Principios de Economía Política

Carl Menger

CAPITULO  I I

ECONOMÍA Y BIENESTAR ECONÓMICO

 Las necesidades surgen de nuestros instintos y éstos se enraízan en nuestra naturaleza. La insatisfacción total de las necesidades tiene como consecuencia la aniquilación de nuestra naturaleza y una satisfacción parcial o insuficiente su atrofia. En cambio, satisfacer las necesidades significa vivir y desarrollarse. Preocuparse por la satisfacción de nuestras necesidades equivale, por consiguiente, a preocuparse por nuestra vida y nuestro bienestar. Es el más importante de todos los esfuerzos humanos, ya que es el presupuesto y fundamento de todos los restantes.

Esta preocupación se manifiesta en la vida práctica de los hombres en el hecho de que procuran tener en su poder aquellas cosas de que depende la satisfacción de sus necesidades. Si poseemos, efectivamente, los bienes necesarios para esta satisfacción, entonces aquellas necesidades dependen únicamente de nuestra voluntad y ya tenemos todo lo suficiente para nuestro fin práctico, porque nuestra vida y nuestro bienestar están en nuestras manos. A la cantidad de bienes que un hombre necesita para la satisfacción de sus necesidades lo llamamos su necesidad. Así pues, la preocupación de los hombres por la conservación de su vida y de su bienestar se convierte en la preocupación por cubrir su necesidad.

Si la satisfacción de las necesidades y, por consiguiente, la vida y el bienestar de los hombres estuvieran muy mal asegurados, no pensarían sino en cubrir su necesidad de bienes, cuando la necesidad de estos últimos se deje sentir ya de forma inmediata.

Supóngase el caso de los habitantes de una región que, al irrumpir un riguroso invierno, carecieran totalmente de provisiones, alimentos y vestidos; es bien evidente que la mayoría de ellos estarían condenados a morir, a despecho de los más denodados esfuerzos por satisfacer sus necesidades. Ahora bien, cuanto más avanza la cultura y más capacitados están los hombres para conseguir mediante un largo proceso de producción, los bienes necesarios para satisfacer sus necesidades (cf. Capítulo I, apartado 3), tanto más urgente es para ellos la necesidad de prever con antelación aquella satisfacción, esto es, de cubrir su necesidad para los siguientes tramos temporales.

Y así, ni siquiera el salvaje australiano se dedica a la caza sólo cuando tiene hambre, o construye su choza sólo cuando ya ha comenzado el crudo invierno y se halla inmediatamente expuesto a los calamitosos rigores del clima [1]. Pero lo que distingue a los hombres de elevadas culturas de los restantes agentes económicos es que prevén la satisfacción de sus necesidades no sólo para cortos períodos de tiempo sino para espacios temporales mucho más prolongados, procuran poner a seguro esta satisfacción por muchos años, incluso para toda su vida y, de ordinario, su preocupación va incluso más lejos, de modo que tampoco a sus descendientes les falten los medios necesarios para que a su vez puedan alcanzar esto objetivo.

Doquiera dirigimos nuestra mirada, vemos que los pueblos de avanzada cultura han puesto en marcha un sistema de amplias previsiones para la satisfacción de las necesidades humanas.

Mientras todavía estamos utilizando ropas de abrigo para combatir el frío invernal, las ropas para la próxima primavera están ya camino de las tiendas de los detallistas y en las fábricas se tejen las ligeras telas que vestiremos en el verano y se preparan los hilados para la pesada ropa que nos pondremos en el siguiente invierno. Si caemos enfermos, necesitamos los servicios de un médico y, si tenemos un pleito, los consejos de un abogado. Si alguien se halla en semejante caso, necesitaría demasiado tiempo para adquirir por sí mismo las habilidades y conocimientos médicos o jurídicos necesarios o para hacer que otras personas los adquieran por él, suponiendo que tuviera medios para ello. En los países de avanzada cultura se ha previsto también, con mucha antelación, la necesidad que de estos y similares servicios tiene la sociedad. Por eso, hay ya hombres probados y experimentados, formados en su profesión tras largos años de estudios, que han acumulado además ricos conocimientos a través del ejercicio práctico, y ponen sus servicios a disposición de los restantes miembros de la comunidad. Así, mientras que por un lado gozamos de los frutos de la previsión de tiempos pasados, por el otro formamos ya desde ahora en nuestros centros superiores a numerosos hombres para atender a las necesidades que de estos bienes tendrá la sociedad en el futuro.

La preocupación de los hombres por satisfacer sus necesidades se convierte, pues, en previsión para cubrir sus necesidades de bienes en los tiempos por venir. En consecuencia, llamamos necesidad de un hombre la cantidad de bienes que le son necesarios para satisfacer sus necesidades dentro del período de tiempo a que se extiende su previsión [2].

Para que esta previsión alcance la meta apetecida, se requiere un doble conocimiento. Debemos, efectivamente, tener ideas claras:

a) sobre nuestra necesidad, es decir, sobre la cantidad de bienes que necesitaremos para satisfacer nuestras necesidades durante el período de tiempo previsto;

b) sobre las cantidades de bienes de que disponemos para el mencionado objetivo.

La actividad previsora de los hombres encauzada hacia la satisfacción de sus necesidades se apoya, considerada en su conjunto, en el conocimiento de estas dos magnitudes. Si se desconociera la primera, seria una actividad ciega, porque los hombres no tendrían clara conciencia de su objetivo. Si se desconociera la segunda, sería una actividad desordenada, sujeta al azar, porque los hombres no sabrían de qué medios disponen.

En las páginas siguientes analizaremos el modo cómo los hombres llegan a conocer su necesidad para el futuro, cómo calculan las cantidades de bienes de que disponen para estos períodos y, finalmente, qué tipo de actividad desarrollan respecto del objeto de nuestra exposición y qué esfuerzos llevan a cabo para conseguir que las cantidades de bienes de que disponen (bienes de consumo inmediato y medios de producción) sirvan de la manera más eficaz posible al objetivo de la satisfacción de sus necesidades.

 

§ 1.—LA NECESIDAD HUMANA

a) La necesidad de bienes del primer orden (bienes de consumo inmediato)

De una forma directa e inmediata, los hombres sólo sienten la necesidad de los bienes del primer orden, es decir, de aquellos bienes que pueden ser inmediatamente empleados para la satisfacción de las necesidades humanas (cf. Capítulo I, apartado 2). Si no hay ninguna necesidad de bienes de este tipo, tampoco surgirá la necesidad de bienes de un orden superior. Esta última depende, por tanto, de nuestra necesidad de bienes del primer orden; la investigación de estos bienes constituye de hecho el fundamento de nuestros análisis sobre la necesidad humana en general. Debemos comenzar, pues, por el estudio de la necesidad de bienes del primer orden de los hombres y, a partir de aquí, desarrollar los principios que regulan la necesidad humana de bienes de órdenes superiores.

La cantidad de un bien de primer orden necesaria para la satisfacción de una concreta necesidad humana y, por tanto, también la cantidad de un bien de primer orden requerida para satisfacer la totalidad de las necesidades dentro de un período dado de tiempo, viene determinada de manera inmediata por la necesidad o necesidades y en éstas encuentra su medida. Si los hombres poseyeran, amparados en una visión retrospectiva, información cabal y completa de las necesidades concretas con que se han de enfrentar en los períodos de tiempo a que se extiende su previsión y de la intensidad de estas necesidades, entonces, de la mano de las experiencias anteriores, nunca tendrían la menor duda acerca de las cantidades de bienes necesarias para la satisfacción de dichas necesidades, es decir, nunca ignorarían la magnitud de su necesidad de bienes del primer orden.

Pero lo que la experiencia nos enseña es que, respecto de los períodos de tiempo por venir, hay casi siempre una mayor o menor incertidumbre sobre si dentro de dichos períodos se dejaran sentir o no unas determinadas necesidades. Sabemos bien que, dentro de un concreto espacio de tiempo del futuro, necesitaremos alimentos, bebidas, vestidos, vivienda y otras cosas similares. Pero no puede decirse lo mismo respecto de otras necesidades, por ejemplo, respecto de los servicios médicos, medicinas y otras cosas, ya que la cuantía de estos bienes requerida para satisfacer nuestras necesidades depende a menudo de influjos sobre nuestras personas que no podemos determinar de antemano.

Aquí se añade además la circunstancia de que incluso respecto de aquellas necesidades de las que sabemos con antelación que se nos presentarán durante el período de tiempo a que alcanza nuestra previsión, existe una incertidumbre en lo referente a su cantidad, en el sentido de que nos consta que aquellas necesidades se presentarán, pero ignoramos de antemano y con exactitud su medida, es decir, ignoramos la cantidad de bienes necesaria para su satisfacción. Y precisamente el problema es la cantidad.

Respecto de esta nuestra incertidumbre sobre la circunstancia de si se presentaran, en el período de tiempo que intentamos prever, unas determinadas necesidades, hay que comenzar, por decir, a tenor de lo que la experiencia nos enseña, que este deficiente conocimiento no excluye en modo alguno la previsión humana encaminada a una eventual satisfacción de estas necesidades. Incluso las personas sanas que viven en el campo tienen, en a medida en que sus medios se lo permiten, una farmacia doméstica o en todo caso un cierto número de medicinas para los casos imprevistos; los fondistas y hoteleros tienen sus propios extintores de incendios para conservar su propiedad si se produce fuego, armas para defenderla en caso necesario, armarios y cajas fuertes a prueba de fuego y de robos con fractura y otros muchos bienes similares. Estoy persuadido de que incluso las personas más pobres poseen algunas cosas que sólo les sirven para casos imprevistos.

Así pues, la incertidumbre existente sobre si la necesidad de un bien se presentará o no dentro del plazo de tiempo de nuestra previsión no excluye la preocupación por la eventual satisfacción de la misma. Por consiguiente, de esta circunstancia no se sigue que se ponga en duda nuestra necesidad de los bienes precisos para su satisfacción. Al contrario, los hombres procuran, en la medida en que disponen de los medios necesarios, atender a la satisfacción eventual de esta necesidad y, siempre que se trata de determinar el volumen de su necesidad total, incluyen también en sus previsiones los bienes requeridos para alcanzar los objetivos antes mencionados [3].

Lo que aquí se ha dicho respecto de aquellas necesidades acerca de las que existe incertidumbre sobre si se presentarán o no es igualmente válido cuando no existe la menor duda sobre la necesidad de un bien y lo único inseguro es la medida o la cantidad de dicho bien. También en este caso consideran los hombres —y con razón— que su necesidad sólo se halla totalmente cubierta cuando pueden disponer de cantidades de bienes suficientes para todos los casos previsibles.

Otra circunstancia que también debe tenerse en cuenta es la capacidad de desarrollo de las necesidades humanas. Si estas necesidades pueden crecer y, como a veces se observa, pueden hacerlo hasta el infinito, podría parecer que los límites de las cantidades de bienes requeridas para su satisfacción se amplían sin cesar y hasta que alcanzan amplitudes totalmente indeterminadas y que, por consiguiente, es de todo punto imposible que el hombre consiga una previsión que cubra la totalidad de sus necesidades.

Pero, para empezar, cuando se habla de la infinita capacidad de desarrollo de las necesidades humanas, el concepto de infinitud sólo puede aplicarse, a mi parecer, al progreso ilimitado del desarrollo de las necesidades humanas, no a la cantidad de bienes necesaria para su satisfacción de un determinado período de tiempo. Y aun admitiendo que la fuera infinita, cada uno de los eslabones de la cadena es finito. Incluso en el caso de que el desarrollo de las necesidades humanas evolucione sin impedimentos hasta los espacios de tiempo más distantes, lo cierto es que respecto de los períodos temporales que el hombre puede someter de hecho a su consideración, y más en concreto respecto de los que puede contemplar desde una perspectiva económica, estas necesidades son cuantitativamente mensurables. Aun admitiendo la hipótesis de un progreso ininterrumpido de la evolución de las necesidades humanas, tenemos que enfrentarnos siempre —dado que sólo podemos tener ante los ojos unos determinados períodos de tiempo— con magnitudes finitas, nunca infinitas ni, por tanto, totalmente indeterminables.

Si observamos la actividad emprendida por los hombres en orden a la satisfacción de sus necesidades para el futuro, advertiremos fácilmente que éstos, lejos de pasar por alto la capacidad de desarrollo de sus necesidades, trabajan afanosamente por introducirlas en sus cálculos. Quien espera que su familia aumente o confía en conseguir una más alta posición social, al construir sus edificios y acomodar su vivienda, al fabricar sus carros y otros bienes durables, tiene muy en cuenta el aumento de sus necesidades en el futuro y, de ordinario, y en la medida en que sus medios se lo permiten, intenta ya desde ahora acomodarse a las mayores exigencias futuras y esto no en una sola dirección, sino respecto de sus posesiones totales. Un fenómeno similar podemos observar también en la vida municipal. Vemos que los ayuntamientos de las ciudades planifican la conducción de agua, los edificios públicos (escuelas, hospitales, etc), la construcción de jardines, calles y otras cosas similares no en razón de las necesidades del presente, sino teniendo también en cuenta el aumento de las necesidades en el futuro. Esta tendencia no hace sino poner bajo más clara luz el hecho de que la actividad humana se dirige también, de forma espontánea, a la satisfacción de las necesidades públicas.

Sintetizando cuanto se ha venido diciendo, se deduce que la necesidad humana de bienes de consumo directo es una magnitud para cuya determinación cuantitativa respecto del futuro no existen dificultades de principio. Se trata de una magnitud a propósito de la cual los hombres se esfuerzan por tener ideas claras a través de una actividad enderezada a la satisfacción de sus necesidades y que se halla en realidad dentro de los límites de lo posible cuando lo que se analiza es su necesidad práctica. Así se deduce, en primer lugar, del hecho de que los espacios temporales a que se extiende la previsión del hombre son limitados y, en segundo lugar, de que también es limitado el grado de exactitud requerido para que esta actividad previsora consiga sus objetivos prácticos.

b) La necesidad de bienes de órdenes superiores (medios de producción)

Si, respecto de un espacio de tiempo futuro, está ya totalmente cubierta nuestra necesidad de bienes del primer orden en las cantidades necesarias, no hay por qué hablar del modo de satisfacer esta necesidad mediante bienes de un orden superior. Pero si esta necesidad no está cubierta, o no lo está totalmente, por bienes del primer orden, es decir, de forma inmediata, entonces surge, respecto del período en cuestión, una necesidad de bienes de órdenes superiores. Esta última necesidad se mide, en definitiva, por nuestra necesidad de bienes del primer orden, atendido el nivel de la técnica en las distintas y correspondientes ramas de la producción.

Con todo, la sencilla relación que acabamos de exponer a propósito de nuestra necesidad de medios de producción, sólo se presenta a nuestra observación, como en seguida veremos, en muy contados casos. Hay, en efecto, una circunstancia, derivada del nexo causal existente entre los bienes, que introduce una importante modificación.

Ya hemos descrito con detenimiento (pág. 54) el hecho de que a los hombres les resulta imposible utilizar un bien cualquiera de un orden superior para la producción de los respectivos bienes de orden inferior si no se dispone al mismo tiempo de los correspondientes bienes complementarios. Lo que antes se ha dicho de los bienes en general alcanza aquí su más acusada precisión si consideramos los bienes bajo el aspecto de las cantidades disponibles de los mismos. Ya hemos visto antes que sólo podemos transformar los bienes de un orden superior en bienes de un orden inferior y sólo podemos, por tanto, utilizarlos para la satisfacción de las necesidades humanas, si disponemos a la vez de los bienes complementarios. Por consiguiente, este principio reviste, desde el anterior punto de vista, la siguiente forma: no podemos aprovechar unas determinadas cantidades de bienes de un orden superior para la producción de determinadas cantidades de bienes de un orden inferior y con ello, en definitiva, para cubrir nuestras necesidades, si no disponemos al mismo tiempo da las cantidades complementarias de los bienes de órdenes superiores. Así, por ejemplo, no podemos aprovechar ni la mayor cantidad de fincas que queramos imaginar para la producción de la más mínima cantidad de cereales si no disponemos a la vez de las cantidades (complementarias) necesarias para la producción de esta pequeña cantidad de bienes, tales como simiente, fuerzas laborales y otras cosas similares.

Nunca surge, pues, la necesidad de un bien de orden superior aisladamente considerado. Hay que tener en cuenta más bien el hecho de que cuando no está cubierta la necesidad de un bien de orden inferior, o no lo esté completamente, la necesidad del bien concreto correspondiente del orden superior surge siempre y sólo a una con la necesidad cuantitativamente adecuada de los bienes complementarios del orden superior.

Supongamos que existe, para un período determinado, la necesidad todavía no cubierta de 10.000 pares de zapatos. Y supongamos también que disponemos de la cantidad precisa de herramientas, fuerzas laborales, etc., requeridas para la producción de estos zapatos, pero que sólo tenemos cuero para 5.000 pares. O bien, al revés, que disponemos de la totalidad de los bienes de orden superior requeridos para la producción de los 10.000 pares, pero sólo contamos con fuerzas laborales para la fabricación de 5.000. Es indudable, en tal caso, que respecto del período de tiempo antes citado, nuestra necesidad total se extiende, tanto antes como después, a las cantidades de bienes concretos de los órdenes superiores necesarios para la producción de la mencionada cantidad de zapatos. Pero, en cambio, nuestra necesidad real se reduciría, teniendo en cuenta los restantes bienes complementarios, tan sólo a las cantidades necesarias para producir 5.000 pares. La necesidad restante no pasaría de ser latente; sólo se convertirá en efectiva cuando podamos disponer de hecho de las cantidades complementarias que ahora nos faltan.

De cuanto venimos diciendo se deduce la ley de que, respecto de unos espacios temporales futuros determinados, nuestra necesidad efectiva de cada uno de los bienes concretos de orden superior está condicionada por el hecho de que dispongamos o no también de las cantidades complementarias de los bienes correspondientes del orden superior.

Cuando, a consecuencia de la guerra civil norteamericana, disminuyeron considerablemente las exportaciones de algodón con destino a Europa, es evidente que la necesidad de algodón apenas sufrió modificaciones, ya que la citada guerra no podía cambiar esencialmente la necesidad que de estos bienes tenían los europeos. En la medida en que esta necesidad de algodón para los períodos de tiempo dados no fue cubierta por los productos manufacturados acabados, se produjo una necesidad de las consiguientes cantidades de los bienes de orden superior necesarios para la producción de algodón. Es claro que la guerra civil no pudo en modo alguno influir perniciosamente en esta necesidad, considerada en su conjunto. Pero dado que disminuyó considerablemente la cantidad disponible de uno de los bienes de orden superior indispensables, a saber, la materia prima del algodón la consecuencia ineludible fue que una parte de la necesidad hasta entonces existente de los bienes complementarios del algodón en orden a la producción de telas de este material (prestaciones laborales, máquinas, etc.) quedó en estado latente. La necesidad real de los bienes complementarios del algodón en bruto se redujo a las cantidades de algodón en bruto de que realmente se disponía. Pero en cuanto aumentaron de nuevo las importaciones de esta materia prima, aumentó también inmediatamente la necesidad efectiva de aquellos bienes, de modo que en la ecuación disminuyó el factor de la necesidad latente.

Los emigrantes incurren a menudo en el error, derivado de las perspectivas que traen de sus países de origen, altamente evolucionados, y pasando por alto otras consideraciones más importantes, de adquirir grandes extensiones de terreno, sin pararse a pensar si tienen a su disposición los restantes bienes complementarios de los terrenos adquiridos. Y, sin embargo, nada hay tan seguro como que al apropiarse de terrenos para la satisfacción de sus necesidades, sólo podrán prosperar en la medida en que sean capaces de hacerse con las correspondientes cantidades complementarias de semillas, ganado, instrumentos de labranza, fuerzas laborales agrícolas y cosas similares. En su modo de proceder hay un desconocimiento de la ley superior que sale inexorablemente por sus fueros y a la que o bien se pliegan los hombres en su ámbito de vigencia o bien tendrán que arrostrar las perniciosas consecuencias de su olvido.

Cuanto más progresan los hombres por la senda de la cultura, tanto más suelen las personas concretas, en virtud del avanzado proceso de división del trabajo, producir cantidades de bienes del orden superior bajo el supuesto tácito y, de ordinario también correcto, de que otras personas producirán por su parte las correspondientes cantidades de los bienes complementarios. Los que fabrican gemelos de teatro, en muy raros casos producen las lentes, los estuches de marfil o de concha de tortuga y los bronces con que se adornan estos objetos. Es bien sabido que los productores de gemelos compran de ordinario cada una de las piezas de los mismos a otros fabricantes o artesanos especializados y que se limitan a ensamblarlas y, por así decirlo, a dar la última mano. El pulidor de vidrio que prepara las lentes, el especialista en artículos de fantasía que elabora los estuches de marfil o de concha de tortuga y e! broncista que se dedica a los adornos en bronce, todas estas personas actúan bajo el tácito supuesto de que existe una necesidad de sus productos. Con todo, nada hay tan seguro como que la necesidad efectiva de los productos de cada uno de ellos está condicionada por la producción de las cantidades complementarias, de tal modo que si la producción de lentes sufriera una interrupción, también la necesidad real de los restantes bienes de orden superior requeridos para la producción de prismáticos, gemelos de teatro y otros bienes similares pasaría a ser latente y, por consiguiente, aflorarían perturbaciones económicas que en la vida cotidiana suelen calificarse de completamente anormales, pero que, en realidad, obedecen leyes muy estrictas.

c) Los límites de tiempo dentro de los cuales se dejan sentir las necesidades humanas

Nos resta aún considerar, en esta investigación, el factor tiempo y poner en claro cuáles son los límites temporales dentro de los cuales se manifiesta de hecho nuestra necesidad de bienes.

Para empezar, es claro que nuestra necesidad de bienes del primer orden aparece cubierta, respecto de un momento temporal dado del futuro, siempre que dentro de este espacio temporal podamos disponer inmediatamente de la correspondiente cantidad de bienes del primer orden en cuestión. La situación es diferente si nuestra necesidad de estos bienes del primer orden, o incluso de un orden inferior, sólo queda cubierta de forma mediata, es decir, mediante los correspondientes bienes de los órdenes superiores, debido en concreto a los intervalos temporales a que, como ya se dijo antes, está inexorablemente sujeto cada proceso de producción. Llamemos Período I al espacio de tiempo que media entre el instante presente y el momento en que ya se pueden producir, a partir de los bienes de segundo orden que tenemos a nuestra disposición, los bienes correspondientes del primer orden. Llamaremos Período II al siguiente espacio que, arrancando del final del anterior, llega hasta el momento en que, a partir de los bienes del tercer orden de que disponemos, podemos ya producir bienes del primer orden. A los respectivos espacios temporales siguientes les llamaremos Período III, IV y así sucesivamente. Pues bien, respecto de cada uno de los tipos de bienes se registra una secuencia de períodos temporales en los cuales tenemos una necesidad inmediata y directa de bienes del primer orden, una necesidad que queda de hecho cubierta debido a que dentro de ese espacio temporal disponemos inmediatamente de las correspondientes cantidades de bienes del primer orden.

Pero supongamos ahora el caso de que deseamos cubrir nuestra necesidad de bienes del primer orden dentro del Período II con bienes del cuarto orden. Es claro que esto sería físicamente imposible y que la necesidad de bienes del primer orden dentro del período de tiempo dicho sólo puede satisfacerse con bienes del primer o del segundo orden.

La anterior observación es válida no sólo respecto de nuestra necesidad de bienes del primer orden, sino también respecto de nuestra necesidad de todos los bienes disponibles de órdenes superiores. No podemos, por ejemplo, cubrir nuestra necesidad de bienes del tercer orden dentro del Período V por el hecho de que dentro de este período dispongamos de la correspondiente cantidad de bienes del orden sexto. Se advierte bien que para alcanzar este fin deberíamos poder disponer de estos últimos bienes ya dentro del Período II.

Si en el tardío otoño la necesidad de cereales de una población para el año en curso no estuviera cubierta de forma inmediata, con las adecuadas cantidades sería ya demasiado tarde pretender recurrir para cubrir este objetivo, a los terrenos disponibles, a los aperos agrícolas, las fuerzas laborales y cosas similares. Pero sí sería el momento adecuado para, mediante los mencionados bienes del orden superior, cubrir la necesidad de cereales del próximo año. De igual manera, para poder satisfacer la necesidad de estudiantes inteligentes y bien formados para las prestaciones profesionales del próximo decenio, debemos comenzar a preparar ya desde ahora a los individuos aptos.

Así pues, la necesidad humana de bienes del orden superior es, al igual que la de los bienes del primor orden, no sólo una magnitud cuya relación cuantitativa se regula por normas estrictas, de modo que puede calcularse de antemano la necesidad práctica que los hombres tienen de ella, sino que es además una necesidad que aparece dentro de un determinado período de tiempo de tal forma que los hombres, basados en la experiencia de sus necesidades pasadas y de los procesos de producción de bienes, cuentan con la capacidad suficiente para calcular de antemano y de forma suficiente para sus necesidades prácticas no sólo la cantidad de bienes concretos, sino también los períodos de tiempo en que dichas necesidades se presentarán. Y pueden hacerlo, además, tal como enseña la experiencia, con una exactitud total.

§ 2.—LAS CANTIDADES DISPONIBLES

Es, por otra parte, muy cierto que en todo tipo de actividades humanas tener ideas claras sobre el objetivo que se persigue es un factor esencial del éxito del sujeto que actúa. Y no es menos cierto que el conocimiento de la necesidad de bienes de los periodos de tiempo por venir se nos aparece como el primer presupuesto de toda actividad humana enderezada a la previsora satisfacción de sus necesidades. Fueran cuales fueran las circunstancias exteriores bajo las que se desarrolla la antes mencionada actividad, el éxito de la misma está esencialmente condicionado por la exactitud de los cálculos respecto de las cantidades de bienes necesarias en el futuro; es decir, de su necesidad. Es también claro que unos cálculos totalmente erróneos harían de todo punto imposible la actividad previsora encaminada a la satisfacción de sus necesidades.

El segundo factor que condiciona el éxito de la actividad humana es que el agente se forme una idea cabal de los medios de que dispone para conseguir su objetivo. Dondequiera los hombres desarrollan su actividad en orden a la satisfacción de sus necesidades vemos que se afanan por alcanzar la comprensión más exacta posible de la cantidad de bienes de que disponen para el mencionado objetivo. El modo cómo preceden en este campo será objeto del análisis de esta sección.

La magnitud de la cantidad de bienes de que dispone cada uno de los miembros de un pueblo viene ya dada por la situación misma. A la hora de determinar las cantidades de que estamos hablando, estos miembros no tienen otra tarea que la de inventariar y medir los bienes que tienen a su disposición. La meta ideal de estos dos actos de una actividad previsora de los hombres es llevar a cabo un registro completo de los bienes disponibles en un momento dado, clasificados en cantidades exactamente iguales y asignar a estas últimas unos fines determinados. Pero en la vida práctica los hombres están muy lejos de perseguir esta meta ideal. En la mayoría de los casos ni siquiera intentan lograr la total exactitud que permite el estado actual del arte de inventariar y medir los bienes. Se contentan con aquel grado de aproximación que basta para sus objetivos prácticos. Es, con todo, claro indicio de la gran importancia práctica que tiene un exacto conocimiento de la cantidad de bienes de que dispone un individuo el hecho de que una parte muy importante de comerciantes, industriales y, en general, de personas que desarrollan una alta actividad previsora tienen buen cuidado de adquirir aquel conocimiento. Más aún, nos encontramos con un cierto conocimiento de las cantidades de bienes disponibles, incluso en los peldaños inferiores de las culturas. Es, en efecto, evidente que la total ausencia de este conocimiento haría del todo imposible una actividad previsora humana dirigida a la satisfacción de sus necesidades.

Si, pues, los hombres se esfuerzan, según el grado de la evolución de su actividad, orientada a la previsora satisfacción de sus necesidades, por tener ideas claras sobre la magnitud de las cantidades de bienes de que disponen, podemos también percibir, doquiera existe un intercambio de bienes digno de mención, su deseo de formarse un juicio adecuado de las cantidades de bienes de que disponen los restantes miembros del pueblo con quienes están unidos por el intercambio.

Cuando los intercambios son insignificantes, los sujetos que intervienen en ellos tienen evidentemente escaso interés en saber qué cantidades de bienes poseen las otras personas. Pero apenas se desarrolla un amplio intercambio —sobre todo como consecuencia de la división del trabajo— y respecto de la satisfacción de sus necesidades, los hombres dependen en buena medida del mismo, experimentan, como es natural, un evidente interés por conocer no sólo los bienes que poseen, sino también los que tienen las personas con las que intercambian, ya que los bienes de estas últimas estén en buena parte a su disposición no de forma directa, sino indirecta (por medio del intercambio).

Apenas la cultura de un pueblo ha alcanzado un cierto nivel, suele surgir, de la mano de la creciente división del trabajo, una clase profesional especial, que actúa como intermediaria del intercambio y que libera a los restantes miembros de la sociedad no sólo de la preocupación por los aspectos mecánicos de las operaciones (expedición, división, conservación de los bienes, etc.), sino también de la tarea de tener en cuenta las cantidades disponibles. Asistimos así al fenómeno de que una cierta clase de personas tiene un interés especial, vinculado a su profesión, aparte otras circunstancias generales de que tendremos ocasión de hablar más adelante, por conocer de la manera más exacta posible la situación de las cantidades de bienes (los llamados stocks en el sentido más amplio de la palabra) de que disponen los pueblos o algunos sectores determinados de los pueblos con los que hacer intercambios. Se trata de una actividad que, a tenor de la actitud que adopten las personas que actúan de intermediarias en la vida de los negocios, abarca unas regiones más o menos amplias, municipios, provincias o también países y continentes enteros.

Cuando este deseo de conocer las cantidades de bienes disponibles se extiende a grandes grupos de individuos, o incluso a pueblos enteros o grupos de pueblos, tropiezan con no pequeñas dificultades. En efecto, una comprobación exacta del nivel de existencias de que aquí estamos hablando sólo podría alcanzarse a través de una encuesta o investigación. Y esta tarea requiere un amplio aparato de funcionarios públicos extendido por todas las zonas a que llegan los intercambios y dotado de los poderes necesarios, un aparato, en suma, que sólo los gobiernos pueden poner en marcha y aun esto sólo dentro de sus propios territorios. E incluso dentro de estas fronteras se trata de un aparato de nula eficacia, como todos los especialistas en la materia saben, cuando se refiere a bienes cuya cantidad disponible escapa fácilmente al control público.

Añadamos además que estas encuestas y pesquisas sólo pueden hacerse de vez en cuando, y que de ordinario se abren grandes intervalos de tiempo entre unas y otras, de tal modo que aun admitiendo que los datos obtenidos para un momento determinado sean fiables, pierden a menudo su valor práctico o éste queda muy reducido cuando llegan al conocimiento del público, al menos respecto de aquellos bienes cuyas cantidades disponibles están sujetas a fuertes oscilaciones.

Vemos, pues, que la actividad pública encaminada a comprobar la cantidad de bienes de que dispone un pueblo o una parte del pueblo queda reducida, por su propia naturaleza, a aquellos bienes cuyas cantidades no experimentan cambios excesivos, como es el caso de las fincas, edificios, establos, medios de comunicación, etc. De este modo, los datos registrados en el catastro en un momento determinado siguen teniendo validez también para épocas posteriores. La investigación pública se aplica asimismo a aquellos otros bienes cuya cantidad disponible está de tal modo sujeta al control de la Administración que queda en cierro modo garantizada la exactitud de las cifras obtenidas.

Dado el destacado interés que, bajo las circunstancias arriba descritas, tiene el mundo de los negocios por conocer de la manera más exacta posible las cantidades de bienes disponibles en determinadas zonas de intercambio, se comprende bien que no se contente con los incompletos resultados de la actividad gubernamental, muchas veces desempeñada por personas de escasos conocimientos económicos, y, además, reducida siempre a unas determinadas regiones o comarcas. En consecuencia, procura alcanzar con sus propios medios, y no raras veces con grandes sacrificios, un conocimiento exacto de las cantidades de que hablamos. Para llevar a cabo esta tarea ha creado órganos al servicio de estos intereses especiales, cuya misión consiste en buena parte en informar a los miembros de aquella rama de los negocios sobre el estado actual de las existencias en las diversas regiones en las que se llevan a cabo los intercambios [4].

Estos informes se apoyan en datos oficiales de todo tipo, de los que, una vez demostrada su fiabilidad, procura servirse inmediatamente el mundo de los negocios, en informaciones adquiridas sobre el lugar por los corresponsales especializados y en parte también en combinaciones hechas por los comerciantes experimentados sobre la base de datos antiguos, pero seguros, que se extienden no sólo al nivel de existencias actualmente disponibles, sino también a las cantidades de bienes de que previsiblemente dispondrán los hombres en épocas posteriores [5].

Los datos así obtenidos bastan de ordinario para que el mundo de los negocios tenga una visión clara de las cantidades disponibles de unos bienes determinados en unas zonas de intercambio más o menos extensas, y para que pueda formarse un juicio sobre las modificaciones previsibles en los niveles de las existencias. Les permiten asimismo advertir en qué puntos concretos existen incertidumbres y dónde, por consiguiente, el éxito de determinadas operaciones depende de la mayor o menor cantidad disponible de un bien concreto. Los negociantes pueden entonces calcular el riesgo de tales operaciones.

§ 3.—EL ORIGEN DE LA ECONOMÍA HUMANA Y DE LOS BIENES ECONÓMICOS

a) Los bienes económicos

En las dos secciones precedentes hemos visto cómo tanto los individuos aislados como los habitantes de regiones enteras o de grupos de regiones, unidos entre sí por el intercambio, se esfuerzan de una parte por formarse una idea de las necesidades que tendrán en tiempos futuros y, de la otra, por calcular la cantidad de bienes de que disponen para cubrirlas. Consiguen así el indispensable fundamento para su actividad, dirigida a la satisfacción de las necesidades. Nos toca ahora exponer cómo, sobre la base de los anteriores conocimientos, los hombres emplean las cantidades de bienes disponibles (bienes de consumo inmediato y medios de producción) para satisfacer sus necesidades de la manera más completa posible.

Como resultado de la anterior investigación sobre la necesidad y sobre la cantidad de bienes disponibles puede darse una triple posibilidad:

a) La necesidad es mayor que la cantidad disponible.

b) La necesidad es menor que la cantidad.

c) La necesidad y la cantidad disponible son iguales.

Pues bien, podemos observar que, respecto de la gran mayoría de los bienes, se registra siempre la primera de las posibilidades, de modo que forzosamente debe quedar insatisfecha una parte de las necesidades cubiertas por los bienes correspondientes. No me refiero aquí a objetos lujosos, ya que respecto de ellos la anterior afirmación es en sí misma evidente. Entran también en este capítulo los vestidos más ordinarios, las viviendas y edificaciones más comunes, los alimentos más usuales. De ordinario, ni siquiera disponemos de tierra, piedras y ni aun de los más insignificantes desechos en tales cantidades que podamos utilizarlos despreocupadamente.

Cuando, respecto de un determinado período de tiempo, advierten los hombres que se produce esta circunstancia, es decir, que la necesidad de un bien es mayor que la cantidad disponible, comprenden también al mismo tiempo que no puede disminuirse una parte importante de las cualidades útiles de la cantidad disponible, o no puede ser sustraída a la disposición de los hombres, sin que quede insatisfecha una concreta necesidad humana que hasta ahora había sido cubierta, o que quede satisfecha menos perfectamente que si no se diera tal caso.

La más inmediata consecuencia que se deriva de este conocimiento en orden a la actividad humana tendente a la más perfecta satisfacción posible de sus necesidades es que los hombres se esfuerzan por:

1. Mantener aquella cantidad parcial de los bienes de que disponen en la relación cuantitativa anteriormente existente.

2. Conservar las propiedades útiles de dichos bienes.

Otra de las consecuencias derivadas del conocimiento de la mencionada relación entre necesidad y cantidad disponible es que, por un lado, los hombres adquieren conciencia de que, sean cuales fueren las circunstancias, una parte de las necesidades de los bienes de que hablamos queda insatisfecha y, por el otro, que toda utilización inadecuada de cantidades parciales de estos bienes tiene como consecuencia inevitable que también quedará insatisfecha una parte de aquellas necesidades que podrían haber sido cubiertas con una utilización racional de la masa total de bienes disponibles.

Así pues, respecto de la relación cuantitativa de los bienes, los hombres pretenden con su actividad previsora, encaminada a la satisfacción de sus necesidades, los siguientes fines:

3. Hacer una elección entre las necesidades más importantes, que satisfacen con las cantidades de bienes de que disponen, y aquellas otras que tienen que resignarse a dejar insatisfechas.

4. Alcanzar con una cantidad parcial dada dentro de la relación cuantitativa de bienes, y mediante un empleo racional, el mayor éxito posible, o bien, un éxito determinado con la menor cantidad posible. Dicho con otras palabras, utilizar las cantidades de bienes de consumo directo y sobre todo las cantidades de medios de producción de que disponen de una manera objetiva y racional, para satisfacer sus necesidades del mejor modo posible.

A la actividad humana encaminada a la consecución de los mencionados fines la denominamos, considerada en su conjunto, economía. A los bienes que se hallan en la relación cuantitativa antes descrita, y que constituyen su objeto exclusivo, los llamamos bienes económicos, en contraposición a aquellos otros de los que los hombres no tienen ninguna necesidad para su actividad económica y ello debido a razones que, como veremos más adelante, se explican de lleno en virtud de la relación cuantitativa tomada en su sentido más estricto, como acabamos de indicar a propósito de los bienes económicos [6].

Pero antes de pasar a la exposición de esta relación y de los fenómenos vitales que hallan en ella su último fundamento, queremos reflexionar sobre un fenómeno de la vida social que tiene una incalculable importancia para el bienestar de los hombres y cuyas causas ultimas se derivan asimismo de la relación cuantitativa que acabamos de mencionar.

Hasta ahora hemos presentado en términos muy generales los fenómenos vitales que resultan del hecho de que respecto de un grupo de bienes la necesidad de los hombres es mayor que la cantidad disponible de los mismos, sin prestar especial atención a la articulación social de estos hombres. Así pues, lo que se ha venido diciendo tiene aplicación tanto para el individuo aislado como para una sociedad en su conjunto, sea cual fuere su organización. Pero la convivencia de los hombres que persiguen sus intereses también como miembros de la sociedad, fomenta y pone de relieve respecto de todos aquellos bienes que se encuentran en la repetidamente mencionada relación cuantitativa, un fenómeno especial, que debe ser estudiado en este lugar.

Si se aplica, en efecto, la antedicha relación cuantitativa a una determinada sociedad, es decir, si una sociedad concreta no dispone de las cantidades de un bien requeridas para satisfacer una necesidad específica, entonces, tal como antes se acaba de decir, es imposible que satisfagan completamente sus necesidades todos los individuos que componen aquella sociedad. Nada hay entonces tan seguro como que no se podrán satisfacer, o sólo de un modo incompleto, las necesidades de una parte de los miembros de la colectividad. El egoísmo humano encuentra aquí un impulso para hacer valer sus derechos y cada individuo se esforzará —allí donde la cantidad disponible no alcanza para todos— por cubrir sus propias necesidades de la manera más completa que le sea posible, excluyendo a los demás.

Cada individuo concreto coronará con muy diversa fortuna este intento. Sea cual fuere la distribución de los bienes que se encuentran en la antes mencionada relación cuantitativa, lo cierto es que siempre resultará que la necesidad de una parte de los miembros de la sociedad no podrá ser cubierta o lo será de forma incompleta. Estos últimos mantendrán, por tanto, respecto de aquella cantidad parcial de la masa total de bienes disponibles, una actitud opuesta a la de los actuales poseedores. Y esto equivale a decir que los individuos concretos que poseen estos bienes se enfrentan con la necesidad de que la sociedad les proteja contra todos los posibles actos de violencia de los otros individuos. Llegamos aquí al origen económico de nuestro actual ordenamiento jurídico y en primer término de la llamada “protección de bienes y hacienda”, fundamento de la propiedad.

Así pues, la economía humana y la propiedad tienen un mismo y común origen económico, ya que ambos se fundamentan, en definitiva, en el hecho de que la cantidad disponible de algunos bienes es inferior a la necesidad humana. Por consiguiente, la propiedad, al igual que la economía humana, no es una invención caprichosa, sino más bien la única solución práctica posible del problema con que nos enfrenta la naturaleza misma de las cosas, es decir, la antes mencionada defectuosa relación entre necesidad y masa de bienes disponibles en el ámbito de los bienes económicos.

Por esto mismo, es también imposible eliminar la institución de la propiedad sin eliminar al mismo tiempo las causas que llevan forzosamente a ella, es decir, sin multiplicar al mismo tiempo las cantidades disponibles de todos los bienes económicos hasta tal punto que pueda quedar realmente cubierta la necesidad de todos los miembros de la sociedad o sin disminuir hasta tal extremo les necesidades de los hombres que los bienes de que de hecho disponen basten para cubrir aquellas necesidades. Si no se consigue un equilibrio de este tipo entre necesidad y masa disponible, un nuevo orden social podrá conseguir, sin duda, que sean otras personas —en vez de las actuales— las que pueden utilizar las cantidades disponibles de bienes económicos para la satisfacción de sus necesidades, pero nada ni nadie podrá impedir que siga habiendo personas cuyas necesidades de bienes económicos no son cubiertas, o lo son incompletamente, y frente a cuyas siempre posibles acciones violentas tendrán que ser defendidos los nuevos propietarios. La propiedad, en el sentido mencionado, es, pues, inseparable de la economía en su forma social y todos los planes de reforma social sólo pueden tender, si quieren ser razonables, a una distribución adecuada de los bienes económicos, no a la supresión de la institución de la propiedad. 

b) Los bienes no económicos

En la sección precedente hemos descrito los fenómenos de la vida que aparecen como consecuencia de que la necesidad de ciertos bienes es mayor que la cantidad de que se dispone. Nos toca ahora exponer los hechos que se producen cuando la relación es inversa, es decir, cuando la necesidad de bienes es menor que la cantidad de bienes de que se dispone.

La primera consecuencia de esta relación es que el hombre advierte no sólo que dispone de cuantos bienes necesita para satisfacer sus necesidades en este punto concreto, sino que jamás agotará las cantidades de bienes requeridas para aquella satisfacción. Supongamos el caso de un arroyo de montaña que discurre junto a una aldea, con un caudal medio diario de 200.000 cántaros, aunque con la diferencia de que en épocas de lluvia y en primavera, cuando se funden las nieves de las montañas, la cantidad llega a los 300.000, mientras que en épocas de gran estiaje no pasa de 100.000. Supongamos también que los habitantes de dicha aldea necesitan, para satisfacer todas sus necesidades de este bien (agua para beber, etc.), un consumo normal de 200 cántaros diarios, y de 300 como máximo. Tendremos que frente a una necesidad máxima de 300 cántaros disponen al menos de 100.000 cántaros. En éste y en todos los casos similares, que presentan una idéntica relación cuantitativa, es claro no sólo que esté completamente prevista la satisfacción de la totalidad de las necesidades cubiertas por estos bienes, sino que los sujetos económicos sólo pueden consumir una parte de la cantidad total disponible. Puede además retirarse una cantidad parcial de estos bienes o pueden disminuirse sus propiedades útiles sin que por eso se perjudique la satisfacción de las necesidades, mientras la relación cuantitativa no se modifique en sentido contrario. Así pues, respecto de estos bienes, los buenos administradores no tienen la necesidad práctica ni de reservarse una cantidad parcial ni de conservar las propiedades útiles de los mismos.

Tampoco se registran las antes mencionadas formas tercera y cuarta de la actividad económica de los hombres cuando se trata de bienes cuyas cantidades disponibles son mayores que la necesidad que se tiene de ellos. ¿Qué sentido tendría, por ejemplo, cuando se da esta circunstancia, la preocupación por elegir entre satisfacer las necesidades con la cantidad de bienes de que se dispone o renunciar a ello, allí donde ni siquiera con la más completa satisfacción se disminuye la cantidad total de bienes disponibles? ¿Ni qué podría mover a los hombres a conseguir los mejores resultados posibles con una cantidad dada de bienes, o alcanzar un determinado resultado empleando la menor cantidad posible de estos bienes?

Es, pues, claro que respecto de aquellos bienes cuya cantidad disponible es superior a las necesidades, queda excluida la actividad económica de los hombres de la misma natural y necesaria manera en que aparece cuando los bienes se hallan en la relación cuantitativa opuesta. No constituyen en el primer caso objetos de la economía humana y, por ende, los llamamos bienes no económicos.

Hasta ahora hemos considerado la relación sobre la que se fundamenta el carácter no económico de los bienes en términos generales, es decir, sin hacer una referencia específica a la actual situación social de los hombres. Sólo nos resta aludir a los peculiares fenómenos sociales que se producen como consecuencia de la antes citada relación cuantitativa.

La tendencia de cada uno de los miembros de una sociedad a disponer de correctas cantidades de bienes, con exclusión de todos los demás miembros, tiene su origen, como ya vimos, en el hecho de que la cantidad de determinados bienes de que dispone la sociedad es menor que la necesidad y, como resultado de esta circunstancia, la satisfacción plena de la necesidad de todos los individuos resulta imposible, por lo cual uno de ellos se siente impulsado a cubrir sus necesidades excluyendo a los demás sujetos económicos. Al competir todos los miembros de la sociedad por una cantidad de bienes que bajo ninguna circunstancia alcanza a satisfacer plenamente las necesidades de todos, ya vimos en líneas anteriores que la única solución práctica respecto de estos encontrados intereses es que unos individuos económicos concretos se apropien de cantidades parciales de la cantidad total de que dispone la sociedad y que estos propietarios sean protegidos por la misma sociedad, excluyendo al mismo tiempo a los restantes sujetos económicos.

La situación es esencialmente distinta respecto de aquellos bienes que no tienen carácter económico. Aquí, la cantidad de bienes de que dispone la sociedad es mayor que su necesidad, de modo que incluso una vez que todos los individuos hayan satisfecho totalmente sus necesidades, siguen quedando cantidades parciales de la masa total, que se pierden sin provecho ninguno. En estas circunstancias, ningún individuo se enfrenta con la necesidad práctica de asegurarse, para la satisfacción de sus necesidades, una cantidad parcial suficiente, porque el simple conocimiento de la relación cuantitativa sobre la que se fundamenta el carácter económico de los mencionados bienes garantiza a todas las personas las cantidades necesarias, incluso aunque todos los demás miembros de la sociedad cubran por entero sus necesidades de tales bienes, ya que siempre quedarán cantidades sobrantes más que suficientes.

La tendencia de los individuos concretos no está orientada, tal como enseña la experiencia, a asegurase cantidades parciales de bienes no económicos excluyendo a las restantes personas de la satisfacción de sus necesidades individuales. De hecho, estos bienes, que no constituyen objeto de la economía, tampoco son objeto de la voluntad de propiedad de los hombres. Podemos, más bien, observar de hecho, en el caso de estos bienes que se hallan insertos en la relación fundamentadora de su carácter no económico, una imagen del comunismo, porque los hombres son comunistas dondequiera ello es posible, atendidos siempre los actuales fundamentos naturales. En aquellos lugares donde los ríos llevan más agua de la que los habitantes necesitan pata satisfacer sus necesidades de este bien, todos y cada uno de ellos van al río y toman la cantidad de agua que quieren. En las grandes selvas, cada uno toma, sin impedimento alguno, la cantidad de leña que necesita y cada cual tiene en su casa cantidad de luz y de aire que le apetece. Este comunismo tiene en la antes mencionada relación cuantitativa un fundamento no menos natural que la propiedad en la relación opuesta. 

c) Relación entre los bienes económicos y no económicos

En las dos secciones precedentes hemos considerado la naturaleza y el origen de la economía humana y hemos defendido la opinión de que la diferencia entre los bienes económicos y no económicos se fundamenta, en definitiva y en el más exacto sentido de la palabra, en la diferente relación existente entre la necesidad y la cantidad disponible de dichos bienes.

Una vez esto bien establecido, no es menos claro que el carácter económico —o respectivamente no económico— de los bienes no es algo innato en ellos, no es una cualidad intrínseca de estos bienes y que, por consiguiente, todo bien adquiere su carácter económico, con independencia de sus cualidades intrínsecas o de factores exteriores [7], cuando se halla inserto en la relación cuantitativa que hemos expuesto, y lo pierde cuando la relación se invierte.

La experiencia nos enseña también que hay bienes de una misma naturaleza que en un lugar determinado no tienen carácter económico, mientras que lo tienen en otro. Más aún, los bienes de una misma naturaleza y en un mismo lugar unas veces tienen valor económico y otras no, según sean las circunstancias.

Y así mientras que en las regiones ricas en manantiales el agua potable no tiene valor económico, como tampoco lo tienen los troncos de árboles sin desbastar en las grandes zonas boscosas, e incluso los terrenos en algunos países, lo tienen, en cambio, en otros lugares. Abundan también los ejemplos de bienes que en un tiempo y lugar determinados no tuvieron ningún carácter económico, pero que acabaron por adquirirlo en aquel mismo lugar, y en otro tiempo. Estas diferencias y estos cambios no pueden estar, por consiguiente, enraizados en las cualidades mismas de los bienes. Al contrario, tras atento análisis de las relaciones existentes podemos llegar a la convicción de que en todos los casos en que unos bienes del mismo tipo tienen a un mismo tiempo en dos lugares distintos distinto carácter, es distinta la relación existente en estos lugares entre necesidad y masa de bienes disponible.

Podemos afirmar de igual modo que siempre que en dichos lugares unos bienes que originariamente no tenían carácter económico han pasado a adquirirlo —o a la inversa— se ha producido un cambio en la antes mencionada relación cuantitativa.

A tenor de cuanto se ha venido diciendo, las causas por las que unos bienes no económicos pasan a ser económicos son de dos clases. O se deben a un aumento de la necesidad o a una disminución de las cantidades disponibles.

Las causas más importantes de las que se deriva un aumento de la demanda son:

1. el aumento de la población, sobre todo cuando se produce una acumulación local de la misma;

2. el desarrollo de las necesidades humanas, en virtud del cual aumentan las necesidades de una misma población, y

3. los progresos humanos en el conocimiento de la conexión causal entre las cosas y su bienestar, a través del cual surgen nuevas aplicaciones utilitarias de estos bienes.

No es preciso insistir en que se trata, en todos los casos, de fenómenos concomitantes del paso de los hombres de niveles inferiores de cultura a niveles superiores. De donde se sigue naturalmente que, a una con la elevación de la cultura, los bienes no económicos muestran tendencia a adquirir el carácter de bienes económicos, debido sobre todo a que uno de los factores que ejercen aquí su influencia, a saber, la necesidad humana, aumenta con la evolución cultural. Si a esto se añade la disminución de la cantidad disponible de aquellos bienes que hasta entonces no tienen carácter económico (por ejemplo, de la madera, provocada por la tala o devastación de bosque, tal como ocurre en la evolución de algunas culturas) nada hay más natural que los bienes cuya cantidad disponible sobrepasaba con mucho las necesidades en un estadio cultural anterior y que por consiguiente no tenían carácter económico, se tornen en económicos con el correr del tiempo. En numerosos lugares, sobre todo del Nuevo Mundo, puede documentarse históricamente este paso del carácter no económico al económico de algunos bienes, sobre todo de la madera y de las tierras. El fenómeno puede incluso observarse en nuestros días y, en mi opinión, y aunque las noticias a este respecto son fragmentarias, llegará el momento en que en Alemania, otrora tan rica en bosques, se encontrarán pocos lugares en los que sus habitantes no den un paso similar, por ejemplo, respecto de la leña y la madera.

A tenor de cuanto se viene diciendo resulta claro que también el cambio en virtud del cual los bienes económicos se convierten en no económicos —y a la inversa, cuando estos últimos pasan a ser económicos— debe atribuirse única y exclusivamente a un cambio de relación entre necesidad y cantidad disponible.

Revisten un peculiar interés científico aquellos bienes que, respecto de estos fenómenos, se sitúan en una posición a medio camino entre los bienes económicos y los no económicos.

Deben mencionarse aquí en primer término aquellos que en una cultura altamente evolucionada, y en razón de su especial importancia, son producidos por la sociedad y ofrecidos a la utilidad pública en tan gran cantidad que pueden ponerse a disposición hasta de los miembros más pobres de la comunidad y en las cantidades que se quiera y que, por consiguiente, no tienen para los consumidores carácter económico.

Uno de estos bienes suele ser, en las altas culturas, la enseñanza primaria. Incluso un vaso de agua pura es para los habitantes de muchas ciudades un bien tan importante que, cuando no existe una abundancia natural, instalan conducciones que van a dar a las fuentes públicas y en tan grandes cantidades que no sólo queda cubierta por completo la necesidad de los habitantes, sino que de ordinario hay agua de sobra. Mientras que en los niveles culturales inferiores las clases de un maestro son, para los necesitados de instrucción, un bien económico, en las culturas evolucionadas, y gracias a la previsión de la sociedad, esta enseñanza no es un bien económico para los que viven en el campo, del mismo modo que no lo es el vaso de agua pura para los habitantes de las grandes ciudades. Así, lo que antes era un bien económico para los consumidores, pierde ahora este carácter.

A la inversa, puede darse el caso de que haya algunos bienes que la naturaleza produce espontáneamente en cantidades superiores a las requeridas por la de los hombres, pero que adquieren para los consumidores de los mismos carácter económico si un déspota excluye a los demás sujetos económicos de la libre disposición de tales bienes. En las regiones ricas en arbolado son muy numerosos los lugares que la naturaleza ha rodeado de frondosos bosques, de tal medo que la cantidad de leña disponible supera con mucho la necesidad de los habitantes y, por consiguiente, los troncos sin desbastar no tendrían, por la propia esencia de las cosas, ningún valor económico. Pero si un déspota se apodera de todo el bosque o de grandes partes del mismo puede regular de tal modo las cantidades de leña de que de hecho disponen los habitantes del lugar que ya la leña adquiere para éstos un carácter económico. En los bosques de los Cárpatos hay, por ejemplo, numerosas aldeas en las que los pequeños propietarios, antiguos dueños de los terrenos, se ven obligados a comprar a los grandes terratenientes la leña que necesitan, mientras que estos últimos, por su parte, dejan pudrirse todos los años los troncos por millares, porque las cantidades de que disponen superan ampliamente las necesidades presentes. En este caso se trata de bienes que, según el curso normal de las cosas, no deberían tener carácter económico, pero que llegan a tenerlo debido a maniobras artificiales. También en ellos pueden observarse los fenómenos de la vida económica que son propios de los bienes económicos [8].

Deben mencionarse aquí finalmente aquellos bienes que, respecto del presente, no tienen aún carácter económico pero que, con la mirada puesta en las evoluciones futuras, los agentes de la economía consideran ya desde algún punto de vista como pertenecientes a esta categoría. Si, por ejemplo, disminuye constantemente la cantidad disponible de un bien no económico o, respectivamente, aumenta constantemente la necesidad del mismo, y la relación entre ambas cosas es tal que puede preverse el paso definitivo del carácter no económico del bien en cuestión al carácter económico, los agentes de la economía suelen convertir algunas cantidades parciales concretas del mismo —todavía cuando está presente la relación cuantitativa que fundamenta su carácter no económico— en objeto de su actividad económica, con la mirada puesta en tiempos futuros. Suelen además, asegurar, bajo determinadas circunstancias sociales, sus necesidades individuales de dichos bienes apoderándose de las correspondientes cantidades. Lo mismo cabe decir de aquellos bienes no económicos cuya cantidad disponible está sujeta a fuertes oscilaciones, de tal modo que sólo la disposición de una cierra abundancia en épocas normales asegura la satisfacción para tiempos de escasez. Pero entran aquí, sobre todo, aquellos bienes no económicos en los que las fronteras entre necesidad y cantidad disponible están ya tan cercanas (a esto se refiere de modo especial el ejemplo mencionado en tercer lugar en la página 83), que el abuso o la mala comprensión de unos determinados individuos económicos puede ser funesta para los restantes. Puede ocurrir asimismo que ciertas circunstancias especiales (como la comodidad, la pereza, etc.) aconsejen adquirir la propiedad de algunas concretas cantidades parciales de bienes que de momento no son económicos. Estas y otras similares razones pueden provocar el fenómeno de la propiedad sobre bienes que, respecto de las restantes manifestaciones de la vida económica, se nos presentan aún como no económicos.

Podríamos ahora dirigir la atención de nuestros lectores a una circunstancia que tiene una gran importancia para la valoración del carácter económico de los bienes. Nos referimos a la diferencia de calidad de los mismos. En efecto, si la cantidad toral disponible de un bien no puede cubrir la necesidad que existe del mismo, entonces cada una de sus concretas cantidades parciales se convierte en objeto de la economía humana, es decir, en bien económico, prescindiendo de su mayor o menor calidad. Pero si, por el contrario, la cantidad disponible de un bien es mayor que la necesidad del mismo y existen, por consiguiente, cantidades parciales que no pueden ser utilizadas para la satisfacción de ninguna necesidad, entonces, y a tenor de cuanto se ha venido diciendo sobre la esencia de los bienes no económicos, todas las cantidades parciales de dicho bien adquieren el carácter de no económicas y tendrían, consideradas en su conjunto, una misma condición. Pero dado que las cantidades parciales de la masa disponible de un bien tienen ciertas ventajas sobre las restantes, de modo que por medio de ellas pueden satisfacerse las correspondientes necesidades de los hombres mejor o más completamente que mediante otras, puede ocurrir que los bienes de más alta calidad tengan carácter económico, mientras que los restantes, menos cualificados, muestren un carácter no económico. Y así, por ejemplo, en un país en el que hay sobreabundancia de terrenos, aquellos que, en razón de la composición del suelo o de la situación, son más ventajosos han adquirido ya el carácter económico, mientras que los otros no tienen aún este carácter. O bien, en una ciudad situada junto a un río, que lleva agua potable de menor calidad, las cantidades de agua de manantial pueden ser ya objeto de la actividad económica de los individuos, mientras que el agua del río no tienen aún este carácter.

Si, pues, algunas veces nos sale al encuentro el fenómeno de que diferentes cantidades parciales de un mismo bien tienen al mismo tiempo un distinto carácter, la razón estriba en que también en este caso la cantidad disponible de bienes altamente cualificados es menor que la necesidad, mientras que la cantidad de bienes de menor calidad de que se dispone supera la necesidad aún no cubierta por los bienes de mejor calidad. Por consiguiente, estos casos no son excepciones, sino más bien confirmación de los principios expuestos.

d) Las leyes que regulan el carácter económico de los bienes

Nuestras investigaciones sobre las leyes que regulan la necesidad humana nos han llevado a la confusión de que esta necesidad, en la medida en que se refiere a bienes de un orden superior, está condicionada, en primer lugar, por nuestra necesidad de los bienes correspondientes de órdenes inferiores y, además, también por el hecho de que nuestra necesidad de estos últimos todavía no ha sido satisfecha o sólo lo ha sido en parte. A aquellos bienes cuya cantidad disponible no cubre enteramente la necesidad los hemos calificado de económicos. De donde se deriva el principio de que nuestra necesidad de bienes de un orden superior está condicionada por el carácter económico de los bienes correspondientes de orden inferior.

En aquellos lugares en los que la cantidad de agua potable pura y sana supera las necesidades de la población y en los que, por consiguiente, el agua no tiene carácter económico, no existe ninguna necesidad de todas aquellas instalaciones y medios de transporte exclusivamente ordenados a la conducción y el filtrado o respectivamente al aprovisionamiento de agua potable. De igual modo, en aquellas regiones en las que hay una sobreabundancia natural de leña para alimentar el fuego (propiamente hablando de troncos de árboles), este bien no tiene carácter económico y, evidentemente, queda excluida de antemano toda necesidad de los bienes de orden superior encaminados exclusivamente a la producción de leña. En cambio, en aquellas otras regiones en las que el agua potable o respectivamente la leña tienen carácter económico, aparece la necesidad de los antes mencionados bienes de orden superior.

Es, pues, seguro que la necesidad humana de bienes de orden superior está condicionada por el carácter económico de los correspondientes bienes de orden inferior. Esta necesidad de bienes de orden superior ni siquiera puede presentarse si no sirven para la producción de bienes económicos. En todo caso, la necesidad de esta producción nunca puede ser mayor que la cantidad disponible —por pequeña que sea— de los correspondientes bienes de orden superior, de modo que el carácter económico de estos últimos queda excluido de antemano.

De donde se deduce el principio general de que el carácter económico de los bienes de orden superior está condicionado por el de los bienes de orden inferior a cuya producción sirven, o dicho con otras palabras, ningún bien de orden superior puede alcanzar o reclamar para sí carácter económico si no es apto para la producción de bienes económicos de orden inferior.

Si, por tanto, se someten a nuestra valoración los bienes de orden inferior que manifiestan tener carácter económico, y se plantea la pregunta de las causas últimas del carácter económico de los mismos, se invertiría la verdadera relación, si alguien quisiera admitir que tales bienes son bienes económicos porque los bienes utilizados para su producción tienen carácter económico antes incluso de ser sometidos a los procesos de producción. Esta suposición estaría en contradicción con toda la experiencia, que nos enseña que a partir de bienes de orden superior, cuyo carácter económico está por encima de toda duda, pueden producirse y de hecho se producen, como consecuencia de la ignorancia económica, totalmente inútiles, que no tienen ni siquiera la cualidad de bienes, y menos aún carácter económico. Pueden imaginarse también casos en los que a partir de bienes económicos de orden superior podrían producirse cosas que tendrían ciertamente la cualidad de bienes, pero no carácter económico. Así ocurriría, por ejemplo, si en zonas boscosas hubiera personas que decidieran hacer leña a base de despilfarrar bienes económicos, o en regiones con sobreabundancia de agua potable la extrajeran con dispendio de bienes económicos, o produjeran aire utilizando para ello materias preciosas.

El carácter económico de un bien no puede ser, pues, consecuencia de la circunstancia de que sea producido a partir de bienes de un orden superior. De ser así, habría que rechazar la explicación del antes mencionado fenómeno de la vida económica de los hombres bajo todas las circunstancias, y llevaría además implícita en sí misma una contradicción interior. Efectivamente, explicar el carácter económico de los bienes de un orden inferior aduciendo que son producidos por otros bienes de orden superior es sólo una explicación aparente y ni siquiera cumple —prescindiendo de su inexactitud y de su contradicción con lo que la experiencia enseña— las condiciones formales de la explicación de un fenómeno. Si recurrimos, efectivamente, a explicar el carácter económico de los bienes del primer orden por el de los bienes del segundo orden, y los de éste por el carácter económico de los bienes del tercer orden, y el de éste por el de los bienes del cuarto orden y así sucesivamente, no avanzamos, en el fondo, un solo paso en la solución del problema, porque siempre quedaría sin respuesta el problema de la causa última y propia del carácter económico de los bienes.

De la precedente exposición se deduce claramente que es el hombre, con sus necesidades y su poder sobre los medios para la satisfacción de las mismas, el punto de partida y el objetivo de toda humana economía. El hombre experimenta en primer lugar la necesidad de bienes del primer orden y convierte en objeto de su actividad económica aquellos bienes cuya masa disponible es inferior a la necesidad, es decir, los convierte en bienes económicos, mientras que no encuentra ningún motivo práctico para introducir a los restantes en el círculo de dicha actividad.

Más tarde la reflexión y la experiencia llevaron a los hombres a un conocimiento cada vez mayor y más profundo de la conexión causal de las cosas y más en concreto su conexión con el bienestar humano, de modo que aprendieron a distinguir bienes del segundo, del tercer y de otros órdenes superiores. Ahora bien, también respecto de estos bienes de órdenes superiores ocurre lo mismo que con los del primer orden, es decir, que algunos de ellos están disponibles en cantidades superiores a las requeridas por la necesidad, mientras que otros se hallan en la relación opuesta. Y así, también en esta clase de bienes distinguen los hombres entre los que incluyen en el círculo de su actividad económica y aquellos otros de los que no tienen ninguna necesidad práctica de hacer tal inclusión. Y éste es el origen del carácter económico de los bienes de orden superior.

 

§ 4.—LA RIQUEZA

 En líneas anteriores (cf. apartado 3) hemos denominado a la totalidad de los bienes de que dispone una persona su posesión de bienes y hemos designado a la totalidad de los bienes económicos de que dispone [9] un sujeto económico como su riqueza [10]. Por consiguiente, no pueden considerarse como partes de su riqueza los bienes no económicos de que dispone un sujeto o agente económico, ya que no son objeto de su actividad.

Hemos visto también que bienes económicos son aquellos cuya cantidad disponible es menor que la necesidad que se tiene de los mismos. Así pues, la riqueza podría también definirse como “la totalidad de aquellos bienes de que dispone un sujeto económico, cuya cantidad es menor que la necesidad de los mismos”. Por consiguiente, en una sociedad en la que pudiera disponerse de todo tipo de bienes en cantidades siempre superiores a su necesidad no habría ni bienes económicos ni “riqueza”. La riqueza es, pues, una medida para el grado de plenitud con que una persona que desarrolla su actividad económica en igualdad de situación con otras puede satisfacer sus necesidades. Pero no es una medida absoluta [11], porque el supremo bienestar de todos los individuos de una sociedad se alcanzaría cuando las cantidades de bienes disponibles de esta sociedad fueran tan grandes que nadie necesitara poseer riquezas.

Estas observaciones podrían contribuir a la solución de un problema que, en razón de las aparentes antinomias de que adolece, es muy adecuado para suscitar desconfianza sobre la exactitud de los principios básicos de nuestra ciencia. Ya se ha aludido antes al hecho de que una continua multiplicación de los bienes puestos a disposición de los agentes económicos acabaría por despojarlos de su carácter económico, de modo que las partes constitutivas de la riqueza tendrían que ir disminuyendo continuamente. Surgiría entonces la auténtica contradicción de que una continuada multiplicación de los objetivos-riqueza tendría como consecuencia inevitable la disminución de estos mismos objetos [12].

Supongamos, por ejemplo, que la cantidad de agua mineral disponible en una población es menor que su necesidad. En consecuencia, las cantidades parciales de este bien de que disponen las concretas personas económicas, así como los manantiales, son bienes económicos, partes constitutivas de la riqueza. Pero sigamos suponiendo que, repentinamente, de algunos arroyos comienzan a manar aguas salutíferas en tal cantidad que pierden su anterior carácter económico. Entonces, es bien seguro que las cantidades de agua mineral a disposición de los sujetos económicos antes de la producción de dicho suceso, y los manantiales mismos, dejarían de ser partes constitutivas de la riqueza y se produciría el caso de que la continuada multiplicación de dichas partes tendría como consecuencia ineludible una disminución de la riqueza total.

Esta paradoja, a primera vista tan sorprendente, demuestra ser, bajo un atento análisis, sólo aparente. Los bienes económicos son, como ya vimos antes, aquellos cuya cantidad disponible es inferior a la necesidad de los mismos, es decir, bienes de los que hay una ausencia parcial. La riqueza de los agentes económicos no es otra que la totalidad de estos bienes. Pero si la cantidad disponible de los mismos aumenta constantemente, hasta que acaban por perder su carácter económico, entonces ya no hay carencia de los mismos y salen del círculo de aquellos bienes que forman parte de la riqueza de los hombres económicos, es decir, del círculo de aquellos bienes de los que hay carencia parcial. No existe evidentemente ninguna contradicción en la circunstancia de que la continuada multiplicación de un bien de la que hubo antes escasez acabe en definitiva por eliminar dicha escasez.

Más bien cabe decir que el principio de que la continuada multiplicación de los bienes económicos desemboca finalmente en la disminución de aquellos bienes de los que hubo antes escasez es algo tan evidente para cualquiera como el principio opuesto de que la continuada disminución, durante un tiempo prolongado, de los bienes que sobreabundaban (de los bienes no económicos), llevará también finalmente a que estos bienes, de los que ahora hay escasez parcial, acaben por convertirse en partes constitutivas de la riqueza y que aumente por tanto el círculo de estas últimas.

Así pues, la mencionada paradoja, que, por lo demás, no se presenta sólo en el ámbito de los objetos de riqueza, sino de forma análoga también en el ámbito del valor y de los precios de los bienes económicos [13], es sólo aparente y descansa en último término en el desconocimiento de la esencia de la riqueza y de sus partes constitutivas.

Hemos definido la riqueza como la totalidad de los bienes económicos de que dispone un sujeto económico. Así pues, toda riqueza supone un sujeto económico o al menos un sujeto que puede llegar a serlo. Las cantidades de bienes económicos destinadas a un objetivo determinado no son, por tanto, riqueza en el sentido económico de la palabra, porque la ficción de una persona jurídica puede ser útil para los objetivos jurídicos prácticos o para las construcciones jurídicas teóricas, pero es inoperante para nuestra ciencia, que rechaza las ficciones. Y así, las llamadas “riquezas fundacionales” son cantidades de bienes económicos destinadas a fines concretos, pero no son riqueza en el sentido económico de la palabra.

El anterior problema nos lleva al otro de la esencia de la riqueza nacional. Los Estados, cada una de las partes de un país, los municipios y comunidades disponen, de ordinario, para satisfacer sus necesidades y poder alcanzar sus objetivos, de cantidades de bienes económicos. Aquí los economistas políticos no necesitan recurrir a la ficción de una persona jurídica. Para ellos existe, sin ficción, un agente económico, una sociedad que administra mediante sus propios órganos ciertos bienes económicos, de los que dispone para la satisfacción de sus necesidades, asignándoles un destino. No existe, pues, inconveniente en admitir que hay una riqueza del Estado, del “Land” o región, del municipio, de una corporación.

Otro es el caso cuando se utiliza la expresión “riqueza nacional”. Aquí no se trata de la totalidad de los bienes económicos de que dispone un pueblo para la satisfacción de sus necesidades, que administra a través de sus propios órganos y a los que asigna su destino, sino de la totalidad de aquellos bienes que están a disposición de cada uno de los individuos y de las sociedades económicas de un pueblo y de este mismo pueblo, para sus fines individuales. Se trata, pues, de un concepto que se diferencia en algunos puntos esenciales de lo que hemos llamado riqueza.

Si se acepta la ficción de que la totalidad de las personas de un pueblo que desarrollan, actividades económicas para la satisfacción de sus especiales necesidades y están movidas no raras veces por intereses contrapuestos constituyen un gran sujeto económico; si se acepta además que las cantidades de bienes económicos de que dispone cada uno de los agentes económicos están destinadas no a la satisfacción de las necesidades especificas de estos últimos, sino a la satisfacción de la totalidad de los individuos económicos de que se compone un pueblo, entonces se llega al concepto de una totalidad de bienes económicos puestos a disposición de un agente económico (en nuestro caso un pueblo) para el objetivo de la satisfacción de sus necesidades es decir, al concepto de lo que podría llamarse muy bien riqueza del pueblo o riqueza nacional. Pero dadas nuestras actuales circunstancias sociales, la totalidad de los bienes económicos de que disponen las personas económicas en el seno de un pueblo, con el objetivo de satisfacer sus específicas necesidades, no constituye, evidentemente, una riqueza en el sentido económico de la palabra, sino más bien un conjunto de dichos bienes, relacionados entre sí a través del intercambio humano [14].

Sin embargo, la necesidad de una denominación científica para la mencionada totalidad de bienes está tan justificada y la expresión de “riqueza nacional” para designar el mencionado concepto está tan admitida y sancionada por el uso, que no hay necesidad ninguna de renunciar a ella, sobre todo porque nos permite comprender con mayor claridad la naturaleza auténtica de la llamada riqueza nacional.

Es, de todas formas, necesario evitar el error que podría derivarse de un razonamiento que no tuviera en cuenta la antes mencionada diferencia. Cuando los problemas se refieren exclusivamente a la determinación cuantitativa de la llamada riqueza nacional, puede considerarse como riqueza nacional la totalidad de las riquezas de los individuos que componen un pueblo o una nación. Pero cuando, a partir de la magnitud de la riqueza nacional, se pretende sacar conclusiones sobre el nivel de bienestar de un pueblo, o cuando se trata de aquellos fenómenos que son resultado del contacto de cada uno de los agentes económicos, la concepción de riqueza nacional, entendida en el sentido literal de la palabra, desembocará forzosamente en frecuentes errores. En todos estos casos deberíamos más bien considerar la riqueza nacional como el conjunto de las riquezas de los individuos de un pueblo y deberíamos también prestar atención a la diferente medida de estas riquezas individuales.

 

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[1] También algunos animales hacen provisiones y procuran, con antelación, que no les falten alimentos y un cálido refugio en el invierno.

[2] La palabra “necesidad” admite en nuestro lenguaje una doble significación. Por un lado, designa las cantidades de bienes necesarias para la total satisfacción de las necesidades de una persona y, por el otro, las cantidades que probablemente consumirá esta persona. En este segundo sentido, un hombre que tiene, por ejemplo, 20.000 táleros de renta y que se ha acostumbrado a los gastos permitidos por esta cantidad, tiene una necesidad muy grande; es, en cambio, muy pequeña la de un obrero agrícola cuyos ingresos no superan los 100 táleros. Un mendigo, que depende de la caridad pública, no tendría —en este sentido— ninguna necesidad. También en su primera acepción presenta la “necesidad” grandes diferencias entre los hombres, según sean su nivel cultural y sus costumbres. Incluso las personas totalmente carentes de medios económicos tienen “necesidad’, que se mide por las cantidades de bienes necesarios para satisfacer sus necesidades. Los comerciantes e industriales utilizan generalmente la expresión en el sentido estricto de la palabra, entendiendo por “necesidad”, a menudo, la “demanda previsible” de un bien. En este sentido, se dice también que “a un determinado precio” existe una necesidad, pero que no existe a otro precio, y así otras expresiones similares.

[3] Cf. CONDILLAC, Le commerce et le gouvernement (I, Cap. I, pág. 248, ed. Daire)

[4] Entre estos órganos se encuentran en primer lugar los agentes o corresponsales que las grandes firmas mantienen en los centros principales de fabricación o venta de los artículos de su especialidad. Entre los deberes más destacados de estos corresponsales se encuentra el de suministrar a sus mandatarios información detallada y al día sobre la situación de los “stocks”. Hay, además, una amplia información escrita sobre los productos más importantes, basada en los informes de los vendedores y publicada a plazos regulares, que persigue este mismo objetivo. Quien siga atentamente los despachos de Bell en Londres, de Meyer en Berlín sobre cereales, de Licht en Magdeburgo sobre el azúcar, de Ellison y Haywood en Liverpool sobre el algodón, etc., hallará en ellos, junto a otros datos importantes del mundo de los negocios, sobre los que tendremos ocasión de volver más adelante, una exacta información sobre el estado de las existencias, basado en todo tipo de encuestas, y, donde éstas faltan, en datos extraídos gracias a cálculos penetrantes. Estos datos ejercen, como se verá más tarde, un influjo determinante sobre los fenómenos de la economía política y de modo especial sobre la formación del precio. Así, por ejemplo, las circulares sobre el algodón de Ellison y Haywood contienen información actualizada acerca de las existencias de esta materia prima en Liverpool y en toda Inglaterra, con indicación de sus distintas calidades y datos relativos al continente, además de otras noticias sobre América, la India, Egipto y las restantes zonas productoras. Estas circulares nos informan sobre las cantidades de algodón actualmente embarcadas, sobre los puertos de destino, sobre el nivel de los “stocks” ingleses y sobre la circunstancia de si estas cantidades se encuentran ya en los almacenes de los tejedores, o en manos de otros consumidores o todavía en primera mano, así como sobre las cantidades destinadas a la exportación, etc.

[5] Así, por ejemplo, los antes mencionados informes de Licht no sólo contienen datos sobre la situación actual de las existencias de azúcar en todas las regiones con las que Alemania mantiene relaciones comerciales, sino que se recopilan cuidadosamente todos los hechos que influyen sobre esta materia prima y sobre la orientación de la producción, por ejemplo, y especialmente sobre las superficies destinadas a plantaciones de caña o de remolacha azucarera, sobre la situación actual de las plantaciones o de los campos de remolacha, sobre la posible incidencia de la climatología en el momento de la zafra y sobre el volumen y la calidad de las cosechas, sobre el número de fábricas de azúcar y refinerías en funcionamiento y en paro y sobre la capacidad de rendimiento de las primeras, sobre las cantidades de productos nacionales y extranjeros que probablemente llegarán al mercado alemán y el momento en que legará cada una de las partidas, sobre los progresos de la técnica de la fabricación azucarera, las dificultades mercantiles, etc. Informes similares se dan también respecto de otros artículos en las restantes circulares comerciales antes mencionadas.

[6] La investigación de la naturaleza de los bienes económicos comienza por el intento de fijar el concepto de riqueza en el ámbito de la economía individual. Aunque A. Smith sólo tocó este problema de pasada, sus sugerencias han tenido las más profundas repercusiones en esta teoría. “Una vez implantada la división del trabajo —dice en su Wealth of Nations, cap. V, Basilea, 1801, pág. 43 ss—, todos y cada uno son ricos o pobres según la cantidad de trabajo de que disponen o que pueden comprar” La circunstancia de que un bien nos permite disponer de trabajo o —lo que en la mentalidad de Smith equivale a lo mismo— tiene valor de intercambio es, en virtud de una prolongación consecuente de la teoría de este autor, el criterio de su carácter como “objeto de riqueza” en el antes mencionado sentido de la palabra. Idéntico punto de vista mantiene también Say. Distingue (Traité d’économie politique, 1803, pág. 2) entre los bienes que tienen valor de intercambio y aquellos otros que no lo tienen y excluye a estos últimos del círculo de los objetos de riqueza (“ce qui n’a point de valeur, ne saurait être une richesse. Ces choses ne sont pas du domaine de I’économie politique”). También Ricardo distingue entre “valores y bienes que no se nos presentan como tales” (Principles, XX, pág. 165 de la edición de 1846) y sólo se aparta de sus predecesores en que utiliza la palabra “riches” en un sentido muy diferente del que tiene para Say la voz “richesse”. Malthus, apoyándose en A. Smith (Wealth of Nations, vot II, cap. 3), situó al principio el criterio del carácter de riqueza de los bienes (Principles, 1820, pág. 28) exclusivamente en la corporeidad de los bienes. En sus escritos posteriores limitó incluso el concepto de los objetos de Ia riqueza a los bienes materiales. De esta misma opinión fueron, en Alemania, Storch (Cours, I, pág. 108 ss., 1815), Fulda (Cameralwissensch., 1816, pág. 2 de la edición de 1820), Oberndorfer (Nationalökonom., 1822, § 23), Rau (Volkswirtschaftslehre, § 1, 1826), Lotz (Staatswirthschatslehre, I, pág. 19 de la edición de 1837), Bernhardi (Kritik der Gründe, etc., 1849, pág. 134 ss., en especial 143 ss). En contra de le exclusión de los bienes inmateriales: Soy (Cours, I, pág. 161, 1828), Mac Culloch (Principles of Pol. Econ ., ed. 1864, pág. 4), Hermann (Staatswirthschaftliche Untersuchungen, pág 8, 1832), Roscher (System, I., § 3). Que al limitar el concepto de riqueza a los bienes materiales se reduce injustificadamente el campo de apliación de este concepto es algo que, por lo demás, admite el propio Malthus (Principles, 2.ª ed., 1836, pág. 34). Volveremos más tarde sobre los cambiantes ensayos de este autor. Los más recientes representantes de la economía política en Inglaterra vinculan de nuevo, casi sin excepción, el concepto del objeto de la riqueza al valor de intercambio. Así, Mac Culloch (Principles, pág. 4 de la edición de 1864), J. St. Mill (Principles, 6.ª ed., Prel. Rem.), Senior (Polit. Econom., pág. 6, 1863). Entre los franceses contemporáneos siguen esta opinión, sobre todo, A. Clement y A. Walras. Mientras que la eco nomía política francesa e inglesa distingue solamente entre los bienes que son objeto de la riqueza y aquellos otros que no se nos presentan como tales Hermann (Staatswirthschaftliche Untersuchungen, pág. 3, 1832) profundiza mucho más al contraponer los bienes económicos (objetos de la economía) a los bienes libres. A esta distinción se ha atenido después, casi unánimemente, la ciencia alemana. Con todo, incluso el propio Hermann da una definición demasiado estrecha del concepto de bienes económicos. “Es bien económico —dice este autor— aquel que sólo puede obtenerse a costa de un determinado autosacrificio, mediante el trabajo o la remuneración” (op. cit., pág. 3). Según esta teoría, el carácter económico de los bienes depende del trabajo (ibid., página 4, lo aplica también al comercio humano). Ahora bien, ¿puede afirmarse que los frutos de los árboles que un sujeto aislado recoge sin ninguna fatiga no sean para él un bien económico, suponiendo que sólo puede cosechar una cantidad inferior a sus necesidades, mientras que es ciertamente bien no económico el agua de manantial, ya que dispone, también sin ningún esfuerzo, de cantidades muy superiores a su necesidad? Roscher, que en su Manual (1843, pág. 3) define los bienes económicos como “los que entran en la circulación comercial” y en las ediciones anteriores de su Sistema los consideraba como “los bienes que pueden comercializarse o fomentan al menos el comercio” (System, I, 1857, pág. 3), en la última edición de su obra capital define los bienes económicos como “fines y medios de la economía”. Esta afirmación, que no pasa de ser una simple descripción del concepto que se pretende definir, es buena prueba de que para este excelente autor el problema del criterio para distinguir los bienes económicos de los no económicos sigue siendo una cuestión abierta. Cf. también Schäffle, Tübing. Univ. Schrft., 1862, sección 5.ª, pág. 22, y Das gesellschaftliche System der menschlichen Wirthschaft, 1867, pág. 2.

[7] El carácter económico de los bienes no está en modo alguno vinculado a la condición previa de que la economía humana tenga una dimensión social. Si la necesidad que un sujeto económico aislado tiene de un bien es mayor que la cantidad de este bien de que dispone, veremos que este sujeto mantiene y conserva todas y cada una de las cantidades parciales, las emplea para la más racional satisfacción de sus necesidades y hace una selección entre las necesidades que puede satisfacer con las cantidades de que dispone y aquellas otras que debe dejar insatisfechas. En cambio, este mismo sujeto no se verá precisado a desarrollar ninguna de las anteriores actividades en el caso de que disponga de tal cantidad de bienes que desborden su necesidad. Por consiguiente, también para nuestro supuesto sujeto aislado hay bienes económicos y bienes que no lo son. Así, tampoco la circunstancia de que un bien sea “objeto de comercio” u “objeto de propiedad” puede ser la causa de su carácter económico. Tampoco el hecho de que los bienes sean en parte producto del trabajo y en parte los sean ofrecidos por la naturaleza sin fatiga nuestra puede constituirse en el criterio del carácter económico o respectivamente no económico de los bienes, por mucho que haya sido el ingenio derrochado para interpretar en este sentido los fenómenos de la vida que contradicen el anterior punto de vista. La experiencia nos enseña que son muy numerosos los bienes en los que no se ha empleado ningún trabajo (por ejemplo, los terrenos, de aluvión, o la fuerza de las corrientes de agua) y que, sin embargo, gozan por doquier de carácter económico, siempre que las cantidades disponibles sean inferiores a nuestra necesidad. Y, por el lado contrario, vemos que existen cosas que aun siendo el producto del trabajo, no tienen de por sí y necesariamente la cualidad de bien, y menos aún carácter económico. Por consiguiente, tampoco puede ser criterio del carácter económico de los bienes el trabajo que se ha empleado en ellos. Es bien claro que este criterio debe buscarse exclusivamente en la relación entre la necesidad de este bien y la cantidad disponible del mismo.

[8] Recurriendo a una expresión análoga a otra ya muy difundida en nuestra ciencia, a los últimos se les podría denominar bienes cuasi-económicos (para distinguirlos de los genuinamente económicos) y a los primeros bienes cuasi-no-económicos.

[9] “Disponible”, en el sentido económico de la palabra, es aquel bien que alguien tiene capacidad de utilizar para la satisfacción de sus necesidades. A esta utilización pueden oponerse impedimentos físicos o jurídicos. Los bienes de un menor no están, en este sentido, a disposición de su tutor.

[10] Hermann (Staatswirthschaftliche Untersuchungen, 1832, pág. 6). Los economistas políticos no alemanes tropiezan con una gran dificultad para definir el concepto de “riqueza” (Vermögen), porque desconocen el concepto de “bienes económicos”. Los escritos de Malthus son el más excelente testimonio de esta dificultad. En la primera edición de sus Principles of Pol. Econom ., publicada en 1820, definía (pág. 28) como wealth “those material objects, which are necessary useful or agreeable to mankind.” Como se ve, esta definición incluye bajo el concepto de riqueza todos los bienes (materiales), también los no económicos, y es, por consiguiente, excesivamente amplia. De ahí que en sus Definitions, publicadas siete años más tarde, a la anterior definición, mantenida sin modificaciones sustanciales, se añadiera (cap, II, Art. “Wealth”, pág. 7 de la edición de 1.853) la siguiente apostilla: “which have required some portion of human industry to appropriate or produce.” En la segunda edición de los Principles (1836, pág. 34) daba como razón de esta adición: “this latter part was added to exclude air, light, rain, etc.” Pero más tarde confesó que también esta segunda definición era inadmisible, pues “there is some objection”, dice en el lugar citado: “to the introduction of the term industry or labour into the Definition (of wealth), because an object might be considered as wealth, which has had no labour employed upon it”, y llega finalmente (Prínciples of Pol. Econ., 1836, pág. 33) a la siguiente definición del concepto de riqueza: “I should define wealth to be the material objects, necessary, useful or agreeabte to man, which are voluntary appropriated by individuals or nations.” Aquí, pues, se definen los objetos de la riqueza como los bienes materiales de los que los hombres pueden voluntariamente tomar posesión. Pero con esto no hace sino incurrir en un nuevo error, porque convierte a la circunstancia —accidental— de que un bien se encuentre en posesión de los hombres económicos en el principio de su cualidad de riqueza (es decir, de su carácter económico). Intentos casi tan repetidos y fluctuantes por definir el concepto del objeto de la riqueza hallamos en los escritos de Say. En su Traité d’économie politique (1803) propone el valor (de intercambio) como principio de la cualidad de riqueza de los bienes: “ce qui n’a point de valeur, ne saurait être une richesse” (pág. 2). Este punto de vista fue impugnado por Torrens (On production of wealth, pág 7, 1821). Más tarde, en su Cours d’économie politique (1828, I, pág. 133 ss), Say llegó, respecto de los bienes que son objeto de riqueza, a la siguiente idea: “Nous sommes forcés d’acheter, por ainse dire, ces bienes par des traveaux, des économies, des privations; en un mot par de veritables sacrifices.” Esta nueva concepción es similar a la propuesta por Malthus en sus Definitions. Pero (en este mismo pasaje de la pág. 133, a continuación de la cita anterior) el propio Say añade: “On ne peut pas separer de ces biens l’idée de la proprieté. Ils n’existeraint pas, si la possession exclusive n’en était assuré à celui qui les a adquis... (pág. 34). D’un autre coté, la propieté suppose une societé quelconque, des conventions, des lois. On peut en consequence nommer les richesses ainsi adquises ‘des richesses sociales’.”

[11] La medida, meramente relativa, que proporciona la riqueza para calcular el grado de plenitud con que un individuo puede satisfacer sus necesidades, ha llevado a algunos escritores a definir la riqueza, en el sentido de la economía individual, como la totalidad de los bienes económicos, y la riqueza en el sentido de la economía nacional como la totalidad de todos los bienes. Lo hacen así debido sobre todo a que en el primer caso se tiene en cuenta el bienestar relativo de cada uno de los individuos concretos y en el segundo el bienestar absoluto de la sociedad. Así, en concreto, Landerdale, Inquiry into the nature, etc., pág. 39 ss., especialmente pág. 56 ss., 1804. También el problema recientemente planteado por Roscher (System, I, § 8) de si no debería calcularse la riqueza nacional por su valor de uso y la riqueza individual por su valor de intercambio, se halla inserto en el anterior dilema.

[12] Cf. ya LANDERDALE, op. cit.,. pág. 43.

[13] PROUDHON, Contradictions, cap. II, § 1.

[14] Cf. DIETZEL, Die Volkswirtschaft und ihr Verhältniss zu Gesellschaft und Staat, pág. 106 ss., 1864.

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