La República Platón

Tomado de Platón: La República. Introducción de Emilio García Díaz, Traducción de J. M. Pavón y M. Fernández Galiano. Colección “Nuestros Clásicos”. Universidad Nacional de México, 1993. Con omisiones

Capítulo III

XXI. ¿Cómo nos las arreglaríamos ahora -seguí- para inventar una noble mentira de aquellas beneficiosas de que antes hablábamos, y convencer con ella ante todo a los mismos jefes, y si no a los restantes ciudadanos?

-¿A qué te refieres? -preguntó.

-No se trata de nada nuevo -dije-, sino de un caso fenicio, ocurrido ya muchas veces en otros tiempos, según narran los poetas y han hecho creer a la gente, pero que nunca pasó en nuestros días ni pienso que pueda pasar; es algo que requiere grandes dotes de persuasión para hacerlo creíble.

-Me parece -dijo- que no te atreves a relatarlo.

-Ya verás cuando lo cuente -repliqué- cómo tengo razones para no atreverme.

-Habla -dijo- y no temas.

-Voy, pues, a hablar, aunque no sé cómo ni con qué palabras osaré hacerlo, ni cómo he de intentar persuadir, ante todo a los mismos gobernantes y a los estrategas, y luego a la ciudad entera, de modo qué crean que toda esa educación e instrucción que les dábamos no era sino algo que experimentaban y recibían en sueños, que en realidad permanecieron durante todo el tiempo bajo tierra, moldeándose y creciendo allá dentro sus cuerpos mientras se fabricaban sus armas y demás enseres; y que, una vez que todo estuvo perfectamente acabado, la tierra, su madre, los sacó a la luz, por lo cual deben ahora preocuparse de la ciudad en que moran como de quien es su madre y nodriza, y defenderla si alguien marcha contra ella, y tener a los restantes ciudadanos por hermanos suyos, hijos de la misma tierra.

-No te faltaban razones -dijo- para vacilar tanto antes de contar tu mentira.

-Era muy natural -hice notar-. Pero escucha ahora el resto del mito:

Sois, pues, hermanos todos cuantos habitáis en la ciudad -les diremos siguiendo con la fábula-; pero, al formaros los dioses, hicieron entrar oro en la composición de cuantos de vosotros están capacitados para mandar, por lo cual valen más que ninguno; plata, en la de los auxiliares, y bronce y hierro, en la de los labradores y demás artesanos. Como todos procedéis del mismo origen, aunque generalmente ocurra que cada clase de ciudadanos engrende hijos semejantes a ellos, puede darse el caso de que nazca un hijo de plata, o que se produzca cualquier otra combinación semejante entre las demás clases. Pues bien, el primero y principal mandato que tiene impuesto la divinidad sobre los magistrados ordena que, de todas las cosas en que deben comportarse como buenos guardianes, no haya ninguna a que dediquen mayor atención que a las combinaciones de metales de que están compuestas las almas de los niños. Y si uno de éstos, aunque sea su propio hijo, tiene en la suya parte de bronce o de hierro, el gobernante debe estimar la naturaleza en lo que realmente vale y relegarle, sin la más mínima conmiseración, a la clase de los artesanos y labradores. O al contrario, si nace de éstos un vástago que contenga oro o plata, debe apreciar también su valor y educarlos como guardián en el primer caso o como auxiliar en el segundo, pues, según un oráculo, la ciudad perecerá cuando la guarde el guardián de hierro o el de bronce.

He aquí la fábula. ¿Puedes sugerirme algún procedimiento para que se la crean?

-Ninguno -respondió-, al menos por lo que toca o esta primera generación. Pero sí podrían llegar a admitirla sus hijos, los sucesores de éstos y los demás hombres del futuro.

-Pues bien -dije-, bastaría esto sólo para que se cuidasen mejor la ciudad y de sus conciudadanos; pues me parece que me doy cuenta de lo que quieres decir.

XXII. Pero ahora dejemos que nuestro mito vaya adonde lo lleve la voz popular, y nosotros armemos a nuestros terrígenas y conduzcámoslos luego bajo la dirección de sus jefes. Una vez llegados, que consideren cuál es el lugar de la ciudad más apropiado para acampar en él: una base apta para someter desde ella a los conciudadanos; si hay entre ellos quien se niegue a obedecer a las leyes, y defenderse contra aquellos enemigos que puedan venir de fuera como lobos que atacan un rebaño. Y una vez hayan acampado y ofrecido sacrificios a quienes convenga, dispóngase a acostarse. ¿No es así?

-Sí -respondió.

-Pues bien, ¿no lo harán en un lugar que les ofrezca abrigo en invierno y resguardo en verano?

-¿Cómo no? Porque me parece que hablas de habitaciones -dijo.

-Sí -dije-, y precisamente de habitaciones para soldados, no para negociantes.

-Pero ¿qué diferencia crees que existe entre unas y otras?

-Intentaré explicártelo -respondí-. No creo que para un pastor pueda haber nada más peligroso y humillante que dar a sus perros, guardianes del ganado, una tal crianza y educación que la indisciplina, el hambre o cualquier mal vicio que pueda inducirles a atacar ellos mismos a los rebaños y parecer así, más bien que canes, lobos.

-Sería terrible -convino-. ¿Cómo no iba a serlo?

¿No habrá, pues, que celar con todo empeño para que los auxiliares no nos hagan lo mismo con los ciudadanos y, abusando de su poder, se asemejen más a salvajes tiranos que a aliados amistosos.

-Sí, hay que vigilar -dijo.

¿Y no contaríamos con la mejor garantía a este respecto si supiéramos que estaban realmente bien educados?

-¡Pero si ya lo están! -exclamó.

-Entonces dije yo: Eso no podemos sostenerlo con demasiada seguridad, querido Glaucón. Pero sí lo que decíamos hace un instante, que es imprescindible que reciban la debida educación, cualquiera que ésta sea, si queremos que tengan lo que más les puede ayudar a ser mansos consigo mismos y con aquellos a quienes guardan.

-Tienes mucha razón -dijo.

-Pues bien, con respecto a esta educación, cualquiera que tenga sentido común defenderá la necesidad de que dispongan de viviendas y enseres tales que no les impidan ser todo lo buenos guardianes que puedan ni los impulsen a hacer mal a los restantes ciudadanos.

-Y lo dirá con razón.

-Considera, pues -dije yo-, si es el siguiente régimen de vida y habitación que deben seguir para ser así. Ante todo, nadie poseerá casa propia, excepto en caso de absoluta necesidad. En segundo lugar, nadie tendrá tampoco ninguna habitación ni despensa donde no pueda entrar todo el que quiera. En cuanto a los víveres, recibirán de los demás ciudadanos, como retribuciones por su guarda, los que puedan necesitar unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos, fijada su cuantía con tal exactitud que tengan suficiente para el año pero sin que le sobre nada. Vivirán en común, asistiendo regularmente a las comidas colectivas como si estuviesen en compaña. Por lo que toca al oro y plata, se les dirá que han puesto los dioses en sus almas, y para siempre, divinas porciones de estos metales, y, por tanto, para nada necesitan de los terrestres ni es lícito que contaminen el don recibido aliando con la posesión del oro de la tierra, que tantos crímenes ha provocado en forma de moneda corriente, el oro puro que en ellos hay. Serán, pues, ellos los únicos ciudadanos a quienes no esté permitido manejar ni tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubra estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipiente fabricado con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad; pero si adquieren tierras propias, casa y dinero, se convertirán de guardianes en administradores y labriegos, y de amigos de sus conciudadanos en odiosos déspotas. Pasarán su vida entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más y con más frecuencia a los enemigos de dentro que a los de fuera; y así correrán en derechura al abismo, tanto ellos como la ciudad. ¿Bastan, pues, todas razones -terminé- para que convengamos en la precisión de un tal régimen para el alojamiento y demás necesidades de los guardianes, y lo establecemos como digo , o no?

-Desde luego -asintió Glaucón.

Capítulo IV

I. Y Adimanto, interrumpiendo, dijo: -¿Y qué dirías en tu defensa, Sócrates, si alguien te objetara que no haces nada felices a esos hombres, y ello ciertamente por su culpa, pues siendo la ciudad verdaderamente suya, no gozan bien alguno de ella, como otros que adquieren campos y se construyen casas bellas y espaciosas y se hacen con el ajuar acomodado a tales casas y ofrecen a los dioses sacrificios por su cuenta, albergan a los forasteros y además, como tú decías, granjean oro y plata y todo aquello que deben tener los que han de ser felices? Estos, en cambio -agregaría el objetante-, parece que están en la ciudad ni más ni menos que como auxiliares a sueldo, sin hacer otra cosa que guardarla.

-Sí -dije yo-, y esto por el sustento, sin percibir sobre él salario alguno como los demás, de modo que, aunque quiera salir privadamente fuera de la ciudad, no les sea posible, ni tampoco pagar cortesanas ni gastar en ninguna otra cosa de aquellas en que gastan los que son tenidos por dichosos. Estos y otros muchos particulares has dejado fuera de tu situación.

-Pues bien -contestó- dalos también por incluidos en ella.

-¿Y dices cómo habríamos de hacer nuestra defensa?

-Sí.

-Pues siguiendo el camino emprendido -repliqué yo-, encontraríamos, creo, lo que habría de decir. Y diremos que no sería extraño que también éstos, aun de ese modo, fueran felicísimos; pero que, como quiera que sea, nosotros no establecemos la ciudad mirando a que una clase de gente sea especialmente feliz, sino para que lo sea en el mayor grado posible la ciudad toda; porque pensábamos que en una ciudad tal encontraríamos más que en otra alguna la justicia, así como la injusticia en aquella en que se vive peor, y que, al reconocer esto, podríamos resolver sobre lo que hace tiempo venimos investigando. Ahora, pues, formamos la ciudad feliz, en nuestra opinión, no ya estableciendo diferencias y otorgando la dicha en ella sólo a unos cuantos, sino dándola a la ciudad entera y luego examinaremos la contraria a ésta? Lo dicho es, pues, como si, al pintar nosotros una estatua, se acercase alguien a censurarla diciendo que no aplicábamos los más bellos tintes a lo más hermoso de la figura, porque en efecto, los ojos, que es lo más hermosos, no habían quedado teñidos de púrpura, sino de negro; razonable parecía nuestra replica, al decirle:

No pienses, varón singular, que hemos de pintar los ojos tan hermosamente que no parezcan ojos, ni tampoco las otras partes del cuerpo; fíjate sólo en si, dando a cada parte lo que es propio, hacemos hermosos el conjunto. Y así, no me obligues a poner en los guardianes tal felicidad que haga de ellos cualquier cosa antes que guardianes. Sabemos, en efecto, el modo de vestir hasta a los labriegos con manto de púrpura, ceñirlos de oro y encargarles que no labren la tierra como no sea por placer; y el de tender a los alfareros en fila a que, dando de lado en torno, beban y se banqueteen junto al fuego, para hacer cerámica sólo cuando les venga en gana; y el de hacer felices igualmente a todos los demás de la ciudad para que toda ella resulte feliz. Pero no nos requieras a hacer nada de ello; porque, si te hiciéramos caso, ni el labriego sería labriego, ni el alfarero alfarero, ni aparecería nadie en conformidad con ninguno de aquellos tipos de hombres que componen la ciudad. Y aun de los otros habría menos que decir, porque si los zapateros se hacen malos, se corrompen y fingen ser lo que no son, ello no es ningún peligro para la comunidad; pero los guardianes de las leyes y de la ciudad que no sean tales en realidad, sino sólo en apariencia, bien ves que arruinan la misma ciudad de arriba abajo, de igual modo que son los únicos que tiene en sus manos la oportunidad de hacerla feliz y de buena vivienda.

Así, pues, nosotros establecemos auténticos guardianes, y no en manera alguna enemigos de la ciudad; y el que propone aquello otro de los labriegos y los que banquetean a su placer, no ya como en una ciudad, sino que en una gran fiesta, éste no habla de ciudad, sino de cualquier otra cosa. Tenemos, pues, que examinar si hemos de establecer los guardianes mirando a que ellos mismos consigan la mayor felicidad posible, o si, con la vista puesta en la ciudad entera, se ha de considerar el modo de que ésta la alcance, y obligar y persuadir a los auxiliares y guardianes a que sean perfectos operarios de su propio trabajo, y ni más ni menos a los demás; de suerte que, prosperando con ello la ciudad en su conjunto y viviéndose bien en ella, se deje a cada clase de gentes que tome la parte de felicidad que la naturaleza les procure.

II.-En verdad creo -dijo él- que hablas con acierto.

-¿Y acaso -dije- te parecerá que tengo razón en otro asunto que corre parejas con éste?

-¿De qué se trata?

-Examina si estas cosas no corromperán a los demás trabajadores hasta el punto de ocasionar su perversión.

-¿Y cuáles son ellas?

-La riqueza -contesté- y la indigencia.

_¿Y cómo?

-Como voy a decirte, ¿Crees tú que un alfarero que se hace rico va a querer dedicarse en adelante a su oficio?

-De ningún modo -replicó-

-¿No se hará más holgazán y negligente todavía de lo que era?

-Mucho más.

-¿Vendrá, pues, a ser peor alfarero?

-También -dijo-. Mucho peor.

-Y, por otra parte, si por la indigencia no puede procurarse herramientas o alguna otra cosa necesaria a su arte, hará peor sus obras, y a sus hijos o a otros a quienes enseñe, los enseñará a ser malos artesanos. -¿Cómo no?

-Por consiguiente, tanto con la riqueza como la indigencia resultan peores los productores de las artes y peores también los que las practican.

-Así parece.

-Hemos encontrado, pues, según parece, dos cosas a que deben atender nuestros guardianes, vigilando para que no se les metan en la ciudad sin que ellos se den cuenta.

-¿Qué cosas son?

-La riqueza -dije- u la indigencia; ya que la una trae la molicie, la ociosidad y el prurito de novedades, y la otra, este mismo prurito y, la vileza, y el mal obrar.

-Conforme en todo -dijo-; pero considera, Sócrates, cómo nuestra ciudad, sin estar en posesión de riqueza, se hallara capaz de hacer la guerra, sobre todo cuando se vea forzada a pelear con otra ciudad grande y rica.

-Esta claro -dije- que contra una sola le será más bien difícil; pero será más fácil si pelea contra dos de tales ciudades.

-¿Cómo dices? -preguntó.

-Primeramente -dije-, si hay que luchar, ¿no lucharán contra hombres ricos, siendo ellos atletas en la guerra?

-Sí es cierto, -replicó.

-Y bien, Adimanto -pregunté-, un solo púgil preparado lo mejor posible en su oficio, ¿no te parece que puede luchar fácilmente con otros dos que no sean púgiles, pero sí ricos y grasos?

-Quizás no -contestó con los dos a un tiempo.

-¿Y si le fuera posible -observé- emprender la huida y golpear, dando la cara de nuevo, a cada uno de los que sucesivamente le fueran alcanzado, y si hiciera todo esto bajo el ardor del sol? ¿No podría el tal habérselas aun con más de dos de aquellos otros?

-Sin duda -dijo-, no sería nada extraño.

-¿Y no crees tú que a los ricos se les alcanza por conocimiento y práctica más de pugilato que de guerra?

-Lo creo -contestó.

-Por tanto, nuestros atletas podrán luchar problablemente con un número de enemigos doble y triple que el suyo.

-Lo concedo -dijo-, porque, en efecto, me parece que llevas la razón.

-¿Y qué sucedería si, enviando una embajada a una de aquellas otras dos ciudades, dijeran, como era verdad: “Nosotros no queremos para nada el oro ni la plata, ni nos es lícito servirnos de ellos, como os lo es a vosotros; luchad, pues, a nuestro lado y quedaos con lo de los contrarios?” ¿Piensas que habría quienes, al oír esto, eligieran el combatir contra unos perros duros y magros en vez de aliarse con ellos contra unos carneros mantecosos y tiernos?

-No creo que los hubiera- dijo-; pero si se juntan en una sola ciudad las riquezas de las otras, mira no haya peligro para la que carece de ellas.

-Eres un bendito -dije- si crees que se debe llamar ciudad a otra que no sea tal como la que nosotros formamos.

-¿Y por qué -preguntó.

-A las otras -replique hay que acrecerles el nombre; porque cada una de ellas no es una sola ciudad, sino muchas, como las de los jugadores. Dos, en el mejor caso, enemiga la una de la otra; la de los pobres y la de los ricos. Y en cada una de ellas hay muchísimas, a las cuales, si las tratas como a una sola, lo errarás todo, pero si te aprovechas de su diversidad, entregando a los unos los bienes, las fuerzas y aun las personas de los otros, te hallarás siempre con muchos aliados y pocos amigos. Y mientras tu ciudad se administre juiciosamente en la disposición que queda dicha, será muy grande, no digo ya por su fama, sino en realidad de verdad, aunque no cuente más que con un millar de combatientes; y difícilmente hallará otra tan grande ni entre los griegos ni entre los bárbaros, aunque muchas parezcan ser varias veces más grandes que ellas. ¿O tal vez opinas de otro modo?

-No, por Zeus -dijo.

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