EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Proyecto Nacional vs. visión cíclica de la historia

En otro orden de cosas, pero estrechamente relacionado con el esquema teórico que estamos postulando, permítasenos una aclaración importante. La presentación de nuestras abstracciones gráficas sobre “Proyecto Nacional” en la primera edición de este texto, suscitó, entre otras, la crítica que señaló que nuestra propuesta delataba una “visión lineal de la historia”.

Más aún, se dijo que de manera absurda e inapropiada había sido aplicada precisamente al mundo andino, que se caracterizó por tener una “visión cíclica y hasta circular de la historia”.

Sin duda nuestros gráficos y sus explicaciones correspondientes no fueron suficientemente claros. Lo cierto, sin embargo, es que el autor de este texto no tiene ni sombra de una “visión lineal de la historia” y, menos todavía, una “visión cíclica y circular” de la misma.

En efecto, no está en nuestro pensamiento y tampoco en nuestra intención sugerir y menos afirmar que, en su evolución histórica, todos los pueblos deben o van a pasar por los mismos “estadios” (por los que supuestamente habrían ya pasado aquellos que están más desarrollados).

Pero menos aún todavía está en nuestra intención plantear que algunos podrían o pueden, cíclica y circularmente, retornar al pasado. Ese “retorno al pasado” sí es, simple y llanamente, un absurdo. Los gráficos del Anexo N° 1 (página anterior) nos ayudarán a explicarnos.

Estos gráficos son “representaciones” de la realidad, de ahí que también son abstracciones.

En ellos se representa dos parámetros de la vida de los pueblos y naciones, pero también de los individuos: su riqueza (o patrimonio) y el tiempo (cada uno de los momentos para los que se ha cuantificado y registrado aquélla). Ambos son sin embargo parámetros continuos y no discretos.

Teóricamente, los innumerables componentes del patrimonio material, inmaterial y espiritual de un pueblo son pasibles de ser cuantificados, y asimismo de ser convertidos a una sola unidad de medida (hectareaje de tierras, cabezas de ganado, dólares o yenes).

Algunos componentes, como los materiales (tierras y recursos de agua, canteras y ganado, viviendas, caminos, herramientas y equipos, vestuario, etc.), pueden eventualmente resultar fácil y objetivamente cuantificables.

Equivaldrían, pues, a los activos tangibles.

Otros, como los inmateriales y espirituales (conocimientos, ideología, valores, formas de organización, prácticas sociales, antepasados, etc.), ofrecerán sin duda enormes dificultades de cuantificación. Su valoración es eminentemente subjetiva. Serían los activos intangibles (el goodwild de la contabilidad moderna).

Así, unos y otros valores, finalmente agregados o sumados, darían distintos totales que en los gráficos están representados por “–n”, “p”, “q” y “x”. El tiempo, por último, puede expresarse en cualquiera de sus correspondientes unidades de medida (días, años o siglos, por ejemplo).

En el gráfico de la izquierda se muestran las únicas grandes variantes, teóricamente conceptualizables, de la evolución de la riqueza en el tiempo. El recuadro superior izquierdo muestra dos posibilidades: una a la que arbitrariamente hemos denominado desarrollo progresivo, representa el caso de un sostenido crecimiento de riqueza en el tiempo; y otra, boom, el equivalente al premio de una lotería, que es el caso por ejemplo un fabuloso hallazgo de petróleo.

El segundo recuadro, muestra un caso típico de estancamiento, que puede suponer en la práctica un deterioro relativo, porque simultáneamente otros pueblos podrían estar progresando.

El siguiente expresa los casos de pérdida progresiva de riqueza; de catástrofes naturales, conflagraciones, epidemias, etc., en las que los pueblos ven en un “instante” disminuir sensiblemente el patrimonio que habían acumulado; y el caso teórico de patrimonio negativo o quiebra, que dándose en empresas e individuos virtualmente nunca se ha dado en un pueblo.

Estos son los “únicos” casos factibles.

Porque el último y destacado recuadro muestra un caso que, siendo conceptualizable, es factualmente imposible: no se puede retroceder en el tiempo. Mas volveremos sobre esto.

El gráfico de la derecha representa un caso hipotético de desarrollo histórico: el de un pueblo que, en el transcurso de su historia, experimenta cambios notables en la cuantía de su patrimonio o, lo que también es lo mismo, de sus intereses. Así, los verá crecer en algunos períodos (A y E). Y decrecer en otros (B, C y D).

Más aún, puede razonablemente presumirse que ese pueblo –como todos los del planeta–, habiendo experimentado y luego perdido un nivel excepcional de patrimonio –como el que representa “a”–, durante largo tiempo tenga como objetivo recuperarlo –lo que a su turno está representado por “y”–.

Debe quedar claro que lo que aquí hemos representado en gráficos de dos dimensiones, es también susceptible de expresarse en tres: en un lado la riqueza material, en el otro la inmaterial, y en el tercero el tiempo. En tal caso, la línea quebrada del gráfico de la derecha podría transformarse, en su versión más compleja, en una línea helicoidal. No obstante, no podría expresar tampoco ningún “retroceso en el tiempo”. En este esquema el tiempo es el único parámetro que no puede disminuir.

Volvamos entonces al mundo concreto con esos elementos de juicio. Así, en referencia a la ideología andina –y en particular a la visión del decurso de la vida que forma parte de ella–, los especialistas reconocen la existencia, irreprochable y legítima, de una visión cíclica de la historia.

El mito de Inkarri es una magnífica demostración de ésta. Dice sintéticamente por ejemplo Luis Huarcaya (Apu Warkay): cuando el cuerpo del descuartizado Inka Pachacútec esté nuevamente curado y completo, con su cabeza sobre sus hombros, volverá en el (...) Quinto Sol (...), justo, honesto y humanista, amante de la Pacha y unificador de una nueva nación.

Es decir, el modelo teórico que estamos planteando permite representar adecuadamente lo sustantivo del mito de Inkarri: aquello que presuntamente se habría alcanzado con el Inka Pachacútec, esto es, justicia, honestidad, humanismo, etc., que el gráfico muestra como “a” (patrimonio “x” en el año 1450)–; se anhela desde entonces “volver a alcanzar”. ¿Cuándo? ¿Acaso retornando a 1450, que aunque quisiéramos no se puede? No, no por ser mito es necesariamente absurdo: en el Quinto Sol, es decir, en un momento obviamente posterior a 1450, y, como van las cosas, también posterior a 1999.

Huarcaya, cargado de idealismo –y casi en la ruta de Nostradamus–, afirma que el Quinto Sol es precisamente la “fecha en la que estamos” 113. ¿Hoy? ¿Algún día del año 2000? ¿Alguna de las décadas del siglo XXI? ¿O acaso alguno de los siglos del Tercer Milenio?

A nuestro juicio, lo más probable es que “y” –el conjunto de nuestros legítimos e inabdicables objetivos de justicia social, auténtica democracia, desarrollo económico y espiritual pleno, descentralización, genuina independencia, etc.–, aún mediando un contexto internacional favorable, sólo podremos concretarlo al cabo de siglos.

Objetivamente, es muy difícil lograrlo antes: ningún pueblo, en ninguna época y con sus propios recursos, ha alcanzado el desarrollo en menos de un siglo. ¿Por qué habríamos de lograrlo nosotros? Quede pues, absolutamente claro, que no tenemos ni postulamos una “visión lineal de la historia”. Pero, aún más importante, esperamos haber esclarecido que la visión cíclica del mundo andino no es ni absurda ni circular.

Quizá parezca esto último a primera vista, pero no lo es. Malhadada la suerte que los que han creído que “ciclo” es necesariamente igual a “circulo”. Mas retornemos pues ahora a lo nuestro.

En ese contexto fueron mejorando la eficacia de sus instrumentos de caza y pesca.

Así, los primeros toscos mazos y gruesos proyectiles fueron dando paso a cada vez más finas y elaboradas puntas que, lanzadas desde lejos –minimizando los riesgos del cazador–, herían y mataban a más y mejores animales que con las armas primitivas.

Los primeros cazadores que hicieron estas puntas las confeccionaron hacia el año 10 000 aC , encontrándose testimonios de ello en Chivateros, Lauricocha y Toquepala; pero también en Wanaqueros, Viscachani y muchos otros.

Es decir, por igual en Lima, como en Huánuco, Arequipa y en Tacna.

Poco más tarde, hacia el año 6 000 aC, el hombre andino confeccionó ingeniosos anzuelos de conchas.

El movimiento migratorio errático, en busca de agua dulce, alimento y abrigo, debió ser característico de los primeros tiempos en la ocupación de los Andes. Pero, fundamentalmente, porque todavía se tenía un enorme desconocimiento del territorio sobre el cual se encontraban. Sin embargo, la defensa de los intereses, el conocimiento del territorio y de los ciclos de la naturaleza, y la necesidad de alcanzar los objetivos previstos por el grupo, explican que algunos grupos abandonaran esa conducta y, previsora y exitosamente, adoptaran otra.

En ese sentido, quizá el primer gran cambio fue restringir la trashumancia a sólo una determinada área dentro del vasto territorio andino. Siempre que, por cierto, dicha área fuera lo suficientemente extensa y ecológicamente variada para que, en una porción, permitiera satisfacer las necesidades de una temporada y, en otra, solventara los requerimientos de la siguiente.

Ése debió ser el caso de los grupos que, en la zona costera de los Andes, de junio a octubre, habitaban las lomas aprovechando los frutos del verdor de las mismas y cazando a la población animal que ese mismo verdor atraía. Y que, entre noviembre y mayo, cuando se secaban las lomas, se desplazaban a ocupar las caletas en busca de peces y mariscos. A la temporada siguiente, cuando otra vez reverdecían las lomas, volvían a ellas.

Ése debió ser también el caso de los grupos que, esta vez en los valles cordilleranos, ocupaban las partes bajas durante la temporada de lluvias, de diciembre a marzo, recolectando los frutos que brotaban en presencia del agua. Y que en la temporada siguiente, de abril a noviembre, se desplazaban a las partes altas para proveerse, fundamentalmente, de carne de camélidos. Tanto éstos como aquéllos grupos humanos, con pleno sentido de anticipación, repitieron por milenios el ciclo.

En esta versión –como en la original publicada en 1989–, más de una vez, en sustitución de “camélidos” –o más exacta y propiamente aún, de “camélidos sudamericanos”–, utilizamos el término auquénidos, harto conocido y difundido entre los peruanos. Es éste, en la mente de todavía la inmensa mayoría de nosotros, el vocablo que genéricamente nomina a la llama, el guanaco, la vicuña y la alpaca.

Pues bien, ¿puede considerarse un error, y, más aún, un error grave, recurrir en un texto como éste al vocablo “auquénidos” como sustituto y hasta sinónimo de “camélidos sudamericanos”? Más todavía, ¿puede considerársele un “error monumental”? Sí, para el historiador peruano Manuel Burga, sí. En su crítica a nuestro texto puede leerse: “...no quisiera eludir –para dar una idea cabal de este libro–, dos cosas monumentales y a la vez representativas. La primera es el uso frecuentísimo de ‘auquénido’ (que no existe en ningún diccionario) por ‘camélido’ (la expresión correcta)...”.

Dejaremos la revisión de su segunda “monumental crítica” para más adelante.

Nuestro crítico olvida que en los textos con los que él mismo estudió, no aparecía aún el término “camélidos” para referirse a dichos cuadrúpedos. Sólo se usaba y conocía el de “auquénidos”. Y desconoce que todavía hoy los textos con los que estudian nuestros hijos casi fundamentalmente utilizan el vocablo “auquénidos” (y muy poco en cambio el de “camélidos”). Véase, por ejemplo, el emblemático y difundidísimo Atlas del Perú Benavides Estrada; o el no menos difundido Atlas universal y del Perú de la editorial Bruño. ¿Habrá que endosar la “monumental crítica” a los autores editorialmente más exitosos de textos escolares? ¿Ha leído nuestro crítico a los reputadísimos historiadores Del Busto y Macera? Claro que sí, sin el más mínimo asomo de duda.

¿Acaso, hablando de Tiahuanaco no utiliza el doctor Del Busto el término “auquénidos” (Perú Preincaico, p. 264), que repite cuando habla de Wari (Perú Preincaico, p. 277), e insiste cuando se refiere a la ganadería inka (Perú Incaico, p. 162), y a las caravanas comerciales de los tallanes (Perú Incaico, p.264), y reitera cuando relata la Conquista (La Conquista del Perú, p. 179, p. 255, p. 258, etc.)?

Pero también Macera utiliza el término “auquénidos”. ¿Y no sabe además que, con muy justificadas y explicables razones, los autores de libros escolares basan sus textos en los de historiadores tan reconocidos como Del Busto y Macera? ¿Debemos entonces trasladar la “monumental crítica” a los más conocidos y reproducidos historiadores peruanos?

No, ni a ellos ni a ninguno. La aludida crítica no pasa de ser una observación adjetiva, absolutamente insustancial, de muy poca monta. No merecería siquiera una réplica, sino fuera por el hecho de que descubre, delata y anticipa: a) cuál subjetiva y hepática, epidérmica y poco seria es la crítica de la historiografía tradicional a la crítica que se hace a ella, y; b) cuán epidérmico y sí sesgado y recortado –como reiteradamente veremos más adelante–, es el criterio “científico” con el que la historiografía tradicional ha enfrentado el estudio y revisión de innumerables y trascendentales pasajes de la historia andina, para lo que, en cambio, no hay el más mínimo afán autocrítico.

Al establecer objetivos, proyectándose al futuro, el hombre andino había empezado a trascender, ocupando parte de su mente y de sus acciones cotidianas en función del futuro.

Conciente de que ese futuro era inexorable, de que invariablemente otros hombres ocuparían los Andes después de él, quiso –anticipándose y proyectándose– dejarles su propio y directo testimonio y así garantizar que él también estaría presente en el futuro.

Así, por ejemplo, hace 10 000 años, pintando escenas de caza –familiares a cualquier artista–, el hombre de las cuevas de Toquepala consiguió, efectivamente, estar presente entre los hombres de hoy y de mañana.

La vida cotidiana del hombre en los Andes dejó de tener ritmo inercial, mecánico.

Y pasó a orientarse conciente, voluntariamente.

Al fijar sus propios objetivos, y para alcanzarlos, el hombre empezó a apelar a todo cuanto encontró e imaginó que fuera capaz de propiciar, estimular, o pudiera intervenir para que se cumplan sus aspiraciones.

Cuando se creyó que la fuerza y la voluntad del grupo no eran suficientes, comenzó a apelarse el auxilio de la supuesta voluntad de los miembros del grupo que habían muerto.

Los muertos, pues, pasaron a tener gran importancia.

Se les empezó a tratar cuidadosamente, apareciendo los primeros ritos funerarios propiciatorios. Las prácticas iniciales de este género datan de hace 10 000 años, siendo hasta hoy las más antiguas de América. El hombre de las cuevas de Lauricocha, por ejemplo, enterró cadáveres de manera tal que se colige la práctica de un rito sepulcral cuyos objetivos eran seguramente propiciatorios.

Pero se apeló además a la supuesta voluntad de los animales y de los astros; pero también a la hipotética voluntad de la tierra y de las montañas, etc. Con el auxilio de todas esas supuestas voluntades, de todos esos “espíritus”, el grupo propiciaba incrementar las fuerzas favorales al logro de sus objetivos.

Y con el auxilio de ellos buscaba alejar y ahuyentar a las fuerzas desfavorables, aquellas que le impedían o dificultaban concretar sus aspiraciones. La convocatoria a todos esos “espíritus” había dado origen a la religión, al sentimiento místico y religioso.

10 000 años atrás el hombre de Lauricocha era ya un ser religioso.

En los Andes, con cierta periodicidad, la tierra atentaba gravemente contra los intereses de los grupos recolectores–cazadores alejando la consecusión de sus objetivos.

Aludes, huaicos, desbordes de los ríos, erupciones volcánicas, temblores y terremotos eran, supuestamente, muestra patética de la ira e indignación que en muchas ocasiones asaltaba al espíritu de la tierra. Empezó así a desarrollarse un intenso sentimiento místico de temor a ella. Y a dedicarse especial y precautorio esfuerzo para aplacar tales iras. La tierra quedó así convertida en elemento central de la religión andina.

Provisto de mazos, puntas y anzuelos; empleando ardides diversos como trampas y máscaras, y apelando a ritos propiciatorios, el recolector–cazador–pescador de los Andes ya no tuvo que esperar encontrarse con animales muertos para alimentarse: salió pues a buscarlos.

Eso acarreó una importante modificación en el espectro de intereses objetivos de los grupos recolectores cazadores. En efecto, cuando se logró producir los primeros elementos técnicos que facilitaron el abastecimiento alimenticio, los animales vivos que el grupo había previsto cazar en los días siguientes – dejaron de formar parte de los objetivos y pasaron a ser parte del conjunto de intereses que tenía y debía defender el grupo.

Las disputas que antes, eventualmente, se producían para definir a qué grupo humano correspondía en derecho un animal muerto, se dieron, en adelante, para definir a qué grupo correspondían las manadas que rondaban la cueva. Por cierto, los nuevos instrumentos de caza y pesca quedaron también incorporados al conjunto de los intereses que debían ser defendidos.

Se fue concretando así un proceso novedoso, privilegio del grupo humano: el objetivo inicial (O1), una vez alcanzado, se convirtió en un nuevo interés a defender (I2) y, en su reemplazo, se diseñaron nuevos objetivos (O2) por alcanzar en el futuro.

Para los grupos recolectores–cazadores un objetivo siguiente fue el ser capaces de suplir a la naturaleza allí donde ella mostrara deficiencias de abastecimiento de uno o más de los elementos vitales.

Donde la naturaleza ofrecía abastecimiento de agua dulce y alimento, pero no de cuevas, los grupos iniciaron la construcción de sucedáneos de éstas.

Probablemente ése sea el caso de esos primeros albergues levantados con piedras superpuestas y formando paredes semicirculares de 10 a 14 mts. en las proximidades de Paiján hacia el año 8 000 aC 126; o el de esas chozar circulares y semisubterráneas en Paracas hacia el año 6 000 aC.

Donde había cuevas y agua, pero la mayor carencia era probablemente de alimentos, los grupos se fueron ingeniando sustitutos a la recolección. Como en El Guitarrero, en el Callejón de Huaylas, en cuya cueva se han identificado los hasta ahora más antiguos restos conocidos de plantas domésticas en el planeta: 7 500 aC 8 500 aC; o en la cueva Pikimachay, en Ayacucho, donde sus pobladores demostraron que en las proximidades del año 6 000 aC habían logrado la primera domesticación de auquénidos y hacia el 5 000 aC eran ya probados horticultores de quinua, calabaza, etc..

Así, al cabo de casi 15 000 años de vida en los Andes, el hombre concluyó lo que Huamán Poma menciona como la Primera Edad, de los Wari Wiracocha Runa –”hombres creados por el Fundador”. Y se lanzó, en todo el espacio de los Andes, a una nueva etapa.

El hombre acumuló sus primeros 15 000 años de historia en los Andes recolectando los frutos silvestres, pescando en ríos, lagos y mares, y cazando en la superficie de la tierra.

Para el hombre andino esas primitivas formas de trabajo fueron su primera fuente de conocimiento.

No obstante, la observación de la naturaleza había ido adquiriendo cada vez mayor importancia como fuente de información.

Los milenios que transcurridos habían posibilitado al hombre andino descubrir que en la naturaleza se repetían –casi invariablemente– una serie de rutinas: en la vida de los animales y de las plantas, en el clima, en el comportamiento de las aguas y, por cierto, en los variados y asombrosos objetos que tachonaban el firmamento de día y de noche.

El hombre andino había estado observando que en cada valle las plantas se desarrollaban en una determinada época y no en otra; que las que crecían en un valle no siempre crecían en otro. Pero también que los animales se apareaban sólo durante el celo de las hembras, poniendo en evidencia, además, que el nacimiento de las crías tenía relación con la cópula.

Y se había estado percatando también de que las aguas –del cielo y de la tierra– aumentaban, y hasta se encrespaban, en una temporada, y se calmaban en la siguiente: la temporada de lluvias se sucedía con el tiempo de secano y, en situaciones extremas, las inundaciones cedían el paso a sequías que anticipaban nuevas inundaciones.

Así, el hombre andino poco a poco llegó a desentrañar algunos de los secretos de cada uno de esos misteriosos ciclos: su duración y el tiempo que separaba un ciclo del siguiente.

Pero el poblador de los Andes descubrió algo todavía más trascendente que la existencia misma de tales ciclos reiterativos. Con agudeza e ingenio, adquirió conciencia de que entre algunos de esos ciclos había relación: la variedad de la fauna estaba en función de la variedad de la flora; la magnitud de las poblaciones animales dependía del volumen disponible de alimentos vegetales; la existencia, calidad y cantidad de la flora y de la fauna dependían de la presencia de sequías, inundaciones o de volúmenes regulares de agua; los flujos del agua marina y fluvial y del agua de las nubes estaban relacionados entre sí y, además, con el ritmo que seguían los astros del firmamento.

Así fue aproximándose el hombre andino al conocimiento de las leyes de la naturaleza.

Y, con ello, a la realización de dos de sus más caros objetivos: agricultura y ganadería.

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