Principios de Economía Política

Carl Menger

CAPITULO V

TEORÍA DEL PRECIO

       Los precios o, con otras palabras, las cantidades de bienes que deben aparecer en el intercambio, configuran, en cuanto que son percibidas por nuestros sentidos, el objeto más usual de la observación científica, pero están muy lejos de constituir la esencia del fenómeno económico del intercambio. Esta esencia consiste más bien en la mejor provisión —introducida por el intercambio— de la satisfacción de las necesidades de las personas contratantes. Los hombres económicos intentan mejorar todo lo posible su situación económica. Con este objetivo ponen en marcha su actividad económica y por eso intercambian sus bienes, siempre que por este medio puedan alcanzar aquella meta. Los precios son, pues, simples fenómenos accidentales, síntomas de la equiparación económica entre las economías humanas.

            Si se levantan las esclusas de dos masas de agua en reposo, pero situadas a distinto nivel, se precipitan las olas, hasta que la superficie vuelve a quedar igualada. Pero estas olas son tan sólo un síntoma de la acción de aquellas fuerzas que llamamos gravedad e inercia. A estas olas se asemejan también los precios de los bienes, síntomas del equilibrio económico de la posesión de bienes entre las distintas economías. Pero la fuerza que los empuja hasta la superficie del fenómeno es la causa última y universal de todo movimiento económico, es decir, el deseo de los hombres de satisfacer de la mejor manera posible sus necesidades, de mejorar su situación económica. Ahora bien dado que los precios son los únicos fenómenos de la totalidad del proceso económico que pueden percibirse con los sentidos, los únicos cuyo nivel puede medirse y los que la vida diaria nos pone una y otra vez ante los ojos, se introduce fácilmente el error de considerar su magnitud como el elemento esencial del intercambio y, prolongando las consecuencias lógicas de tal error, considerarlos como el equivalente de las cantidades de bienes que aparecen en tales intercambios. Pero, al proceder así se infligiría a nuestra ciencia un daño de incalculables consecuencias, en el sentido de que los investigadores desplazarían a la región de los fenómenos de los precios la explicación de las causas de la supuesta igualdad [1] entre dos cantidades de bienes. Hay quienes atribuyen asta igualdad a las cantidades de trabajo empleadas en la obtención de dichos bienes, otros a los costes de producción —que se suponen iguales—. Se discute incluso, en esta perspectiva, si se entregan unos bienes por otros porque son equivalentes o si los bienes son equivalentes porque se entregan unos por otros, cuando la verdad es que esta supuesta igualdad del valor de dos cantidades de bienes (entendida en un sentido objetivo) no existe en parte alguna.

   El error en que se basan dichas teorías queda al descubierto apenas acertamos a liberarnos de la unilateralidad de que se ha hecho gala hasta ahora en la observación de los fenómenos de los precios. Sólo pueden llamarse equivalentes (en el sentido objetivo de la palabra) aquellas cantidades de bienes que pueden intercambiarse en cualquier forma y de la manera que se quiera, de tal suerte que siempre que se ofreciera una hubiera que adquirir la otra, y a la inversa. Pero tales equivalencias no aparecen jamás en la vida económica de los hombres. Si hubiera, en efecto, equivalentes de este tipo, no se ve por qué no podría deshacerse cualquier intercambio, mientras la coyuntura permanezca invariable. Supongamos un caso en el que A ha entregado su casa a B contra una finca de éste o a cambio de 20.000 talers. Si los bienes intercambiados han pasado a ser equivalentes, en el sentido objetivo de la palabra, a través de la mencionada operación de intercambio, o lo eran ya incluso antes de la operación, no se ve por qué ambos negociadores no habrían de estar dispuestos a deshacer inmediatamente el cambio. Pero la experiencia nos enseña que en este caso, de ordinario, ninguno de los dos daría su asentimiento a tal arreglo.

Idéntica observación puede hacerse también respecto de las relaciones comerciales más complicadas e incluso de las mercancías de más fácil venta. Inténtese comprar grano en un mercado o los efectos correspondientes a este grano en la bolsa de valores y procúrese luego, antes de que cambie la coyuntura, volver a venderlos, o bien vender y comprar en un mismo instante una misma mercancía, y se llegará muy fácilmente a la conclusión de que la diferencia existente entre la oferta y la demanda no es puro azar, sino un fenómeno universal de la economía.

Así pues, no existen determinadas cantidades de mercancías —digamos una suma de dinero contra una cantidad de otro bien económico— que puedan intercambiarse a capricho, siempre que se quiera, ni en la compra ni en la venta, o, dicho brevemente, no existan equivalentes en el sentido objetivo de la palabra, ni siquiera respecto de un mercado concreto y en un momento fijo y determinado. Y, lo que es mucho más importante, un profundo conocimiento de las causas que inducen al intercambio de bienes y al comercio humano nos enseña que tales equivalentes quedan totalmente excluidos por la naturaleza misma de la situación y que de hecho no pueden existir.

Una teoría correcta de los precios no puede, por consiguiente, asignarse la misión de esclarecer aquella supuesta, pero en realidad inexistente, igualdad del valor entre dos cantidades de bienes. Quien procediera así olvidaría enteramente el carácter subjetivo del valor y la esencia del intercambio. La teoría de los precios debe esforzarse por mostrar cómo los hombres, llevados por su deseo de satisfacer del mejor modo posible sus necesidades, entregan unas determinadas cantidades de sus bienes por otras cantidades. Al acometer esta investigación seguiremos el método que hemos practicado a lo largo de toda la obra, es decir, comenzaremos por el análisis de los casos más sencillos de la formación del precio, para pasar luego gradualmente a las expresiones más complicadas del fenómeno.

§ 1—LA FORMACIÓN DEL PRECIO EN EL INTERCAMBIO AISLADO

Hemos visto en el capítulo anterior que la posibilidad de un intercambio económico de bienes está vinculada a la condición de que estos bienes tengan para su propietario menor valor que los bienes de que dispone otro sujeto económico, mientras que en este segundo se da un cálculo del valor de sus bienes de signo opuesto. Este hecho traza ya unos estrictos límites, dentro de las cuales debe tener lugar la formación del precio en cada caso concreto.

Supongamos, pues, que para A 100 celemines de su grano tienen tanto valor como 40 cántaros de vino. En tal caso, es evidente que A no estará dispuesto a dar ni un celemín más de los 100 por la mencionada cantidad de vino, porque de hacer tal intercambio quedarían sus necesidades peor cubiertas que antes del mismo. Más aún, sólo llegará a un acuerdo de intercambio si con él logra satisfacer sus necesidades mejor que antes. Por consiguiente, estará dispuesto a adquirir el vino a cambio de su grano si por los 40 cántaros debe dar algo menos de 100 celemines de grano. Sea cual fuere el valor de 40 cántaros de vino, en el caso de un posible intercambio del grano de A por el vino que pueda tener otro sujeto económico, lo cierto es que en nuestro ejemplo concreto, y dada la situación económica de A, no alcanzará el valor de 100 celemines de grano.

Si A no encuentra ningún otro sujeto económico para el que una cantidad de grano inferior a los 100 celemines tenga mayor valor que 40 cántaros de vino, entonces no podrá intercambiar el grano por vino, porque no se dan los fundamentos requeridos para un intercambio económico respecto de los bienes en cuestión. Pero si existe un individuo B para el que, por ejemplo, 80 celemines de grano tienen tanto valor como 40 cántaros de vino y suponiendo que A y B conocen esta circunstancia y que no hay ningún obstáculo que impida la realización de la operación, tanto A como B tienen ya base suficiente para un intercambio económico, pero topamos al mismo tiempo con una segunda frontera para la formación del precio. Efectivamente, si de la posición económica de A se desprende que el precio por los 40 cántaros de vino debe situarse por debajo del correspondiente a los 100 celemines de grano (pues en caso contrario no obtendría ninguna ventaja en el negocio), de la de B se deduce también que es preciso ofrecerle, por sus 40 cántaros de vino, una cantidad de grano superior a los 80 celemines. Sea, pues, cual fuere el valor de los 40 cántaros de vino en el intercambio económico entre A y B, es bien seguro que debe situarse entre los límites de 80 y 100 celemines de grano y, en todo caso, debe ser superior a 80 e inferior a 100.

Llegados aquí, no es difícil comprender que A, en el caso mencionado, podría satisfacer mejor sus necesidades incluso aunque tuviera que entregar 99 celemines de grano contra los 40 cántaros de vino. De igual modo, también B tendría ventajas económicas en el caso de que sólo, recibiera 81 celemines por sus 40 cántaros. Pero como en nuestro ejemplo existe la posibilidad de que en el intercambio ambos sujetos obtengan mayores ventajas, es claro que cada uno de ellos intentará sacar el mayor beneficio económico que le sea posible. Surge así el fenómeno de la vida cotidiana que llamamos regateo de precio. Cada uno de los contratantes se esfuerza por obtener la mayor porción posible en la realización práctica de la ocasión de intercambio y por conceder al otro la menor parte posible de las ganancias. Se inclinará, por tanto, a elevar sus precios tanto más cuanto menos conoce la situación económica del otro negociador y los límites máximos a que éste está dispuesto a llegar.

¿Cuál será el resultado, expresado en cifras, de esta lucha por el precio?

Es seguro, como ya hemos visto, que el precio de los 40 cántaros de vino supera los 80 celemines de grano, pero no llega a los 100. No es menos seguro, a mi entender, que el resultado será favorable ya a uno o a otro de los negociadores, según sea la personalidad de cada uno de ellos, su mayor o menor conocimiento de la vida de los negocios y la situación de la otra parte contratante. Pero dado que al fijar los principios generales no existe ninguna razón para admitir que uno de los dos negociadores posea una habilidad económica muy superior a la del otro, ni que las demás circunstancias que rodean a uno de ellos sean mucho más favorables que las del otro, podremos establecer la regla general —bajo el supuesto de unos individuos dotados de una misma habilidad económica y rodeados de unas similares circunstancias— de que el deseo de los dos, contratantes de conseguir la mayor ventaja económica posible paralizará los esfuerzos de ambos y que, por tanto, el precio se situará relativamente cerca del punto medio entre los dos extremos máximos que ambos se pueden conceder.

Volviendo a nuestro ejemplo, el precio de una cantidad de 40 cántaros de vino sobre el que al final los dos se pondrán de acuerdo acabará por situarse entre un mínimo de 80 celemines y un máximo de 100, con la ulterior delimitación de que bajo ninguna circunstancia será ni inferior a 80 ni superior a 100. Pero ya dentro de estos limites, es de creer, siempre suponiendo que las demás circunstancias son iguales, que ambos acabarán aceptando los 90 celemines. Con todo, aun en el caso de que no se concertara este precio, no por ello quedaría excluida la posibilidad de un intercambio económico, siempre que los precios no superen los límites ya mencionados.

Lo que se ha dicho sobre la formación del precio en el caso concreto anterior es igualmente válido respecto de todos los demás. Dondequiera existen fundamentos para un intercambio económico entre dos sujetos respecto de dos bienes, aparecen, por la naturaleza misma de la relación, unos determinados límites, dentro de los cuales tiene que llegarse a la fijación del precio para que el intercambio de bienes tenga carácter económico. Estos límites vienen dados por las diversas cantidades de bienes de intercambio que son equivalentes (en el sentido subjetivo de la palabra) para ambos contrayentes. (En el ejemplo descrito, 100 celemines de grano equivalen, para A, a 40 cántaros de vino, mientras que para B esta misma cantidad de vino equivale a 80 celemines). Dentro de estos límites, la formación del precio tiende a situarse en el término medio de las dos equivalencias (en el ejemplo citado, en 90 celemines, que es el término medio entre 100 y 80).

            De acuerdo con lo dicho, las cantidades de bienes que se entregan en un intercambio están exactamente determinadas por cada situación económica concreta. Aunque, por supuesto, el capricho humano dispone de un cierto campo de juego, puesto que las cantidades de bienes pueden mantenerse dentro de una banda de fluctuación sin que se pierda por ello el carácter económico de la operación de intercambio, es bien seguro que el mutuo intento de los contratantes por obtener las máximas ventajas posibles en el negocio se verá paralizado en casi todos los casos y los precios tenderán, por consiguiente, a situarse en el centro de la banda de fluctuación. Si a lo dicho se añaden factores individuales o de cualquier otro tipo en la situación externa bajo la cual los dos sujetos económicos realizan el intercambio, entonces los precios pueden apartarse más o menos —siempre dentro de los límites antes expuestos— del punto medio natural, sin que por ello las operaciones de intercambio pierdan su carácter económico. Estas oscilaciones no son, efectivamente, de tipo económico, sino debidas a factores individuales o están fundamentadas en causas externas peculiares, que no tienen carácter económico.

§ 2.—LA FORMACIÓN DEL PRECIO EN EL COMERCIO MONOPOLISTA

   En la sección precedente hemos aludido a la ley que preside la formación del precio y la distribución de los bienes, primero de la mano de un sencillo ejemplo, en el que se lleva a cabo un intercambio de bienes entre dos sujetos económicos, sin que influya la actividad económica de otras personas. Este caso, al que podríamos llamar intercambio aislado, es la forma más usual del comercio humano en los inicios de la evolución cultural y conserva su eficacia también en etapas posteriores en regiones poco pobladas y con cultura escasamente desarrollada. No queda del todo excluida ni siquiera en el caso de relaciones económicas evolucionadas. Podemos, efectivamente, observar su presencia en economías de alto grado evolutivo cuando se trata del intercambio de bienes cuyo valor afecta sólo a uno o dos individuos económicos o donde, por unas circunstancias peculiares, los contratantes se hallan insertos en un ámbito económico aislado.

Pero cuanto más evoluciona la cultura de un pueblo más raro es el caso de que los fundamentos para un intercambio económico de bienes afecten sólo a dos sujetos. A, por ejemplo, posee un caballo que para él tiene un valor equivalente a los diez celemines de grano que tendría que adquirir, pero podría satisfacer mejor sus necesidades si le dieran 11 celemines. Para el labriego B, en cambio, que posee gran provisión de grano, pero no tiene animales de carga y tiro, el caballo que querría adquirir equivale a 20 celemines de grano, pero podría satisfacer mejor sus necesidades si puede cambiar el caballo de A por 19 celemines. El campesino B2 haría buen negocio si pudiera hacerse con el caballo de A por 29 celemines, el campesino B³ ganaría en el cambio incluso dando 39 celemines. Así pues, en este caso hay fundamento para llegar a un intercambio económico, no sólo entre A y uno de los campesinos, sino que A puede cambiar su caballo con cualquiera de ellos y cada uno de éstos puede hacer lo mismo con ventajas económicas.

Comprenderemos aún más claramente todo lo dicho si suponemos que hay fundamento para operaciones de intercambio económico con los campesinos mencionados no sólo respecto de A, sino de otros propietarios de caballos, A², A³ y así sucesivamente. Sigamos suponiendo el caso de que para A² un caballo tiene tanto valor como ocho celemines, para A³, el valor de seis celemines. Es claro entonces que hay aquí fundamento para intercambios económicos entre cada uno de los ganaderos y cada uno de los campesinos que figuran en el ejemplo.

En ambos casos, es decir, tanto en el primero, en que se daban los fundamentos para operaciones de intercambio económico entre un monopolista (en el sentido más amplio de esta palabra) y uno o varios sujetos económicos, que compiten entre sí para conseguir el bien monopolizado, como en el segundo, en el que de un lado aparecen varios propietarios de un determinado bien y del otro varios propietarios del otro bien, y, dado que existen fundamentos pata operaciones de intercambio económico, todas las personas compiten entre sí. Nos encontramos, pues, con unas circunstancias mucho más complicadas que las contempladas en la primera sección de este capítulo.

Comenzaremos por el más sencillo de estos dos casos, el de la competencia de varias personas económicas por hacerse con unos bienes monopolizados. A continuación pasaremos al caso más complicado de la formación del precio cuando existe competencia por ambas partes.

 

a)      Formación del precio y distribución de bienes cuando varias personas compiten por un solo bien monopolizado e indivisible.

En la exposición de los principios de la formación del precio en el intercambio aislado (pág. 172 y sigs.) hemos visto que, según sean los fundamentos existentes, se da un espacio de juego mayor o menor, dentro del cual puede llegarse en cada caso concreto a la formación del precio, sin que el intercambio pierda por ello su carácter económico. Hemos observado también que la formación del precio muestra tendencia a distribuir por partes iguales las ventajas económicas que se derivan de la utilización de la relación existente y que, de acuerdo con ello, en cada caso se da un cierto término medio hacia el que tienden los precios. Hemos acentuado, con todo, que no existen influencias económicas que fijen necesariamente el punto en el que debe situarse la formación del precio dentro del espacio de juego antes mencionado. Si, por ejemplo, se da el caso de que para un individuo económico A el caballo de que es propietario sólo vale 10 celemines de grano, de los que podría pasar a disponer, mientras que para B, que ha tenido una rica cosecha de cereales, el precio sería de 80 celemines, equivalentes al caballo que ahora puede pasar a su propiedad, es claro, en primer término, que si A y B llegan a tener conocimiento de estas circunstancias y disponen del poder suficiente para llevar a cabo la operación, existen las bases para un intercambio económico del caballo de A contra el grano de B. Pero no es menos claro que el precio del caballo puede oscilar entre los amplios límites de 10 y 80 celemines, sin que por el hecho de que el precio se acerca más a un extremo que al otro se pierda el carácter económico del intercambio. Es muy improbable, por supuesto, que en nuestro caso el precio se sitúe en 11 ó 12 celemines y tampoco en 78 ó 79. Pero no es menos seguro que no existen causas económicas que excluyen por completo estos precios. Al mismo tiempo, también es claro que mientras B persista en su deseo de hacerse con el caballo de A y no exista otro competidor, el intercambio sólo puede producirse entre A y B.

Pero supongamos ahora que a B¹ le sale un competidor en B², que, sin tener tanta cantidad de grano como B1, o sin tanta necesidad del caballo como este segundo, valora un caballo en 30 celemines, aunque por supuesto podría cubrir mejor sus necesidades si pudiera adquirir el caballo de A sólo por 29 celemines. Es claro que en este caso existen los fundamentos necesarios para un intercambio económico entre B¹ y A y también entre B2 y A. Pero como sólo uno de los dos competidores puede adquirir el caballo de A, surgen aquí dos preguntas: 

a)           ¿Con cuál de los dos competidores intercambiará el monopolista su caballo?, y

b)           ¿dentro de qué limites se formará el precio en este caso

La respuesta a la primera pregunta se desprende de la siguiente consideración: Para B2 el caballo de A tiene un valor equivalente a 30 celemines de su grano. Por consiguiente, podría atender mejor a la satisfacción de sus necesidades si pudiera conseguir dicho caballo por 29 celemines. Pero esto no quiere decir en modo alguno que B² ofrezca de inmediato a A esta cantidad (aunque no es menos seguro que estaría dispuesto a hacerlo para salir al paso, en la medida de lo posible, de la competencia de B1), ya que actuaría de una manera antieconómica en el caso de que tuviera que conformarse con esta escasa ganancia. Respecto de B¹, es evidente que actuaría de una manera palpablemente antieconómica que permitiera que B² se llevara el caballo por los mencionados 29 celemines porque incluso en el caso de que diera 30 celemines y aun más, sigue obteniendo sustanciales ganancias (recordemos que, dada su abundante cosecha, valora el caballo en 80 celemines). Es decir, B¹ excluye, desde el punto de vista económico, a B² de este negocio de intercambio [2].

La circunstancia de que, dentro del espacio de juego de la formación del precio, el intercambio es ya antieconómico para B², pero sigue siendo económico para B¹, permite a este último hacerse con las ganancias resultantes del cambio, al conseguir que este negocio le resulte antieconómico a su competidor.

Dado que también A seguiría una conducta antieconómica si no traspasa su bien monopolístico a aquel de los competidores que puede ofrecerle más alto precio, es del todo seguro que, en la situación económica antes descrita, se producirá el intercambio entre A y B¹.

Respecto de la segunda pregunta, relativa a los límites dentro de los cuales se llegará, en este caso, a la formación del precio, debemos constatar, en primer término, que el precio que B1 garantiza a A no puede llegar a los 80 celemines de grano, porque en este caso el negocio perdería para B¹ su carácter económico. Pero tampoco puede ser inferior a 30 celemines, porque entonces la formación del precio caería dentro de unos límites en los que el negocio podría ser ventajoso también para B2 y éste tendría interés económico en mantener su oferta. Por consiguiente, en nuestro ejemplo, el precio debe situarse necesariamente por encima de los 30 celemines, pero sin rebasar los 80 [3].

   La competencia de B² hace, pues, que la formación del precio en las operaciones de intercambio de bienes entre A y B¹ no se mueva ya, como ocurriría en caso contrario, dentro de los amplios límites de 10 a 80, sino en los más estrictos de 30 a 80. Efectivamente, sólo dentro de esta banda de fluctuación de la formación del precio consiguen ambos negociantes ventajas económicas con la operación de intercambio, mientras que al mismo tiempo, y dentro de esta banda, queda eliminada, desde el punto de vista económico, la competencia de B². Y con esto reaparece de nuevo la sencilla relación del intercambio aislado, con la única diferencia de que los límites de la formación del precio se han hecho más angostos. En resumidas cuentas, también encuentran aquí plena aplicación los principios expuestos a propósito del intercambio aislado (página 174).

Pero imaginemos ahora un nuevo caso: junto a los ya conocidos competidores B¹ y B² por el caballo de A, aparece un tercer competidor, para el que este caballo tendría un valor de 50 celemines. Es evidente, a tenor de cuanto hemos venido diciendo, que todavía puede llegarse a un intercambio entre B¹ y A, pero la formación del precio se sitúa ahora entre los 50 y los 80 celemines. Si aparece un cuarto competidor, B4, para el cual el caballo tiene el valor de 70 celemines, podría igualmente Ilegarse a un intercambio entre A y B¹ pero la formación del precio fluctúa entre los 70 y los 80 celemines.

Sólo en el caso de que surgiera un nuevo competidor, por ejemplo el sujeto económico B para el que el valor del bien monopolizado en cuestión tuviera un valor de 90 celemines, se llegaría a un acuerdo entre A y este último, y el precio se fijaría entonces entre 80 y 90 celemines. Es, en efecto, palpable que este nuevo competidor podría utilizar en su beneficio económico la actual ocasión de intercambio y que podría eliminar a todos los demás competidores (incluido B1) de la posibilidad de cerrar el negocio con beneficios económicos. La formación del precio entre 80 y 90 celemines se fundamentaría en este caso en el hecho de que por un lado el competidor B1 sólo puede ser excluido de las ventajas económicas del negocio a base de situar el precio por encima de un mínimo de 80 celemines, es decir, que el precio no podría ser inferior a esta cantidad, pero por otro lado tampoco puede llegar a 90 celemines, porque en este caso tampoco para B tendría ventajas económicas llevar a cabo el intercambio.

Resumiendo cuanto hemos venido diciendo —que es plenamente válido para todos los casos en los que existen los fundamentos necesarios para llevar a cabo operaciones de intercambio económico entre un monopolista respecto de un bien indivisible y varios sujetos económicos respecto de otro bien—, obtenemos los siguientes principios:

 

1.    Cuando existen varios sujetos económicos que compiten, con suficientes bases para un intercambio económico, por un bien monopolístico indivisible, este bien pasará a manos de aquel competidor que pueda dar por el mismo el equivalente de la mayor cantidad de bien que se ofrece en el intercambio.

2.    La formación del precio se produce en este caso dentro de los límites dados por el equivalente del bien monopolístico en cuestión que fijan los dos competidores más deseosos de hacer el intercambio o más capacitados para ello.

3.    La fijación del precio dentro de los mencionados límites se hace según los principios expuestos a propósito del intercambio aislado.

 

b)   Formación del precio y distribución de los bienes en la competencia por cantidades parciales de un monopolio

 

En las páginas precedentes hemos centrado nuestra investigación en el caso más sencillo del comercio monopolista, es decir, hemos expuesto el caso de un solo monopolista que lleva al mercado un bien único e indivisible y hemos mostrado el camino que sigue la formación del precio bajo el influjo de la competencia de varios sujetos económicos.

Ahora vamos a referirnos a un caso más complicado, a saber, aquél en el que existen bases para operaciones de intercambio entre un monopolista que dispone de diversas cantidades de un bien monopolizado y varios competidores económicos, que disponen asimismo de diversas cantidades de otro bien.

Imaginemos, por ejemplo, que el agricultor B¹, que dispone de una gran cantidad de grano, pero no tiene caballos, estimaría en tan alto valor la posesión de uno que daría por él 80 celemines de grano. Un segundo agricultor, B2, estaría dispuesto a dar 70 celemines; B³, 60; B4, 50; B5, 40; B, 30; B7, 20, y B8 tan sólo 10 celemines. Un segundo caballo tendría para cada uno de nuestros agricultores diez celemines menos de valor que el primero, el tercero diez celemines menos que el segundo, y así sucesivamente. Podremos dar una expresión numérica a los factores esenciales de esta situación económica en la siguiente tabla:

 

  I II III IV V VI VII VIII
Para 80 70 60 50 40 30 20 10
Para 70 60 50 40 30 20 10  
Para 60 50 40 30 20 10    
Para B 50 40 30 20 10      
Para B 40 30 20 10        
Para B 30 20 10          
Para B 20 10            
Para B 10              
Las cifras indican el valor de cada nuevo caballo, primero, segundo, tercero, etc., del que pasa a ser propietario, expresada en celemines de grano.
 
 

Si, en este caso, el monopolista A lleva al mercado un solo caballo, es seguro a tenor de cuanto se ha dicho en la sección anterior, que B1 podrá hacerse con él en un precio que debe situarse entre los 70 y los 80 celemines.

Pero imaginemos ahora que el monopolista A lleva al mercado no un caballo, sino 3. Nos hallamos entonces ante el caso que constituye el objeto de esta investigación especial, y nos preguntamos: ¿quién o quiénes de los ocho campesinos se quedarán con los caballos que el monopolista ofrece a la venta y a qué precios?

Si, para lograr una respuesta, tenemos a la vista la tabla anterior, se advierte, en primer lugar, que el primer caballo del que toma posesión B¹ tiene para éste un valor de 80 celemines, el segundo de 70, el tercero de 60. En esta situación B¹ puede cambiar, con beneficios económicos, un primer caballo por un precio de entre 70 y 80 celemines, excluyendo así a los restantes competidores. Pero respecto de un segundo caballo, actuaría de forma antieconómica si diera por él 70 celemines o más, porque con este intercambio no atendería a la satisfacción de sus necesidades mejor que antes de cerrar el trato. En el tercer caballo, para poder eliminar a B² de la competencia tendría que dar al menos 70 celemines, pero esto le acarrearía perjuicios económicos. Aquí se echa de ver con mucha mayor claridad el carácter no económico que tendría para B¹  este intercambio.

En el caso anterior nos hallamos, pues, ante una situación económica en la que, respecto de los tres caballos puestos a la venta en el mercado, B¹ sólo puede excluir a todos sus competidores y está dispuesto a pagar por cada uno de ellos el precio de 70 celemines o más. Pero si lo hace así, sólo obtiene ventajas económicas en el primer caballo, mientras que en el segundo y el tercero no obtiene tales beneficios.

Como damos por sentado que B¹ es un sujeto que actúa con criterios económicos, es decir, que no tiene el menor interés en excluir sin razón alguna, e incluso con pérdidas propias, a sus competidores, sino que renuncia a toda adquisición de cantidades de un bien monopolista que le suponga perjuicios económicos, que puede evitar con sólo permitir que los demás competidores intercambien cantidades del citado bien monopolista, es indudable que, en nuestro caso, y dado que el empeño por excluir a todos los demás competidores del bien monopolizado sólo le acarrearía, dada la situación económica, perjuicios, B¹ permitirá, en primer lugar a B², que participe en el intercambio de cantidades del bien monopolista. Puede incluso ocurrir que el común interés con este último haga descender el precio de cada una de las cantidades parciales del bien monopolista, en nuestro caso de un caballo, por debajo de lo que sería posible en las circunstancias dadas. Lejos, pues, de empujar el precio de un caballo hasta los 70 celemines e incluso más, tanto B¹ como B² tienen interés en que este precio descienda por debajo de los 70 celemines tanto cuanto la situación económica lo permita.

Esta tentativa de B¹ y B² se verá limitada por la intervención de los restantes competidores y en primer lugar por la de B³ y, por consiguiente, tendrán que llegar a un acuerdo sobre un precio que excluya económicamente a estos últimos (incluido B³) del intercambio con el bien monopolista. Así pues, en nuestro caso el precio se fijará en torno a los 60-70 celemines. Un precio situado dentro de estos límites permite efectivamente que B¹ se procure un segundo caballo y B² el primero, de una manera económica, mientras que todos los demás competidores del bien monopolista quedan excluidos de una compra fijada en estas cantidades.

Por otro lado, la formación del precio dentro de esta banda es la única posible. En efecto, si el precio se situara por debajo de los 60 celemines, no se excluiría a B3 del negocio y, por consiguiente, procuraría obtener para sí las ventajas derivadas de la utilización de las actuales circunstancias, mientras que con un precio superior a los 60 celemines, B¹ y B² todavía están en situación de alcanzar considerables beneficios que, como sujetos económicos que son, no dejarán de aprovechar. Si el precio alcanza el nivel de los 70 celemines o más, B² no podría comprar, de una manera económica, ningún caballo y B¹ sólo podría comprar uno y, por tanto, sólo podría adquirir de hecho uno de los tres caballos puestos a la venta en el mercado. En consecuencia, en nuestro caso, y desde un punto de vista económico, el precio no puede situarse por encima de los 60-70 celemines.

Similar razonamiento puede hacerse en el supuesto de que A lleve al mercado no 3, sino 6 caballos. Veríamos que B¹ puede adquirir 3 caballos, B² 2, B³ 1, y que el precio oscilaría entonces entre los 50 y los 60 celemines. Si A pusiera en venta 10 caballos, B¹ podría comprar 4, B² 3, B³ 2 y finalmente B4 1, cuyo precio quedaría fijado entre los 40 y los 50 celemines. Es indudable que a medida que A aumenta el número de caballos en venta, sería de un lado cada vez menor el número de campesinos excluidos de un intercambio provechoso en torno a las cantidades del citado bien monopolista y, del otro, que sería cada vez menor el precio de cada cantidad concreta de dicho bien.

Imaginemos ahora que B1, B2, etc., no son individuos concretos, sino representantes de grupos de la población de un país. Supongamos que B¹ engloba a aquel grupo de los individuos económicos que, respecto de los dos tipos de bienes de que hemos venido hablando (un bien monopolista y el grano), son los más capacitados y dispuestos al intercambio. B² es el grupo de individuos económicos que sigue al primero, y así sucesivamente. Nos hallamos entonces con la imagen del comercio monopolista tal como se da de hecho en las circunstancias normales de la vida.

Vemos, efectivamente, que existen capas de población de muy diversa capacidad de intercambio, que compiten en el mercado por unas determinadas cantidades de bienes monopolizados. Comprobamos que —al igual que ocurría con los individuos concretos de nuestro ejemplo anterior— las capas excluidas de la posibilidad de hacerse con cantidades de un bien monopolista en condiciones beneficiosas son tanto más numerosas cuanto menor es la cantidad del bien monopolista que aparece en el marcado y, a la inversa, los bienes monopolistas están al alcance de la capacidad de compra de más extensas capas de la población cuanto mayor es la cantidad de este bien. Los precios de los bienes monopolizados suben y bajan siguiendo un curso paralelo al de la exposición precedente.

Resumiendo todo lo dicho, se obtienen los siguientes principios:

1.           Las cantidades de un bien monopolizado que el dueño pone en venta van a parar a las manos de aquellos competidores para quienes las unidades de este bien equivalen a la mayor cantidad del bien que debe darse a cambio. Estas cantidades del bien monopolizado se reparten entre los competidores de tal modo que para cada comprador de una cantidad parcial del bien una unidad del mismo equivale a una cantidad igual del bien intercambiado (por ejemplo, un caballo equivale a 50 celemines de grano).

2.           La formación del precio se mueve dentro de una banda cuyos limites vienen fijados por el equivalente de una unidad del bien monopolizado para aquel de los competidores que tiene menor capacidad y deseo de intercambio y el competidor más capacitado y deseoso, con exclusión de todos los restantes, para quienes el intercambio deja ya de ser beneficioso.

3.           Cuanto mayor es la cantidad de un bien monopolizado puesto a la venta por su dueño, menor es el número de competidores que queda excluido de la posibilidad de hacerse con cantidades parciales de dicho bien en condiciones económicamente beneficiosas y más perfecta y completa es también la previsión de aquellos sujetos económicos que estarían en situación de adquirir una parte del bien monopolizado, incluso en el caso de que fueran escasas las cantidades del mismo puestas a la venta.

4.           Cuanto mayor es la cantidad de un bien monopolizado puesto a la venta, más al alcance debe estar de las capas de competidores menos capacitados para el intercambio o menos inclinados a él, si el dueño desea vender toda la cantidad. Por consiguiente, cuanto mayor es la cantidad, más bajos serán los precios por unidad del bien monopolizado.

 

c)      Influencia del precio fijado por el monopolista sobre las cantidades del bien monopolizado puestas a la venta y sobre la distribución de las mismas entre los competidores.

 

De ordinario, el monopolista no suele llevar al mercado unas determinadas cantidades del bien que posee con la intención de venderlas a toda costa ni suele esperar, como en una subasta, que sea la competencia entre los diversos participantes la que marque el precio de su mercancía. El camino usual sigue otro derrotero: el monopolista lleva al mercado una cantidad de su bien con la intención de venderla, pero marca por sí mismo el precio de cada una de sus unidades. La razón de esta conducta debe buscarse en consideraciones de tipo práctico, sobre todo en la circunstancia de que el método de venta por subasta exige que se tenga en cuenta —si es que los precios han de fijarse respetando la influencia de todos los factores económicos eficaces— el mayor número posible de competidores por el bien monopolizado y, al mismo tiempo, la observancia de un gran número de diferentes formalidades. Ahora bien, este procedimiento es razonable en algunos casos excepcionales, pero no como norma.

Así pues, en todos aquellos casos en los que el monopolista puede contar con la concurrencia de todos o de un número elevado de competidores y puede cumplir sin gran dispendio económico todas las formalidades exigidas, como ocurre, por ejemplo, con las subastas de un producto monopolizado en los mercados principales, anunciadas con suficiente antelación, debe elegir la subasta como método más seguro para dar salida en condiciones económicamente favorables a la cantidad total del bien monopolizado de que dispone. En términos generales, deberá recurrir a este sistema siempre que le interese la venta total de grandes cantidades del bien monopolizado en un período de tiempo concreto. Pero, como ya hemos dicho, el camino usual por el que el monopolista pone a la venta sus mercancías debe ser el de estar dispuesto a vender efectivamente las cantidades del bien de que dispone, pero ofreciendo a los competidores cantidades parciales del mismo a un precio ya fijado por él.

En estas circunstancias, es decir, en todos aquellos casos en los que un monopolista fija el precio de cada unidad de su bien y los competidores pueden satisfacer libremente sus necesidades del mismo al precio marcado o, dicho de otra forma, cuando el problema de la formación del precio del artículo de referencia está ya resuelto de antemano, debemos investigar:

 

Primero, qué competidores quedan económicamente excluidos de la compra de unas cantidades del bien monopolista en virtud del precio marcado;

 

segundo, qué efectos tiene el precio marcado por el monopolista sobre las cantidades del bien puesto en venta, y

 

tercero, de qué manera se distribuye entre cada uno de los competidores la cantidad del bien monopolista que aparece en el mercado.

 

Es seguro, para empezar, que si el monopolista fija un precio tan alto por cada unidad de su bien que incluso para los competidores más capacitados y más dispuestos a hacerse con dicho bien el valor fuera inferior al precio marcado, todos los posibles compradores quedarían excluidos de la adquisición de cualquier cantidad parcial y, por consiguiente, no se vendería el bien. Se produciría entonces la situación económica ya descrita en el varias veces mencionado esquema (pág. 180): si el monopolista A fija el precio de un caballo en 100, o incluso sólo en 80 celemines, es evidente que excluye la posibilidad de intercambio económico para los ocho competidores que figuraban en nuestro ejemplo.

Pero supongamos ahora que nuestro monopolista no sitúa el precio de un caballo en un nivel tan alto como para excluir a todos los competidores de la posibilidad de un intercambio económicamente ventajoso de al ganas cantidades. Es claro que, entonces, impulsados por su deseo de mejorar su situación económica, aprovecharían la ocasión que se les presenta y que llevarían a cabo algunas operaciones de intercambio con el monopolista, dentro de los límites expuestos en el capítulo anterior. No es menos claro, de todas formas, que la extensión de estos intercambios está esencialmente determinada por el nivel del precio. Imaginemos que A fija el precio de un caballo en 75 celemines. Se advierte bien que, en este caso, B¹ está capacitado para proceder al cambio en condiciones económicamente ventajosas. Por el precio de 62 celemines, B¹ puede adquirir dos caballos y B² uno. Si el precio desciende a 54 celemines, B¹ puede comprar tres caballos, B² dos y B³ uno. Con un precio de 36 celemines, B¹ puede adquirir cinco caballos, B² cuatro, B³ tres, B dos y B uno. Y así sucesivamente.

La anterior exposición, en la que bajo B¹, B², B³, etc., podemos suponer no sólo individuos aislados, sino grupos de competidores de diferente capacidad y voluntad de intercambio, nos presenta de una manera plástica y sensible la influencia que el precio fijado por un monopolista ejerce sobre la economía nacional, según los diferentes niveles de los precios. Cuanto más altos son éstos, mayor es el número de individuos o, respectivamente, de capas de la población que quedan totalmente excluidos del disfrute del bien monopolizado y más escasa la provisión de las capas restantes. Pero también es menor la cantidad de bien que vende el monopolista. En cambio, una moderación de los precios excluye a cada vez menor número de sujetos económicos (o respectivamente de capas de la población) de la adquisición de cantidades del bien monopolista, se satisface cada vez mejor la previsión de los que realizan intercambios y las ventas del monopolista siguen una línea ascendente. Todo lo dicho encuentra una más exacta formulación en los siguientes principios:

 

1. Mediante los precios fijados por el monopolista para cada unidad de su bien, quedan totalmente excluidos de la compra de cantidades de este bien todos aquellos competidores para quienes aquella unidad es el equivalente de una cantidad igual o menor del bien que debe entregarse como contrapartida del intercambio que lo que importa el precio.

2. Los competidores por cantidades del bien monopolista para quienes una unidad del mismo es el equivalente de una cantidad del bien que debe entregarse en contrapartida mayor que lo que importa el precio fijado por el monopolista procurarán hacerse con cantidades del bien monopolizado hasta aquel límite en el que una unidad del mismo llega a ser para ellos el equivalente de la cantidad del bien respectivo fijada por el precio del monopolista. La cantidad del bien monopolizado que pasa a las manos de cada uno de los competidores encuentra su medida en aquella cantidad respecto de la cual se dan para los sujetos afectados por los precios marcados por el monopolista los fundamentos para operaciones de intercambio económico.

3. Cuanto más elevado es el precio que establece el monopolista por una unidad de su bien, más numerosas son las capas de competidores que quedan eliminadas de la adquisición de algunas cantidades y más incompleta es la provisión de este bien de las restantes capas de la población. Pero también son menores las ventas del monopolista, mientras que en el caso contrario se registran los fenómenos opuestos.

d) Los principios del comercio monopolista (política monopolista)

En las dos secciones precedentes hemos expuesto el influjo que ejerce una cantidad mayor o menor del bien monopolista puesto en venta sobre la formación del precio o, respectivamente, el influjo que tiene el mayor o menor precio marcado por el monopolista sobre las cantidades que entran en el mercado. Hemos analizado también la influencia de estos dos factores —cantidades y precios— sobre la distribución de los bienes monopolistas entre cada uno de los competidores.

En el curso de la exposición ha podido comprobarse que el monopolista no es la única persona que determina todos y cada uno de los fenómenos económicos que afloran a la superficie. No se trata tan sólo de que también tiene aplicación al comercio monopolista la ley general que establece que en todo intercambio deben obtener ventajas económicas las dos partes contratantes. Es que, además, ni siquiera dentro de este reducido espacio de juego puede ejercer el monopolista un influjo ilimitado en los fenómenos económicos. Como ya hemos visto, cuando el monopolista pone en venta en el mercado unas determinadas cantidades de su bien, no puede al mismo tiempo fijar el precio a su entera voluntad. Y si decide fijar el precio, entonces no puede al mismo tiempo llevar al mercado todas las cantidades que desea y venderlas todas al precio que él mismo ha fijado. No puede, por ejemplo, pretender vender grandes cantidades de su bien y al mismo tiempo mantener tan altos los precios como si hubiera llevado cantidades pequeñas. Tampoco puede fijar un determinado nivel de los precios y conseguir al mismo tiempo vender tanta cantidad como cuando los precios son más bajos. Lo que le confiere una situación excepcional en la vida económica es la circunstancia de que, en cada caso concreto puede elegir entre determinar —por sí solo y sin influjos de los restantes sujetos económicos— las cantidades del bien monopolizado puestas en circulación o fijar el precio, según las ventajas económicas que le reporta una u otra de estas decisiones. Puede, por tanto, regular los precios a base de poner en venta unas cantidades mayores o menores de su monopolio o bien regular las cantidades a base de marcar unos precios más o menos elevados, según se lo aconseje su interés económico.

Así pues, los precios del monopolista pueden tender al alza, dentro de los límites marcados por el carácter económico de las operaciones de intercambio, si pone en venta pequeñas cantidades del monopolio, que, al mantener los precios elevados le prometen mayores beneficies. Y puede también bajar los precios si considera más ventajoso lanzar al mercado mayores cantidades del bien a precios más moderados. Puede también al principio fijar los precios más altos que le sea posible y de este modo poner en circulación pequeñas cantidades y luego irlos bajando poco a poco, a medida que aumentan las ventas, de modo que accedan al mercado capas cada vez más extensas de la población en el caso de que por este camino pueda obtener las máximas ventajas económicas. Puede también proceder a la inversa y comenzar por lanzar al mercado grandes cantidades a precios reducidos, si así se lo dicta su beneficio económico. Puede también ocurrir que en determinadas circunstancias crea que la situación le aconseja dejar que se pierda alguna cantidad de sus bienes en vez de ponerla en circulación, o renunciar a utilizar una parte de su potencial de producción o incluso destruirla en el caso de que, si lanzara al mercado toda la cantidad del bien monopolizado de que dispone de forma mediata o inmediata, estaría al alcance de unas capas de la población dotadas de tan escasa capacidad de compra que los precios tendrían que ser muy bajos y, a pesar de los volúmenes de las ventas, la ganancia sería más exigua que si destruye una parte del bien y hace que el resto sólo pueda ser adquirido. a precios elevados, por las capas más pudientes de la sociedad [4].

La política de los monopolistas, en cuanto sujetos económicos que buscan sus ventajas, no pretende, obviamente, ni fijar los precios más bajos posibles ni poner en circulación la mayor cantidad posible del bien monopolizado. No tiende ni a poner su bien a disposición del mayor número posible de individuos o de grupos económicos ni a procurar que cada individuo concreto pueda satisfacer del mejor modo posible sus necesidades de este bien. Desde un punto de vista económico, el monopolista no tiene el más mínimo interés en ninguna de las dos cosas. Su política económica se orienta a conseguir los mayores beneficios posibles de su bien. Por consiguiente, no pone en circulación ni subasta la totalidad de las cantidades de que dispone, sino sólo aquellas cantidades parciales de las que puede esperar que el precio le dé el mayor rendimiento. No marca unos precios que le permitan vender la totalidad de sus existencias, sino que los sitúa en el nivel que le promete el máximo beneficio. Su mejor política financiera consistirá, por tanto, en poner en circulación aquellas cantidades de bienes o respectivamente en fijar aquellos precios que, en uno u otro casa, mejor le permitan alcanzar la meta antes señalada.

Sería desacertada, en una perspectiva monopolista, su política si pudiendo conseguir grandes beneficios a través de pequeñas cantidades, decidiera poner en circulación cantidades mayores; y todavía sería más errónea si en vez de limitar la producción del bien monopolizado a las cantidades de cuyas ventas puede obtener el máximo beneficio, decidiera multiplicar estos bienes empleando para ello otros bienes económicos, es decir, con sacrificio por su parte, lo que haría que sus beneficios fueran aún menores. Sería desacertada su política si fijara precios tan bajos que, aun vendiendo grandes cantidades, obtuviera menores ventajas que si fijara precios altos. Y sería, en fin, y sobre todo, desafortunada si hiciera descender los precios hasta un grado tal que todos los competidores hallaran base para un intercambio económico, de modo que no pudiera atender con su bien todas las demandas y algunos posibles compradores tuvieran que marcharse con las manos vacías. Esto constituiría un claro indicio de que los precios son demasiado bajos.

Lo anteriormente dicho queda confirmado por la experiencia y por la historia. La política de todos los monopolistas se ha movido siempre dentro de los límites antes marcados, que son los más ventajosos para su actividad económica. Cuando, en el siglo XVII, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales dejó que se agostara una parte de sus plantaciones de especias de las Molucas o cuando se quemaron con frecuencia grandes cantidades de ellas en las Indias Orientales, así como tabaco en Norteamérica, cuando los gremios intentaban por todos los medios a su alcance reducir el número de los artesanos (largos períodos de aprendizaje, prohibición a los maestros de tener un número de aprendices superior al marcado, etc.), estaban tomando, desde el punto de vista monopolístico, las medidas acertadas para regular las cantidades de mercancías monopolizadas puestas en circulación dentro de unos límites favorables a los intereses de los monopolistas o de las corporaciones. Cuando, como consecuencia de una configuración más libre del mercado, de la producción fabril y de otras circunstancias que influyeron en el sector, no pudieron ya los gremios regular de forma autónoma las cantidades de bienes puestas en circulación, la organización gremial, considerada en su conjunto al perder su carácter monopolístico, perdió a la vez toda su capacidad de acción. Los precios monopolistas y otros factores que influían directamente en el precio tuvieron que ceder ante la presión de las mayores cantidades de bienes que afluían al mercado. Los gremios, originariamente destinados a mantener a raya a los individuos aislados que ignoraban el interés de todo el gremio o respectivamente el de la totalidad de los monopolistas (¡reventadores de precios!) resultaron ser del todo insostenibles apenas dejaron de tener en sus manos la capacidad de fijar las cantidades puestas en circulación en los mercados. De ahí que una regulación de las cantidades de productos industriales introducidos en los mercados fuera siempre la tarea principal y la más celosamente cumplida por todos los gremiales. Sus enemigos más peligrosos eran aquellos que perturbaban aquella regulación. Contra ellos invocaron incesantemente la protección de las autoridades. El colapso provocado en esta actividad reguladora por las cantidades de productos industriales lanzados al mercado por la gran industria significó el fin de los gremios.

Sintetizando cuanto se ha dicho en esta sección, se desprende que ya sea que el monopolista lleva al mercado una cantidad determinada de su monopolio o marque el precio de la unidad del bien monopolizado que llega al mercado, la fijación del precio en el primer caso y la de la cantidad que entra en circulación en el segundo, y en los dos la distribución de los bienes, se regulan según unas leyes concretas. Se advierte así que los fenómenos económicos que aparecen en la superficie no son en modo alguno producto del azar, sino que tienen el sello de una estricta regularidad.

Tampoco la circunstancia de que el monopolista pueda elegir entre regular los precios o bien regular las cantidades del bien monopolizado puesto a la venta implica, como ya hemos visto, indeterminación respecto del fenómeno económico que resulta de dicha elección.

Es cierto que el monopolista puede, a su voluntad, fijar precios más o menos elevados, o bien poner en venta mayores o menores cantidades del bien que posee, pero sólo hay un determinado nivel del precio o una determinada cantidad del bien puesta en circulación que responda plenamente a sus intereses económicos. Por consiguiente, el monopolista, en cuanto sujeto económico, no actúa por capricho cuando pone un precio o       cuando manda al mercado unas determinadas cantidades de su bien, sino que se atiene a unos principios bien determinados. Cada situación económica concreta estimula una formación del precio y una distribución de bienes que se mueve dentro de unos estrictos límites. Cualquier otra formación del precio o distribución de bienes queda excluida por antieconómica, de tal suerte que los fenómenos del comercio monopolista ofrecen a nuestra consideración el cuadro de una rigurosa regularidad. Evidentemente, también aquí el error o un defectuoso conocimiento pueden inducir a desviaciones de la norma, pero se trata siempre de fenómenos patológicos de la economía, que en nada invalidan las leyes de la teoría económica como tampoco las enfermedades corporales constituyen una prueba contra las leyes de la fisiología.

§ 3.—FORMACIÓN DEL PRECIO Y DISTRIBUCIÓN DE BIENES

EN LA MUTUA COMPETENCIA

a)   El origen de la competencia

Se entendería de una manera demasiado estrecha el concepto de monopolista si se le quisiera limitar a aquellas personas que están protegidas contra la competencia de otros sujetos económicos por el poder del Estado o por cualquier otra norma social. Hay personas que ya sea en razón de sus propiedades o como consecuencia de unas capacidades o unas circunstancias peculiares, pueden llevar al mercado unos bienes respecto de los cuales otras personas económicas no pueden concurrir con una oferta similar, sea por imposibilidad física o económica. Pero incluso allí donde no se dan estas circunstancias pueden aparecer monopolistas, sin ningún tipo de limitación social. El artesano que vive en un pueblo donde no existen otros del oficio, el comerciante, médico o abogado que fijan su residencia en un lugar donde hasta ahora nadie ejerce este oficio, arte o profesión, son, en cierro sentido, monopolistas porque los bienes que ofrecen en intercambio a la sociedad sólo pueden ser prestados por ellos, menos en la mayoría de los casos. Las crónicas de algunas florecientes ciudades nos hablan no pocas veces de los primeros artesanos que se asentaron en ellas cuando todavía eran pequeñas y de escasa población. Todavía hoy día quienes viajan por Europa oriental o visitan nuestras aparcadas aldeas encuentran por doquier este peculiar género de monopolistas. El monopolio, concebido como situación de hecho y no como limitación social de la libre competencia, es, pues, de ordinario, lo más antiguo y primigenio, mientras que la competencia surge sólo en una etapa posterior. Un honesto expositor de los fenómenos peculiares del comercio de intercambio bajo el dominio de la competencia debe comenzar por analizar los fenómenos del comercio monopolista.

El modo como se desarrolla la competencia a partir del monopolio es un hecho íntimamente relacionado con el progreso de la cultura económica. El crecimiento demográfico, el aumento de las necesidades de cada uno de los individuos económicos, su creciente bienestar obligan a los monopolistas en muchos casos a excluir, incluso cuando se incrementa la producción, a capas cada vez más amplias de la población del disfrute del bien monopolizado, lo que les permite elevar cada vez más sus precios. La sociedad se convierte por tanto en un objeto cada vez más favorable para la política de exploración monopolística. El primer artesano de la especialidad que se quiera, el primer médico, el primer abogado son personas bien recibidas en cualquier lugar. Si este profesional no encuentra ninguna competencia y el lugar vive una etapa de florecimiento, al cabo de algún tiempo y casi sin excepción adquirirá entre las capas menos pudientes de la población fama de hombre duro y avaricioso e incluso las clases más ricas le tendrán por interesado. El monopolista no siempre puede responder a la creciente necesidad que la sociedad tiene de sus mercancías (o respectivamente de sus servicios). Pero, aunque pudiera, es muy posible, como ya hemos visto, que no sea bueno para sus intereses económicos multiplicar sus servicios. Por consiguiente, en la mayoría de los casos se verá obligado a tener que elegir una parte de los clientes que compiten por su bien monopolístico y algunos de ellos o bien se verán enteramente excluidos o bien atendidos de mala gana y no en buenas condiciones. Incluso los clientes más acomodados manifestarán muchas veces sus quejas sobre negligencias de todo tipo y sobre el alto coste de los servicios.

La situación económica que acabamos de describir acostumbra a ser la que suscita la competencia, siempre que no surjan obstáculos sociales o de otro tipo. Nuestra tarea consiste ahora en analizar los resultados que se derivan de la aparición de esta competencia sobre la distribución de bienes, el volumen de ventas y el precio de una mercancía, comparándolos con fenómenos análogos ya observados en el comercio monopolista.

 

 

b)      Influencia de las cantidades de una mercancía ofrecida a la venta por la competencia sobre la formación del precio y de los precios fijados por ella sobre el volumen de ventas y, en ambos casos, sobre la distribución de las mercancías entre los que compiten por ellas [5]

 

Partamos, para facilitar al máximo la comprensión, del caso ya aducido al exponer las leyes del comercio monopolista. Sobre esta base, obtenemos el siguiente esquema:

 

Celemines de grano

 

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

80

70

60

50

40

30

20

10

70

60

50

40

30

20

10

 

60

50

40

30

20

10

   

B

50

40

30

20

10

     

B

40

30

20

10

       

B

30

20

10

         

B

20

10

           

B

10

             
 

 

Aquí, B¹, B², B³, etc., representan a individuos concretos o grupos de individuos para los que el primer caballo que adquieren es el equivalente de la cantidad de grano que figura en su respectiva columna. Cada nuevo caballo es el equivalente de una cantidad que tiene diez celemines menos que la precedente. La pregunta es ahora qué influjo ejercen las mayores o menores cantidades de una mercancía ofrecidas por varios competidores sobre la formación del precio o, respectivamente, sobre la distribución de dichas mercancías entre los que compiten por ellas.

Comencemos por suponer que hay dos competidores que ofrecen, entre los dos, tres caballos a la venta. De ellos, el primero, A¹, ofrece dos caballos, y el segundo, A², ofrece uno. Según cuanto hemos venido diciendo, es claro que en este caso el campesino B¹ puede adquirir dos caballos y el campesino B² uno. Cuanto al precio, se situará entre 70 y 60 celemines, ya que el interés económico de nuestros campesinos B¹ y B² excluye la posibilidad de un precio más elevado, y la competencia del campesino B³ impide un precio más bajo. Sigamos suponiendo que B¹ y A² ponen en venta, en conjunto, seis caballos. En este caso no es menos evidente que B¹ puede adquirir tres caballos, B² dos y B³ uno. El precio, esta vez, oscila entre los 60 y los 50 celemines [6].

Comparemos ahora la formación de precios y distribución de bienes referida aquí a unas determinadas cantidades de una mercancía, puestas en venta por varios competidores, con la situación que hemos observado a propósito del comercio monopolista y veremos que se da una total analogía. Ya sea un solo monopolista o sean varios los competidores que ofrecen a la venta una determinada cantidad de una mercancía, y sea cual fuere el modo como los competidores concretos distribuyen la cantidad ofertada, la repercusión sobre la formación del precio o, respectivamente, sobre la distribución de los bienes entre los que compiten por hacerse con la respectiva mercancía es siempre la misma.

En resumen, la mayor o menor cantidad de un bien puesto a la venta tiene un influjo muy determinante sobre la formación del precio y sobre la distribución de los bienes y ello tanto en el comercio monopolista como en el comercio de intercambio bajo la influencia de la competencia, lo mismo si una determinada cantidad de una mercancía es ofrecida a la venta por un solo monopolista o por varios competidores. Sea uno o sean varios, el hecho no ejerce ninguna influencia sobre los mencionados fenómenos de la vida económica.

Idéntico fenómeno podemos observar allí donde se ofrecen mercancías por unos precios determinados.

El mayor o menor nivel del precio tiene, como ya hemos visto, una influencia muy importante tanto sobre el volumen total de ventas de las respectivas mercancías como sobre la cantidad de la misma que puede adquirir de hecho cada uno de los competidores. Pero que las mercancías (con los precios ya fijados) sean llevadas al mercado por uno o por varios sujetos económicos no tiene influjo ni inmediato ni necesario ni sobre el volumen de ventas en conjunto ni sobre las cantidades que pasan a manos de cada uno de los individuos económicos.

Los principios que hemos venido desarrollando a propósito de la repercusión de unas determinadas cantidades de una mercancía puestas a la venta sobre la formación del precio (pág. 180), así como los expuestos a propósito del influjo de unos precios ya fijados sobre el volumen total de ventas de dichas mercancías (pág. 183 ss,) y también, en ambos casos, sobre su distribución entre los varios sujetos que compiten por ellas son, en los que un número de sujetos económicos (competidores en la demanda) entran en competencia para el intercambio de las cantidades de una mercancía ofrecidas también por varios sujetos económicos (competidores en la oferta).

 

 

c)      Efecto retroactivo de la competencia en la oferta de un bien sobre las cantidades del mismo puestas en venta y respectivamente sobre los precios de la oferta (política de competencia)

 

Acabamos de ver que una determinada cantidad de un bien puesta a la venta forma unos precios determinados y que toda fijación del precio determina un concreto volumen de ventas, que en ambos casos se da también una determinada distribución de bienes y que en este aspecto es indiferente que la cantidad del bien en cuestión sea ofrecida al mercado por un monopolista o por varios competidores.

Así pues, ya sea un monopolista o sean varios los competidores que ponen en venta por ejemplo 1.000 unidades de un bien, en ambos casos, y bajo unas mismas circunstancias, serán iguales también la formación del precio y la distribución de los bienes. Del mismo modo que una mercancía sea ofrecida por un monopolista o por varios competidores a un precio determinado, por ejemplo, al precio de tres unidades de un bien por una unidad del primero, en ambos casos el volumen de ventas tendrá idéntica magnitud y será igual la distribución de las cantidades en venta entre los diversos sujetos que compiten por el bien en cuestión.

Si, pues, la competencia en la oferta ha de tener alguna repercusión sobre la formación del precio, sobre el volumen total de ventas y sobre la distribución de un bien entre los que compiten por él, esto sólo puede ocurrir porque, bajo el imperio de la competencia en la oferta, entran en circulación otras cantidades del bien en cuestión o porque estos competidores se ven obligados a ofrecer a la sociedad otros precios distintos de los que presenta el comercio monopolístico.

El objeto de nuestras siguientes reflexiones será, pues, analizar el influjo de la competencia en la oferta de una mercancía sobre las cantidades puestas en venta o, respectivamente, sobre los precios de la oferta.

Para una más clara comprensión de los fenómenos económicos aquí estudiados, comencemos por el caso más sencillo, a saber, que la cantidad del bien monopolizado hasta ahora por un solo monopolista pasa de pronto a dos competidores. El ejemplo más simple sería suponer que a la muerte de un monopolista sus bienes y medios de producción se distribuyen a partes iguales entre dos herederos. No puede excluirse la posibilidad de que estos herederos, en vez de competir entre sí, decidan proseguir de común acuerdo la ya descrita política monopolista del testador o mantener el mismo comportamiento con los consumidores, regulando, por tanto, al igual que antes, las cantidades de bienes lanzadas al mercado o, respectivamente, los precios de las mismas. Cabe también imaginar que, sin ponerse expresamente de acuerdo, pero guiados “por el mutuo y recíproco interés”, observen respecto de sus clientes la antes citada política monopolista, en la medida en que esto redunda en su beneficio. En estos casos, presentes por doquier en la evolución económica humana [7], nos hallaríamos otra vez ante los mismos fenómenos que ya hemos podido observar a propósito del comercio monopolista. Nuestros dos sujetos económicos no serían competidores en la oferta, sino monopolistas. Y no es ésta la cuestión ahora analizada.

Supongamos, pues, que los herederos del monopolista deciden llevar adelante, cada uno por su cuenta, y a su manera, el negocio heredado. Entonces nos hallamos ante una verdadera competencia y la pregunta que se nos plantea es saber qué cantidades del anterior bien monopolizado llegan ahora al mercado y cuál es la diferencia respecto de la situación anterior, o bien, qué precios fijarán para su oferta ambos competidores.

En la sección anterior hemos visto que no raras veces al interés del monopolista le aconseja no lanzar al mercado ciertas cantidades del bien de que dispone, sino destruirlas o dejar que se pierdan, porque con una cantidad menor puede conseguir mayores ingresos que si pusiera en circulación la cantidad total, a menor precio. Supongamos que un monopolista tiene 1.000 libras de una cierta mercancía. Y supongamos una situación económica en la que puede vender 800 libras a 9 onzas de plata por libra, mientras que si lanzara al mercado las 1.000 libras, sólo alcanzaría un precio de seis onzas por unidad. Puede, por tanto, obtener 6.000 onzas por las 1.000 libras o bien 7.200 por 800. Tratándose de un sujeto que busca su interés económico, es bien evidente en qué sentido hará su elección. Destruirá 200 libras de la mercancía o dejará que se pierdan o buscará cualquier fórmula para retirarlas del mercado y sólo pondrá en circulación las restantes 800, o bien las marcará el precio que le permite el antes mencionado beneficio, lo que viene a ser lo mismo.

Pero si las 1.000 libras de que hablamos se distribuyen entre dos competidores, entonces ninguno de ellos por separado podrá mantener la política descrita, porque les resultaría antieconómica. Efectivamente, si uno de ellos decidiera destruir 200 libras de la cantidad que le ha correspondido, o apartarlas de la circulación, provocaría ciertamente un aumento en el precio de la cantidad restante, pero lo que nunca podría conseguir, o sólo en muy contadas ocasiones, es obtener un mayor beneficio. Supongamos que el primero de los competidores, a quien llamaremos A¹, destruye 200 de las 500 libras de su monopolio o las retira del mercado. Podrá, por este medio, conseguir que el precio por unidad de este bien suba de seis a nueve onzas, según nuestra exposición anterior. Pero ni aun así alcanzará los ingresos correspondientes a su cantidad total. El resultado de su decisión sería que A² consigue por sus 500 libras 4.500 onzas de plata (en vez de 3.000), pero A¹ sólo podrá obtener por las 300 libras que le quedan 2700 onzas (en vez de las 3.000 que podría haber conseguido por las 500 libras a seis onzas la libra). Dicho de otra manera, al proceder así, las ventajas revierten sólo en uno de los dos competidores, mientras que el otro experimenta sensibles pérdidas.

La primera consecuencia de la aparición de una auténtica competencia en la oferta es, pues, que ninguno de los competidores puede extraer ventajas económicas mediante el recurso de destruir o retirar de la circulación una parte de la mercancía de que dispone o de los medios de producción de la misma.

La competencia elimina también otro fenómeno de la vida económica característico del monopolio, a saber, la explotación sucesiva de diversas capas de la población ya mencionada en el capítulo anterior. Vimos, en efecto, que a menudo puede resultar ventajoso para el monopolista lanzar al principio al mercado pequeñas cantidades a elevados precios y sólo más tarde dejar que vayan accediendo al intercambio las capas menos capacitadas de la población hasta que finalmente realiza sus negocios con todas ellas. Pero este procedimiento queda radicalmente eliminado por la competencia. Si A¹, por ejemplo, decidiera, a pesar de la competencia de A², poner en práctica esta sucesiva explotación de las capas sociales, lanzando al principio al mercado pequeñas cantidades de su bien, no por ello conseguiría elevar los precios hasta aquellos niveles de los que se le derivan ventajas. Lo único que conseguiría es que su competidor llenara los huecos dejados por él y que se apropiara de los beneficios económicos perseguidos.

Por lo que hace a las repercusiones de esta auténtica competencia sobre la distribución de los bienes y la formación del precio, hay que decir, en primer lugar, que en su virtud se eliminan aquellas dos desviaciones del comercio monopolista tan nefastas para la sociedad de que hemos hablado antes. Ahora, ninguno de los dos competidores tiene interés en destruir una parte de la mercancía de que disponen y respecto de la cual se entabla la competencia de la oferta, ni tampoco en aniquilar una parte de los medios para producirla. Por consiguiente, resulta imposible la sucesiva explotación de las diferentes capas de la sociedad.

Pero la aparición de la competencia tiene otra consecuencia aún más importante para la vida económica de los hombres. Me refiero a la multiplicación de las cantidades puestas ahora a disposición de los hombres económicos y que hasta entonces habían sido una mercancía monopolizada. De ordinario, el monopolio lleva consigo la consecuencia de que sólo se pone en circulación una parte de la cantidad de los bienes monopolísticos disponibles o, respectivamente, sólo se aprovecha una parte del potencial de producción de los mismos. La auténtica competencia elimina inmediatamente esta nociva situación. Pero, además, se consigue que aumente la cantidad total de las mercancías monopolizadas. Es muy raro el fenómeno de que los medios de producción de que disponen dos o más competidores en la oferta sean más limitados que los que tiene un monopolista y, por consiguiente, las cantidades de mercancía que poseen en conjunto varios competidores es mucho mayor y, en un gran número de casos, significativamente mayor que la que puede llevar al mercado un monopolista. Así, la consecuencia de la aparición de toda auténtica competencia es no sólo que aumenta sustancialmente la cantidad de mercancía puesta de hecho a la venta, sino además —y esto es mucho más importante— que, si no existe un límite natural para los medios de producción, esta mercancía, con precios cada vez más reducidos, se convierte en artículo al alcance de círculos cada vez más amplios de la sociedad, de tal suerte que queda asegurada con mucha mayor plenitud la provisión de la saciedad en su conjunto [8].

La aparición de la competencia propina también un poderoso impulso a la tendencia de la actividad económica de las personas que toman parte en la producción de un bien. El monopolista se mueve por el impulso natural de hacer que los bienes que monopoliza lleguen sólo a las capas más altas de la sociedad y por excluir a las menos pudientes del disfrute de este bien, porque de ordinario le resulta mucho más beneficioso y siempre más cómodo tener grandes ganancias con pequeñas cantidades que no a la inversa. La competencia que se esfuerza por utilizar hasta las más pequeñas ganancias económicas dondequiera le resulta posible, tiene, en cambio, la tendencia a llegar con sus bienes hasta las capas más humildes de la sociedad, siempre que la situación económica o permita. El monopolista conserva en su mano el poder de regular, dentro de ciertos límites, los precios o, respectivamente las cantidades del bien monopolizado puestas en circulación, renunciando fácilmente a las pequeñas ganancias que pueden derivarse de unos bienes puestos al alcance de los consumidores de las capas más pobres de la población ya que de este modo puede explorar mejor a las más pudientes. Cuando existe competencia ocurre, por el contrario que dado que ningún productor aislado tiene el poder suficiente para regular los precios o para determinar las cantidades de un bien lanzadas al mercado, cada uno de los competidores desea hacerse hasta con las ganancias más mínimas y no dejan pasar las oportunidades de conseguirlas. La competencia lleva por tanto, de la mano de su tendencia a muchas pequeñas ganancias y de su alto nivel de actividad económica, a la producción masiva, ya que cuanto más pequeña es la ganancia en cada uno de los bienes, más antieconómica resulta la rutina comercial y cuanto más dura es la competencia menos posible resulta llevar adelante un negocio con métodos anticuados y poco imaginativos.


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[1] Ya el mismo Aristóteles (Eth. Nicom., V, 7) incurrió en este error: “Cuando alguien recibe más de lo que tenía originariamente, se dice que ha obtenido un beneficio, y si recibe menos, que ha sufrido una pérdida. Así ocurre en las compras y ventas. Pero si la posesión original no se hace ni mayor ni menor, sino que tras el intercambio permanece igual, se dice que cada cual tiene lo suyo, sin beneficios ni pérdidas.” Y prosigue (en V. 8): “Si se determina de antemano la igualdad proporcional y luego se procede a una compensación o igualación, esto es lo que decimos... Porque no es posible el intercambio si no hay posibilidad”. Parecidamente Montonari (DeIla moneta, editorial Custodi, p. a. III, pág. 119). Quesnay (Dialogue sur les travaux, etcétera, pág. 196, Daire) dice: Le commerce n’est q’un échange de valeur pour valeur égale.” Cf. también TURGOT, Sur la formation et la distribution des richeses, § 35 ss.; LE TROSNE, De l’interêt social, cap. I, pág. 903, Daire); SMITH, Wealth of Nat., cap. V; RICARDO, Prlnciples, Cap. I, Sect. I; J.B. SAY, Cours d’economie politique, vol. II, cap. 13, II, pág. 204, 1828. En contra del anterior punto devista, ya Condillac (Le commerce et le gouvernment, 1776, I, cap. VI, pág. 267, Daire), aunque con razones que pecan de unilaterales. Lo que Say, loc. cit., aduce contra Condillac parte de una confusión del valor de uso por parte de Coradillac (cf, op. ci!., pág. 250 ss.) y de una confusión del valor de intercambio, entendido en el sentido de un equivalente de bienes, por parte de Say. Se trata, por lo demás, de una confusión que ha llevado a Condillac a utilizar de una manera imprecisa la palabra valeur. Bernhardi (Versuch einer Kritik der Gründe, etc., 1849, págs. 67-236) hace una crítica a fondo de las teorías inglesas del precio. Recientemente Rösler (“Theorie der Preise”, Hildebrand’s Jahrbucher, vol. XIl 1869, págs. 81 y ss) y Komorozynski (Tübinger Zeitschrift, 1869, pág. 189 y ss.) han sometido a minuciosos análisis críticos las teorías hasta ahora expuestas sobre el precio. Cf. también KNIES, Tübinger Zeitschrift, 1855, pág. 467.

[2] Hemos dicho antes que B¹ excluye a B² “económicamente”, para expresar bien la diferencia que existe entre esta exclusión y la que se derivaría del empleo de la fuerza física o de los impedimentos jurídicos para eliminar a B² de los negocios de intercambio. Esta diferencia tiene mucha importancia, porque puede ocurrir fácilmente que B² llegue a ser propietario de cien celemines de grano, en cuyo caso contaría con la posibilidad tanto física como jurídica de intercambiar el caballo de A. La única razón que le impide hacerlo, de hecho, es de naturaleza económica y consiste en que si entrega por el caballo más de 29 celemines, no satisface sus necesidades mejor que antes del intercambio.

[3] Alguien podría creer que la formación del precio en el caso descrito no se produce entre los 30 y los 80 celemines, sino que tiene lugar exactamente en la cantidad de 30 celemines. Se trataría de una opinión absolutamente correcta en el caso de una venta en pública subasta, sin fijación de precios mínimos, o cuando este precio de partida se hubiera fijado por debajo de los 30 celemines. En este supuesto, y a tenor del sentido que tienen las ventas públicas, es claro que A tendría que conformarse con un precio de 30 celemines. Las causas de la auténtica formación del precio en las subastas obedecen a situaciones análogas a la descrita. Pero como quiera que el sujeto económico A no se somete de antemano a las condiciones que rigen en las subastas públicas y puede defender con entera libertad sus intereses, no existe ningún obstáculo para que el precio se fije también en 79 celemines. Por otro lado, tampoco puede excluirse, desde un punto de vista económico, la eventualidad de que A y B¹ convengan en fijar el precio en 30 celemines.

[4] Se equivocaría mucho quien pensara que los precios de un bien monopolizado suben o bajan en todas las circunstancias, o al menos de ordinario según una relación inversa a la de las cantidades de este bien que el monopolista pone en circulación o que, en todo caso, existe una relación de proporcionalidad entre los precios fijados por el monopolista y las cantidades del bien monopolizado puestas en venta. El hecho, por ejemplo de que un monopolista decida llevar al mercado 2.000 unidades de una determinada mercancía en vez de 1.000 no significa necesariamente que el precio por unidad baje de 6 a 3 florines sino que, según sea la situación concreta, en un caso puede fijarse, por ejemplo, en 5 florines y en otro tal vez no llegue ni siquiera a los 2 florines. Los ingresos totales que un monopolista consigue con la puesta en venta de una gran cantidad pueden, bajo determinadas condiciones, ser exactamente iguales que los conseguidos con una cantidad menor, pero también pueden ser mayores o menores. Si, por seguir con el ejemplo señalado, el monopolista pudiera conseguir 6.000 florines con la venta de 1.000 unidades, esto no significa necesariamente que con 2.000 unidades consiga también estos 6.000 florines, sino que, según sea la situación de cada momento, puede llegar a 10.000 florines o tal vez no alcance los 4.000. La causa última de este fenómeno es que las series de equivalencias presentan una gran diversidad para los individuos concretos respecto de los diferentes  bienes. Y así, puede acontecer que para B la primera unidad del bien en cuestión que pasa a su propiedad sea el equivalente de 10 unidades del bien que ofrece en contrapartida la segunda de 9, la tercera de 4 y la cuarta tal vez sólo de una unidad. En cambio, la serie anterior puede presentar, respecto de otro bien, la siguiente secuencia: 8, 7, 6, 5... Imaginemos que el primer bien representa cereales y el segundo algún objeto o mercancía de lujo, y entonces se ve claramente que la multiplicación de las cantidades del primer bien puestas en venta inician, tras haber alcanzado un cierto nivel, un declive mucho más rápido (y la disminución de las cantidades en venta un aumento mucho más veloz) que en los precios de las mercancías de lujo.

[5] Cf. J. PRINCE-SMITH, en Vierteljahrschrift für VoIksw., 1863, IV, páginas 148 y ss.

[6] De lo dicho se desprende también claramente la gran importancia que tienen para la economía humana los mercados, ferias, bolsas y, en general, todos los puntos de concentración del comercio. Sin estas instituciones, en el marco de unas relaciones comerciales complejas, seria prácticamente imposible llegar a una formación económica de los precios. La especulación que se desarrolla en estos centros tiene el resultado de impedir formaciones no económicas de precios (sea cual fuere la causa que podría producirlas) o al menos de debilitar sus nocivas consecuencias para la economía (cf. J. PRINCE-SMITH en el Vierteljahrschrift für Volsw. de Berlín, 1863, IV, págs. 143 ss.; O. MICHAELIS. ibid., 1864, IV, págs. 130 ss., 1865, V y VI; K. SCHOLZ, ibid., 1867, I, págs. 25 ss., y A. EMMINGHAUS, ibid.. págs. 61 ss).

[7] No hay ningún fenómeno tan usual como el de un monopolista que se defiende, de la manera más encarnizada, contra la presencia de un competidor, ni tampoco hay ningún espectáculo tan frecuente como el de ver que, al final, llega a un acuerdo con un competidor ya establecido. Su interés consiste, pues, en impedir la presencia de la competencia. Si, a pesar de todo, ésta se afianza, entonces su interés económico consiste en llevar adelante, mancomunadamente, una política monopolista algo más mitigada, siempre que, tras la aparición del competidor, siga existiendo espacio de juego para dicha política. En tales casos, una dura competencia suele ser igualmente desventajosa para los dos sujetos y por eso, de ordinario, aquellos competidores que al principio se enfrentaban con abierta hostilidad acaban por ponerse de acuerdo.

[8] En las páginas precedentes hemos aludido a las causas que hacen que, de ordinario, el monopolista no ponga en venta unas determinadas cantidades de su mercancía para esperar que, a continuación, se forme el precio de las mismas, al moda como acontece en las subastas públicas. En la mayoría de los casos procede al revés, es decir, fila de antemano unos precios determinados y espera la repercusión de los mismos sobre los volúmenes de ventas. También aquí, cada uno de los competidores suele ofrecer sus mercancías a unos precios concretos, calculados con antelación, para obtener el máximo beneficio posible. Pero lo que distingue la actividad de varios competidores de la del monopolista es que, como ya hemos visto, el interés de este ultimo consiste en fijar unos precios tan altos que sólo ponga a disposición de los consumidores una parte de la cantidad total de sus mercancías. En cambio, los primeros se ven obligados por la competencia a fijar los precios teniendo en cuenta la totalidad de las cantidades de que dispone el conjunto de los competidores. Por consiguiente —y prescindiendo aquí del error o la ignorancia de los sujetos económicos— el precio se forma bajo la influencia de las cantidades totales que los competidores ponen a la venta. A todo esto se añade además la circunstancia de que, como hemos visto antes, la competencia tiene que aumentar considerablemente la cantidad de mercancías disponibles. Esta es la raíz auténtica de la moderación de los precios derivada de las situaciones regidas por la ley de la competencia.

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