Fundamentos de valoración de empresas

 

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Una revisión de la Economía dominante

Alfonso Galindo Lucas

Capítulo II

EL PAPEL DE LA CIENCIA ECONOMICA

Racionalidad e individuo

Una de las debilidades más afortunadas de la Ciencia Económica es la suposición de racionalidad. Esta racionalidad se aplicará a un concepto básico que es el de interés, no el referido al coste del tiempo o tipo de interés, sino el “interés material”; Ese interés que, en términos amplios, puede venir definido por necesidades humanas, pero que, en términos estrictamente economicistas, identificaremos con el lucro. El lucro es una palabra que puede sonar desagradable, sobre todo cuando se usa, como John Reed, como explicación de la denominada guerra imperialista. Sin embargo, no hay que olvidar que el término “lucro” es, a su vez, un eufemismo para la palabra “codicia”. Ese es el concepto que asimilaremos al de interés material de un individuo, desde el punto de vista egoísta.

El premio Nobel Herbert Simon (1991), fallecido en 2001, se opuso siempre a la visión antaño ortodoxa de la racionalidad y defendió la existencia una limitación en las decisiones racionales. En consonancia con el éxito de Simon, es necesario advertir que, recientemente, recayeron sendos premios Nobel en expertos que lograban de- mostrar la irracionalidad del comportamiento humano. También en los mercados de capitales se supuso años antes la existencia de una “exhuberancia irracional” proclamada por Greenspan (Stiglitz, 2003). A pesar de que ahora la defensa de la racionalidad constituiría la heterodoxia, me propongo argumentar que en los desorbitados movimientos especulativos lo que está presente es un exceso de racionalidad no regulado.

En realidad, los trabajos que niegan la hipótesis de racionalidad vienen a confirmar mi punto de vista, en el sentido de que hoy los economistas trabajan para los grandes intereses financiero-institucionales. En realidad, lo que se pretende averiguar en la mayoría de las investigaciones es cómo actúa el consumidor y el ahorrador. Eso sin olvidar lo que ya se ha comentado y se volverá a explicar con respecto a los denominados “pasivos intangibles”. En relación con esto, conviene advertir que el coste de la información, en términos de tiempo empleado para las comprobaciones, es otra variable cuyo comportamiento, en términos estadísticos, puede ser predicho.

No es la irracionalidad o “racionalidad limitada” lo que impide que los mercados funcionen correctamente, sino la imperfección de la información y el poder de mercado; sin ir más lejos, la realización de campañas publicitarias con cargo al propio consumidor es producto de ambos problemas.

Una de las limitaciones que se atribuyen a la racionalidad es que sólo sería defendible en grandes números de decisiones sobre un mismo asunto. Así, todos los agentes pueden incurrir en equivocaciones individuales o, dicho de otra forma, decisiones de las que luego se arrepentirán. La llamada “Ley de los grandes números” permitiría resolver, mediante el cálculo de probabilidad, la posibilidad de una decisión incorrecta, compensándola con otras de sentido contrario.

A pesar de todo, la hipótesis de la falta de racionalidad parte de un supuesto que no es aceptable más que en el paradigma del mercado, ese al que vengo a criticar. Este supuesto es el libre albedrío de los sujetos decisores. Cuando la aparente irracionalidad de las decisiones es inducida, mediante una inversión en desinformación o persuasión realizada por otro agente, el supuesto del libre albedrío no es sostenible. En estos casos, la ineficiencia de las empresas se externaliza y se convierte en ineficiencia del sistema.

Por eso, me mantengo en afirmar que, en promedio, existiría una tendencia a la racionalidad, si no fuera por el éxito de las campañas publicitarias y la investigación de mercados. Sin embargo, en raras ocasiones, el economista adopta también el punto de vista de las clases menos pudientes y trata de averiguar las pautas de comportamiento de las empresas poderosas. Entonces, le es útil echar mano del supuesto de racionalidad, en sentido económico.

Las teorías recientes, emanadas de la Economía Financiera de la Empresa, tienden a controlar el efecto de las imperfecciones de mercado en las decisiones económicas. Junto con la Ley de los grandes números y pese a su antigüedad, la presunción de racionalidad es uno de los principales pilares de la Ciencia Económica. En sentido estricto, la hipótesis de las decisiones irracionales es una forma de huir de la posibilidad de modelizar el comportamiento humano. Una teoría supone un logro para la Economía en la medida en que sea capaz de ceñirse a la hipótesis de la racionalidad. Por ejemplo, Jensen y Mecking, en 1976 fueron capaces de explicar decisiones que hasta entonces se habían considerado irracionales por parte de las empresas, al detectar la existencia de un conflicto de agencia entre directivos y accionistas. Los psicólogos nos dicen hoy, por el contrario, que las decisiones de los consumidores no se explican por su mejor conveniencia.

Podemos afirmar, de todos modos, que los fenómenos de satisfacción psicológica constituyen una variable que tiene un comportamiento predecible o racional con limitaciones, por desgracia para el consumidor. Para nuestra joven Ciencia, la racionalidad no es otra cosa que un dogma; ni siquiera una hipótesis, pues para contrastar este aspecto fundamental del comportamiento humano, tendría que pedir permiso a otras ciencias más maduras como la antropología, la biología, la sociología, etc. (más recientes son la Psicología y la Ecología como Ciencias). El reconocimiento de esta limitación metodológica irremediable e inicial, esta desventaja con respecto a otras ciencias, puede, como se explica más adelante, acomplejar al economista. Ahora bien, no se trata de un dogma en sentido ético, sino de un presupuesto siempre científico, es decir, una conjetura acerca del ser, una suposición y nunca una recomendación, ni nada relacionado con el deber. Muchos libros y manuales de Economía de la Empresa se extralimitan del ámbito científico puesto que emiten recomendaciones en relación con unos fines sobreentendidos y a veces malinterpretados. Normalmente esto sucede porque se asume una justificación implícita en las explicaciones.

Hemos hablado de la racionalidad como un hallazgo importante de los economistas y un avance en el conocimiento del comportamiento humano. El problema que se ha mencionado, desde el punto de vista científico, es que se trata de un imperativo categórico y es susceptible de ser mal interpretado. La racionalidad no debe entenderse aquí en términos filosóficos, sino más bien como una muestra de egoísmo maquiavélico. Si en una guerra mueren niños, a fin de que alguien pueda seguir acumulando inmensos capitales, eso puede no parecernos racional y, sobre todo, nada razonable. Por eso, la racionalidad no debe ser en ningún caso entendida como una justificación del comportamiento económico (del mismo modo que el darwinismo fue adulterado por los seguidores de Herbert Spencer), sino una herramienta imprescindible para la explicación de dicho comportamiento. Todos sabemos que, en la vida real, mueren niños de hambre para satisfacer la codicia de los hombres; esto es una mera descripción.

Dado que la Economía tiene aún mucho camino por recorrer, la mayoría de modelos económicos, por simplicidad, han supuesto que la racionalidad .el egoísmo. tiene lugar únicamente a nivel individual. Sin embargo, una decisión puede ser también racional, cuando busca la maximización del bien colectivo. Eso es lo que se pretende conseguir dentro de las organizaciones empresariales y en eso trabajan economistas, codo a codo con psicólogos de empresa.

Sin embargo, en el ámbito macroeconómico y en los mercados de consumo, no sólo persisten los modelos individualistas, sino que los economistas han conseguido potenciar el individualismo para que sus modelos funcionen y porque el individualismo incrementa el consumo y eleva los precios.  

 

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