La era del turismo


André Siegfried
de la Academie Francaise

Presentación y traducción del francés de “L’âge du tourisme” por Francisco Muñoz de Escalona

 

                                                                            Presentación

André Siegfried nació en Havre el 21 de abril de 1875 en el seno de una familia dedicada a la política. Su padre fue alcalde de su ciudad natal, diputado y ministro de Comercio del gobierno Ribot. En 1900, el joven André, burgués acomodado, hizo un Grand Tour por Estados Unidos, Méjico, Australia, Japón, China y la India. A su regreso, intentó dedicarse a la política pero no tuvo éxito. Durante la primera guerra mundial ejerció como intérprete de la Armada Británica. Su obra “Tableau de la France de l’Ouest” renovó en profundidad la ciencia política de su tiempo. En 1932 fue elegido miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. En 1934 empezó a colaborar en el diario Le Figaro. Ese mismo año alcanzó la gloria a la que aspira un intelectual francés con ambiciones al ser elegido miembro de la Academia Francesa. En 1945 fue el primer presidente de la Fundation National de Sciences Politiques. Siegfried tiene una amplia obra dedicada al estudio de la geopolítica de su tiempo, a la historia y a la vida cotidiana de países como Estados Unidos, Inglaterra, Nueva Zelanda y Francia, y a la geografía económica y política.
Murió el 28 de marzo de 1959.

“L’Âge du tourisme” es el capítulo V de “Aspect du XXeme Siecle”, obra publicada por la prestigiosa editorial Hachette de París en 1954, cuando su autor estaba a punto de cumplir los 80 años, es decir, casi al cabo de una vida plenamente dedicada al estudio de su época y de su mundo. Consta dicha obra de nueve capítulos dedicados a los que el autor llama “aspectos del siglo XX” o características definitorias de un siglo, aunque habría sido más exacto decir de medio siglo pues la obra solo pudo tener en cuenta la primera mitad. Los aspectos tratados son, además del turismo, la administración, el secretariado, la publicidad, la racionalización de la familia, la velocidad, los meridianos, el prototipo y la técnica. Como se ve, algunos de ellos resultan hoy un tanto extraños. Solo la publicidad, la velocidad, el turismo, el prototipo y la técnica resultan entendibles como aspectos característicos del siglo XX.

Cuando el excelente bibliotecario que es Carlos Calvo, del Centro de Documentación del Instituto de Estudios Turísticos de Madrid, me recomendó esta obra, hace ya casi tres décadas, la leí con auténtica fruición y no dudé en traducir al español el capítulo relativo al turismo pues quería tenerlo siempre accesible como lo que sin duda es, una de las interpretaciones más certeras del penúltimo proceso de transformación que ha sufrido esta parcela de la realidad, un fenómeno que empezó siendo elitista hace unos cinco mil años, que lo fue cada vez menos y que hacia los años veinte del siglo XX había consolidado ya la masificación iniciada imperceptiblemente casi un siglo antes con la revolución de los transportes propiciada por la invención de la caldera de vapor. Para entonces, el turismo era ya concebido como lo es todavía hoy, reducido a mero vacacionismo. Cuando Siegfried escribió esta interesante reflexión, el turismo era ya, sin duda, una práctica más masiva que durante el siglo XIX aunque bastante menos que hoy y que mañana. Desde mediados del siglo XX ha seguido intensificándose su proceso de cambio, pero el análisis de Siegfried sigue teniendo aun mucha actualidad y validez pues refleja con enorme precisión analítica los cauces por los que transcurre esta realidad, cambiante como toda realidad social. Porque, en efecto, los cambios siguieron produciéndose durante el medio siglo que tiene el texto de “La era del turismo”, pero los cauces que Siegfried detectó entonces siguieron y siguen siendo los mismos: la democratización de las costumbres y las pautas de consumo y el vencimiento de la distancia conseguido por el desarrollo tecnológico. Hoy habría que añadir dos factores más: primero, el eficaz cebo del proceso consumista que es el marketing (verdadera ingeniería de ventas), a cuya descomunal eficiencia pocos objetivos se resisten, y, segundo, aunque más reciente, la no menor eficiencia de las llamadas nuevas tecnologías de las comunicaciones. Por todo ello sigo pensando que estas breves y certeras páginas, escritas por alguien a quien bastó ser un sagaz observador de su tiempo y que no era, ni lo necesitaba ser, lo que se dice un experto en turismo, son unas de las más luminosas que han caído en mis manos de investigador.
Las comparaciones siempre resultan odiosas, sí, pero hoy, después de cerca de quince años de la primera lectura de este breve texto, no he podido evitar caer en ellas. He vuelto a este breve, conciso, elegante, inspirado y certero trabajo de Siegfried porque así espero borrar o diluir el sabor de la lectura de una obra reciente que lleva por título “Historia de la economía del turismo en España”, una de esas obras colectivas tan a la moda, de esas que son escritas por un ocasional grupo de autores unidos por lazos endogámicos encabezado, en esta ocasión, por el profesor de la Universidad de Málaga Carmelo Pellejero, y editada por Civitas, Madrid, en 1999. La obra se reclama de historia: será porque se ocupa del paso del tiempo; de economía: tal vez porque destaca los efectos que los gastos de los turistas ejercen sobre la economía española; y de turismo: posiblemente porque aporta datos sobre la oferta y la demanda hotelera. Pero por más que he buscado en sus casi doscientas apretadas páginas no he logrado encontrar lo que buscaba, lo único que podía justificar un título tan exigente: una interpretación histórica de lo que es la producción y el consumo de turismo en la economía española durante el periodo elegido: fines del siglo XIX a fines del siglo XX.

La obra ofrece un buen repertorio de leyes orientadas a la regulación y promoción del turismo junto con una abundante proliferación de datos estadísticos (los autores dan por buenos estos datos sin criticarlos) sobre las llegadas de “turistas” a España y sobre los ingresos para España que son el correlato de esos gastos, pero poca conceptualización hay en la obra que sea capaz de deglutir tanta información indigesta. Los autores parecen estar convencidos de que a más información más conocimiento, pero la información no sirve sin una teoría adecuada para interpretarla. Estas son algunas de las consecuencias nefastas de las erróneas corrientes epistemológicas que priman lo que llaman empírico y desprecian lo teórico por especulativo.

Me ha resultado especialmente pintoresco encontrar tres o cuatro páginas dedicadas a la producción turística, un tema de economía del turismo donde los haya, pero solo he encontrado la cuantificación de los ingresos por turismo procedentes del exterior y hasta los procedentes de la demanda interna, como si sus efectos fueran comparables. Sostengo con contumacia que en los libros de economía de turismo al uso no se tiene en cuenta la producción sino exclusivamente el consumo. Este libro viene a quitarme la razón, sí, pero solo formalmente. Espero que su autor, mi queridocolega y sin embargo amigo, el doctor en economía Manuel Figuerola, no crea que con esas parcas páginas ha quedado remediado tan flagrante olvido.

Por eso creo que el mejor homenaje que puedo hacer al texto de Siegfried es compararlo con la obra colectiva del prof. Pellejero y por eso propongo a los lectores de la revista Cuestiones de Economía la versión española de “La era del turismo”, un análisis breve y divulgador pero que supera en calidad y profundidad a muchos volúmenes que se presentan como trabajos de investigación científica. Ha pasado medio siglo y “La era del turismo” es hoy un texto injustamente olvidado por los autollamados expertos científicos en la materia, pero no me cabe la menor duda de que es de obligada lectura para todos aquellos que se dedican a la investigación del turismo o, simplemente, se interesan por los cambios que ha experimentado esa realidad tan confusamente estudiada por quienes se tienen por expertos “científicos”. Es verdad que Siegfried no innova conceptualmente en su estudio; antes al contrario: coincide con el enfoque que se impuso a fines del siglo XIX, un enfoque que sigue tan campante, en pleno vigor, acá y acullá, entre otras cosas porque su indudable utilidad para sostener la superchería de que el turismo es la primera industria mundial. Pero el indudable olfato de rastreador implacable que siempre tuvo Siegfried para estudiar la sociedad de su tiempo le permitió darse cuenta de que el turismo de masas de hogaño, el que sucedió al turismo de elite de antaño, se produce por empresas especializadas, es decir, de acuerdo con las normas de la producción industrial estandarizada. Le bastaron estas breves páginas para demostrar con suma claridad las bases de la producción turística, algo que medio siglo después siguen ignorando los economistas que estudian lo que llaman economía del turismo, ese extraño corpus en el que tan solo existe una función, la de consumo, no la de producción y, a pesar de ello, le llaman economía del turismo. Para más inri, ni una ni otra son funciones específicas del turismo sino simples funciones genéricas aplicables a cualquier producto.

Podía haber incluido notas personales a este luminoso texto de Siegfried pero he renunciado a hacerlo. Sinceramente creo que no las necesita. Es suficientemente claro y actual y no precisa aportaciones complementarias. Solo espero que su lectura aproveche al lector y que si es investigador no deje de tener en cuenta la luz que Siegfried arroja sobre un aspecto del siglo XX que tiene raíces adventicias en el siglo XIX, sí, pero que también las tiene mucho más profundas y antiguas, aunque no tanto como las que tiene la especie humana según sostienen algunos entusiastas. Siegfried solo había vivido poco más de medio siglo en el siglo XX cuando publicó este texto. Al siglo XX todavía le quedaba otro medio siglo para terminar, pero los cambios posteriores que ha experimentado el turismo estaban ya implícitos y en germen en los cambios que él tan preclaramente detectó. El haber vivido los últimos coletazos del turismo de elite le permitió sin duda entender por contraste la verdadera esencia de los cambios que tuvieron lugar después de la primera guerra mundial: Masas versus elites, populismo versus elegancia, prisas versus sosiego, estancias cortas versus estancias prolongadas, consumo compulsivo versus consumo ostentoso, informalismo versus formalismo. He aquí algunos de los cambios que tuvieron lugar hace ya cerca de un siglo, unos cambios que todo hace indicar que continuarán intensificándose en el futuro previsible, al menos hasta que el turismo del futuro, el turismo cósmico, logre imponer de nuevo algunas de las características que entonces se perdieron, entre ellas el elitismo y la ostentación, para iniciar una vez más el viejo proceso hacia una nueva hornada masificadora. Pero tanto en el pasado más remoto como en el reciente y como en el futuro previsible hay algo que para un economista no cambia: el turismo, como cualquier otro producto, se produce por medio de técnicas específicas cada vez más eficaces, esas que aun no ha logrado visualizar la investigación que se hace sobre la materia, pero haber, haylas. No le quepa a usted la menor duda.



La era del turismo

Cuando me refiero a la época del turismo estoy hablando sobre todo del turismo organizado, ese turismo en serie que ha llegado a ser uno de los aspectos más representativos de nuestro siglo. Este turismo es hijo de la velocidad y de la democracia y forma parte del progreso industrial, del cual ha seguido puntualmente sus etapas: en efecto, en él hay que distinguir el periodo artesano, el periodo mecanizado y el periodo administrativo del presente.

El desarrollo del turismo sigue fielmente al desarrollo de la sociedad, del cual es de alguna forma función. Al principio existía el turismo del antiguo régimen, artesanal, aristocrático y personal. El nuevo turismo es organizado, casi mecanizado, colectivo y sobre todo popular o democrático. El turismo de antaño es ya algo excepcional, un lujo, casi una curiosidad. Es el segundo el que se ha convertido en normal, asociado a una concepción, o a una doctrina del ocio que se ha convertido en una función social, organizada y reglamentada. Es por otra parte lógico que a la producción y el consumo de masas corresponda un turismo de masas.

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El antiguo régimen continuó practicando su turismo hasta la primera guerra mundial, es decir, hasta bien entrado el siglo XX. Si recordamos países como Suiza, Italia y la Costa Azul durante esta época, podemos preguntarnos qué era el turismo de entonces hoy ya desaparecido. Por regla general, era un lord inglés o el miembro de alguna aristocracia de gran fortuna: un gran duque ruso, un príncipe de la Europa central, incluso hasta algún rey (a veces “en el exilio”), frecuentemente un sudamericano y, más excepcionalmente, un norteamericano, pero, en cualquier caso, un personaje bien pertrechado de renta y de tiempo libre que podía ausentarse durante prolongados periodos de tiempo de sus ocupaciones, en el supuesto de que las tuviera, y que, en consecuencia, no tenía que escatimar ni dinero ni tiempo ya que disponía casi ilimitadamente tanto de lo uno como de lo otro.

¿Qué es lo que pedía cuando llegaba? Buscaba - ¡cuanto hemos cambiado! - el frescor en verano y el calor en invierno, lo que significa que iba en verano a Suiza y en invierno al Mediterráneo. Añadamos algo en lo que hemos cambiado igualmente mucho, y es que hacía largas estancias, es decir, que se instalaba para prolongados periodos de tiempo en el mismo lugar, a veces incluso para toda una temporada. Sus desplazamientos se asemejaban algo a las migraciones ya que llegaban y se marchaban como las golondrinas. Nos hemos olvidado totalmente de lo que eran los hoteles ahora que la electricidad, el automóvil y el avión han transformado la faz del mundo. Las habitaciones, muy espaciosas, se iluminaban con velas, se calentaban con una estufa o una chimenea y nunca había en ellas algo parecido a un cuarto de baño. Tan solo alguna jofaina de agua y cubos en los que se echaba el agua ya usada. Los ingleses, que son los pioneros de la higiene personal y que la practicaban ya en el siglo XIX, llevaban con ellos sus bañeras (las había de goma plegables); el Príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII, ¡hacía traer su propia bañera! Los clientes no se quejaban de un confort tan rudimentario y no se extrañaban que no hubiera agua corriente, algo que ya entonces era indispensable para los americanos. Era la sociedad victoriana británica la que marcaba el tono.

Otra cuestión era el asunto de los salones puesto que en ellos se hacía la vida social de los hoteles. La vida social se manifestaba básicamente en la mesa de huéspedes (cuando yo era niño creía que la mesa de huéspedes era la “mesa de todos”), en las salas de conversación, en las salas de lectura, llenas de periódicos y forradas de estanterías de libros. La literatura de estos tiempos nos ha dejado descripciones famosas que se han convertido en clásicas. Permítaseme citar la descripción que hace Alfonso Daudet del hotel Righi-Kulm en la novela Tartarín en los Alpes:

El comedor del Righi Kulm era un espectáculo. Seiscientos cubiertos (¡verdaderamente espectacular!) alrededor de una inmensa mesa en forma de herradura sobre la que las fuentes de arroz y de ciruelas pasas alternaban en largas hileras con tiestos de plantas, reflejando en sus salsas claras u oscuras las llamitas rectas de los candelabros y los dorados del plafond. Como todas las mesas de huéspedes de los hoteles suizos, el arroz y las ciruelas pasas dividían la cena en dos facciones rivales, y por las miradas de odio o de codicia que echaban sobre las fuentes se adivinaba fácilmente a qué bando pertenecían los huéspedes. Los del arroz se reconocían por su desconfianda palidez y los de las ciruelas pasas por sus rostros congestionados.

El salón de lectura nos parece hoy más extraño todavía:

El salón era como el último refugio. Tartarín entró en él. ¡Era un tunante con suerte...! La morgue, mis queridos amigos, aquello era como la morgue del monte San Bernardo, en la que los monjes muestran a los desgraciados leñadores en las diferentes posturas en las que la muerte por congelación los fue dejando. Así es el salón del Righi Kulm. Las damas petrificadas, mudas, formando grupos en divanes circulares, o bien aisladas, tumbadas aquí o allá. Las jovencitas inmóviles bajo la luz de las velas, sosteniendo todavía en sus manos el álbum, la revista o el bordado que tenían cuando el frío las
sorprendió...

El empleo del tiempo y el horario de las jornadas no nos parecerían hoy menos periclitados. Para invernar o para veranear, los turistas llegaban en tren, aunque frecuentemente también en coches de caballos, en jornadas cortas, o en landós, cuyos cocheros parecían postillones. Por la mañana, después de un desayuno fuerte, a la moda inglesa, daban un pequeño paseo para disfrutar del sol, y, por la tarde daban otro pequeño paseo en victoria por los alrededores del hotel. Sin duda, a Suiza iban los amantes de la montaña como los que nos describe Töpffer, pero lo más frecuente, sobre todo en el Sur, es que fueran personas mayores que hacían poco deporte, buscaban el ocio y el descanso en un clima diferente al que ellos habían dejado tras de sí en las brumas del Norte. Al acabar la tarde, cuando el día caía y se encendían las lámparas de aceite, los clientes de mayor poder adquisitivo jugaba a las cartas con otros huéspedes. Ellos se encontraban entre gente amable, tranquila, deseosa de hacer un poquito de vida nocturna después de cenar, y, después de estar un ratito en el salón, cada cual se iba a su habitación.

Lo que nos llama la atención comparativamente hablando en esta clientela es su desahogo financiero, su riqueza con frecuencia fabulosa. Los lores que iban a pasar el invierno en la Riviera tenían rentas principescas. Más principescos aún, en el sentido legendario del término, eran los recursos fantásticos que tenían los príncipes rusos que iban a la Costa Azul. Ellos solo se desplazaban en compañía de sus secretarios, mensajeros, mayordomos y de mujiks que dormían a veces medio desnudos delante de la puerta de las habitaciones de sus amos, y con una fantasía tan errática que nos cuesta trabajo creer cuando nos lo cuentan hoy porque eran verdaderas fantasías propias de los bárbaros. Se estima que antes de 1914 la invasión de sármatas alcanzaba anualmente más de 20.000 rusos en la Riviera. Trazos de todo ello pueden encontrarse en Niza o en Cannes, en los palacios de estilo Sarah Bernhardt recargados de molduras, alardeando de escaleras monumentales y de gigantescos halls. ¡Se comprende que las salidas de rublos necesarias para hacer frente a estos gastos hayan pesado sobre la balanza de pagos del Imperio de los Zares! A su lado, los reyes y sus familiares eran más comedidos. Algunos acabaron por ser parte del paisaje, como es el caso de la reina Victoria, que se hizo célebre en Grasse por su pequeño coche tirado por un asno y sus espléndidos guardias de corps escoceses. Ritz fue el maestro de ceremonias de tan brillante clientela.

Sin embargo no había más que clientes aristocráticos y principescos. Desde la segunda mitad del siglo XIX, el turismo se fue extendiendo si no hasta las clases populares sí, al menos, hasta las clases medias. Ya antes de 1850, Cook había hecho mucho por la organización y el desarrollo de los viajes. Después, el progreso fue muy rápido estableciendo diferencia entre el señor Perrichon y Tartarín. En cuanto a mí, yo tuve todavía la oportunidad de conocer el final de esta época heroica, sobre todo la clásica mesa de huéspedes, alrededor de la cual se animaba la conversación con el vecino después de que comenzara de un modo casi ritual: “Por favor, puede pasarme el salero” o “Hace buen tiempo hoy” (con un comensal inglés la mejor fórmula era:”May Y truble you for the cruet?). Las relaciones se entablaban de este modo y, más tarde, muchos aprovechaban la ocasión para entrar en materia. Las habitaciones podían parecer carísimas cuando costaban diez francos y por eso los clientes exigentes solían llevar consigo una vela para protestar por lo excesivo de las facturas.

Los viajes en esta época eran más difíciles y también más fáciles a la vez que hoy. Los desplazamientos eran más lentos ya que no había itinerarios fulgurantes: el hombre más rico y hasta el más deportivo tardaba una semana, como todo el mundo, en llegar a Nueva York, y 48 horas para disfrutar de Argel. El sleeping-car, por otro lado, era todavía un lujo evidente, solo al alcance de los príncipes, de los más ricos... o de los pícaros fieles de “Nuestra Señora de los coches –cama”. En el continente solo había trenes y coches de caballos. Las combinaciones de tren y coche eran complejas. Los trasbordos de un tren a otro, con correspondencias muy ajustadas, me dejaron el recuerdo de comidas angustiosas en las cantinas y de agitadas carreras por los andenes de las estaciones de salida. Sin embargo, en compensación, no había que reservar asiento ni preocuparse de visar los pasaportes (por lo demás ni siquiera había pasaportes), de conseguir permiso de cambio de moneda o de certificados de vacunación. Simplemente bastaba con llevar francos en el bolsillo, francos que se cambiaban automáticamente en la frontera sin la menor dificultad y en la aduana no os preguntaban cuanto dinero sacabais del país. En general se adquiría el billete en la misma estación, en el momento de salir, y se rivalizaba por conseguir aquellos famosos “rincones” del vagón en los que se pasaría la noche. En definitiva, el ritmo, la presión atmosférica y la temperatura social eran los de una época ya absolutamente periclitada.

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El turismo moderno es la consecuencia de una revolución no solamente en la forma de viajar sino incluso en la composición de la clientela turística. Aquella clase social con altos niveles de renta y de ocio que nosotros evocamos a menudo ha desaparecido o no es más que una excepción. Evidentemente, siempre hay una clientela abundante de gente acomodada, rica e incluso muy rica, pero su concepción de los desplazamientos se ha transformado, lo que comporta costumbres completamente diferentes. Finalmente, nos encontramos con una clientela popular generalizada hasta el punto de que es ésta la que da el tono a las vacaciones, al veraneo y a los viajes. De esta forma es como el turismo queda totalmente desfigurado, una vez que integra unos componentes absolutamente nuevos, un personal especializado y unas costumbres que han sufrido una completa transformación. La misma psicología del ocio se ha modificado hasta el punto que se tiene la impresión de que el invernante o el veraneante de hoy no es tanto un individuo cuanto un claro partícipe social de la psicología de masas. El turista del siglo XX, cualquiera que sea el nivel que tenga en la escala de rentas, constituye pues, con respecto al pasado, un nuevo espécimen en el que es posible distinguir un turismo acomodado y un turismo popular los cuales, en sus bordes, se influyen mutuamente.

Tomemos en primer lugar el turismo de la gente acomodada. Aunque las personas desocupadas, las que disponen de mucho tiempo libre, son hoy raras sigue habiendo todavía gente rica y hasta muy rica, incluso escandalosamente rica, que gasta un dinero obtenido a través de una ocupación remunerada más que como rentas regulares del capital. El noble lord, el príncipe ruso, el rey (a veces en el exilio) han sido reemplazados por los ricos americanos de vacaciones, por los sudamericanos que viajan con el oro que ganan gracias al petróleo o al estaño y por el sultán de Arabia, un país rico en yacimientos petrolíferos. Si pudiéramos revivir por un momento a sus predecesores en los hoteles de lujo para compararlos con los actuales veríamos hasta qué punto el tipo social e incluso el tipo físico de unos y otros son diferentes, hasta el punto de que algún racista estaría tentado de reprobarlo.

Estamos en presencia de una psicología nueva del veraneo, si es que esta palabra puede ser usada todavía en su sentido clásico. Se viaja todavía en tren pero, más frecuentemente aún, en suntuosos automóviles y, a veces, también en aviones privados. Ahora es excepcional que el gerente del hotel vaya personalmente a esperar al huésped al andén de la estación, un espacio hoy tan popular. No se trata, como antes, de personas delicadas o de avanzada edad preocupadas por su salud sino de gente muy activa, desbordante de vitalidad que viaja más por divertirse que por descansar y que vive frenéticamente. Con el menor pretexto, toman su automóvil para marcharse a otra parte. Ahora los clientes no son estables. El viajero que se inscribe para pasar una larga temporada o un mes completo es hoy una excepción. De esta circunstancia se desprende una mayor complejidad en la gestión hotelera.

Por otra parte se asiste a un cambio en las temporadas. Ya no se trata de buscar el frescor en verano y el calor en invierno. Por el contrario, se acude a las estaciones de esquí buscando el invierno más extremo y el verano más caluroso en el soleado litoral de los mares del sur. No se habla más que de baños de sol, de esquí náutico, de nudismo...Y ya no se está nunca contento: las estaciones de esquí están cada vez más altas, mientras que, más allá de nuestro viejo Mediterráneo, se sueña con las Bermudas, las Antillas o con Honolulu. El avión ha suprimido las distancias. Se puede estar mañana mismo por la mañana en Dakar o en Colombo. ¿Para cuando el verano en Jartum y la Navidad en el Polo?

Los hoteles para esta nueva clientela no se parecen en nada a los que hemos descrito antes. La habitación es mucho más pequeña y tiene un mobiliario bastante más sencillo. Se acabaron los cortinajes y los recargados adornos de no hace tanto. Copiando el estilo de los Estados Unidos, las camas pueden quedar empotradas en la pared dejando la habitación convertida en un sitting-room. Pero lo que más hay que resaltar es la influencia del plumbing del nuevo mundo puesto que ya no se acepta la falta de un cuarto de baño. A veces incluso hay, en la misma habitación, uno para el señor y otro para la señora. También hay que resaltar que, en los países muy calurosos, la bañera se sustituye en ocasiones por una ducha. Por lo demás, en los apartamentos, simplificados a veces hasta el ascetismo, no se está más que para dormir y cuando se está en ellos es porque se está utilizando el cuarto de baño. El antiguo “salón de conversación” ha quedado bastante relegado, sobre todo el “salón de lectura” de la tradición romántica ya que nadie los frecuenta, sobre todo si son cerrados, porque se prefiere los que se encuentran en el hall, abiertos por todos lados y a través de los cuales pasa todo el que quiere. Añadamos - el dato es importante - que ya no se engalanan para la soiré sino tan solo para algunas fiestas especiales. Se prefiere que sean cómodos ya que el avión ha habituado a la gente a equipajes ligeros.

Naturalmente, la mesa de huéspedes ha desaparecido. Fue Ritz quien le dio el golpe de gracia. En los barcos, la “mesa del comandante” ha cambiado de función. Ahora una elite cuidadosamente seleccionada por el comisario se acerca a ella por turnos. En los comedores solo hay ahora mesas pequeñas y separadas que evitan tener con el vecino el contacto que se buscaba no hace tanto, por lo que se ignora quien es. En el lugar del salón de antaño encontramos el bar, que parece haberse convertido en la pieza central. Se tiene la impresión de que si está allí o en la piscina es porque todavía hay algo así como una cierta vida social. El aperitivo, considerado como algo vulgar, no se practicaba por la gente elegante, pero hoy nos llega la costumbre procedente de los Estados Unidos envuelta en un nuevo prestigio, adoptando la forma del coktail, aunque podría decirse que el momento culminante del coktail ya ha pasado: los zumos de frutas le están haciendo una competencia creciente.

La mesa de huéspedes tradicional ya no tiene hoy razón de ser puesto que la clientela, extraordinariamente móvil, desayuna o cena fuera, en alguno de los numerosos bistrots que hay en un radio de cincuenta o cien kilómetros y a los que el automóvil permite llegar sin la menor dificultad. Añadamos que nuestros turistas del siglo XX ya no tienen el estómago de Luis XIV o el de Luis XVI. Son cada vez menos capaces estomacal y financieramente, sobre todo teniendo en cuenta los precios ruinosos de algunos albergues, de hacer más de una comida convencional al día. Por esta razón han surgido en todos los lugares turísticos los snack bar, en los que es posible hacer comidas rápidas a precios razonables, lo que permite concentrar el esfuerzo de cada día en cosas verdaderamente interesantes.

En estas condiciones, sin necesidad de hacer referencia a los hoteles que no se dedican al turismo, el régimen de pensión completa parece que tiende a ser rechazado por los clientes. Cada vez se combina menos tanto si se trata de una temporada como de un día. La media pensión solo se pide en contadas ocasiones debido a que los visitantes aspiran a tener libertad de movimientos. En otros casos tan solo se pide cuando, fuera de algunas horas fijas, se prevé un día con un horario tan retrasado que termina por parecerse al de los españoles o sudamericanos. Como ellos se acuestan tan tarde se levantan tarde también para irse al baño. Después de la siesta en la habitación o en la playa se marchan de excursión y a buscar algún buen mesón de una, dos o tres estrellas para terminar la jornada en algún casino o en una sala de fiestas. De esta forma, la comida, algo que se creía que formaba parte de las costumbres occidentales, lo mismo que el breakfast y el five o’clock tea, tienden si no a desaparecer sí a reducirse al mínimo. En el siglo XIX fueron los ingleses quienes en este sentido impusieron sus costumbres, pero ahora son sobre todo los americanos y los sudamericanos, por no hablar de otros extra europeos, quienes imponen sus exotismos.

Se comprende que, en esta concepción del turismo, las diversiones hayan tomado una importancia que en verdad no habían tenido antes. Existe una completa organización de deportes como el golf, el tenis, el esquí acuático, el patinaje, las pistas de bobsleighs, espacios preparados ad hoc para practicar el curling, por no hablar del telesquí o telesilla de los que no queremos ya prescindir. Existe también una organización de las distracciones de mañana, tarde y noche: carreras de caballos, competiciones deportivas, galas de lujo. En Deauville, Biarrit y Cannes el casino ocupa un lugar de primer orden. En definitiva, ya no se trata de una vida de reposo sino de distracciones agotadoras. Y es que, en realidad, se trata de un aspecto fundamental de las costumbres modernas, de acuerdo con las cuales se busca menos la famosa relaxation de los americanos que la diversión que contraste con el tren diario de una vida de trabajo y, hablando con propiedad, de la evasión. ¡Ya se descansará al volver, en la calma del despacho reencontrado! En los lugares donde la temporada es corta se tiene la impresión de un torbellino que pasa con furia y después desaparece dejando solo un silencio patológico.

Las nuevas condiciones del turismo han comportado una transformación del hotel y de su gestión. Los establecimientos especialmente concebidos para una clientela de gran lujo existe todavía y los hoteles que mantienen la tradición de Ritz son bastante numerosos en Europa. Encontramos en ellos una dirección de tipo personal, con una clientela en gran parte seleccionada y conocida de la casa. Es en estos hoteles en los que se encuentran los raros supervivientes de las antiguas elites mundanas junto a las estrellas de la riqueza o del éxito: algunos reyes con o sin trono, magnates de las finanzas y de la industria, personalidades con nombres conocidos, vedette del teatro o del cine.... Hay que hacer constar que para pertenecer a estas elites especiales basta con figurar entre los clientes de estos hoteles.

Existen, por el contrario, los grandes establecimientos ómnibus, aquellos que se dirigen a un público no selecto pero sí rico y dispuesto a gastar su dinero. Son los hoteles de tipo americano los que tienden a proliferar cada vez más en Europa. Son excelentes, están magníficamente equipados con todos los adelantos modernos, dotados de cuartos de baño, teléfono, radio y, a veces, hasta de televisión, organizados y gestionados tan expertamente como una oficina o un banco. El reverso de la medalla de todo ello es que tan indiscutibles prestaciones no se consiguen más que a costa de una estandarización evidente, casi agresiva, en la que la cocina no es objeto de una especial atención lo mismo que el trato personal de los clientes (a pesar de que se recomiende a los empleados que utilicen el tratamiento de “profesor” por aquí o de “doctor” por allá, lo que siempre es de agradecer). ¿Qué es lo que falta entonces? Según observó un cliente, estos hoteles son bellos y hasta maravillosos, pero son poco confortables, están bien y hasta muy bien, pero se diferencian poco unos de otros. Los famosos hoteles de la cadena Conrad Hilton acaban de atravesar el Océano y podemos encontrarlos en Madrid y en Estambul. Se trata de una concepción diferente a la de Ritz, dominada por los criterios de gestión propios del nuevo mundo, en la que los servicios no están incluidos en el precio, se impone la máxima mecanización del equipamiento, son establecimientos que aceptan a la masa con tal de que “pague”. (Se sabe, por ejemplo, que el Stevens de Chicago - hoy Conrad Hilton Hotel - tiene millares de camas, posee diez entradas, numerosas baterías de ascensores y gran cantidad de salones, salas de recepción, restaurantes y bares).

Queda ahora por saber si la clientela europea e incluso la clientela americana en Europa se encuentran a gusto en estos hoteles, amenazados por la banalidad en su misma perfección. Es posible pensar que no ha llegado a desaparecer la preocupación por la calidad en el veraneo. Sería un error pensar que solo los establecimientos de gran lujo pueden ofrecerla. En numerosos casos, algún hotel concreto, con menos habitaciones pero gestionado de un modo personal, puede alcanzarla. Conviene indicar sin embargo que las cargas sociales que benefician a los trabajadores son tan altas que los criterios americanos amenazan con extenderse cada vez más en el viejo continente y con idénticas consecuencias.

Paralelamente a la evolución de los hoteles y de las costumbres turísticas se asiste, sobre todo en Francia, a un desarrollo extraordinario de los restaurantes con buena cocina, una cocina de calidad, a veces incluso muy ambiciosa, estrecha y celosamente seguida por una clientela entendida o que se tiene por tal. Gracias al automóvil, un restaurante puede localizarse en cualquier lugar porque la distancia ya no cuenta. Surge así toda una geografía de la cocina, en la que se reencuentran antiguas especialidades provinciales, las cuales vuelven a revivir aunque no sin alguna exageración publicitaria. La guía Michelin, de indiscutida autoridad en la materia, establece entre los establecimientos una jerarquía que es muy valorada por los viajeros y poco importa hasta donde haya que desplazarse, se trate de un espléndido lugar o de una carretera sin importancia. Son auténticos templos de la cocina a los que los fieles van a cumplir con sus devociones. Los tea-room, establecimientos en los que se sirve de todo y los snack-bar vienen a continuación. En ellos se sirve a una clientela popular de la que hablaremos a continuación.

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Me apresuro a tratar el turismo popular porque, en efecto, es el que, sin duda, ocupa el primer puesto. Se puede cuestionar si ha sido la necesidad de los desplazamientos y de las vacaciones lo que ha suscitado el desarrollo de un equipamiento turístico tan destacable o, si, por el contrario, ha sido la existencia de este equipamiento lo que ha estimulado la generalización de los viajes considerados como un placer o como una evasión. El moderno equipamiento del turismo, la técnica perfeccionada de los viajes, magníficamente adaptada a las costumbres actuales, en efecto, han hecho posible los grandes desplazamientos de masas, pero no quisiera olvidar aquí, al menos en lo que concierne a Francia, el magnífico papel de animador que ha jugado el Touring Club desde 1890, sin olvidar el Alpin Club (1857), el Club Alpino (1875), el Automóvil Club (1895) y la Oficina Nacional del Turismo (1935), así como las numerosas asociaciones locales de iniciativas turísticas.

Sin embargo, los viajes populares organizados no experimentaron tan extraordinario crecimiento hasta que se implantó legalmente el derecho a las vacaciones pagadas en el año 1936 por el gobierno del Frente Popular, en Francia, y su posterior generalización, lo que se considera como la expresión simbólica de una espectacular transformación de las costumbres. Se quiera o no - es paradójico que ciertos dirigentes del mundo obrero se hayan acostumbrado a ello - se está invitando al descanso a toque de sirena y todo el mundo, sin excepción, toma hoy vacaciones, algo que no ocurría en absoluto en el siglo pasado.

Al llegarle el turno, las masas, con sus exigencias, han penetrado en este campo reservado hasta ahora a una minoría de privilegiados. Las leyes de la Revolución Industrial se han impuesto por tanto a los viajes, a los que se consideran un producto más, lo que equivale a decir que, para que tengan éxito de mercado, han de hacerse en grupo y en serie. Esta es la razón de que, en virtud de una lógica implacable, la individualidad y la fantasía en el turismo han cedido el paso a la organización. Nos encontramos, por consiguiente, en plena época administrativa, como heredera de la edad de la mecanización de la que acabamos de hablar más arriba. En efecto, aunque ha aumentado la rapidez de los transportes, las trabas administrativas han aumentado paralelamente, de manera que hoy es más difícil viajar solo a la vez que es más fácil viajar en grupo. Se tiene necesidad de contar con apoyo técnico para conseguir los billetes colectivos y para realizar itinerarios combinados. Las dificultades para cambiar moneda hacen necesario acudir a especialistas, a veces diferentes de los banqueros, cada vez que se atraviesa una frontera. Para salir de Europa las formalidades de visado y vacunación son insoportables sin el concurso de expertos intermediarios. En los tiempos en los que los desplazamientos eran difíciles por razones distintas, como la inseguridad de los caminos o la insuficiencia del equipamiento turístico, los aristócratas de los viajes, sobre todo los extra europeos, se hacían acompañar por mensajeros (courriers) a los que les encargaban la organización material del itinerario. Ahora los mensajeros han sido reemplazados por los agentes de viajes. Cuando se trata de billetes de ida y vuelta o de tours organizados y acompañados son las agencias de viajes las que se encargan de todo, del transporte, los hoteles, los guías y del pago de estos servicios. Una vez en sus manos y embarcados no hay que ocuparse de nada.

El siglo XIX no conoció en materia de transporte más que el ferrocarril y el coche, pero los viajeros de hoy cuentan con una gama infinitamente diversificada de medios, por lo que la distancia puede decirse que ya no es un obstáculo insalvable. ¿Cómo se hacen los desplazamientos? En tren, generalmente, pero cada vez más en avión. Además se organizan cruceros por mar que ponen a nuestro alcance regiones hasta no hace tanto inalcanzables. Los desplazamientos en automóvil son cada vez más corrientes, sobre todo en el caso de viajes familiares por ser la solución más barata. La “caravana”, remolcada por el auto, es muy utilizada. Con ella se asiste al espectáculo de la tortuga que porta su propia casa. También hay un gran número de viajeros, solos o en pareja, que utilizan la moto, el scouter o el velomotor. Pero no olvidemos el autocar, medio que ha transformado las excursiones poniendo a nuestra puerta el sight-seeing. De cualquier forma, la movilidad es muy alta, se disponga o no de medio propio de transporte, por lo que la dificultad de mantener durante un periodo de tiempo a la clientela en un lugar es cada vez mayor.

¿Donde se alojan los turistas cuyos medios de transporte no son precisamente de lujo o de alto confort? Unos, en las caravanas, de las que ya hemos hablado antes; otros, en gran número, en los campamentos preparados para albergar a los viajeros que se desplazan en automóvil. Los “campistas”, esa especie nueva, han hecho del movimiento la norma. Se comportan como si fueran nómadas y por ello ha habido que reglamentar sus desplazamientos. Los camping, organizados a la manera de los “motels” americanos se han generalizado. Pero la masa de turistas sigue prefiriendo la solución hotelera y por ello han crecido extraordinariamente los hoteles modestos. Durante la temporada alta, algunos recurren a las habitaciones de alquiler en casas privadas. Los organizadores del turismo se enfrentan ante un problema nuevo, el del hotel popular, con precio necesariamente bajo pero al que se exige el “confort moderno”, inexistente con anterioridad.

A esta clientela, que naturalmente viaja para distraerse, hay que facilitarle medios de distracción. Este es un aspecto del turismo y de las vacaciones que ha cambiado y que exige de un modo generalizado un equipamiento y una técnica específicos. Lo que hemos dicho de las distracciones de las clases acomodadas se aplica estrictamente a las clases populares. Los deportes tienden a generalizarse, bien se trate de la nieve, la navegación o la ascensión de montañas. La curiosidad por conocer los lugares más famosos, los monumentos más alabados, las ciudades más hermosas ya no están en absoluto limitadas a las clases medias ya que en la actualidad se han generalizado a todas las clases. Pero una vez alcanzado este nivel, la política turística desborda la iniciativa privada para entrar en el ámbito de las autoridades municipales, provinciales, regionales e incluso nacionales. Los desplazamientos se cuentan por cientos de miles y por millones, se trata de movimientos humanos de los que los servidores del Estado no deberían desentenderse.

Sin necesidad de que los hombres hayan intervenido en ella por una economía dirigida, la Naturaleza está en presencia de unas migraciones masivas similares a las migraciones de las aves. Hay una punta en verano y otra en invierno. Los deportes de invierno se han generalizado poniéndose al alcance de los bolsillos modestos gracias a la organización colectiva. Las salidas, por ello, se agrupan alrededor del Año Nuevo, época en la que las estaciones de montaña sufren una afluencia desconocida hace cincuenta años. Pero es sobre todo en verano cuando se producen las grandes mareas turísticas. Ocasionadas por el régimen generalizado de las vacaciones pagadas, las mareas tienden a concentrarse entre el 15 de julio y el 15 de agosto. El flujo comienza a principios de julio, pero en septiembre se produce rápidamente el reflujo, para comenzar de nuevo y cada vez antes. Agosto se ha convertido sin duda en el gran mes del turismo y de las vacaciones. En los grandes balnearios del Mediterráneo, del Atlántico o del Canal de la Mancha todas las clases sociales se encuentran en el mismo lugar hasta el punto de que se tiene la impresión de que los unos vienen a ver cómo se divierten los otros. Un espectáculo que es bastante ruidoso. Después viene inmediatamente la calma. Comienza entonces una segunda temporada, esta vez más elegante, aristocrática y distinguida, como la del pasado, una especie de veranillo de San Martín. Pero esto nos lleva a tomar conciencia de las dificultades de la gestión hotelera para hacer frente a situaciones tan bruscamente cambiantes.

Pongamos solo un ejemplo del cambio que se ha producido en el equilibrio de las temporadas: el aristocrático Cannes de Lord Brougham no despertaba de su sueño estival hasta que llegaban las primeras lluvias de otoño, a principios de octubre. La gente respiraba entonces y el personal hotelero que venía de Suiza preparaba los hoteles para la clientela de invierno. En el pasado era imprescindible si se quería mantener un cierto crédito de mundano ser visto al menos una vez en la Costa Azul antes de la Pascua, sobre todo en Carnaval. Pero, inmediatamente, en mayo, las pensiones y los hoteles cerraban y la Riviera caía en el sopor del verano, quedando durante varios meses en manos de los jugadores de bolos y de los parásitos habituales de los cafés tomando una copa de absenta o simplemente una infusión bajo la fresca sombra de los plátanos de indias. Todo esto ha cambiado ahora y es en diciembre y en enero cuando hay que ir a buscar la calma y el silencio en una Croisette desierta, aunque Niza, siempre animada pero con una animación distinta, se ha convertido ya en una capital regional cuya prosperidad no depende mas que parcialmente, aunque parezca increíble, del turismo. Han sido los americanos los que parecen haber iniciado la temporada veraniega en el litoral mediterráneo, o cuando menos cumplieron un papel de cebo. Durante la primera guerra mundial, a partir de 1917 o 1918, la Armada americana instaló en los Alpes Marítimos hospitales y casas de reposo para los soldados heridos convalecientes y para los que disfrutaban de permiso. Después del armisticio, y sobre todo, después de 1920, los excombatientes que habían estado en este soleado litoral quisieron volver pero no ya en invierno sino en verano, es decir, durante sus vacaciones. De esta forma empieza a configurarse una migración estival que integra no solo una clientela americana sino también francesa y europea. En 1922 el movimiento era ya importante y en 1925 o 1926 ya estaba consolidada la moda con un éxito que sigue manteniéndose. En 1912, el propietario del hotel de Cap d’Antibes, M. Sella, construyó una piscina de agua de mar. Fue una idea genial ya que, ¿como podía él prever el cambio de las temporadas turísticas?

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Hemos distinguido en el turismo moderno un periodo aristocrático y un periodo democrático, uno romántico y otro en vías de rápida industrialización. El turismo de calidad de antaño ha sido sustituido por un turismo de cantidad, igualitario y acorde con las exigencias de la racionalización mecánica. Es el reflejo fiel de la evolución que ha experimentado nuestra civilización. En esta evolución, que cubre ahora casi dos siglos después de Rousseau del lago de Bienne, encuentro dos personalidades de las que no quisiera olvidarme: Ritz en el periodo aristocrático y Cook para el democrático. La obra de Cook es más duradera. Ritz, aquel meteoro, suscita la nostalgia de un mundo maravilloso que ya ha desaparecido. Si puede o no revivir aunque sea bajo formas adaptadas a las condiciones de este siglo es una cuestión muy seria que formulo pero que tal vez sea implanteable.

César Ritz fue el mago que concibió, organizó y dirigió los hoteles de lujo del Ancien Regime turístico que estuvo en vigor hasta 1914. Durante el primer tercio del siglo XIX y hasta el comienzo del siglo XX puede decirse que fue el animador de la vida elegante de la que fue de alguna forma el maestro de ceremonias, una actividad absolutamente personal por su parte ya que allí donde él estuviese atraía la presencia de reyes, magnates y figuras de mundo. Nacido en 1850, enfermó en 1902 y se retiró de la vida activa, pero entre 1870, sobre todo entre 1880 y principios de siglo, puede decirse que estuvo presente en todo lo que de importante se hizo en el seno del turismo de alto nivel, en todo lo que tuvo que ver con el ocio organizado de lo que entonces se llamaba “la crema”. Ni los viajes, ni los veraneos, ni los hoteles de lujo fueron después de él lo que habían sido antes.

¡Una brillante carrera! Ritz fue el décimo tercer hijo de una familia de la montaña que vivía en Niederwald del Valais, en el camino de Brigues, en el puerto de la Furka. En su infancia guardaba el ganado familiar, pero la Exposición Universal de 1867 le llevó a París siendo muy joven. Lo encontramos como chico para todo trabajando en el hotel de la Fidelité, después en un bar y más tarde en un restaurante de precio fijo. La víspera de la guerra franco-prusiana entró en Casa Voisin, donde, bajo la dirección de Bellanger que era el dueño, aprendió a servir y a conocer a la gran clientela internacional: el príncipe de Gales, el conde Nigra, Sarah Bernhardt, las vedette del teatro y de la vida alegre porque las mujeres elegantes no iban a los restaurantes. En Casa Voicin aprendió, y lo hizo con una maestría extraordinaria, a dirigir a la clientela hacia los vinos de cava que él recomendaba. El mismo Bellanger estaba maravillado. Algo más tarde, en 1872, cuando llegó la paz, descubrió en el Splendide los problemas de los hoteles de lujo: “¿Por qué no hay agua helada ni cuarto de baño?”, dijo delante de él un americano, y la observación fructificó en la fértil imaginación de este maitre de hotel nato. Este aprendizaje, que él aprovechó al máximo, continuó en Viena, en el restaurante De los Tres Hermanos Provenzales y en el Gran Hotel de Niza, donde llegó a ser el encargado del restaurante. En 1874 era maitre del hotel Righi-Kulm. Fue aquí donde la suerte le llevó a conocer al famoso animador hotelero suizo, el coronel Pfyffer d’Altishofen, el fundador del Gran Hotel Nacional de Lucerna, de reputación europea.

Fue una circunstancia totalmente excepcional la que hizo que el coronel fijara su atención aquel maitre de hotel que todavía era totalmente desconocido.

Veamos lo que dice Mme. Ritz en el libro que ella escribió sobre su marido (M. L. Ritz: César Ritz, Editions Tallandier):

Estábamos en septiembre y la temperatura descendió a menos ocho grados. Desgraciadamente, el sistema de la calefacción se averió. Esperábamos a un grupo de cuarenta viajeros americanos muy ricos para el desayuno. Entonces Ritz ordenó meter cuarenta ladrillos en la estufa y luego mandó llevar la mesa de huéspedes al salón rojo, que era más pequeño. Encargó que llevaran cuatro jarrones de cobre desde el hall hasta el salón y, cuando los viajeros llegaron, los recibió allí, donde ya la mesa estaba servida. Los cuatro jarrones habían sido llenados con brasas de carbón vegetal y calentaban perfectamente el ambiente. Cada cliente encontró bajo la mesa, a sus pies, un ladrillo caliente envuelto en lana. El desayuno comenzó con un consomé hirviendo y terminó con crepes flambleados. Reconfortados y nutridos, los viajeros se marcharon encantados sin percatarse del frío.

Pfyffer oyó hablar de este singular suceso y quiso conocer al héroe. Esto supuso para Ritz como poner un pié en el estribo. El coronel no tardó en llamarlo a la dirección del National y esto constituyó el inicio de una carrera fulgurante. No solo como maitre de hotel sino también como organizador, creativo y animador de los más grandes establecimientos de lujo de la época. Ritz renovó totalmente la industria hotelera. Trabajó en el National de Lucerna, el Roches- Noires de Trouville, el Grand Hotel de Baden-Baden, el Frankfurter-Hof, las Termas de Salso-Maggiore, la Villa-Hygeia de Palermo, el August-Victoria de Wiesbaden, el Iles-Britaniques de Menton.... Pero fue en Inglaterra donde llegó a tener el puesto más importante de su carrera. El Savoy de Londres era un adelantado del progreso hotelero, lo mismo que Inglaterra estaba a fines del siglo XIX a la cabeza del progreso industrial y comercial: era ella la que daba el tono en turismo. En el Savoy había sesenta cuartos de baño, algo excepcional en Europa, y todo clase de adelantos, sobre todo los ascensores, considerados como ascendig-rooms... Invitado por el propietario a dirigir el restaurante, Ritz llegó a ser director del hotel en 1889, puesto en el que permaneció hasta 1898. Por iniciativa de Ritz, se construyeron los hoteles Carlton de Londres y Ritz de París con capitales ingleses. Como culminación de su extraordinaria carrera se construyeron bajo su dirección hoteles Ritz por todas partes, en Madrid, El Cairo, Johannesburgo... Un hotel Ritz es sinónimo de establecimiento de gran lujo en el que uno se puede inscribir con los ojos cerrados ya que la marca es indiscutida.

Semejante obra da testimonio de una personalidad excepcional y de una capacidad de imaginación hotelera y turística asombrosa así como de una seducción personal incomparable. Ritz renovó la concepción del hotel, la cual aun destaca después de medio siglo por su proyección e iniciativas. Siempre preocupado por la importancia de la cocina, por la calidad de los vinos en los que era un experto, estableció el principio de que los establecimientos en los que él estuviera debían tener una mesa particularmente refinada. Su asociación con el gran cocinero Escoffer se hizo famosa. Bajo su influencia, la antigua sala comedor, envarada y aburrida, pasó a mejor vida. Se eliminó la mesa de huéspedes y se pusieron en su lugar mesas para un número reducido de comensales. El personal de servicio se diferenció jerárquicamente por medio de uniformes y graduaciones, desde el camarero más modesto hasta el maitre. Estos uniformes fueron creados por Ritz y por Escoffer y aún siguen utilizándose en la actualidad, a excepción del de maitre, que ya no es un uniforme sino una chaqueta negra y un pantalón a rayas. Ritz llegó a influir incluso en la hora del almuerzo y en el lugar que ocupa en la vida elegante. Fue él quien hizo del five o’clock una institución y organizó primero en Londres y París y después en otras capitales europeas elegantes cenas en los hoteles, consiguiendo, lo cual es toda una proeza, que las mujeres elegantes las aceptaran y desearan participar en ellas. Severo con la vestimenta y enemigo de la improvisación, organizó para los grandes de este mundo fiestas cuya descripción nos parecería hoy como salidas de las Mil y una Noches. Reyes, príncipes y magnates le encargan cenas especiales para las que le dan carta blanca y dejan a los invitados maravillados. Parece como si durante veinticinco años presidiera una fiesta perpetua evocadora de esa “dulzura de vivir” propia del antiguo régimen de la que hablara Talleyrand.

Su influencia no fue menor en lo que se refiere a las habitaciones de hotel y al mobiliario. El tuvo lo que se puede llamar un precursor y en gran parte un inspirador en la persona del creador del Savoy, Richard d’Orly Carte. Fue él quien, en este hotel de vanguardia, multiplicó los cuartos de baño y quien también iluminó con bujías eléctricas el Savoy-Theater (conocido como The Electricity). Ritz heredó la tradición de los pesados cortinajes, los felpudos, los flecos, las borlas, las polveras y también los tocadores provistos de jofaina y depósito de agua. Bajo su influencia se generalizó el cuarto de baño moderno en cada habitación y fue también él quien suprimió los papeles pintados para hacer pintar las paredes. Dedicó una especial atención al mobiliario, sobre todo en el caso del Ritz de la plaza Vendome y quien por primera vez utilizó la iluminación indirecta.

Se puede decir, en definitiva, que Ritz fue quien puso en marcha las distracciones y las vacaciones de toda una época, las que describen Paul Bourget, Abel Hermant y Marcel Proust. Contar su vida es evocar las figuras elegantes que marcaron el antiguo régimen, el que llegó a su fin en 1914. Vemos al príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII, uno de sus más fieles clientes, a Lady Grey, la animadora de la sociedad londinense en la cumbre de su gloria, la zarina, trágicamente desaparecida, Boni de Castellane, aquel brillante príncipe de la fantasía y del lujo, así como a numerosos príncipes alemanes ya olvidados, grandes duques rusos que desaparecieron con la revolución, a Melba, Sarah Bernhardt, y la cohorte de magnates de las finanzas, sobre todo el grupo de las minas de oro del África austral, Cecil Rhode, Sir Alfred Beit, Barnato... Estos nombres están hoy en el olvido, pero la obra de Ritz subsiste en la historia, una obra que es como el reflejo de un pasado legendario. Uno se pregunta si puede aparecer hoy otro Ritz.

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Si he hablado antes de Ritz aunque es posterior a Cook se debe a que la influencia del iniciador de los viajes colectivos es posterior a la del genial hotelero. El turismo democrático del siglo XX estaba ya presente en la obra realizada en el siglo XIX por la famosa empresa Cook and Son. Nos referimos, en efecto, a Thomas Cook (1808-1892), y a su hijo, colaborador y sucesor, John Mason Cook (1844-1898). Esta obra puede resumirse íntegramente por el epitafio del padre: He made travel easier, es decir, hizo más fáciles los viajes. (Cf. John Pudney: The Thomas Cook story, Londres, Michel Joseph).

Ritz era ante todo un profesional de la hotelería, pero la carrera inicial de Cook no le preparó en absoluto para la asombrosa actividad turística que desempeñó. Sus mismas convicciones le llevaban en realidad en una dirección completamente ajena al turismo. Ebanista de profesión en Leicester, era el apostolado de la abstinencia lo que de verdad le apasionaba. Total absteiner, teatotaller convencido, era también enemigo jurado del tabaco. Toda la ideología puritana, liberal y misionera de la época victoriana se condensaban en este batista ferviente con espíritu de proselitista evangélico. Fue con motivo de la organización de una manifestación de antialcohólicos cuando él llegó a concebir los viajes colectivos. El 5 de julio de 1841, cuando todavía era ebanista, tuvo la idea de fletar el primer tren para una excursión colectiva desde Leicester a Loughborough con el fin de transportar un grupo importante de militantes para asistir a una manifestación. El desplazamiento incluía los trayectos de ida y vuelta en ferrocarril así como el avituallamiento de los participantes. Concertó con la Midland Railway, entonces en sus comienzos, preparar un tren especial para la circunstancia. Este fue el primer personnally conducted tour, y todo lo que vino después se deriva de él. Hay quien dice que antes de esta fecha histórica tuvo lugar una excursión colectiva de la misma naturaleza para asistir a la ejecución de la pena capital en los Midlands, pero puede decirse que todo el honor de la innovación recae sobre este brillante ebanista, cabinet maker and wood turner, editor del Monthly Temperance Magazine, de la revista The Antismoker y portador del blue ribbon de los antialcohólicos.

El mitin de Loughborough tuvo tanto éxito que por todas partes se pedía a Cook que organizara otros mítines de antialcohólicos con los mismos métodos. Antes de esta fecha histórica, Cook solo había viajado una vez en ferrocarril y ya por la tarde del día de su triunfo no dudaba de la prometedora carrera que acababa de abrirse ante él y, de un modo más general, de la nueva actividad que aun no se llamaba turismo. A partir de 1842 pasa a dedicar lo mejor de su tiempo a organizar manifestaciones de antialcohólicos así como excursiones de escolares los domingos utilizando medios de transporte colectivo bajo su dirección. Fue a partir de entonces cuando se estableció como excursion agent en Leicester. Por su parte, su esposa abrió un hotel para antialcohólicos.

La empresa obtuvo un éxito completo. Su expansión se debió exactamente a que respondía a las nuevas necesidades de la época y parecía de alguna forma comprensible. Al principio se trataba de excursiones colectivas en tren en un radio relativamente limitado: Liverpool, Glasgow, Gloucester, Bristol... Muy pronto se expandió a toda Inglaterra. En 1851, Cook organizó la visita de la Exposición Universal de Londres y tuvo la idea del primer viaje obrero de estudios a la capital. Desde entonces consigue el horizonte nacional y es lógico que el negocio consiga expandirse por el continente. En 1855 organiza una visita a la Exposición Universal de París, una vez más bajo el signo del antialcoholismo pero también, como buen idealista que era, para contribuir a la paz universal y al acercamiento de los pueblos. Por entonces funda una revista, The Excursionist, cuya publicación continuará hasta la segunda guerra mundial. En 1857 organiza el primer viaje circular por el continente en Bélgica, Alemania y Francia, viaje que él conduce personalmente ayudado por un intérprete ya que, como buen inglés, no sabía ni una palabra de francés. A continuación se ocupa de Suiza y de Italia y empieza a soñar con Estados Unidos, Egipto y los países orientales de la Biblia (eastern lands of the Bible), los cuales tenían para él, como batista de confesión que era, un gran atractivo. Cook lo hizo todo desde el principio con la ayuda de su hijo, que nació ciertamente en el seno del turismo, y de un único empleado, pero fue él quien hizo todo lo posible para que la administración del negocio de perfeccionara. En 1864 trasladó la sede de Leicester a Londres, primero a Fleet Street y después al edificio que luego se hizo famoso del Ludgate Circus.

El horizonte de Cook se extendió por todo el planeta. En 1865 tomó contacto con los Estados Unidos país en el que firmó un acuerdo con American Express y las compañías ferroviarias. En 1867, con motivo de la Exposición Universal de París, 20.000 visitantes procedían de su organización. Después, en 1868, lo vemos en Egipto y Palestina, con barcos en el Nilo, y más tarde en la India. En definitiva, en el mundo entero. Cook está lleno de ideas y preparado para organizar no importa qué tipo de viaje. En 1871, después del armisticio y de la Comuna, envía a París, todavía humeante por los incendios, turistas británicos ávidos de visitar la capital después de las penalidades pasadas. En 1882 se encarga de preparar y de conducir el viaje del príncipe de Gales a Oriente y acepta en 1884 la responsabilidad del avituallamiento de la expedición a Jartum en auxilio de Gordons, algo que es inusual para una empresa turística. La empresa Cook and Son se especializó en viajes de reyes: la vuelta al mundo de los dos hijos de Eduardo VII (uno de los cuales era el futuro George V), los desplazamientos por el mediodía de la reina Victoria, del príncipe de Gales que terminó siendo el duque de Windsor. Años más tarde, la princesa Margarita se dirigió a la famosa organización para hacer un viaje a Italia. Fue también esta empresa la que, con motivo del jubileo de la reina Victoria en 1887, se encargó de los príncipes indios. Uno de ellos le encargó un conducted tour con 200 servidores, 50 family attendants, 20 jefes, 10 elefantes, 33 tigres y miles de baúles... La visita de Guillermo II a Palestina se hizo bajo su dirección: 120 alemanes, 100 bajas y su séquito y 25 periodistas. John Mason, que “acompañó” este cortejo oficial, puede decirse que murió allí, en lo que podría considerarse como una forma del campo de batalla. La comitiva del Kaiser consumía abundante vino y licores pero él, como buen hijo de su padre que era, no bebía más que agua, cogió el tifus y esta enfermedad le llevó a la muerte en 1898. Hay que reconocer que Dios puso a sus servidores en una terrible prueba.

El viejo Cook fue el iniciador, el creador de esta gran empresa y su hijo John Mason el que la llevó a ser la organización mundial que todos conocemos. Es cierto que Cook no se parecía en nada a Ritz. No era un hotelero, tampoco un transportista sino un intermediario entre las compañías ferroviarias o de navegación y los hoteles y los restaurantes. El se dio cuenta muy pronto, por un golpe de genio, del papel del ferrocarril como fuerza social, como expresión de la democracia. Nosotros tenemos que tener, dijo él, un ferrocarril para todos (Railways for million) y coincidió con los pioneros ferroviarios con estos planteamientos, puesto que también ellos se daban cuenta de que era más ventajoso transportar muchos pasajeros a un precio bajo que a pocos con un precio alto. Pero él comprendió también, sobre todo en una época en la que las complicaciones administrativas de los viajes eran reducidas, que los viajeros, naturalmente comodones, desean que la empresa se encargue de todo en su lugar. Desde sus primeras realizaciones se consolidaron los viajes colectivos a pesar de los reducidos medios de la época. Veamos, por ejemplo, las características de la Mr. Cook’s excursion de Loughborough a Leicester el 5 de julio de 1841 un chelin por el trayecto de ida y vuelta en tren; nueve coches abiertos para 570 pasajeros y una orquesta. A la llegada a la estación se organizó una comitiva para atravesar la ciudad al son de la música. Se preparó té y bocadillos para miles de personas. También se organizaron juegos, discursos y conciertos de música. El regreso se hizo a las diez y media de la noche... Al llegar a la estación, la muchedumbre aclamó a los “pioneros” del turismo. El método que se empleó es muy simple. Cook propuso a las compañías ferroviarias y de navegación: “Les compro globalmente un conjunto de billetes y después yo me encargo de entenderme con los turistas”. De este modo se abrió toda una serie de combinaciones de cuyo desarrollo se llega al billete de ida y vuelta o circular, una práctica que hoy se ha generalizado. Una vez que ha llegado a un convenio con el transportista, Cook se dirige a los hoteleros a los que envía a sus clientes para que se ocupen de alojarlos, encargándose él de garantizar el pago una vez que ha sido fijado el precio. Los clientes entregan cupones-Cook que son aceptados muy gustosamente por la mayor parte de los hoteles. Los viajeros de Cook no quedan nunca solos hasta el punto de que las críticas no tardan en aparecer apiadándose de “esas desgraciadas criaturas, agrupadas en escuadras de cuarenta personas que no se separan en ningún momento, siempre siguiendo al guía quién delante o detrás las obliga a formar un círculo como si fuera un perro de pastor”. Un panfletario imagina un coro de turistas lamentándose: “Queremos rezar en las iglesias que nos gusten, ir a los teatros que nos dé la gana, cenar en los restaurantes que nos apetezca, pero no nos lo permiten”. Son críticas que se han hecho clásicas pero se olvida a menudo que, en todo caso, los viajes se han facilitado y, además, se han puesto al alcance de los bolsillos más modestos. Por otra parte, Cook, pionero en tantos aspectos, se ocupaba también en los tiempos heroicos de su negocio, de publicar sencillas guías en las que daba información sobre los monumentos, las curiosidades y los lugares que él recomendaba no dejar de visitar. De esta forma, la técnica de los viajes colectivos alcanzó si no su perfección sí, al menos, consiguió definir sus elementos esenciales.

¡Pero qué diferencia entre Cook y Ritz! A Cook no le gustaba la buena cocina o por lo menos no le prestaba demasiada atención. Si permitía que sus clientes bebieran vino era pura condescendencia. Lo peor de los hoteles franceses, escribió Cook, es que ponen vino con las comidas”. Si algunos viajeros son tan inmorales como para pedir vino no es porque él lo promueva. Será asunto del maitre y él tendrá que mirar para otra parte. La misma severidad demostraba con el tabaco. La visita a la Exposición de Londres de 1862 la monta de acuerdo con los principios de la más estricta abstinencia, aunque tiene en cuenta disponer una sala, no son una implícita reprobación, “para los que piensa que no pueden sobrevivir sin echar un poco de humo”. Siempre fue un moralista, lleno de desconfianza ante el pecado continental ambiente: si los ingleses “tenían mucho que aprender en París, también aprenderían allí a echar de menos el domingo inglés y así apreciarían sus ventajas”. Pero el siglo XIX puritano puede que esté más cerca de nosotros que las aristocráticas fiestas ritzianas desde el punto de vista del turismo organizado que caracteriza a nuestro tiempo.

César Ritz estaría sin duda más desfasado hoy que John Mason o que el viejo Thomas Cook con su acento de Leicester, muerto en 1892 a pocos kilómetros de donde nació sin haber aprendido nunca una lengua extranjera. Ritz era un hombre de su tiempo y ha pasado con él, mientras que los dos victorianos se comportaron como precursores en la medida en que previeron y prepararon la vida colectivamente organizada y encaminada hacia el periodo administrativo.

El negocio de Cook, asociado ahora a la Compañía Internacional de Coches-cama ha seguido siendo propiedad de la familia hasta el fin de la década de 1920-1930, habiéndose convertido en empresa mundial. Cuenta sus clientes por millones, los empleados por decenas de miles y las sucursales por centenares en más de sesenta países. La sede central, la que fundó un modesto ebanista ayudado por su hijo, llegó a tener un Eastern Princes Departament, un Pilgramage Departament, y un Air Travel Departament, sin contar los servicios de cambio de moneda que más de un banco podía envidiar.

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Los tiempos heróicos del turismo han pasado ya. Cualquiera que sean los nombres de los líderes eminentes de los que se ha tratado de hablar aquí con respecto a la creación o la gestión de los establecimientos turísticos a la moda, de lo que se impone hablar ahora es de la organización. En este sentido es evidente que hemos llegado a la etapa de la eficacia en la que el turismo se ha convertido en una profesión. Una profesión muy bien consolidada, con agencias nacionales e internacionales, personal especializado, guías en la tradición perfeccionada de las “Baedeker”, “Joanne” y “Michelin”, publicidad, redes bancarias y, en suma, con una política propia en la que se interesan los políticos.

La generalización de los viajes, de los desplazamientos de vacaciones, de las excursiones colectivas y de los cruceros no solo ha cambiado las costumbres sino que también ha modificado las condiciones de los intercambios. Puede decirse que el turismo se ha convertido en una de las más importantes “exportaciones invisibles” ya que el turismo extranjero trae con él como un maná, o, a la manera del Nilo, un aporte extraordinario de riqueza.

De esta forma, los viajes, el turismo y los hoteles se encuentran de lleno en la edad industrial de la que se impone conocer sus leyes. A primera vista parece que se trata de una corriente de sentido único, inexorable, pero no es seguro que todo esté ya terminado. Podemos pensar que no ha terminado la preocupación por la calidad en las vacaciones - y no me refiero con esto solo a los millonarios- ya que siempre habrá gente con gustos refinados que sepan distinguir, como en L’Invitation au Voyage lo que es “orden y belleza”. Facilitarles lo que ellos desean no es solo cuestión de dinero sino de educación. El hotel de tipo americano representa un indiscutible progreso y sin duda hará escuela, como han hecho escuela los métodos industriales de los Estados Unidos. Pero sería de extraordinario interés para la civilización que la hermosa tradición hotelera europea no desaparezca.

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