorológicos, hidráulicos, artísticos, artesanales, de construcción, etc.

Bajo todas esas circunstancias, es posible imaginar a los pueblos que con gran violencia habían sido sojuzgados por los sechín, volcarse a rendir culto a los dioses del pueblo chavín, y hasta pleitesía a sus generales.

Así, el centro religioso y ceremonial de Chavín de Huántar pasó a ser, en adelante, foco de atención e interés para los habitantes de un área cada vez más grande del territorio andino.

Estaban pues creadas las condiciones para que muchos otros pueblos, de la costa y de la cordillera, cayeran subyugados por el “encanto” tecnológico y religioso que con gran habilidad mostraron y administraron los dirigentes chavín.

El pueblo chavín encontró así abiertas de par en par las puertas para expandir su influencia y hegemonizar en un área grande del territorio de los Andes. Corría por entonces, aproximadamente, el año 1200 aC.

Respecto de los pueblos que fueron dominados, el pueblo chavín, y en particular sus dirigentes, pasaron a constituirse en lo que Toynbee denomina “minoría creadora” .

Exhibiendo un gran despliegue técnico objetivo, y supuestos asombrosos poderes “sobrenaturales”, la “minoría creadora” chavín habría logrado ganarse la adhesión y sumisión voluntaria de muchos de los pueblos vecinos.

La “minoría creadora” chavín puso a disposición de los pueblos sus vastos conocimientos técnicos. También les permitió compartir la bondad y omnipotente protección de sus dioses. Recíprocamente, los pueblos se convirtieron en tributarios de Chavín. Así, Chavín de Huántar empezó a recepcionar importantes volúmenes de excedente que aportaban los pueblos, ya en especies o en fuerza de trabajo. Y los dirigentes chavín se vieron, casi de improviso, administrando recursos en cantidades que nunca antes habrían podido sospechar.

El pueblo chavín, desde su centro administrativo y ceremonial en Chavín de Huántar, alcanzó pues a conformar el primer imperio en la historia del hombre andino.

El Imperio Chavín constituyó la primera versión de expansión pan–andina. Representó un proceso de intensa integración de los diferentes sistemas ecológicos de la costa, de la cordillera y del bosque tropical. Fue el primer ente supranacional andino.

El surgimiento del Imperio Chavín coincide –sorprendentemente– con el inicio de lo que, en la tradición de las Cuatro Edades, Huamán Poma de Ayala señala como la Tercera Edad: Purun Runa –”Hombres de la Montaña”.

Grandes y pequeños pueblos, cientos de ayllus, en un área de aproximadamente 300 000 kilómetros cuadrados, cayeron bajo la fascinación que les produjo la “minoría creadora” chavín.

Tallanes, en Piura; mochicas, en Lambayeque; moches, en La Libertad; cajamarcas, en Cajamarca; huancas, en el valle del Mantaro; tarmas, en las inmediaciones de éste; limas y yauyos, en la costa y cordillera de Lima, respectivamente; icas, en Ica; y chankas, en Ayacucho, entre otros, recibieron el impacto de la oleada tecnológica y religiosa que exportaban los chavín y con las que los subyugaron.

Las barreras idiomáticas no fueron ningún obstáculo. Quizá una población de hasta 400 000 personas participó protagónicamente, de una u otra manera, al surgimiento y consolidación del primer imperio de los Andes.

Antes de la expansión imperial, Chavín de Huántar era ya un centro urbano. Ciertamente, pequeño en área y población, pero con características urbanas, desde que incluía tanto al viejo y afamado templo observatorio castillo, como la residencia de los sacerdotes y las de otros especialistas que trabajaban en él.

Este centro “urbano teocrático” creció en el contexto del proceso de expansión imperial.

La presencia de miles de peregrinos obligó a ampliar el viejo templo. Ello permite entender que, al cabo de varios siglos, sobre el viejo castillo se construyera uno nuevo, el Templo Tardío, tan grande que –como admite Del Busto–, “no responde a la población de la comarca” (aunque por cierto no nos advierte de cuán numerosa habría sido o podido ser esa población).

Se construyó además grandes áreas donde congregar a las multitudes; almacenes y depósitos donde guardar las ofrendas y tributos, y donde reunir los insumos necesarios para la producción. Sin duda, esos mismos miles de peregrinos de los diversos pueblos andinos contribuyeron con su trabajo a la ejecución de tales obras.

Uno de los juicios de que fue objeto la primera edición de Los abismos del cóndor fue precisamente suscitado por la novedosa inclusión de cuadros numéricos de lo que reiteradamente definimos (en aquélla y esta edición) como evolución probable de la población andina.

No se les concedió valor el hipotético que explicitamente tenían. Ni se reconoció –como se dijo en aquélla ocasión y se repite en ésta– que la importancia de las cifras no era otra que la de ofrecernos “órdenes de magnitud”. Arbitraria y erróneamente, en cambio, los críticos atribuyeron a nuestras cifras “valor estadístico” (que el autor de este libro sabía y sabe que no tienen). Así, la historiadora peruana Liliana Regalado de Hurtado afirmó que el libro aparece con “cuadros estadísticos, sin que tengamos idea de dónde se ha obtenido cálculos tan precisos...”.

Los críticos, sin embargo, pudieron hacerse una idea. Porque en el texto original (pp. 10 11) explícita y gráficamente se hace referencia al hecho de que:

(a) estábamos asumiendo que en el territorio andino se habría reproducido la curva de crecimiento de la población mundial. Y las cifras resultantes –mal que nos pese– se derivan de los cálculos correspondientes, luego de asumir –como se ha dicho en páginas precedentes – una hipotética población inicial y;

(b) para el siglo XV, la población que supuestamente a su vez encontraron los conquistadores españoles.

Uno y otro dato, ¿no resultan acaso útiles para reconstruir la progresión de poblamiento precolombino del territorio peruano? ¿El hecho de que no se les halla usado antes para tal efecto, significa acaso que no debemos ni podemos usarlos?

¿No es acaso más importante aproximarnos a las probables dimensiones de población andina antigua –aunque sólo fuera en órdenes de magnitud–, que definir el color de los huacos, o la dimensión de los templos o el número de adobes o piedras con que fueron erigidos?

Resulta sin embargo asombroso, por decir lo menos, que la autocrítica no aparezca por ningún lado, ni complaciente ni severa, cuando los propios historiadores hacen afirmaciones rotundas como la que reiteramos de J.A. Del Busto: “el vasto templo no responde a la población de la comarca”. Si se desconoce la magnitud poblacional de Chavín, cómo se puede afirmar y aceptar que esa población era menor que la que correspondía a la magnitud del templo. Cómo.

La historiografía tradicional tiene que admitir que una de sus omisiones más clamorosas viene siendo precisamente la de los cálculos y aproximaciones cuantitativas, pero en asuntos efectivamente relevantes: demografía, producción, estimación de excedentes generados, estimación del costo o monto de los excedentes que los pueblos andinos destinaron a gasto y a inversión, etc. Esos y otros cálculos pueden hacer valiosas contribuciones para un conocimiento más adecuado de nuestra historia.

Pero tanto o más importante que saber si las magnitudes del Templo correspondían o no con la población de la comarca, es advertir, con el dato de la probable población dominada, cuántos hombres podían ser reclutados para las obras que decidía emprender el poder imperial, y cuántos eran los tributarios en general. Así, a partir de la cifra de 400 000 probables habitantes del Imperio Chavín, puede colegirse que hubo hasta 160 000 adultos tributarios (20% del total), de los que la mitad, los hombres, pudieron además ser reclutados para trabajar en las mitas que decidía el poder imperial.

Los peregrinos portaban las más variadas formas de ofrendas y tributo: llamas y venados; cuyes domésticos y patos; pescado de la costa y mullu de los mares ecuatoriales; así como vajilla de terracota llevada desde Cajamarca y de las costas del norte, de Ancash y de Lima. Se llevó también la famosa obsidiana (vidrio de origen volcánico) desde Ayacucho pero también pudo llegar de Centroaméria.

Y hasta se ha llegado a estimar que el 30% de la cerámica que se usó durante el esplendor imperial era de origen foráneo a Chavín.

Los pueblos tributarios llegaban también premunidos de conocimientos especializados de muy distinto género, que seguramente los especialistas chavín se encargaban de recopilar.

Chavín de Huántar se convirtió pues en un punto de convergencia de bienes materiales, de información y de conocimientos de la más diversa índole.

La evidencia de uniformidad y homogeneidad cultural que se operó durante ese período en los Andes, permite concluir, sin embargo, que los peregrinos regresaban a sus tierras habiendo concretado un valioso intercambio.

Obtenían, ciertamente, y por ejemplo, importante información en torno a algunos de los secretos de la meteorología (léase el mullu y su relación “mágica” con las lluvias).

Pero también nuevos conocimientos agrícolas e hidráulicos. Aprendían nuevas técnicas para el trabajo de la piedra. Conocían de novedosas modalidades de cerámica, textilería y pintura.

Es decir, Chavín de Huántar se constituyó, además, en polo central de difusión cultural e incuestionable vaso comunicante. Difundió los elementos culturales en que eventualmente estaba especializado cada pueblo tributario. Y, por supuesto, los elementos culturales propios del pueblo chavín. Bien puede decirse que allí todos aprendían de todo y de todos.

A todas luces, la “minoría creadora” chavín fue el centro de dos grandes procesos de intercambio. Uno, en el que ella misma entregaba conocimientos avanzados y, a cambio, recibía recursos materiales de muy distinta especie. Y, otro, en el que Chavín de Huántar era el escenario central de un rico y variado intercambio entre los distintos y distantes pueblos de los Andes que allí periódicamente convergían y se congregaban.

Chavín, al entrar en relación con otros pueblos y al servir de vínculo entre unos y otros, recibiendo y difundiendo, jugó pues un decisivo papel de vaso comunicante.

Las evidencias de difusión en el vasto territorio hegemonizado son múltiples. La simbología chavín está presente en los templos de Pacopampa, Condorhuasi y Udima, en Cajamarca. En la cerámica y joyas de oro de Chongoyape, en Lambayeque. En los murales de Caballo Muerto, en Trujillo, y de Garagay, en Lima. Así como en las telas pintadas de Paracas, en Ica.

Chavín contribuyó asimismo a perfeccionar las técnicas de irrigación. Difundió e incrementó el cultivo del maíz, así como el uso de la papa y de la carne de llama en la dieta alimenticia. Propició la producción organizada y uniforme de bella cerámica. En la actividad textil difundió el uso de la pintura, incrementó el uso del pelo de camélidos y, a través de la utilización de telares, estandarizó el tamaño de las telas.

En la arquitectura, propició el uso combinado de las distintas formas que se habían venido utilizando hasta ese momento –pirámides truncas, patios hundidos, terraplenes–; alentó la decoración de las paredes, e inició la construcción de edificios subterráneos. Y difundió, por cierto, las más elaboradas técnicas de escultura y grabado de la piedra –que muy probablemente, y a su turno, los chavín habían aprendido de los sechín–.

Mas cómo negar y dejar de considerar que, casi consustancialmente con la difusión de todos y cada uno de esos elementos culturales, los chavín fueron incuestionablemente difundiendo su idioma.

Mas, ¿cuál era éste? El extrañísimo pero casi unánime silencio de la historiografía tradicional al respecto, impide asegurar a ciencia cierta que, como insinúan diversos indicios, habría sido nada menos que el quechua (o, mejor, el proto–quechua). Algo más adelante, sin embargo, habremos de ahondar en la presentación de esta hipótesis.

Porque mal haríamos en afianzar esa estela de silencio que sólo ha contribuido a dar forma a una de las distorsiones más grandes de la historia andina: atribuirle a la postre al Imperio Inka, gratuita y erróneamente, y entre muchos otros, ese “mérito”, que no le corresponde.

Allende las fronteras que alcanzó este primer imperio de los Andes, y aun cuando no cayeron directamente bajo su hegemonía, el pueblo inka del Cusco y los kollas del Altiplano no pudieron resistir la influencia de su imperial y poderoso vecino.

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