Frederic Bastiat 

El colector-Sofismas económicos

Juan Lana, viñador; Mr. Lasouche, colector.

Lasouche. ¿Ha cosechado usted 20 pipas de vino?

Juan Lana. Sí, a fuerza de trabajos y de sudores.

—Tenga usted la bondad de darme seis, y de las mejores.

—Seis pipas de 20! Santo cielo! me quiere usted arruinar? Y hágame el favor de decirme, a que las destina usted?

—La primera se entregará a los acreedores del estado. Cuando se tienen deudas lo menos que puede hacerse es pagar los créditos.

—Y a dónde ha ido a parar el capital?

—Eso sería demasiado largo de referir.

Una parte se empleó antes en cartuchos, que hicieron la más bella humareda del mundo. Otra sirvió para pagar hombres que se hacían listar en la tierra extranjera, después de haberla solado. Y después, cuando estos gastos hubieron atraído a nuestro suelo a nuestros amigos, los enemigos no han querido abandonarle sin llevar dinero, que fue preciso pedir prestado.

—Y que utilidades me trae hoy todo eso?

La satisfacción de decir:

Cuán altivo y orgulloso

Estoy yo de ser francés

Cuando miro la columna!

—Y la humillación de dejar a mis herederos un terreno gravado con una renta perpetua. Pero en fin, es preciso pagar lo que se debe por loco que sea el uso que hayamos hecho de ello. Vaya por una pipa! Pero, ¿y las otras cinco?

—Una es necesaria para pagar los servicios públicos, la lista civil, los jueces que hacen que se les restituya a usted el surco que su vecino quiere apropiarse, los gendarmes que acosa a los ladrones mientras Ud. duerme, el caminero que conserva el camino por donde va Ud. a la ciudad, el curo que bautiza sus hijos, el maestro que les educa, y un servidor de Ud. que no le trabaja de balde.

—Enhorabuena, servicio por servicio, nada tengo que decir. Yo podría ajustarme directamente con el cura y el maestro de escuela; pero no insisto sobre este asunto. Vaya por la segunda pipa: Todavía falta mucho para llegar a las seis.

—Cree Ud. que sean demasiado dos pipas por su contingente en los gastos del ejército y de la marina?

—Ay! bien poco es, comparado con lo que me cuestan ya, porque me han quitado dos hijos que amaba tiernamente.

—Es preciso mantener el equilibrio de las fuerzas europeas.

—Ay! Dios mío! el equilibrio se mantendría igualmente si en todas partes se disminuyese la mitad o las tres cuartas partes de las fuerzas, ¡Conservaríamos nuestros hijos y nuestras rentas; no se necesita más que estar de acuerdo.

—Sí, pero no se está.

—Eso es lo que me confunde, porque en fin, todos sufren las consecuencias.

—Tu lo has querido, Juan Lana.

—Ud. se burla, señor colector, ¿Tengo acaso voto en el consejo?

—A quién ha nombrado Ud. diputado?

—A un valiente general del ejército, que será mariscal dentro de poco, si Dios le da vida.

—Y de que vive ese valiente general?

—De mis pipas, según creo.

—Y que sucedería si votase por la reducción del ejército y del contingente de Ud.?

—En lugar de hacerle mariscal, se le daría el retiro.

—Comprende Ud. ahora que Ud. mismo ha...

—Pasemos a la quinta pipa; se lo suplicó a Ud.

—Esa va para Argelia.

—Para Argelia! y se asegura que esos bárbaros de musulmanes tienen todos miedo al vino. Me he preguntado a menudo si no conocen al Medoc porque no son creyentes, o lo que es más probable, si no son creyentes, porque no conocen al Medoc. Por otra parte, que servicios me prestan en cambio de esta ambrosía que me ha costado tantos trabajos?

—Ninguno, razón por la que no está destinado a los musulmanes, sino a buenos cristianos que pasan sus días en Berbería.

—Y¿que van a hacer allí, que pueda serme útil?

—Ejecutar a los razzias y ser ejecutados; matar y hacerse matar; contraer disenterías y volver para curarse; cavar puertos, abrir caminos, fabricar aldeas y poblarlas de ingleses, italianos, españoles y suizos, que viven de la pipa de Ud. y de otras muchas que vendré a pedirle todavía.

—¡Misericordia! ¡eso es muy duro! rehuso a Ud. terminantemente mi pipa; se enviaría a Bicetre[3] a un viñador que hiciese semejante locura. Abrir caminos en el Atlas, gran Dios cuando no puedo salir de mi casa! Cavar puertos de Berbería, cuando el Garona se llena de arena todos los días ¡Robarme a mis hijos, que tanto quiero, para ir atormentar a los Kabiles hacerme pagar las casas, las semillas y los caballos que se dan a los griegos y malteses, cuando hay tantos pobres a nuestro derredor!

—¡Pobres! Justamente se desembaraza el país de esta plaga.

—¡Mil gracias! Haciéndoles seguir a Argelia el capital que les haría vivir aquí.

—Y además echa Ud. las bases de un gran imperio; lleva la civilización a Africa, y decora a su patria con una gloria inmortal.

—Es Ud. poeta, señor colector, pero yo soy viñador y rehuso.

—Considere Ud. que dentro de unos mil años cobrará centuplicados sus adelantos. Así lo dicen los que dirigen la empresa.

—Y entre tanto, ¡para pagar los gastos no pedían al principio más que una cuarterola de vino, después dos, luego tres, y heme aquí ahora con la imposición de una pipa! Persisto en mi negativa.

—Ya es tarde. Su apoderado ha ofrecido que Ud. pagaría cuatro cuarterolas competas.

—Es demasiado cierto. ¡Maldita debilidad! Ya me parecía que al darle mi poder cometía una imprudencia; porque ¿que hay de común entre un general de ejército y un pobre viñador?

—Ve Ud. bien que hay algo de común entre ustedes, aunque no hay más que el vino que Ud. cosecha y que él se vota a sí mismo, en nombre de Ud.

—Búrlese Ud. de mí, lo merezco; pero sea justo; déjeme al menos la sexta pipa. Con las otras cinco está ya pagado el interés de la deuda, atendida la lista civil, asegurados los servicios públicos y perpetuada la guerra de Africa. ¿Que más quiere Ud.?

—Conmigo no se regatea: debía Ud. haber dicho sus intenciones al general. Al presente ha dispuesto ya de su vendimia.

—¡Maldito regañón! Pero ¿que quiere Ud. hacer de esta pobre pipa, la flor de mi vendimia? Mire Ud.; pruebe Ud. este vino. Que color tan lindo! Que olor tan grato! Que sabor tan exquisito!

—¡Excelente delicioso! Convendrá perfectamente a M. D... el fabricante de paños.

—A.M.D.... ¿el fabricante? ¿Que quiere Ud. decir con eso?

—Que sacará de él un buen partido.

—¡Como! ¿Que significa esto? El diablo me lleve si le comprendo a Ud.

—¿No sabe Ud. que M.D... ha fundado una magnífica empresa, muy útil al país, la cual bien compensado todo, deja cada año una pérdida considerable?

—Le compadezco con todo mi corazón; pero ¿que puedo hacer en ello?

—La cámara ha comprendido que si esto continuaba así, M. D... se vería en la alternativa de ejercitar más su ingenio o de cerrar su fábrica.

—Pero que relación hay entre las falsas especulaciones de M. D..... y mi pipa.

La cámara ha pensado que si entregaba a M. D.... un poco de vino tomado en la bodega de Ud., algunos hectolitros de trigo cogidos en casa de sus vecinos, algunos sueldos descontados a los salarios de los obreros, sus pérdidas se cambiarían en ganancias.

—El remedio es tan infalible como ingenioso; pero a fe que es horrorosamente inicuo. ¿Que M. D... se desquitará de sus pérdidas cogiéndome mi vino?

—No precisamente el vino, sino su precio. Esto es lo que se llama prima de protección. Pero está Ud. completamente alelado! ¿No ve Ud. el gran servicio que hace a la patria?

—A.M.D.... querrá Ud. decir.

—A la patria M.D.... asegura que su industria prosperará gracias a este arreglo, y así es, dice, que el país se enriquece. Eso es lo que repetía días pasados a la cámara, de la cual es miembro.

— ¡Esa es una insigne superchería! ¡qué! un zamborotudo emprenderá un negocio tonto, disipará sus capitales, y si me quita bastante vino o trigo para reparar sus pérdidas y hasta procurarse utilidades, ¡se verá en ello una ganancia general!

—Habiéndolo juzgado así el apoderado de Ud. no le queda más remedio que entregarme las seis pipas de vino, y vender lo mejor que pueda, las catorce que le dejo.

—Eso es cuenta mía.

—Es que sería muy sensible que no obtuviese Ud. un buen precio.

—Tratare de conseguirlo.

—Porque hay muchos gastos a que debe hacer frente ese precio.

—Lo sé, señor, lo sé.

—En primer lugar, si compra Ud. hierro para renovar sus azadas y arados, una ley manda que le pague Ud. al herrero el doble de su valor.

—¡Ah! ¿Estamos en la Selva Negra?

—Además, si necesita Ud. aceite, lienzos, carbón de piedra, lana, azúcar, cada uno se los tasará en nombre de la ley en el doble de su valor.

—Pero eso es horrible, ¡monstruoso! abominable!

—Para que sirven esas quejas, Ud. mismo por su apoderado...

—Déjeme Ud. en paz con mi apoderado. He hecho un nombramiento célebre; lo sé, pero no me volverán a engañar, y me haré representar por un paisano simple y franco.

—¡Vaya! volverá Ud. a nombrar al valiente general.

—¡Yo! yo volver a nombrar al general, para que distribuya mi vino a los africanos y a los fabricantes.

—Le volverá Ud. a nombrar, le digo.

—Esa es cosa un poco fuerte. No le nombrare si no quiero.

—Pero querrá Ud. y le nombrará.

—Que haga la prueba: se hallará con la horma de su zapato.

—Allá lo veremos: adiós! Me llevo sus seis pipas, y voy a repartirlas como ha decidido el general.

 

XI

 

El utopista

 

—Si yo fuese ministro de su Majestad...

—¡Y bien! ¿que haría Ud?

—Principiaría por... por... a fe mía, por hallarme muy embarazado. Porque, en fin, no sería ministro sino porque tendría la mayoría; no tendría la mayoría sino porque me la hubiese formado; no me la hubiera formado honradamente a lo menos, sino gobernando según sus ideas... Por consiguiente, si intentase hacer prevalecer las mías, contrariando las suyas, no tendría ya la mayoría, y si no la tuviese, no sería ministro de su majestad.

—Supongo que lo sea Ud. y que por consiguiente la mayoría no sea un obstáculo.

¿Que haría Ud.?

—Buscaría de que lado está lo justo.

—Y después?

—Buscaría de que lado está lo útil.

—Y ¿en seguida?

—Examinaría si están de acuerdo o si chocan entre sí.

—Y si hallase Ud. ¿que no están de acuerdo?

—Le diría al Rey Felipe

Ahí tenéis su cartera.

—Si no hay fluidez en el verso

Y es el estilo anticuado,

Poco importa; yo prefiero

A que ese lenguaje franco,

Donde la honradez se muestra

Sin adorno y sin engaños,

A aquellas negociaciones

Que opuestas a sus mandatos

La razón y el sano juicio

En todo tiempo han juzgado.

Y si reconoce Ud. que lo justo y lo útil son una misma cosa.

—Entonces seguiré adelante línea recta.

—Muy bien; pero para realizar la utilidad por la justicia, se necesita algo más.

—¿Qué?

—La posibilidad.

—Ud. me la ha concedido.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Cómo?

—Al concederme la mayoría.

—Ya me parecía que la concesión era muy arriesgada; porque al fin, ella implica que la mayoría ve claramente lo que es justo, ve claramente lo que es útil, y ve claramente que están en perfecta armonía.

—Y si viera claramente todo eso, el bien se haría por sí mismo por decirlo así.

—He aquí adonde me trae Ud. constantemente: a no ver reforma posible sino en el progreso de la razón general.

—Así como a ver también que por este progreso toda reforma es infalible.

—A las mil maravillas; pero este mismo progreso preliminar es un poco largo. Démosle por supuesto. ¿que haría Ud.? Tengo deseos de verlo ya en el trabajo, en la ejecución, en la práctica.

—Primero reduciría el porte de las cartas a 10 céntimos.

—Le había oído antes decir a Ud. que le reduciría a cinco céntimos.

—Sí; pero como proyecto otras reformas, debo proceder con prudencia para evitar el déficit.

—Gran prudencia! Ya tiene Ud. déficit de 30 millones.

—Después reduciría el impuesto sobre la sal a 10 francos.

—Bueno ya tiene Ud. otro déficit de otros 30 millones. Sin duda ha inventado Ud. un nuevo impuesto.

—Guárdeme el cielo de ello! Por otra parte, no me lisonjeo de tener una imaginación tan inventiva.

—Sin embargo, es preciso...Ah! ya caigo. ¿Dónde tenía la cabeza? Va Ud. únicamente a disminuir los gastos? No me había ocurrido.

—No es Ud. el único... Allá llegaremos; pero por lo pronto no es con eso con lo que cuento.

—¿Cómo es eso, disminuye Ud. las entradas sin disminuir los gastos y evita el déficit?

—Sí, disminuyendo al mismo tiempo otras contribuciones. “Al llegar aquí el interlocutor se pone el dedo índice de la mano derecha en la coronilla, y mueve la cabeza, lo que puede traducirse así: ¡Está loco!”

—A fe mía que el procedimiento es ingenioso. Yo pongo 100 francos en el tesoro: Ud. me libra de 5 francos en la sal, y de otros cinco en el correo, y para que el tesoro no reciba menos de sus cien francos, me libra todavía de otros 10 en cualquier otro impuesto?

—Toque Ud. esos cinco; Ud. me ha comprendido.

—El diablo cargue conmigo si eso es verdad. No estoy seguro siquiera de haberle oído a Ud.

—Repito que compenso una diminución de impuestos con otra.

—¡Vive Dios! Tengo algún tiempo disponible; le empleare en oírle a Ud. desenvolver esa paradoja.

—He aquí todo el misterio: se de una contribución que le cuesta a Ud. 20 francos, de los cuales no entra un ovalo en el tesoro; le liberto de la mitad y hago tomar a la otra mitad el camino de la tesorería.

—Es Ud. ciertamente un rentista sin igual. No hay más que una dificultad. ¿Tiene Ud. la bondad de decirme cuándo pago yo un impuesto que éste no vaya al tesoro?

—Cuánto le cuesta a Ud. esta casaca.

—Cien francos.

—¿Y si hubiese Ud. hecho traer el paño de Verviers, cuanto le hubiera costado?

—Ochenta francos

—Entonces, ¿por que no le ha hecho Ud. venir?

—Porque está prohibido.

—Y ¿por que está prohibido?

—Para que la casaca me cueste cien francos en lugar de ochenta.

—Así, pues, esta prohibición le cuesta a Ud. 20 francos.

—Sin duda alguna.

—Y ¿a donde van esos 20 francos?

—Adonde han de ir! a casa del fabricante de paños.

—Pues bien; deme Ud. 10 francos para el tesoro; yo haré quitar la prohibición y todavía ganará Ud. otros diez.

—¡Oh! ¡oh! principio a comprender. He aquí la cuenta del tesoro; pierdo cinco francos en el correo y 5 en la sal: pero gano 10 en el paño; por consiguiente, quedo en paz.

—Y he aquí la de Ud.: gana cinco francos en la sal, cinco en el correo y diez en el paño.

—Total 20 francos. Este plan me gusta mucho; pero, ¿que será del pobre fabricante de paños?

—¡Oh! he pensado en él Le reserva compensaciones, siempre por medio de las rebajas en los impuestos, que aprovechen al tesoro; y lo que he hecho por Ud. respecto del paño, lo hare por él respecto de la lana, del carbón de piedra, de las máquinas etc., de modo que podrá vender más barato sin perder.

—Pero ¿está Ud. seguro de que habrá compensación?

—El saldrá ganando. Los 20 francos que le hago ganar a Ud. en el paño, se aumentarán con los que le economizare además en el trigo, la carne, el combustible, etc. Estos ahorros serán crecidos, y cada uno de sus treinta y cinco millones de conciudadanos hará una economía semejante. Hay lo suficiente para agotar los paños de Verviers y de Elboeuf; la nación estará mejor vestida: eso será todo.

—Reflexionare en ello, porque todo esto se me enreda un poco en la cabeza.

—En realidad, en materia de vestidos lo esencial es estar vestido; los miembros de Ud. son propiedad suya y no del fabricante; librarlos de tiritar es cuenta de Ud. y no de este. Si la ley es injusta, y Ud. me ha autorizado para raciocinar en la hipótesis de que lo que es injusto es perjudicial.

—Tal vez haya dicho más de lo que debía; pero continúe Ud. la explicación de su plan rentístico.

—Haré, pues, una ley de aduanas.

—¿En dos volúmenes in folio?

—No; en dos artículos.

—De esta hecha no se dirá ya que el famoso axioma— “Se presume que nadie ignora la ley” es una ficción. Veamos, pues, la tarifa de Ud.

—Artículo 1o. Toda mercancía importada pagará un impuesto del 5% de su valor.

—¿Inclusas las materias primas?

—A menos que no tengan ningún valor.

—Pero todas tienen valor, poco mucho.

—Entonces pagará poco o mucho.

—¿Cómo quiere Ud. que nuestras fábricas luchen con las fábricas extranjeras, que tienen las materias primas libres de derechos?

—Estando dados los gastos del Estado, si cerramos este germen de ingresos, será necesario abrir otros, lo que no disminuirá la inferioridad relativas de nuestras fábricas, y obligará a crear y pagar una oficina más.

—Es cierto; raciocinaba como si se tratase de abolir y no de cambiar el impuesto. Reflexionare en ello. Veamos el 2o. artículo de esa ley.

—Artículo 2o. Toda mercancía exportada pagará un 5% de su valor.

—Misericordia, señor utopista. Va Ud. a hacerse enterrar vivo, y si se ofrece, yo le arrojare la primera piedra.

 

—Hemos dado por supuesto que la mayoría era ilustrada.

—¡Ilustrada! ¿sostiene Uds. que un derecho de salida no sea oneroso?

—Todo impuesto es oneroso; pero este lo es menos que otro cualquiera.

—El Carnaval justifica muchas extravagancias. Tiene Ud. la bondad de hacer especiosa, si puede, esa nueva paradoja.

—¿A como ha pagado Ud. este vino?

—A un franco el litro.

—A como le hubiera pagado Ud. fuera de barreras?

—A cincuenta céntimos.

—¿Por que esta diferencia?

—Pregúnteselo Ud. a la colecturía de puertas, que ha cobrado diez sueldos por su introducción.

—Y ¿quien ha establecido la colecturía de puertas?

—El ayuntamiento de París para alumbrar y empedrar las calles.

—Ese es, pues, un derecho de importación. Pero si fuesen los pueblos limítrofes los que hubiesen establecido la colecturía para utilidad suya ¿que sucedería?

—que no por eso dejaría yo de pagar un franco por el vino de cincuenta céntimos, y los otros cincuenta alumbrarían y empedrarían las calles de Montmartre y las Batiñolas.

—¿De modo que en definitiva el consumidor es quien pago el impuesto?

—Eso no admite duda.

—Luego poniendo un derecho a la exportación, hace Ud. que el extranjero contribuya a los gastos.

—Ya cayó Ud.; esa no es justicia.

—¿Por que no? Para que haya producto es necesario que haya en el país instrucción, seguridad, caminos, cosas todas que cuestan. ¿Por que no ha de soportar las cargas ocasionadas por este producto el extranjero, que es en definitiva quien va a consumirle?...

—Eso es contrario a las ideas admitidas.

—Nada de eso. El último comprador debe reembolsar todos los gastos de producción directos o indirectos.

—Por más que Ud. diga, salta a los ojos que semejante disposición paralizaría el comercio y nos cerraría las salidas.

—Esa es una preocupación. Si Ud. pagase ese impuesto a más de todos los otros, tendría razón; pero si los 100.000.000 recolectados por este motivo le librarían de otros tantos impuestos, se presentará en los mercados extranjeros con todas sus ventajas; y aún con más si este impuesto ha ocasionado menos embarazos y gastos.

—Reflexionare en ello. De modo que ya tenemos arreglados la sal, el correo y la aduana. ¿Todo concluye ahí?

—Si ahora principio.

—Hágame Ud. el favor de iniciarme en sus otras utopías.

—Había perdido 6,000.000 en la sal y el correo; la aduana me reintegra; pero me da todavía algo más precioso.

—¿Tiene Ud. la bondad de decirme que?

—Relaciones internacionales fundadas en la justicia y una probabilidad de paz que equivale a una certidumbre .—Licencio al ejército.

—¿A todo el ejército?

—Excepto las ramas especiales, las cuales se reclutarán voluntariamente como todas las demás profesiones. ¿Lo ve Ud.? queda abolida la conscripción.

—Señor, debe decirse el reclutamiento.

—¡Ah! se me había olvidado Me causa admiración ver cuan fácil es perpetuar en ciertos países las cosas más impopulares, cambiándoles el nombre.

—Así sucede con los derechos reunidos, que se han convertido en contribuciones indirectas.

—Y con los gendarmes, que se llaman guardias municipales.

—En resumen, desarme Ud.. al país confiado en una utopía.

—He dicho que licenciaba al ejército, y no que desarmaba al país. Creo por el contrario, que le doy una fuerza invencible.

—¿Cómo arregla Ud. ese montón de contradicciones?

—Llamo al servicio a todos los ciudadanos.

—¿Valía ciertamente la pena de librar a algunos para llamar a todo el mundo?

—No me ha hecho Ud. ministro para dejar las cosas tales como están. También a mi advenimiento al poder diré como Richelieu:— “Los principios del Estado han cambiado,” y mi primer principio, el que servirá de base a toda mi administración, es éste: “Todo ciudadano debe saber dos cosas: proveer a su subsistencia y defender a su país.”

—Me parece a primera vista, que hay en eso alguna chispa de sano juicio.

—Por consiguiente, fundo toda la defensa nacional en una ley dividida en dos artículos:

Articulo 1o.— Todo ciudadano válido sin excepción, servirá en el ejército durante cuatro años, desde los 21 hasta los 25, para recibir la instrucción militar.

—He ahí una buena economía; licencia Ud. 400.000 soldados y hace diez millones.

—Espere Ud. mi segundo artículo.

—Artículo 2o.— A menos que a los 21 años pruebe que sabe perfectamente los ejercicios de pelotón.

—¡No esperaba esa salida! Es cierto que para evitar cuatro años de servicio, habría en nuestra juventud una terrible emulación para aprender el: por el flanco derecho, marchen! y la carga en doce tiempos. La idea es graciosa.

—Algo más que graciosa; porque al fin, sin llenar de luto a las familias, y sin chocar con la igualdad, ¿No asegura al país de un modo sencillo y poco dispendioso diez millones de defensores capaces de desafiarla colisión de todos los ejércitos del globo?

—Si no estuviese prevenido, acabaría ciertamente por tomar interés en los sueños de Ud.

El utopista exaltándose.— Gracias al cielo, he aquí mi presupuesto aliviado en... 200.000.000! Su primo las colecturías de puertas, refundo las contribuciones indirectas, compro...

—¡Señor utopista!

—El utopista exaltándose cada vez más.

—Compro los caminos de hierro, pago las deudas, concluyo con el agiotaje.

—¡Señor utopista!

—Desembarazado de cuidados muy numerosos, concentro todas las fuerzas del gobierno para reprimir el fraude, distribuyo a todos pronta y cumplida justicia, arreglo...

—Señor utopista, emprende Ud. demasiadas cosas; la nación no le seguirá.

—Ud. me ha concedido la mayoría.

—Y ahora se la retiro.

—¡Enhorabuena! entonces ya no soy ministro, y mis planes quedan lo que son: utopías.

XII

La sal, el correo, la aduana, 1846

Hace algunos días se esperaba que el sistema representativo diese un producto enteramente nuevo, y que sus ruedas no habían todavía logrado elaborar: el alivio del contribuyente. Todos prestaban atención; el experimento era tan interesante como nuevo. A nadie causaban inquietud las fuerzas aspirantes de esta máquina, que bajo este aspecto funciona de un modo admirable, cualquiera que sea el tiempo, el lugar, la estación y las circunstancias. Pero nadie sabe todavía lo que puede hacer en cuanto a las reformas que tienden a simplificar, igualar y disminuir las cargas públicas.

Se decía:—Vais a verlo; el momento ha llegado. Esa es la obra de las cuartas sesiones, cuando la popularidad sirve para algo: 1842 nos dio los caminos de hierro: 1846 va a darnos la reducción de los impuestos sobre la sal y sobre las cartas; 1850 nos reserva el arreglo de las tarifas y de las contribuciones indirectas. La cuarta sesión es el jubileo del contribuyente.

Todos estaban, pues, llenos de esperanzas, y todo parecía favorecer al experimento. El Monitor anunciaba que los ingresos aumentaban cada trimestre, y ¿que mejor uso podía hacerse de esos ingresos inesperados, que permitir al pobre campesino un grano más de sal para su agua tibia, una carta más del campo de batalla en que se juega la vida de su hijo?

Pero ¿que ha sucedido? Como esas dos materias azucaradas que se impiden mutuamente su cristalización, o como aquellos dos perros cuya lucha fue tan encarnizada que sólo quedaron las dos colas, las dos reformas se han devorado recíprocamente. Nonos quedan más que las dos colas, es decir, multitud de proyectos de ley, exposiciones de motivos, informes, estadísticas y anexidades, en las que tenemos el consuelo de ver nuestros sufrimientos filantrópicamente apreciados y homeopáticamente calculados. En cuanto a las reformas en sí mismas, no se han cristalizado; no sale nada del crisol, y la experiencia ha fallado.

Muy pronto se presentarán los químicos ante el jurado, para explicar este percance, y dirán: Uno: —Yo había propuesto la reforma postal; pero la cámara ha querido disminuir el gravamen sobre la sal, y he tenido que retirarla.— Otro: —Yo había votado que se disminuyese el impuesto sobre la sal; pero el ministerio ha propuesto la reforma postal, y no se ha ganado la votación.— Y el jurado juzgando que la razón es excelente, principiará de nuevo el ensayo, apoyado en los mismos datos, y encargando la operación al os mismos químicos.

Esto nos demuestra que, a pesar de su origen, puede ser que haya alguna lógica en la práctica que se sigue al otro lado del estrecho, y que consiste en no procurar más que una reforma cada vez. El procedimiento es largo, es fastidioso; pero conduce a algún resultado.

Tenemos una docena de reformas sobre la mesa, se empujan unas a otras como las sombras a la puerta del olvido, y ninguna entra.

¡Ohime! ¡che lasso!

Una a la volta, per carita.

Esto era lo que decía Juan Lana en un diálogo con John Bull sobre la reforma postal. Vale la pena de ser copiado.

Juan Lana.— John Bull.

Juan Lana.— ¡Oh! quien me libertará de este huracán de reformas! Tengo la cabeza aturdida. Creo que se inventan todos los días: reforma universitaria, rentística, sanitaria, parlamentaria; reforma electoral, reforma mercantil, reforma social, y he aquí que ahora viene la reforma postal.

John Bull.— En cuanto a esa, es tan fácil de hacer y tan útil, como lo experimentamos en mi país, que me aventuro aconsejársela a Ud.

Juan.— Se dice, sin embargo, que ha producido malos efectos en Inglaterra, y que su hacienda ha perdido en ella 10’000,000.

John.— Que han creado ciento en el público.

Juan.— Es eso bien cierto.

John.— Vea Ud. todas las señales por las que se manifiesta la satisfacción pública. Vea Ud. a la nación que con Peel y Russell a la cabeza da a M. Rowland-Hill testimonios sustanciales de gratitud a la manera británica! Vea al pobre pueblo, que no hace circular sus cartas, sino después de haber puesto en ellas las muestras de su gratitud, por medio de obleas que llevan este lema: A la reforma postal; ¡el pueblo reconocido! Vea a los jefes de la liga declarar en pleno parlamento, ¡que sin la reforma hubieran necesitado treinta años para llevar a cabo su grande empresa de eximir de impuestos al alimento del pobre! Vea a los empleados de la cámara de comercio (Board of trade) declarar que es de sentirse que la moneda inglesa no se preste a una reducción todavía más radical en el porte de las cartas. ¿Que más pruebas necesita Ud.?

Juan.— Sí; pero el erario.

John.— ¿No están el erario y el público en el mismo caso?

Juan.— No enteramente... Y por otro lado ¿es bien cierto que nuestro sistema postal necesite ser reformado?

John,— Esa es la cuestión. Veamos como pasan las coas: ¿que sucede con las cartas que se ponen en el correo?

Juan.— ¡Oh! es un mecanismo de una sencillez admirable; el director abre la caja a cierta hora, y saca cien cartas, por ejemplo.

John.— ¿Y Luego?

Juan.— Luego las examina una tras otra, con un mapa a la vista y una balanza en la mano, y busca la clase a que cada una corresponden, bajo el doble aspecto de las distancia y del peso. No hay más que once onzas y otros tantos grados de peso.

 

John.— Lo que no deja de hacer ciento veinte y una combinaciones por cada carta.

Juan.— Sí; es preciso duplicar este número porque, porque la carta puede pertenecer o no al servicio rural.

John.— Son, pues, 24,200 indagaciones por cada cien cartas. ¿Que hace en seguida el señor director?

Juan.— Escribe el peso en una esquina y el porte en el mismo centro del sobre, por medio de un jeroglífico convenido en la administración.

John.— ¿Y después?

Juan.— Les pone el sello; divide las cartas en diez paquetes; según las oficinas con las cuales está en correspondencia, y hace la suma total de los diez paquetes.

John.— ¿Y después?

Juan.— Después ponen las diez sumas a lo largo en un registro y a lo ancho en otro.

John.— ¿Y después?

Juan.— Después escribe una carta a cada uno de los diez directores corresponsales suyos, para informarles del artículo de contabilidad que les concierne.

John.— Y ¿si las cartas están franqueadas?

Juan.— ¡Oh! entonces confieso que el servicio se complica un poco. Es preciso recibir la carta, pesarla y medirla como antes; cobrar el franqueo y dar el vuelto; elegir entre treinta sellos el que conviene; hacer constar sobre la carta su número de orden, porte y su peso; copiar todo el sobrescrito en un primer registro, luego en un segundo, luego en un tercero, y luego en un boletín; enviarlo todo bien atado al director correspondiente, y asentar cada una de estas circunstancias en una docena de columnas elegidas entre los cincuenta que llenan los registros.

John.— ¡Y todo eso por cuarenta céntimos!

Juan.— Sí, por término medio.

John.— Veo que en efecto la salida es bastante sencilla; veamos lo que sucede a la llegada.

Juan.— El director abre el despacho.

John.— ¿Y después?

Juan.— Lee los avisos de sus diez corresponsales.

John.— ¿Y después?

Juan.— Compara el total acusado en cada aviso, con el total que resulta de cada uno de los diez paquetes de cartas.

John.— ¿Y después?

Juan.— Hace el total de totales, y averigua en globo la suma de que ha de hacer responsables a los carteros.

John.— ¿Y después?

Juan.— Después con el cuadro de las distancias y la balanza en la mano, verifica y rectifica el porte de cada carta.

John.— ¿Y después?

Juan.— Anota de registro en registro, de columna en columna, según innumerables eventos, las faltas y las sobras.

Juan.— Se pone a escribir a los diez directores para advertirles errores de 10 y de 20 céntimos.

John.— ¿Y después?

Juan.— Recorre todas las cartas recibidas, para darlas a los carteros.

John.— ¿Y después?

Juan.— Averigua el total de los portes de que cada cartero es responsable.

John.— ¿Y después?

Juan.— El cartero verifica o discute la significación de los jeroglíficos; adelanta la cantidad y se va.

John.— Go on (Adelante)

Juan.— El cartero va a casa de la persona a quien está dirigida la carta: toca a la puerta y baja el criado. Tiene seis cartas para el mismo sujeto; se suman los portes; se halla por valor de 2 fr. 70 cs.

John.— Go on.

Juan.— El criado va a donde está su amo; éste procede a la verificación de los jeroglíficos; toma los 3 por 2 y los 9 por 4; hay dudas sobre el peso y la distancia; en resumen, es preciso hacer subir al cartero, y el amo entretanto trata de adivinar quién será el que firma las cartas, pensando que sería prudente no recibirlas.

John.— Go on.

Juan.— El cartero llega y defiende los intereses de la administración. Se discute, se examina, se pesa, se mide; en fin, el interesado recibe cinco cartas y devuelve una.

John.— Go on.

Juan.— Ya no se trata más que del pago. El criado va a cada del bodeguero a buscar cambio. En fin, al cabo de veinte minutos el cartero queda libre, y corre a volver a principiar de puerta en puerta la misma ceremonia.

John.— Go on

Juan.— Vuelve al despacho, cuenta y vuelve a contar con el director; entrega las cartas desenvueltas, y se hace restituir lo que adelantó. Informa de las reclamaciones de los particulares con respecto al peso y la distancia.

John.— Go on.

Juan.— El director busca los libros, los registros, lo boletines especiales para hacer las cuentas de las devoluciones.

John.—Go on, if you please (Adelante si Ud. gusta)

Juan.— ¡Eh! a fe mía yo no soy director. Llegaríamos a las cuentas de decenas, de veintenas, de fines de mes, a los medios imaginados no sólo para llevar, sino para comprobar una contabilidad tan minuciosa, que versa sobre cincuenta millones de francos, suma deportes de 43 céntimos por término medio, y de 116’000,000 de cartas, cada una de las cuales puede pertenecer a 242 clases.

John.— He aquí una sencillez muy complicada. Ciertamente que el hombre que ha resuelto ese problema, debía tener cien veces más talento que el M. Piron de Uds. o nuestro Rowlandd-Hill.

Juan.— Pues ya que parece que Ud. se burla de nuestro sistema, explíqueme el suyo.

John.— En Inglaterra el gobierno hace vender en todos los lugares en que lo juzga conveniente sobres y bandas a un penique cada uno.

Juan.— ¿Y después?.

John.— Escribe Ud., dobla su carta en cuatro, la pone en uno de esos sobres, y la echa o la envía al correo.

Juan.— ¿Y después?.

John.— Después todo concluyó. No hay ni peso, distancias, ni faltas ni sobras, ni devoluciones, ni boletines, ni registros, ni libros, ni columnas, ni contabilidad, ni demostración, ni que dar ni recibir dinero, ni jeroglíficos, ni discusiones, e interpretaciones, ni responsabilidad en cargo, etc.

Juan.— Eso parece sencillo; pero ¿no lo es más de la cuenta? Un niño lo comprendería. Con tales reformas es con lo que se echa por tierra el genio de los grandes administradores. En cuanto a mí, me atengo a la costumbre francesa; y además el porte único de Uds. tiene el mayor de todos los defectos; es injusto.

John.— ¿Y por qué?

Juan.— Porque es injusto hace pagar lo mismo por una carta que se lleva al vecindario, que por otra que se lleva a cien leguas.

John.— En todo caso convendrá Ud. en que la injusticia está encerrada en los límites de un penique.

Juan.— ¿Eso que importa? Siempre es una injusticia.

John.— No puede nunca llegar sino a un medio penique, porque la otra mitad corresponde a gastos fijos para todas las cartas, cualquiera que sea la distancia.

Juan.— Un penique o medio penique; lo cierto es que de todos modos hay en eso un principio de injusticia.

John.— En fin, sea injusticia, cuyo máximo no puede llegar sino a un medio penique en un caso particular, desaparece para cada individuo en el conjunto de su correspondencia, puesto que cada uno escribe ya para un punto distante, ya para el vecindario.

Juan.— No cedo. La injusticia se atenúa hasta el infinito si Ud. quiere; es incalculable, infinitesimal, homeopática; pero existe.

John.— ¿El Estado le hace pagar más caro el gramo de tabaco que Ud. compra en la calle de Clichy, que el que le vende en el estanco del muelle de Orsay?

Juan.— ¿Que semejanza hay entre los dos términos de la comparación?

John.— Que así en un caso como en otro, ha sido necesario hacer los gastos del transporte. Lo justo matemáticamente, sería que cada toma de rape le costar a Ud. algún millonésimo de céntimo más caro en la calle Clichy que en el muelle de Orsay.

Juan.— ¿Que semejanza hay entre los dos términos de la comparación?

John.— Que así en un caso como en otro, ha sido necesario hacer los gastos del transporte. Lo justo matemáticamente, sería que cada toma de rape le costara a Ud. algún millonésimo de céntimo más caro en la calle Clichy que en el muelle de Orsay.

Juan.— Es cierto; no debemos desear sino lo que es posible.

John.— Añada Ud. que su sistema de correos no es justo sino en la apariencia. Hay dos cosas una al lado de la otra; pero la una está fuera y la otra dentro de la zona; la primera pagará 10 céntimos más que la segunda, justamente lo que cuesta en Inglaterra el porte entero de la carta. Ve Ud. que a pesar de las apariencias, la injusticia se comete entre ustedes. en una escala mayor.

Juan.— Creo que dice Ud. verdad. Mi objeción no vale gran cosa; pero queda siempre la pérdida de la renta.

En este momento cese de oír a los dos interlocutores. Parece sin embargo que Juan Lana cambió enteramente de opinión, porque algunos días después cuando se publicó el informe de M. de Vautruy, escribió la carta siguiente al honorable legislador.

J. Lana, a M. de Cautruy, diputado, relator encargado de examinar el proyecto de ley referente al porte de cartas:

Señor:

“Aunque no ignoro el descrédito extremo que crea contra sí el que se constituye en abogado de una teoría absoluta, no creo deber abandonar la causa del porte único y reducido al simple reembolso del servicio hecho".

“Al dirigirme a Ud. le proporciono sin duda un digno adversario. Por una parte un cerebro ardiente, un reformador de gabinete que habla de derrocar bruscamente, sin transición, todo un sistema, un iluso que tal vez no ha fijado siquiera los ojos en esa montaña de leyes, ordenanzas, cuadros, agregados y estadísticas, que acompañan al informe de Ud., para decirlo todo en una palabra, un teórico. Por la otra, un legislador grave, prudente, moderado, que lo ha pesado y comparado todo, que tiene en cuenta los diversos intereses, que desecha todos los sistemas, o lo que viene a ser lo mismo, que compone uno de lo que toma a todos los otros. El resultado de la lucha no puede ser dudoso ciertamente”.

“Sin embargo, mientras no se decida la cuestión, las convicciones tienen derecho de manifestarse. Se que la mía es bastante clara para atraer la sonrisa de la burla a los labios del lector, y todo lo que me atrevo a esperar de él, es que la prodigue después, y no antes de haber leído mis razones”.

'Porque, al fin yo puedo invocar la experiencia. Un gran pueblo ha hecho ya el ensayo. ¿Y que juicio forma de ello? Nadie le niega que tiene habilidad en estas materias y su opinión es de algún peso.

“Pues bien, no hay en Inglaterra una sola voz que no bendiga la reforma postal. Prueba de ello la suscripción abierta en favor de M. Rowland-Hill; prueba de ello el modo original que, según me decía John Bull, ha adoptado el pueblo para expresar su reconocimiento; prueba de ello la confesión tan a menudo reiterada de la Liga: sin el porte de un penique, (penny postage) nunca hubiéramos ilustrado la opinión pública que derroca hoy el sistema protector; prueba de ello lo que leo en una obra emanada de una pluma oficial: el importe de las cartas debe arreglarse con un fin fiscal, sino con el único objeto de cubrir los gastos”.

A lo que añade M. Mac-Gregor:

“Es cierto que habiendo bajado el porte al nivel de nuestra moneda más pequeña, ya no es posible bajarlo más, aunque produzca una renta; pero esta renta que va aumentando sin cesar, debe consagrarse a mejorar el servicio y a extender sobre todos los mares nuestro sistema de vapores.”

“Esto me lleva a examinar la idea fundamental de la comisión, la cual es por el contrario, que el impuesto sobre las cartas debe ser para el Estado un manantial de rentas”.

“Este pensamiento domina en todo el informe, y confieso que bajo el imperio de esta preocupación no podrá llegarse nunca a nada grande, a nada completo. Feliz Ud. si al tratar de conciliar todos los sistemas, no han conciliado sus diversos inconvenientes”.

“La primera cuestión, pues, que se presenta, es esta: ¿La correspondencia entre los particulares es una materia a propósito para sufrir impuestos?”.

“No me remontare a los principios abstractos. No haré observar que siendo la sociedad únicamente la comunicación de las ideas, el objeto de todo gobierno debe ser favorecer y no contrariar esta comunicación”.

“Examinare los hechos existentes”.

“La extensión total de los caminos reales departamentales y vecinales es de un millón de kilómetros; suponiendo que cada uno haya costa 100,000 francos, forman el capital de cien mil millones, que la nación ha gastado para favorecer la locomoción de las cosas y de las personas”.

“Ahora bien, le pregunto a Ud. si uno de sus honorables colegas propusiese a la cámara un proyecto de ley concebido en estos términos: desde 1o. de Enero de 1847 el Estado percibirá sobre todos los viajeros un impuesto calculado, no sólo para cubrir los gastos del camino, sino también para hacer entrar en las cajas cuatro o cinco veces el montante de estos gastos.”

“¿No juzgaría Ud. que esta proporción era antisocial y monstruosa?”.

“¿Cómo es que esta idea de beneficio, que digo! de simple remuneración no se ha presentado nunca a su espíritu cuando se ha tratado de la circulación de las ideas?”.

“Me atrevo a decir que ésta proviene de la costumbre. Si se tratase de crear el correo, estoy seguro de que parecería monstruoso establecerlo fundado en el principio fiscal.”

“Y advierta Ud. que en este caso la opresión está más caracterizada.”

“Cuando el Estado ha abierto un camino, no obliga a nadie a que se sirva de él (lo haría indudablemente si por el uso de este camino se cobrase una contribución;) pero cuando existe el correo real, nadie puede escribir por otra vía, aunque sea a su madre.”

“Así, pues, en principio, el impuesto sobre las cartas debería ser remuneratorio y por consiguiente uniforme. Y si se parte de este principio, ¿quién no se maravillará de la sencillez, de la facilidad, de la belleza de la reforma?”

Hela aquí completa y (salvo la redacción) formulada en proyecto de ley:

“Art. 1. Desde 1 de enero de 1847 se venderán en todos los puntos en que la administración lo juzgue conveniente “sobres y bandas selladas” al precio de cinco (o diez) céntimos.”

“Art. 2. Toda carta puesta en uno de estos sobres y cuyo peso no pase de quince gramos, todo periódico o impreso puesto en una de estas bandas, y cuyo peso no pase de.... gramos será llevado a su destino y entregado sin gasto alguno.

“Art. 3. Se suprime enteramente la contabilidad del correo.

“Art. 4. Queda abolida toda criminalidad o penalidad en materia de portes de cartas.

Confieso que esto es muy sencillo; demasiado sencillo, y espero una nube de objeciones; pero aunque se suponga que este sistema tiene inconvenientes, esa no es la cuestión; lo que se trata de saber es, si el de Ud. no los tiene mayores todavía.

“Y, de buena fe, bajo cualquier aspecto que se le considere (excepto el de la renta) ¿puede sostener la comparación un sólo instante?”

“Examínelos Ud. ambos; compárelos bajo el aspecto de la posibilidad, de la comodidad, de la claridad, de la celeridad, de la sencillez, de la economía, de la justicia, de la igualdad, del aumento de los negocios, de los goces de las afecciones, del desarrollo moral e intelectual, del poder civilizador, y dígame con la mano en el corazón, si es posible dudar un instante.”

“Me guardare bien de desenvolver cada una de estas consideraciones. Doy a Ud. los membretes de doce capítulos, y dejo el resto en blanco, persuadido de que nadie está en más aptitud para llenarlos.— Pero supuesto que no hay más que una objeción; la renta es preciso que diga una palabra acerca de ella.”

“Ud. ha hecho un cuadro del cual resulta que el porte único, aún suponiéndolo de 20 céntimos, haría perder al tesoro 22 millones. Si se pusiera a 10 céntimos, la pérdida sería de 28 millones, y si a cinco, de 33 millones; hipótesis tan aterradoras, que ni siquiera las formula Ud.”

“Pero permítame Ud. decirle que los números juegan en su informe con demasiada negligencia. En todos sus cuadros, en todos sus cálculos, subentiende Ud. estas palabras, en igualdad de circunstancias. Supone Ud. los mismos gastos con una administración simple, que con una administración complicada; el mismo número de cartas con el porte medio de 43 que con el porte único de 20 céntimos. Se limita Ud., a esta regla de tres: 87 millones de cartas a 42 1/2 céntimos han dado tanto; luego a 20 céntimos darían cuanto, admitiendo sin embargo algunas distinciones cuando son contrarias a la reforma.”

“Para avaluar el sacrificio real del tesoro, sería necesario saber primero lo que se economizaría en los gastos del servicio y después la proporción en que se aumentaría la actividad de la correspondencia. No tenemos en cuenta más que en este último dato, porque podemos suponer que la economía realizada en los gastos, se redujese a que el personal actual desempeñase un servicio mayor.”

“Es sin duda imposible fijar la cantidad del aumento en la circulación de las cartas; pero siempre se ha admitido en estas materias una analogía racional. Dice V. mismo que en Inglaterra una reducción de 7/8 en el porte, ha producido un aumento de 360% en la correspondencia. Entre nosotros la rebaja de 5 céntimos por término medio, construirá también una reducción de 7/8. Es, pues, lícito esperar el mismo resultado, es decir, 417’000,0000 de cartas en lugar de 116’000,0000. Pero calculemos sobre 300’000,000.”

“¿Hay exageración en suponer que con un impuesto de la mitad llegaremos a ocho cartas por habitante, cuando los ingleses han llegado a trece?”

Ahora bien: 300 millones de cartas a 5 céntimos, dan 15 mills.

Cien millones de periódicos e impresos a 5 céntimos 5 mills.

Viajeros por el correo 4 mills.

Conducción de dinero (o billetes de banco) 4

mills.

Total de entradas. 28 mills.

El gasto actual, (que podrá disminuir) es 31 mills.

Deducido el de los vapores que es 5 mills.

Queda de las cartas, viajeros y conducción de dinero 26 mills.

Producto neto 2 mills.

Hoy el producto neto es de 19 mills.

Pérdida, o , disminución de la ganancia 17 mills.

Ahora, pregunto: el Estado que hace un sacrificio positivo de 800,000.000 por año, para facilitar la circulación gratuita de las personas ¿no debe hacer un sacrificio negativo de 17 millones, para no ganar sobre la circulación de las ideas?

“Pero, en fin, se que el fisco tiene sus hábitos, y según es la facilidad con que se acostumbra a ver aumentar sus entradas, así es la dificultad con que se habitúa a verlas disminuir en u óbolo. Parece que está provisto de esas válvulas admirables, que en nuestra organización dejan afluir la sangre en una dirección, pero la impiden retroceder. Concedido.— El fisco es un poco viejo para que podamos cambiar sus hábitos no esperemos, pues, que los pierda ¿Pero que se diría si yo, Juan Lana, le indicase un medio sencillo, fácil, cómodo, esencialmente práctico de hacer un gran bien al país, sin que le costase un céntimo? ”.

 

El correo da en bruto al tesoro...            50 mills.

La sal... 70 mills.

La aduana... 160 mills.

Total por estos servicios...   280 mills.

 

“Pues bien: ponga V el porte uniforme de las cartas a la tasa de 5 céntimos, y baje el impuesto de la sal a 10 francos el quinta, como lo ha votado la cámara; déme facultad para modificar la tarifa de las aduanas en el sentido de que: me estará absolutamente prohibido subir ningún derecho, pero que me será lícito bajarlos a mi arbitrio; y yo, Juan Lana, le garantizo a Ud. no 280, sino 300 millones. Doscientos banqueros de Francia serán mis fiadores. No pido por recompensa más que lo que estos tres impuestos produzcan a más de los trescientos millones.”

“Tengo ahora necesidad de enumerar las ventajas de mi proposición.”

“1. El pueblo se aprovechará de todo el beneficio proveniente de la baratura de un artículo de primera necesidad, cual es al sal.”

“2. Los padres podrán escribir a sus hijos, las madres a sus hijas. Los afectos, los sentimientos, las expansiones del amor y la amistad, no serán rechazadas como hoy, por la mano del fisco, al fondo de los corazones.”

“3. No se inscribirá en nuestros códigos como una acción criminal la de llevar una carta de un amigo a su amigo.”

“4. El comercio volverá a florecer con “la libertad; nuestro marina mercante saldrá de su humillación.”

“5. El fisco ganará en primer lugar 200 millones, y en segundo todo lo que hará afluir hacia las otras ramas de impuestos la economía realizada por cada ciudadano en la sal, las cartas y los objetos cuyos derechos hayan sido disminuidos.”

“Si mi proposición no es aceptada, ¿que deberé deducir de ello? ¿bajo que pretexto podrá desecharse, con tal que la compañía de banqueros que presente, ofrezca suficientes garantías? No se puede invocar el equilibrio de los presupuestos. Este se rompería, pero en el sentido de que las entradas excederían los gastos. No se trata aquí de una teoría, de un sistema, de una estadística, de una probabilidad, de una conjetura; es una proposición, una proposición como la de una compañía que pide un camino de hierro. El fisco me dice lo que saca del correo, de la sal y de la aduana; yo ofrezco darle más; la dificultad no puede, pues, nacer de él. Ofrezco disminuir la tarifa del correo, de la sal, de la aduana; me comprometo a no subirla; la dificultad no puede, pues, venir de los contribuyentes. ¿Entonces de quién vendrá? ¿De los monopolizadores? —Falta saber si su voz debe ahogar en Francia a la del estado y a la del público. Para averiguarlo, ruego a Ud. me transmita mi proposición al consejo de ministros.”

Juan Lana. He aquí el texto de mi oferta.

“Yo, Juan Lana, representante de una compañía de banqueros y de capitalistas, pronta a dar las garantías y construir todas las cauciones necesarias.”

“Habiendo sabido que el Estado no saca más que 280 millones de la aduana, del correo y de la sal, por medio de los derechos, tales cuales están establecidos hoy.”

“Ofrezco darle 300 millones de producto bruto de esos tres servicios.”

“Aun cuando se reduzca el impuesto sobre la sal de 30 a 10 francos.”

“Aun cuando se reduzca el porte de las cartas de 43 1/2 céntimos, término medio, a un porte único y uniforme de 5 o 10 céntimos.”

“Con la sola condición de que me será permitido no subir (lo que me será absolutamente prohibido) sino bajar a mi arbitrio los derechos de aduana.”

“Juan Lana.”

Pero Ud. es un loco, dije a Juan Lana: no ha sabido usted nunca hacer las cosas con moderación. El otro día gritaba contra el huracán de las reformas, y ahora reclama usted tres, haciendo de cada una la condición de las otras dos. Se arruinará usted— No tenga usted cuidado,— me dijo; he hecho todos mis cálculos. Ojalá aceptaran! pero no aceptarán.

—Al decir esto nos separamos, él con la cabeza llena de números, y yo de reflexiones que ahorro al lector.

 

XIII

 

La protección o los tres regidores.

Demostración en cuatro cuadros.

 

Cuadro I

 

(La escena pasa en casa del regidor Pedro.)

Una ventana que da a un hermoso bosque. Tres personas están sentadas a la mesa al lado del fuego.

Pedro— ¡A fe mía! Bendito sea el fuego cuando la panza está satisfecha. Es necesario convenir en que es una cosa muy agradable. ¡Pero ay! cuanta gente buena, como el hombrecillo gris,

Falta de leña,

Se está soplando los dedos.

¡Desgraciadas criaturas! El cielo me inspira una idea caritativa. ¿Ven ustedes esos bellos árboles? Voy a derribarlos y distribuir la leña a los pobres.

Pablo y Juan.— ¿Qué, gratis?

Pedro.— No precisamente; pronto concluirían mis buenas obras si disipase mis bienes de ese modo. Calculo que mi bosque vale veinte mil libras; derribándole sacare mucho más.

Pablo.— Error. El bosque de usted en pie vale más que el de las selvas vecinas, porque presta servicios que éste no puede prestar. derribado, no servirá más que para hacer fuego como el otro, y la carretada no valdría un medio más.

Pedro.— ¡Oh! ¡oh! señor teórico, olvida usted que yo soy un hombre de práctica. Creía que mi reputación como especulador estaba bastante bien asentada para que me pusiera al abrigo de una inculpación de necedad. ¿Cree usted que voy a divertirme vendiendo mi madera al precio de la madera conducida en balsas por el río?

Pablo.— Así tendrá usted que hacerlo.

Pedro.— ¡Inocente! ¿y si impido que la madera legue por el río de París?,

Pablo.— Eso cambiaría la cuestión. ¿Pero cómo se ingeniaría usted?

Pedro.— He aquí todo el secreto. Sabe usted que la madera conducida por el río paga a la entrada diez sueldos por carretada. Mañana decido a los regidores a subir el derecho a cien, doscientas, trescientas libras; en fin, l bastante para que no entre ni siquiera lo suficiente para poner un tronco en la chimenea.— ¿Comprende usted? Si esa buena gente no quiere morirse de frío, será preciso que vena a mi corral. Habrá cuestiones por obtener mi leña, la venderé a peso de oro, y esta caridad bien ordenada me pondrá en estado de hacer otras.

Pablo.— ¡Buena idea! me sugiere otra del mismo género.

Juan.— Veámosla. ¿Entra también en ella la filantropía?

Pablo.— ¿Que les parece a ustedes, esta mantequilla de Normandía?

Juan.— Excelente.

Pablo.— ¡Hum! ¡hum! hace poco me pareció pasadera. Pero ¿no creen ustedes que raspa la garganta? Quiero hacer otra mejor en París. Tendré cuatrocientas o quinientas vacas, haré al pobre pueblo una distribución de leche, de mantequilla y de queso.

Pedro y Juan.— ¡Cómo, caritativamente!

Pablo.— ¡Bah! pongamos siempre a la caridad por pantalla. Tiene una cara tan hermosa, que su misma careta es un excelente pasaporte. Daré mi mantequilla al pueblo, y el pueblo me dará su dinero: ¿se llama eso vender?

Juan.— No; según el pechero gentilhombre; pero llámelo usted como quiera, lo cierto es que se arruinará. ¿Puede acaso luchar París con la Normandía en la crianza de vacas?

Pablo.— Tendré en mi favor la economía del transporte.

Juan.— Concedido; pero aún pagando el transporte, quedan los normandos en disposición de batir a los parisienses.

Pablo.— ¿Llama usted batir a uno, darle las cosas a bajo precio?

Juan.— Esa es la palabra técnica; de todos modos, lo cierto es que usted será batido.

Pablo.— Sí, como D. Quijote; los golpes caerán sobre Sancho. Juan, amigo mío, usted olvida la colecturía de puertas.

 

Juan.— ¡La colecturía de puertas! ¿que tiene ella que hacer con la mantequilla de usted?

Pablo.— Desde mañana reclamo protección; decido al ayuntamiento a prohibir la mantequilla de Normandía y de Bretaña. Entonces será preciso, o que el pueblo no la coma, o que compre la mía, y al precio que yo quiera.

Juan.— ¡Por la Virgen de Atocha! Señores, la filantropía de ustedes me arrastra:

Quien con lobos anda

A aullar aprende.

He tomado mi partido. No dirá que soy indigno de ser regidor. Pedro, este fuego al chisporrotear ha inflamada el alma de usted.; Pablo esta mantequilla ha puesto en movimiento los resortes de su imaginación; pues bien! conozco que este pedazo de carne salada estimula igualmente mi inteligencia. Mañana voto y hago votar la exclusión de los puercos vivos o muertos; hecho esto, construyo magníficas habitaciones en el mismo París.

Para el inmundo animal

Prohibido a los hebreos.

Me convierto en porquero y tocinero:— Veremos entonces como evita el buen pueblo luteciano la necesidad de venir a proveerse en mi establecimiento.

Pedro.— ¡Eh, señores! poco a poco. Si encarecen ustedes de ese modo la mantequilla y la carne salada, cercenan de antemano las ganancias que yo esperaba sacar de mi leña.

Pablo.— Diantre! mi especulación no es ya tan maravillosa, si ustedes roban con su leña y sus jamones.

Juan.— Y ¿que ganare yo en hacerles pagar a ustedes más caras mis salchichas, si también me hacen ustedes pagar más caras las rebanadas de pan con mantequilla y los haces de leña?

Pedro.— ¡Que es esto! he aquí que vamos a pelear! Unámonos más bien, señores. Hagámonos concesiones recíprocas. Por otra parte, no es bueno escuchar solo al vil interés; la humanidad debe tenerse en cuenta; no es preciso asegurar la leña al pueblo;

Pablo.— Es justo. Y es necesario que el pueblo tenga mantequilla para untar su pan.

Juan.— Indudablemente. Y es preciso que pueda poner manteca en su comida.

Todos.— Adelante la caridad. Viva la filantropía! hasta mañana! hasta mañana! tomamos por asalto la colecturía de puertas.

Pedro.— ¡Ah! se me olvidaba. Una palabra más; es esencial. Amigos míos: en este siglo de egoísmo, el mundo es desconfiado, y a menudo se interpretan mal las intenciones más puras. Pablo, hable usted respecto de las maderas; Juan, ocúpese usted de la mantequilla, y yo me dedico al puerco de la provincia. Bueno es precaverse contra la malignidad.

Pablo y Juan (yéndose).— A fe mía! He aquí un hombre astuto.

 

Cuadro II

El ayuntamiento.

 

Pablo.— ¡Caros compañeros! todos los días entran en París crecidas cantidades de madera, que hacen salir crecidas sumas de numerario. A este paso, dentro de tres años estaremos todos arruinados, y ¿que será entonces del pobre pueblo? (¡Bravo!) Prohibamos la madera extranjera.— No hablo por mí, porque no se haría una limpia—dientes con toda la madera que poseo. Soy, pues, del todo desinteresado en la cuestión (¡Bien, bien!) Mas Pedro que tiene un parque, asegurará la leña necesaria a nuestros conciudadanos, que no estarán entonces bajo la dependencia de los carboneros del Yonne. ¿Habéis pensado alguna vez en el riesgo que corremos de morir de frío, si se les antojase a los propietarios de bosques extranjeros no traer más leña a París? Prohibamos, pues, la madera. De este modo impediremos el agotamiento de nuestro numerario, crearemos la industria leñera, y abriremos a nuestros obreros un nuevo manantial de trabajo y de salarios (Aplausos).

Juan.— Apoyo la tan filantrópica, y sobre todo tan desinteresada proposición, como decía el mismo honorable preopinante. Es tiempo que detengamos este insolente dejad pasar, que ha traído a nuestro mercado una concurrencia desenfrenada, de modo que no hay una sola provincia algo bien situada para cualquiera producto, que no venga a inundarnos de él, a vendérnosle a vil precio, y a destruir el trabajo parisiense.

Al Estado es a quien toca, por medio de derechos sabiamente calculados, no dejar entrar de fuera sino lo que allí es más caro que en París; y nivelando las condiciones de producción, librarnos de ese modo de una lucha desigual. ¿Cómo se quiere, por ejemplo, que podamos producir leche y mantequilla en París, en competencia con la Bretaña y la Normandía? Considerad, señores, que los bretones tienen la tierra más barata, el heno más cerca, la mano de obra a condiciones más ventajosas. ¿El sano juicio no dice que es necesario igualar las condiciones por una tarifa de puertas protectoras? Pido que el derecho sobre la leche y la mantequilla se haga subir a un 1.000%, y más aún si es necesario. El almuerzo del pueblo será un poco más caro; pero al mismo tiempo ¿cómo van a subir sus salarios?. Veremos construirse establos, lecherías, aumentares las mantequilleras y fundarse nuevas industrias. No tengo el menor interés en mi proposición. No soy vaquero ni quiero serlo. Me mueve únicamente el deseo de ser útil a las clases laboriosas. (Movimiento de adhesión.).

Pedro.— Me regocijo al ver en esta asamblea hombres de Estado tan puros tan ilustrados, tan afectos a los intereses del pueblo (Bravo) Admiro su abnegación, y lo mejor que puedo hacer es imitar su noble ejemplo. Apoyo su moción y añado la de prohibir los puercos del Pitou. No intento hacerme porquero, ni cocinero, porque en ese caso mi conciencia me ordenaría abstenerme. Pero, ¿no es una vergüenza, señores, que seamos tributarios de esos aldeanos poitevinos, que tienen la audacia de venir a apoderarse en nuestro mismo mercado de un trabajo que podríamos hacer nosotros? ¿que después de habernos inundado de salchichas y de jamones, tal vez no nos toman nada en cambio? De todos modos ¿quién nos dice que la balanza de comercio no está en su favor, y que no estamos obligados a pagarles el saldo en dinero? No es claro que si la industria poitevina se introdujese en París, abriría empleos seguros al trabajo parisiense? Y además, señores, ¿no es muy posible, como decía muy bien Mr. Lestiboudois, que compremos los puercos del Pitou, no con nuestras rentas, sino con nuestro capital? ¿A dónde nos llevaría esto? No suframos, pues, que rivales ávidos, ambiciosos, pérfidos, vengan a vender aquí las cosas baratas, y a ponernos en la imposibilidad de hacerlas nosotros mismos. Regidores, París nos ha dado su confianza; a nosotros nos toca justificarla. El pueblo está sin trabajo; a nosotros nos toca creárselo; y si la carne salada le cuesta un poco más cara, tendremos al menos la convicción de haber sacrificado nuestros intereses a los de las masas, como debe hacerlo todo buen regidor (estrepitosos aplausos.)

Una voz.— Oigo que se habla mucho del pobre pueblo; pero so pretexto de darle trabajo, se principia por quitarle lo que vale más que el mismo trabajo., la leña, la mantequilla y la sopa.

Pedro, Pablo y Juan.— ¡A votar! ¡A votar! ¡Abajo los utopistas, los teóricos, los generalizadores! ¡A votar; a votar! (Las tres proposiciones son admitidas.)

 

Cuadro III

Veinte años después.

 

Juan Lana y su hijo.

Hijo.— Padre, decídase usted, es preciso salir de París, no se puede vivir aquí. El trabajo falta y todo es caro.

Padre.— Hijo mío, no sabes lo que cuesta abandonar el lugar que nos ha visto nacer.

Hijo.— Lo pero de todo es perecer en él de miseria.

Padre.— Vete, hijo mío, busca una tierra más hospitalaria. En cuanto a mí, no me separare de esta fosa solitaria, a la que han bajado tu madre, tu hermana y tus hermanos. Deseo ya encontrar al fin a su lado el reposo, que me ha sido negado en esta ciudad de desolación.

Hijo.— Valor, buen padre. Hallaremos trabajo en el extranjero, en Pitou, en Normandía, en Bretaña. Se dice que toda la industria se transporta poco a poco a esos lejanos lugares.

Padre.— Eso es muy natural. No pudiendo ya vendernos madera y alimentos, han cesado de producir más que lo que exigen sus necesidades; el capital y el tiempo disponible que tienen, lo destinan a hacer ellos mimos aquello de que antes les absteníamos nosotros.

Hijo.— Lo mismo que dejan en París de hacerse bellos muebles y hermosos vestidos, para plantar árboles y criar puercos y vacas. Aunque muy joven he visto magníficos almacenes, barrios suntuosos, muelles animados en estos mismos bordes del Sena, invadidos ahora por prados y setos.

Padre.— Mientras que las provincias se cubren de ciudades, París se convierte en campo. ¡Que horrible revolución! Y tres regidores extraviados, ayudados por la ignorancia pública, han sido bastante para atraer sobre nosotros esta ¡calamidad!

Hijo.— Cuénteme usted esa historia, padre.

Padre— Es muy sencilla. Bajo pretexto de introducir en París tres industrias nuevas, y de dar de este modo alimento al trabajo de los obreros, esos hombres hicieron prohibir la leña, la mantequilla y la carne. Se abrogaron el derecho de abastecer de ellas a sus conciudadanos. Al principio estos objetos subieron a un precio exorbitante. Nadie ganaba bastante para procurárselos, y el pequeño número de los que podían obtenerlos; empleando para ello todas sus utilidades, estaba imposibilitado de comprar otra cosa, por este motivo, todas las industrias se pararon a la vez, y tanto más pronto, cuanto que las provincias no ofrecían ya ningún mercado. La miseria, la muerte, la emigración principiaron a despoblar a París.

Hijo.— ¿Y cuándo concluirá esto?

Padre.— Cuando París se haya convertido en un bosque y en una pradera.

Hijo.— Los tres regidores deben haber hecho una gran fortuna.

Padre.— Al principio realizaron enormes ganancias; pero al cabo de tiempo han sido envueltos en la miseria común.

Hijo.— ¿Cómo puede ser esta?

Padre.— ¿Ves estas ruinas? Eran un magnífico palacio rodeado de un bello parque. Si París hubiesen continuado progresando, Pedro sacaría de él más rentas que lo que vale hoy el capital.

Hijo.— ¿Cómo puede ser eso, puesto que se ha desembarazado de la concurrencia?

Padre.— La concurrencia para vender ha desaparecido; pero la concurrencia para comprar desaparece también cada día, y continuará desapareciendo hasta que París quede convertido en campo raso, y que los setos de maese Pedro no valgan más que una superficie igual de setos en el bosque de Bondy. De este modo es como el monopolio, igualmente que todas las injusticias, lleva en sí mismo su propio castigo.

Hijo.— Eso me parece muy claro; pero lo que es incontestable es, la decadencia de París. ¿No hay, pues, ningún medio de echar por tierra esa medida inicua que Pedro y sus colegas hicieran adoptar hace 20 años?

Padre.— Voy a confiarte mi secreto. Me quedo en París para esto: llamare al pueblo en mi auxilio. De él depende que se vuelvan o no a colocar los derechos de puertas sobre sus antiguas bases, que se libren o no de este funesto principio que se ha ingerido en ellos, y ha vegetado como una yerba parásita.

Hijo.— Debe usted conseguirlo desde el primer día.

Padre.— ¡Oh! la tarea es por el contrario difícil y trabajosa. Pedro, Pablo y Juan están perfectamente de acuerdo. Están prontos a todo antes que dejar entrar la leña, la mantequilla y la carne en París. Tienen en su favor al mismo pueblo, que ve claramente el trabajo que les proporcionan las tres industrias protegidas, que sabe a cuántos leñadores y vaqueros dan empleo; pero que no puede tener una idea exacta del trabajo que se desarrollaría a la sombra de la libertad del comercio.

Hijo.— Si no hay más que esta dificultad, usted le ilustrará.

Padre.— Niño, a tu edad no se duda de nada. Si escribo el pueblo no leerá; porque para sostener su desgraciada existencia, no tiene bastante tiempo. Si hablo, los regidores me cerrarán la boca. El pueblo quedará pues, largo tiempo en su funesto extravío; los partidos políticos que fundan sus esperanzas en sus pasiones, se ocuparán menos de disipar su preocupaciones que de explotarlas. Tendré, pues, a un mismo tiempo en mi contra a los poderosos del día, al pueblo y a los partidos. ¡Oh! veo un huracán horroroso, pronto a destrozar la cabeza del atrevido que ose levantarse contra una iniquidad tan arraigada en el país.

Hijo.— Tendrá usted en su favor la justicia y la verdad.

Padre.— Y ellos tendrán en el suyo la fuerza y la calumnia. Si siquiera fuese yo joven! pero la edad y los padecimientos han agotado mis fuerzas.

Hijo.— Pues bien, padre, consagre usted al servicio de la patria las que le quedan. Principie usted esa obra de emancipación mercantil, y déjeme por herencia la misión de concluirla.

 

Cuadro IV.

La agitación.

 

Juan Lana.— Parisienses, pidamos la reforma de los derechos de puertas; que vuelvan a su primitivo estado; que todo ciudadano tenga libertad para comprar leña, mantequilla y carne donde mejor le parezca.

El pueblo.— ¡Viva, viva la concurrencia!

Juan Lana.— Parisienses no os dejéis seducir por esta palabra. ¿Que os importa la libertad de comprar sino tenéis medios para ello? ¿Y cómo tendréis esos medios si os falta trabajo? ¿Puede producir París maderas tan baratas como el bosque de Bondy? Carne a un precio tan bajo como el de Poitou? Mantequilla del mismo modo que la Normandía? Si abrís completamente la puerta a esos productos rivales, ¿que será de los vaqueros, leñadores y cecineros? No pueden subsistir sin la protección.

El pueblo.— Viva, viva la protección!

Juan.— ¡La protección! pero ¿se os protege acaso, obreros? ¿No os haceis concurrencia unos a otros? ¡Que los vendedores de maderas sufran, pues, la concurrencia a su turno! No tienen por medio de la ley el derecho de subir el precio de su madera, a menos que no suban también por medio de la ley la tasa de los salarios ¿No sois un pueblo amante de la igualdad?

Pueblo.—Viva, viva la igualdad.

Pedro.— No escuchéis a ese faccioso; es cierto que hemos subido el precio de la madera, de la carne y de la mantequilla; pero ha sido para poder dar buenos salarios a los obreros. La caridad es quien nos mueve.

Pueblo.— ¡Viva, viva la caridad!

Juan.— Haced, si podéis, que la colecturía de puertas sirva para hacer subir los salarios, o no la hagáis servir para encarecer los productos. Los parisienses no piden caridad, sino justicia.

Pueblo.— ¡Viva, viva la justicia!

Pedro.— La carestía de los productos es la que precisamente producirá por contragolpe la carestía de los salarios.

Pueblo.— ¡Viva, viva la carestía!

Juan Lana.— Si la mantequilla está cara, no es ciertamente porque paguéis caros los obreros; no es siquiera porque saquéis grandes utilidades, es sólo porque París está mal colocado para esta industria; porque habéis querido que se hiciese en la ciudad lo que debe hacerse en el campo, y en el campo lo que se hacía en la ciudad. El pueblo no tiene más trabajo; lo único que hay es que trabaja en otra cosa. No tiene más salarios, lo que hay es que no compra las cosas tan baratas.

Pueblo.— Viva la baratura.

Pedro.— Este hombre os seduce con sus frases bonitas. Sentemos la cuestión en toda su sencillez. ¿No es cierto que si admitimos la mantequilla, la madera, la carne, seremos inundados; pereceremos de plétora? No hay, pues otro medio para preservarnos de esta invasión de nueva especie, que cerrarle la puerta, y para mantener el precio de las cosas, que producir artificialmente su escasez.

Algunas voces muy raras.— ¡Viva, viva la escasez!

Juan Lana.— Sentemos la cuestión en toda su verdad. Entre nosotros los parisienses no puede dividirse sino lo que hay en París; si hay menos madera, carne, mantequilla, la parte de cada uno será menor; y habrá menos si las rechazamos que si las dejamos entrar. Parisienses, no puede haber abundancia para cada uno, si no hay abundancia general.

Pueblo.— ¡Viva, viva la abundancia!

Pedro.— Por más que diga este hombre, no os probará que tenéis interés en sufrir una concurrencia sin límite.

Pueblo.— ¡Abajo, abajo la concurrencia!

Juan Lana.— Por más que declame este hombre no os hará probar las dulzuras de la restricción.

Pueblo.— ¡Abajo abajo la restricción!

Pedro.— Y yo declaro que si se priva a los pobres vaqueros y porqueros de su medio de ganar el pan, si se les sacrifica a teorías, no respondo del orden público. Obreros, desconfían de ese hombre. Es un agente de la pérfida Normandía; va a buscar sus inspiraciones al extranjero. Es un traidor; es necesario ahorcarle.

El pueblo guarda silencio.

Juan Lana— Parisienses: todo lo que digo hoy lo decía hace veinte años, cuando a Pedro se le ocurrió explotar la colecturía de puertas en provecho suyo y perjuicio su. No soy un agente de los normandos. Ahorcadme si queréis; pero eso no impedirá que la opresión mercantil sea opresión mercantil; amigos, no es a Juan ni a Pedro a quien debe matarse, sino a la libertad de comercio, si la teméis, o a la restricción si os hace mal.

Pueblo.— No ahorquemos a nadie y eximamos de impuestos a todo el mundo.

 

XIV

 

Otra cosa

 

—¿Que es la restricción?

—Una prohibición parcial.

—¿Que es la prohibición?

—Una restricción absoluta.

—De modo que lo que se dice de la una es cierto de la otra?

—Sí excepto en el grado. Hay entre ellas la misma relación que entre el arco de círculo y el círculo.

—Luego si la prohibición es mala, la restricción no podrá ser buena.

.Lo mismo que el arco no puede ser recto, siendo curvo el círculo.

—¿Cuál es el nombre común a la restricción y a la prohibición?

—Protección.

—¿Cuál es el efecto definitivo de la protección?

—Exigir de los hombres mayor trabajo para obtener el mismo resultado.

—¿Por que son tan afectos los hombres al sistema protector?

—Porque la libertad debe producir el mismo resultado con un trabajo menor, y esta disminución aparente del trabajo les atemoriza.

—¿Por que dice usted aparente?

—Porque todo trabajo economizado puede dedicarse a otra cosa.

—¿A que otra cosa?

—Eso es lo que no puede ni hay necesidad de decir exactamente.

—¿Por qué?

—Porque si la suma de las satisfacciones actuales de la Francia pudiese adquirirse con una disminución de un décimo de la suma de su trabajo, nadie puede decir exactamente que nuevas satisfacciones querría proporcionarse con el trabajo que ha quedado disponible. Uno querría estar mejor vestido; otro mejor alimentado este más instruido, aquel más divertido.

—Explíqueme usted el mecanismo y los efectos de la protección.

—No es cosa fácil. Antes de llegar al caso complicado, sería preciso estudiarla en el más sencillo.

—Tome usted el caso más sencillo que quiera.

—¿Se acuerda usted de cómo se ingenió Robinson para hacer una tabla no teniendo sierra?

—Sí; derribando un árbol y cortando después con su hacha el tronco a derecha e izquierda, hasta que le redujo ea espesor de un tablón.

—¿Y le costó eso mucho trabajo?

—Quince días completos.

—¿Y de que vivió durante ese tiempo?

—De sus provisiones.

—¿Y que le sucedió al hacha?

—Que se melló toda.

Muy bien; usted acaso no sabe que en el momento de dar el primer hachazo, Robinson divisó una tabla arrojada por las olas sobre la playa.

—¡Oh feliz casualidad! ¿Corrió a cogerla?

—Esa fue su primer intención; pero se detuvo raciocinando de este modo:

“Si voy a buscar esa tabla, no me costará más que el trabajo de cargarla y el tiempo de bajar y subir la costa.”

“Pero si hago una tabla con mi hacha, en primer lugar, me proporcionare trabajo para quince días y además echare a perder mi hacha, lo queme obligará a componerla; entretanto devorare mis provisiones: este será un tercer germen de trabajo, pues que será preciso reemplazarlas; y como el trabajo es la riqueza, es claro queme arruinaría yendo a coger la tabla naufraga. Me interesa proteger mi trabajo personal; y ahora que pienso en ello, hasta puedo crearme un trabajo adicional, yendo a empujar esa tabla con el pie hacia la mar!”

—Pero ese raciocinio era absurdo.

—Concedido; pero no por eso deja de ser el que hace toda nación que se protege por la prohibición. Rechaza la tabla que se le ofrece en cambio de un trabajo pequeño, a fin de proporcionarse un trabajo mayor. No hay trabajo ninguno, incluso el de el aduanero, en el cual no vea una ganancia. Puede representarse por el trabajo que se tomó Robinson para ir a devolver a las olas el regalo que estas querían hacerle. Considere usted a la nación como un ser colectivo, y no hallará un átomo de diferencia entre su raciocinio y el de Robinson.

—¿No conocía Robinson que el tiempo economizado podía destinarlo a otra cosa?

—¿Que otra cosa?

—Mientras se tienen necesidades y tiempo hay siempre algo que hacer. No tengo obligación de designar exactamente el trabajo que podía emprender.

—Yo determino exactamente el que habría dejado escapar.

—Y yo sostengo que Robinson, por una ceguedad increíble, confundía el trabajo con su resultado, el fin con los medios, y voy a probárselo a usted.

—Le ahorro a Usted esa tarea. Lo cierto es que ese es el sistema restrictivo o prohibitivo en su más simple expresión. Si le parece a usted absurdo bajo esa forma, es porque las dos cualidades de productor y consumidor están reunidas en este caso en la misma persona.

—Pase usted, pues, a un caso más complicado.

—Con mucho gusto. Algún tiempo después, habiendo Robinson encontrado a Domingo, se unieron y se pusieron a trabajar en común. Por la mañana cazaban durante seis horas, y traían cuatro morrales de caza. Por la tarde trabajaban en su huerta, y recogían cuatro cestos de legumbres.

Un día arribó una piragua al a isla de la Desesperación. Bajó de ella un hermoso extranjero, y fue admitido a la mesa de nuestros dos solitarios. Probó y celebró mucho los productos del jardín, y antes de despedirse de sus huéspedes les habló en estos términos:

—“Generosos insulares: habito una tierra en la que la caza abunda mucho más que en ésta; pero donde la horticultura es desconocida. Me será fácil traer a ustedes todas las tardes cuatro morrales de caza, si ustedes, me ceden sólo dos cestos de legumbres.”

Al oír esto, Robinson y Domingo se alejaron para consultarse; el debate que tuvieron es demasiado interesante; para que no lo refiera al pie de la letra.

Domingo.— Amigo, ¿que te parece?

Robinson.— Si aceptamos nos arruinamos.

D.— ¿Es eso seguro? Calculemos.

R.— Todo lo he calculado. Abrumados por la concurrencia, la caza será para nosotros una industria perdida.

D.— ¿Que importa, si tenemos carne?

R.— ¡Teoría! No será producto de nuestro trabajo.

D.— Si lo será, puesto que para obtenerla tendremos que dar legumbres!

R.— Pues entonces ¿que ganaremos?

D.— Los cuatro morrales de caza nos costaban seis horas de trabajo; el extranjero nos los da por dos de legumbres, que nos cuestan sólo tres; luego nos quedan tres horas a nuestra disposición.

R.— Di por el contrario, que quedan sustraídas a nuestra actividad; eso es lo que precisamente constituye nuestra pérdida. El trabajo es la riqueza, si perdemos la cuarta parte de nuestro tiempo, seremos una cuarta parte menos ricos.

D.— Amigo, le equivocas de medio a medio. La misma carne, las mismas legumbres, y además tres horas disponibles, son un progreso, o no hay progreso en el mundo.

R.— ¡Generalidad! ¿que haremos de estas tres horas?

D.— Haremos otra cosa.

R.— ¡Ah! ahí te atrapó, no puedes decir nada a punto fijo. Otra cosa, otra cosa; eso es muy fácil de decir.

D.— Pescaremos, embelleceremos nuestra habitación, leeremos la Biblia.

R.— ¡Utopía! ¿Es bien cierto que haremos esto más bien que aquello?

D.— Y bien! si no necesitamos nada descansaremos. ¿No vale nada el descanso?

R.— Pero cuando se descansa, se muere uno de hambre.

D.— Amigo, estás en un círculo vicioso. Hablo de un descanso que no le quita nada a nuestra carne, ni disminuye nuestras legumbres. Olvidas siempre que gracias a nuestro comercio con el extranjero, nueve horas de trabajo nos darán tantas provisiones como nos producen hoy doce.

R.— Se conoce bien que no te has educado en Europa. Tal vez no has leído nunca el Monitor Industrial. Te hubiera enseñado que: “Todo tiempo economizado es una pérdida neta: lo que importa no es comer, sino trabajar; todo lo que consumimos si no es producto directo de nuestro trabajo, no entra en cuenta. ¿Quieres saber si eres rico? No atiendas a tus goces sino a tu trabajo.”

—Esto es lo que te hubiera enseñado el Monitor Industrial. En cuanto a mí, no soy un teórico; no veo sino la pérdida de nuestra caza.

D.— ¡Que trastorno de ideas tan extraño! pero...

R.— No hay peros. Por otra parte hay razones políticas, para rechazar las ofertas interesadas de ese pérfido extranjero.

D.— ¡Razones políticas!

R.— Sí. En primer lugar, no nos hace esas ofertas, sino porque son ventajosas para él.

D.— Tanto mejor, puesto que también lo son para nosotros.

R.— Además, con esos trueques, nos ponemos bajo su dependencia.

D.— Y él bajo la nuestra. Nosotros necesitaremos de su carne, él de nuestras legumbres, y viviremos como buenos amigos.

R.— ¡Sistema! ¿Quieres que éste deje sin tener que contestar?

D— Veamos; todavía estoy esperando una buena razón.

R.— Supongo que el extranjero aprenda a cultivar un jardín, y que su isla sea más fértil que la nuestra, ¿ves la consecuencia?

D.— Sí; cesarán nuestras relaciones con el extranjero. No nos tomará más legumbres, porque las obtendrá en su casa con menos trabajo; no nos traerá más carne porque no tendremos nada que darle en cambio, y estaremos entonces justamente como quieres que estemos desde hoy.

R.— ¡Salvaje poco previsor! ¿No ves que después de haber matado nuestra caza inundándonos de carne, matará nuestra horticultura inundándonos de legumbres?

D.— Pero eso no será nunca sino en el caso de que le demos otra cosas, es decir, que hallemos otra cosa que producir con economía de trabajo para nosotros.

R.— ¡Otra cosa, otra cosa! Siempre vienes a parar a eso. Estás hablando vagamente, amigo Domingo; no hay nada práctico en tus miras.

La cuestión se prolongó largo tiempo, y como sucede a menudo, dejó a cada uno en su convicción. Sin embargo, como Robinson tenía un gran influjo sobre Domingo, su opinión prevaleció, y cuando el extranjero vino a buscar la respuesta, el primero dijo:

“Extranjero, para que aceptáramos la proposición de usted, sería preciso que estuviésemos seguros de dos cosas; primera, que la isla de usted, no es más abundante en caza que la nuestra, porque no queremos luchar sino con armas iguales; y segunda, que usted pierde en el negocio, porque como en todo contrato hay por fuerza uno que gana y otro que pierde, nosotros seríamos los engañados si usted no lo fuere. ¿Que tiene usted que contestar a esto?”

“Nada, dijo el extranjero, y soltando la carcajada, volvió a su piragua.”

—El cuento no sería malo si Robinson no fuese tan disparatero.

—No lo es más que el comité de la calle de Hauteville.

—¡Oh! el caso es muy distinto; tan pronto supone usted un hombre sólo como dos hombres que viven en comunidad de bienes, lo que viene a ser lo mismo. Ese no es nuestro mundo; la separación de ocupaciones y la intervención de los comerciantes y del numerario cambian mucho la cuestión.

—Eso complica en efecto los contratos, pero no cambia su naturaleza.

—¡Cómo! ¿Quiere usted comparar el comercio moderno a los simples trueques?

—El comercio no es más que una multitud de trueques; la naturaleza intrínseca del trueque, es idéntica a la naturaleza intrínseca del comercio, así como un trabajo pequeño es de la misma naturaleza que uno grande, y así como la pesantez que gobierna a un átomo, es de la misma naturaleza que la que arrastra a todo el mundo.

—De modo que, según usted, esos raciocinios tan falsos en la boca de Robinson, ¿no lo son menos en la de nuestros proteccionistas?

—No; sólo que en el último caso el error se oculta más por la complicación de la circunstancias.

—Pues bien! llegue usted a un ejemplo tomado en el orden actual de los hechos.

—Enhorabuena; en Francia atendidas las circunstancias del clima y de las costumbres españoles cosa útil. ¿Que es lo esencial, hacerlo o tenerlo?

—¡Buena pregunta! Para tenerlo es preciso hacerlo.

—Eso no es indispensable. Para tenerlo es preciso que alguno lo haga; eso sí es cierto; pero no es necesario que la persona o el país que lo consume, sea el que lo produzca. Usted no ha hecho el paño

con que está tan bien vestido; la Francia no ha hecho el café con que se desayuna.

—Pero yo he comprado mi paño y la Francia su café.

—Precisamente, ¿y con qué?

—Con dinero.

—Pero usted no ha hecho el dinero ni la Francia tampoco.

—Le hemos comprado.

—¿Con qué?

—Con nuestros productos que han ido al Perú.

—El trabajo de usted es pues, el que realmente ha sido cambiado por el paño, y el trabajo francés el que se ha cambiado por el café.

—Seguramente.

—¿No hay, pues, absoluta necesidad de hacer lo que se consume?

—No, si se hace otra cosa que se de en cambio.

—En otros términos: la Francia tiene dos medios de proporcionarse una cantidad dada de paño. El primero es hacerlo; el segundo es hacer otra cosa y cambiar esta otra cosa al extranjero por paño. De estos dos medios ¿cuál es el mejor?

—No lo se muy bien.

—¿No lo es aquél que por un trabajo determinado da una cantidad mayor de paño?

—Parece que sí.

—¿Y que es más conveniente para un pueblo, tener la elección entre estos dos medio, o que la ley prohiba uno con el riesgo de que el prohibido sea precisamente el mejor?

—Me parece que es más conveniente para él, tener la elección, tanto más, cuanto que en estas materias siempre escoge bien.

—La ley que prohibe el paño extranjero, decide, pues, que si la Francia quiere tener paño, es preciso que lo haga en especie, y que le está prohibido hacer otra cosa con la cual podría comprarlo al extranjero.

—Es verdad.

—Y como obliga a hacer el paño, y prohibe hacer otra cosa precisamente porque esta otra cosa exigiría menos trabajo (circunstancia sin la cual no necesitaría mezclarse en el asunto) decreta pues, virtualmente, que por un trabajo determinado, la Francia no tendrá sino un metro de paño haciéndolo, cuando por el mismo trabajo obtendría dos metros, haciendo otra cosa.

—Pero, por Dios, ¿cuál es esa otra cosa?

—¡Oh! ¡por Dios! ¿que importa eso? Teniendo la elección no hará otra cosa, sino mientras haya otra cosa que hacer.

—Es posible; pero siempre me preocupa la idea de que el extranjero nos envíe paño y no nos tome la otra cosa, en cuyo caso quedaríamos bien chasqueados. De todos modos, he aquí la objeción, aún bajo el punto de vista de usted: ¿conviene pagar por el paño, con menos trabajo que si se hubiese hecho el mismo paño?

—Sin duda alguna.

—Cierta parte de su trabajo, quedará pues, atacada de inercia.

—Sí; pero sin que por eso este menos bien vestida, circunstancia muy pequeña que causa toda la equivocación. Robinson la perdía de vista; nuestros proteccionistas no la ven, o fingen no verla. La tabla naufragada hería también de inercia durante quince días al trabajo de Robinson, mientras que éste hubiese estado ocupado en hacer otra, pero no le privaba de ellas. Distinga usted, pues, entre estas dos especies de disminución de trabajo, la que produce la privación, y la que es originada por la satisfacción. Estas dos cosas son muy distintas, y si usted las asemeja, raciocina como Robinson. Así en los casos complicados como en los más simples, el sofisma consiste en esto: Juzgar de la utilidad del trabajo por su duración y su intensión, y no por su resultado; lo que conduce a esta política económica: disminuir los resultados del trabajo para aumentar su duración y su intensión.

 

XV

 

El pequeño arsenal del libre cambista

 

—Si se le dice: no hay principios absolutos; la prohibición puede ser mala y la restricción buena, responda: La restricción prohibe todo lo que impida entrar.

—Si se dice: la agricultura es la madre que alimenta al país, responda: lo que alimenta al país no es la agricultura, sino el trigo.

—Si se dice: la base del alimento del pueblo es la agricultura, responda:  la base del alimento del pueblo es el trigo, y esta es la razón porque una ley hace obtener por medio del trabajo agrícola dos hectolitros de trigo a expensas de otros cuatro que sin ella hubiese obtenido el mismo trabajo industrial, lejos de ser una ley de alimentación, es una ley de inanición.

—Si se le dice: la restricción de la entrada del trigo extranjero aumenta el cultivo, y por consiguiente la producción interior, responda: Hace sembrar sobre las piedras de las rocas y en las arenas de las playas. Mientras más se ordeña una vaca más leche da, del momento; pero ¿quién puede decir el instante en que no dará ya más que una gota? Y esa gota costará caro.

—Si se le dice: el pan caro enriquece al agricultor, que a su vez enriquecerá al industrial, responda: El pan es caro cuando hay poco circunstancia que no puede crear sino pobres, o si queréis, ricos hambrientos.

—Si se insiste diciendo: cuando el pan encarece, los salarios suben, responda mostrando en abril de 1847 a las cinco sextas partes de los obreros pidiendo limosna.

—Si se le dice: las ganancias de los obreros deben seguir a la carestía de las subsistencias, responda: Eso equivale a decir que en un buque sin provisiones todos tienen igual cantidad de galleta, haya o no haya.

—Si se le dice: es preciso asegurar un buen precio al que vende trigo, responda:

—Concedido; pero también es menester asegurar un buen salario al que lo compra.

—Si se le dice: los propietarios que hacen la ley han subido el precio del pan, sin ocuparse de los salarios, porque saben que cuando el pan encarece, los salarios suben naturalmente, responda: según este principio, cuando los obreros hagan la ley, no les censuréis si fijan una tasa subida a los salarios sin ocuparse de proteger el trigo, porque saben que si los salarios son crecidos, las subsistencias encarecen naturalmente.

—Si se le dice: ¿Pues que se debe hacer? responda:  ser justo con todos.

—Si se le dice: es indispensable que un gran país tenga la industria del hierro, responda: lo más esencial es, que ese gran país tenga hierro.

—Si se le dice: es indispensable que un gran país tenga la industria del paño, responda: lo más indispensable es, que en ese gran país todos los ciudadanos tengan paño.

—Si se le dice: el trabajo es la riqueza, responda: Es falso, y por vía de ampliación añadid: una sangría no es la salud, y prueba de ello que su objeto es conseguirla.

—Si se le dice: obligar a los hombres a arar las piedras y sacar una onza de hierro de un quintal de quijo es aumentar su trabajo, y por consiguiente su riqueza, responda: obligar a los hombres a cavar pozos prohibiéndoles el agua del río, es aumentar su trabajo inútil, pero no su riqueza.

—Si se le dice: el sol da su luz y su calor sin remuneración, responda: tanto mejor para mí, pues no me cuesta nada ver con claridad.

—Y si se os arguye: la industria en general pierde lo que hubierais pagado por el alumbrado, replique: no, porque no habiendo pagado nada al sol, lo que éste me economice sirve para pagar vestidos, muebles y velas.

—Del mismo modo si les dice: esos pícaros de ingleses tienen capitales amortizados, responded: tanto mejor para nosotros; no nos hacen pagar nada por aproximarlos.

—Si se le dice: los suizos tienen buenos pastos que cuestan poco, responda: la ventaja es para nosotros, porque nos piden menos cantidad de trabajo para dar motores a nuestra industria y alimento a nuestros estómagos.

—Si se le dice: las tierras de Crimea no tienen valor y no pagan impuestos, responda: la ganancia es para nosotros, pues compramos el trigo exento de esas cargas.

—En fin, si se os dice: las otras naciones tienen sobre nosotros una multitud de ventajas, responda: Por el cambio se ven forzadas a hacernos participar de ellas.

—Si se le dice: con la libertad vamos a vernos inundados de carne, de pan, de carbón de piedra y de paletoes, responda: no tendremos hambre ni frío.

—Si se le dice: ¿Con que pagaremos? responda que eso no os inquieta. si se nos inunda es porque tenemos con que pagar, y si no podemos pagar, no se nos inundará.

—Si se le dice: admitiría el libre cambio si al traernos el extranjero un producto nos llevase otro; pero cargará con nuestro numerario, responda: el numerario como el café, no nace en los campos del Beauce, ni sale de los talleres del Elboeuf. Para nosotros es lo mismo pagar el extranjero con numerario que con café.

—Si se le dice: Comed carne, responda: dejadla entrar.

—Si se os dice, como la Prensa: cuando no se tiene conque comprar pan, es preciso comprar carne, responda: —Consejo tan racional como el de M. Vautour a su inquilino:

Cuando pagarse no pueden

Los alquileres al dueño.

Se tiene una casa propia.

—Si se os dice, como la Prensa: El estado debe enseñar al pueblo por que y como es preciso comer la carne, responda: Deje el Estado entrar la carne, que en cuanto a comerla, el pueblo menos civilizado del mundo tiene ya bastante edad para aprender a hacerlos sin maestro.

—Si se le dice: el Estado debe saberlo y preverlo todo para dirigir al pueblo, y al pueblo no le toca más que dejarse dirigir, responda:—¿Hay un Estado fuera del pueblo, y una previsión humana fuera de la humanidad? Arquimedes hubiera podido repetir toda su vida:—”Con una palanca y un punto de apoyo moveré al mundo,” sin que hubiera podido moverlo por falta de punto de apoyo y de palanca. El punto de apoyo del Estado es la nación, y no hay nada más insensato que fundar tantas esperanzas en el Estado, es decir, suponer la ciencia y la previsión colectivas después de haber sentado el hecho de la imbecilidad y de la imprevisión individual.

—Si se le dice: no pido un favor, sino únicamente un derecho sobre el trigo y la carne, que compense los pesados impuestos a que está sujeta la Francia, sólo un mezquino derecho igual a lo que esos impuestos añaden al precio de producción de mi trigo, responda: yo también pago impuestos; si pues la protección que os votáis Ud. mismos tiene por efecto gravar para mí su trigo, justamente en un valor igual a su cuota de impuestos, nuestra almibarada petición tiende nada menos que a establecer entre nosotros este arreglo formulado por Ud.: “Atendido que la cargas públicas son pesadas, yo, vendedor de trigo, no pagare nada; y tú, mi vecino, comprador, pagarás dos partes, la tuya y lamía. Vendedor de trigo vecino mío, puedes tener la fuerza de tu parte, pero de seguro que no tienes la razón.

—Si se le dice: sin embargo, es muy duro para mí, que pago impuestos, luchar en mi propio mercado con el extranjero, que no los paga, responda: 1. en primer lugar, el mercado no es su sino nuestro, y yo que vivo del trigo y que le pago, debo ser tenido en cuenta; 2. pocos extranjeros están exentos de impuestos en los tiempos actuales; 3. si el impuesto que os votáis os da en caminos, canales, seguridad, etc., más de lo que os cuesta, no tenéis razón para rechazar a expensas mías la concurrencia de los extranjeros, que no pagan el impuesto, pero que tampoco tienen la seguridad, los caminos ni los canales. Valdría lo mismo que decir: pido un derecho compensador, porque tengo vestidos más hermosos, caballos más fuertes, arados mejores que el labrador ruso, 4. si el impuesto no produce lo que cuesta, no lo volteis; 5. y por último, después de haber votado el impuesto ¿quiere sustraerse a él? Imaginad un sistema que le haga pesar sobre el extranjero; pero la tarifa hace recaer su cuota sobre mí, que tengo ya bastante con la mía.

—Si se le dice: entre los rusos la libertad del comercio es necesaria para cambiar los productos con ventaja (opinión de M. Thiers en el ministerio, abril de 1847,) responda:—La libertad es necesaria en todas partes y por el mismo motivo.

—Si se le dice: cada país tiene sus necesidades y según ellas debe obrarse, (M. Thiers), responda: Cada país obra según ellas por sí mismo, cuando no se le impide.

—Si se le dice: puesto que no tenemos hierro batido, es preciso permitir su introducción, (M. Thiers) responda:—Mil gracias.

—Si se le dice: la marina mercante necesita de fletes; la falta de cargamento al retorno hace que nuestra marina no pueda luchar con la extranjera (M. Thiers), responda: tan absurdo es querer tener una marina con el régimen prohibitivo, como lo sería querer hacer carretas en un punto en que estuviesen prohibidos todos los transportes.

—Si se le dice: aún suponiendo que la protección sea injusta, todo está arreglado bajo ese pie; hay capitales empeñados, derechos adquiridos, no se puede salir de este estado sin padecimientos, responded:  toda injusticia aprovecha a alguno (excepto tal vez la restricción, que a la larga no aprovecha a nadie); y basar un argumento en la pérdida que ocasionaría la cesación de la injusticia a aquel que se aprovecha de ella, es decir, que una injusticia debe ser eterna, por el solo hecho de que haya exigido un momento.

 

XVI

 

La mano derecha y la mano izquierda.

 

(Informe al rey)

Señor:

“Cuando se ve a esos hombres del libre cambio esparcir audazmente su doctrina, sostener que el derecho de propiedad implica el derecho de comprar y vender, (insolencia que M. Billaut ha refutado como un verdadero abogado) es lícito concebir serias alarmas acerca de la suerte del trabajo nacional; porque ¿que harán los franceses con sus brazos y su inteligencia cuando sean libres?”

“La administración que habéis honrado con vuestra confianza, ha debido ocuparse de una cuestión tan grave, y buscar en su sabiduría una protección que pueda sustituirse a la que parece estar comprometida. Os propone prohibir a sus fieles súbditos el uso de la mano derecha.”

Señor: no nos hagáis la injuria de juzgar que hemos adoptado con ligereza una medida que a primera vista puede parecer extravagante. El estudio profundo del régimen protector, no ha revelado un silogismo sobre el cual descansa completamente.

“Cada uno es más rico mientras más trabaja.”

“Mas se trabaja mientras más dificultades hay que vencer”

“Ergo, cada uno es más rico mientras más dificultades tiene que vencer.”

“¿Que es en efecto, la protección, sino una aplicación ingeniosa de este raciocinio en forma, y tan firme que resistiría a las sutilezas del mismo M. Bíllaut?”

“Personifiquemos a la nación. Considerémosla como un ser colectivo con 30 millones de bocas y 60 millones de brazos, y hela aquí que hace un reloj, que pretende cambiar en Bélgica por diez quintales de hierro. Pero nosotros le decimos: —Haz el hierro tu misma. — No puedo, responde; emplearía mucho tiempo en ello; no haría cinco quintales en el tiempo en que hago un reloj.— Utopista, replicamos; por esa misma razón te prohibimos hacer el reloj, y te ordenamos hacer el hierro. ¿No ves que te creamos trabajo?”

“Señor: a su sagacidad no se habrá ocultado que esto es lo mismo que si dijéramos a la nación: —Trabaja con la mano izquierda y no con la derecha.”

“Crear obstáculos para dar al trabajo oportunidad de desarrollarse, tal es el principio de la restricción que está expirando. Lo es también de la restricción que va a nacer. Señor, reglamentar de este modo no es innovar, sino preservar. Es muy difícil, más difícil de lo que se cree, ejecutar con la mano izquierda aquello que se está acostumbrado a hacer con la derecha. Os convenceréis de ello, señor, si os dignáis con descender a hacer la prueba de nuestro sistema en un acto que os sea familiar, por ejemplo, barajar las cartas. Podemos, pues, de abrir al trabajo un campo limitado.

“Figurémonos, señor, el número inmenso de obreros que será necesario para hacer frente al conjunto del consumo actual, suponiéndolo invariable (suposición que hacemos siempre cuando comparamos sistemas diversos de producción) en la época en que los obreros de todas clases se vean reducidos a su mano izquierda. Una demanda tan considerable de trabajo no puede menos de producir subida considerable de salarios, y el pauperismo desaparecerá de la nación como por encanto.”

“Señor: —Vuestro corazón paternal se regocijara al considerar que los beneficios de la ordenanza se extenderán también a esa interesante porción de la gran familia humana cuya suerte excita toda su solicitud. ¿Cuál es la condición de las mujeres de Francia? El sexo más audaz y más acostumbrado a las fatigas las echa insensiblemente de todas las carreras.”

“En otro tiempo tenían el recursos de los despachos de lotería; pero estos se han cerrado. ¿Que medios nos queda hoy de favorecer a nuestras protegidas? El tabaco y el correo.”

“El tabaco progresa, gracias al cielo y a los hábitos distinguidos que augustos ejemplos han sabido muy hábilmente hacer prevalecer entre nuestra elegante juventud.”

“Pero el correo!... No diremos nada acerca de él; será objeto de un informe especial.”

“Fuera del tabaco ¿que queda, pues, á sus súbditas? Excepto el bordado, el punto de media y la costura, tristes recursos que una ciencia bárbara, la mecánica, restringe cada vez más.”

“Pero en el instante en que su ordenanza aparezca, en el instante en que se corten o amarren todas las manos derechas, todo va a cambiar de aspecto. Un número veinte, treinta veces a mayor de bordadoras rizadoras, planchadoras, remendonas, costureras y camiseras no bastarán para el consumo del reino suponiéndole siempre invariable, según nuestro modo de raciocinar.”

“Es cierto que algunos fríos teóricos podrán negar esta suposición, porque los trajes y camisas serán más caros. Lo mismo dicen del hierro que la Francia saca de nuestras minas, comparado con el que podría vendimiarse en nuestros viñedos. Este argumento es pues tan inadmisible contra el proyecto de usar solo de la mano izquierda contra la protección, porque esta misma carestía es el resultado y el signo de exceso de esfuerzos y de trabajos, que es justamente la base sobre que pretendemos en uno y otro la prosperidad de la clase obrera fundar caso.”

“Sí; nos forjamos un cuadro interesante de la prosperidad de la industria costurera. ¡Que movimiento! ¡que actividad! ¡que vida! Cada traje ocupará cien dedos en lugar de diez. No habrá una joven ociosa, y no tenemos necesidad de señalar a su perspicacia las consecuencias morales de tan gran revolución. No solamente habrá más jóvenes ocupadas, sino que cada una ganará más; porque no podrán dar abasto a la demanda, y si la concurrencia continúa, no será ya entre las obreras que hacen los trajes, sino entre las grandes que los llevan.”

“Lo veis, señor, nuestra proposición no es solo conforme a las tradiciones económicas del trabajo, sino que es esencialmente moral y democrática.”

“Para apreciar sus efectos, supongámosla realizada; transportémonos con el pensamiento al porvenir; figurémonos que el sistema cuenta veinte años de existencia. La ociosidad está desterrada del país; la comodidad y la concordia, el contexto y la moralidad, han penetrado con el trabajo en todas las familias; ya no hay miseria, ya no hay prostitución. Siendo la mano izquierda muy torpe para la tarea, esta abunda y la remuneración es satisfactoria. Todo se ha arreglado según esta base; a consecuencia suya, están llenos los talleres. ¿No es cierto, señor, que si, los utopistas viniesen de repente a reclamar la libertad de la mano derecha, causarían una grande alarma en el país? ¿No es cierto que esta pretendida reforma trastornaría todas las existencias? Luego nuestro sistema es bueno, puesto que no podría abolírsele sin prejuicios.”

“Y sin embargo, tenemos un triste presentimiento de que algún día se formará una asociación para dar la libertad a las manos derechas. ¡Tan grande es la perversidad humana!”

“Nos parece ya oír a los partidarios de su libertad, hablar en estos términos en la sala Montesquieu: pueblo: te crees más rico porque se te ha quitado el uso de una mano; no ves sino el aumento de trabajo que esto te ocasiona; pero mira también la carestía que de ello resulta, así como la diminución forzada de todos los consumos. Esta medida no ha hecho más abundante el origen de los salarios, el capital. Las aguas que salen de este gran estanque se dirigen a otros canales, su volumen no ha aumentado, y el resultado definitivo para la nación en masa, es una pérdida de bienestar, igual a todo aquello que un millón de manos derechas pueden producir de más que un millón de manos izquierdas. Unámonos, pues, y a costa de algunos trastornos inevitables, conquistemos el derecho de trabajar con ambas manos.”

“Por fortuna, señor, se formará una asociación para la defensa del trabajo con la mano izquierda, y no costará mucho a sus defensores reducir a la nada todas estas generalidades e ideales, suposiciones y abstracciones, sueños y utopías. No necesitarán más que exhumar el Monitor Industrial de 1946; hallarán en él argumentos ya listos contra la libertad del cambio, que pulverizan de un modo tan maravilloso la libertad de la mano derecha, que les bastara sustituir una palabra a otra.”

“La liga parisiense para obtener la libertad del comercio no dudaba que obtendría la cooperación de los obreros; pero ya estos no son hombres a quienes se le conduce por el narigón. Tienen los ojos muy abiertos, y saben más economía política que nuestros profesores titulados. La libertad de comercio, han respondido, nos quitaría nuestro trabajo, y el trabajo es nuestra propiedad, real, grande soberana; con el trabajo, con mucho trabajo, nunca es inaccesible el precio de las cosas. Pero sin trabajo, tiene el obrero que morirse de hambre, aunque no le cueste más que un sueldo la libra de pan; y sus doctrinas en vez de aumentar la suma actual del trabajo en Francia, la disminuirán, es decir, que nos reduciréis a la miseria. (Número del 13 de Octubre de 1846).”

“Cuando hay demasiadas mercancías en venta, es verdad que su precio baja; pero como el salario disminuye cuando las mercancías pierden de su valor, es claro que en vez de hallarnos en disposición de comprar más no podremos ya comprar nada. El obrero es, pues, más desgraciado cuando las mercancías están a vil precio” [Gauthier de Ramilly. Monitor industrial del 17 de Noviembre.]

“No hará mal efecto que los defensores de la mano izquierda mezclen algunas amenazas entre sus bellas teorías. He aquí el modelo.”

“¡Qué! querer sustituir el trabajo de la mano derecha al de la mano izquierda, y producir de este modo la baja forzada, cuando no la destrucción del salario, único recurso de casi toda la nación.”

“Y esto en el instante en que cosechas incompletas imponen ya penosos sacrificios al obrero, le causan inquietudes acerca de los malos consejos y más dispuestos a desviarse de la sana conducta que ha seguido hasta el presente.”

“Confiamos, señor, en que, gracias a tan sabios raciocinios, si la lucha llega a empeñarse, la mano izquierda saldrá victoriosa.”

“Quizá se formará también una asociación con el objeto de indagar si ni la mano izquierda ni la derecha tienen razón; y si no hay entre ellas una tercera mano, a fin de conciliarlo todo. Después de haber pintado a los partidarios de la mano derecha como seducidos por la libertad aparente de un principio, cuya exactitud no ha sido aún justificada por la experiencia y a los partidarios de la izquierda haciéndose fuertes en las posiciones adquiridas.”

“¿Y se niega, dirá, que hay un tercer partido que tomar en este conflicto? ¡Y no se ve que los obreros tienen que defenderse a la vez contra los que no quieren cambiar nada en la situación actual, porque encuentran ventajas en ella, y contra los que sueñan un trastorno económico, cuya extensión y efectos no han calculado!” [Nacional del 16 de Octubre].

“No queremos sin embargo ocultar a V. M. que nuestro proyecto tiene un lado vulnerable. Podrá decírsenos:— Dentro de veinte años todas las manos izquierdas serán tan diestras como lo son ahora las manos derechas, y no podréis ya contar con la zurdería para aumentar el trabajo nacional.”

“A esto os respondemos que según médicos instruidos, la parte izquierda del cuerpo humano, tiene debilidad natural, que tranquiliza completamente sobre el porvenir del trabajo.”

“Y por último, señor, consentid en firmar la orden, y habrá prevalecido un gran principio: toda riqueza proviene de la intensión del trabajo. Nos será más fácil extenderlo y variar sus aplicaciones. Decretaremos, por ejemplo, que no será permitido trabajar sino con el pie. Esto no es más imposible [puesto que ya se ha visto]. que extraer hierro del fango del Sena. Se ha visto también hombres que escribían con el espinazo. Veis, señor, que no nos faltaran medios de aumentar el trabajo nacional. En un caso desesperado nos quedaría el recurso limitado de las amputaciones.”

“En fin, señor, si este informe no debiera publicarse, llamaríamos su atención sobre la circunstancia del gran influjo que dan a todos los hombres colocados en el poder todos los sistemas análogos al que os proponemos. Pero es un asunto que nos reservamos tratar en consejo privado.”

 

XVII

 

Dominación por medio del trabajo

 

“Del mismo modo que en tiempo de guerra se llega a la dominación por la superioridad de las armas ¿se puede llegar a ella en tiempo de paz por la superioridad del trabajo?”

Esta cuestión es del mayor interés en una época en que nadie parece dudar de que en el campo de la industria como en el de batalla, el más fuerte abruma al más débil. Para que así suceda es necesario que se haya descubierto una triste y desanimadora analogía entre el trabajo que se ejecuta sobre las cosas y la violencia que se ejerce sobre las personas; porque ¿como podrían ser idénticos los efectos de estas dos clases de acciones, si sus naturalezas fueses opuestas? Y si es cierto que así en la industria como en la guerra la dominación es el resultado necesario de la superioridad, ¿por que nos hemos de ocupar de progreso y de economía social, puesto que nos hallamos en un mundo en que todo está arreglado de tal modo por la Providencia, que un mismo efecto, esto es, la opresión, emana fatalmente de los principios más opuestos?

Con motivo de la política enteramente nueva que arrastra a la Inglaterra la libertad de comercio, muchas personas hacen la siguiente objeción, que convenimos en que preocupa a los ánimos más sinceros.— “¿Hace la Inglaterra otra cosa que procurar el mismo fin por otros medios? ¿No aspira siempre la supremacía universal? Convencida de la superioridad de sus capitales y de su trabajo ¿no llama libre concurrencia para ahogar la industria del continente, reinar como soberana y conquistar el privilegio de alimentar y vestir a los pueblos arruinados?”

Me sería fácil demostrar que estas alarmas son quiméricas; que se exagera mucho nuestra pretendida inferioridad; que no hay ninguna de nuestras grandes industrias que no solo resista, sino lo que es más, no se desarrolle, y que su efecto infalible es producir un aumento de consumo general, capaz de absorber a un mismo tiempo los productos de fuera y de dentro.

Hoy quiero atacar la objeción de frente, dejándole toda su fuerza y todas las ventajas, del terreno que ha escogido. Dejando a un lado ingleses y franceses, indagare un modo general, si aun en el caso en que por su superioridad en una rama de industria a un pueblo llega a hogar la industria semejante de otro pueblo, aquel ha dado un paso hacia la dominación y este hacia la dependencia; en otros términos, si los dos ganan en la operación, y sino es el vencido el que gana más en ella.

Si no se considera a un producto más que como la causa de un trabajo, entonces es cierto que son fundadas las alarmas de los proteccionistas. Si, por ejemplo, no consideramos al hierro sino en sus relaciones con el dueño de fraguas, podría temerse que la concurrencia de un país en que aquel fuese un don gratuito de la naturaleza, apagase los hornos de otro en que hubiese escasez de mineral y de combustible.

Pero ¿se hace entonces un examen completo del hecho? ¿No influye el hierro sino sobre aquello que le producen? ¿Es extraño a los que le emplean? ¿Su objeto definitivo y único es ser producido?. Y si es útil, no por el trabajo a que da lugar, sino en razón de las cualidades que posee, de los innumerable servicios para los cuales le hacen a propósito su dureza y la maleabilidad, ¿no es claro que el extranjero no puede bajar su precio, aunque sea hasta el extremo de impedir su producción entre nosotros, sin hacernos bajo este último aspecto un bien mayor que el mal que nos causa bajo el primero?

Consideres, como es debido, que hay una multitud de cosas que los extranjeros nos impiden producir directamente, a causa de las ventajas naturales de que están rodeados y respecto de las cuales estamos realmente colocados en la situación hipotética en que se nos quiere colocar respecto del hierro. no producimos en Francia el te, ni el café, el oro ni la plata. ¿Diremos por eso que disminuye el conjunto de nuestro trabajo? No; sino que para crear el contra —valor de esta cosas, para adquirirlas por medio del cambio separamos de nuestro trabajo general una porción menos grande que la que necesitaríamos separar para producirlas nosotros mismos, y nos queda más que destinar a otras satisfacciones, somos otra tanto más ricos y más fuertes. Todo lo que ha podido hacer la rivalidad extranjera, aun en el caso en que nos haya prohibido de trabajo, es economizárnosle y aumentar nuestro poder, productivo. ¿Es este el extranjero el camino de la dominación?

Si se hallase en Francia una mina de oro no se deduciría de ello que tuviésemos interés en explotarla; y hasta debería abandonarse su explotación, si cada onza comprada en México con paño. En este caso valdría más que continuásemos considerando a nuestros talleres como nuestras verdaderas minas. Lo que es cierto del oro, lo es del hierro.

La equivocación proviene de que no se repara en una cosa, a saber: que la superioridad extranjera no impide nunca nuestro trabajo nacional, sino bajo una forma de determinada, y haciéndole superfluo bajo esta forma, puesto que pone a nuestra disposición el mismo resultado del trabajo destruido. Si los hombres viviesen en campañas, bajo una cada de agua, y debiese proveerse de aire, por la acción de la bomba, habría en ello un manantial inmenso de trabajo. Perjudicar a este trabajo dejando a los hombres en el mismo estado, sería causarles un daño horroroso; pero si el trabajo no cesa sino porque su necesidad ha dejado de existir, porque los hombres están colocados en otro centro, donde el aire se pone sin esfuerzo en contacto con los pulmones, entonces no debe sentirse en lo más mínimo la pérdida de este trabajo, excepto bajo el punto de vista de aquellos
¿que se obstinan en no apreciar en el trabajo sino el mismo trabajo?.

Las máquinas, la libertad mercantil y el progreso de cualquier clase destruyan precisamente el trabajo de esta naturaleza; no el trabajo útil, sino aquel que se ha hecho superfluo, innecesario, que no tiene objeto ni resultado. La protección por el contrario, le pone en ejercicio; nos coloca a todos bajo la capa de agua, para proporcionarnos la oportunidad de darle a la bomba; nos fuerza a pedir oro a una mina nacional inaccesible, más bien que a los talleres nacionales. Todo su efecto se reasume en estas palabras: pérdida de fuerzas.

Se entiende que hablo ahora de los efectos generales, y no de esos perjuicios temporales que ocasionan la transición de un sistema malo a otro bueno. Un trastorno momentáneo acompaña necesariamente a todo progreso. Este puede acaso ser un motivo para dulcificar la transición; pero no para prohibir sistemáticamente todo progreso, y menos aún para no reconocerlo.

La industria se nos representa como una lucha; esto no es cierto, o solo lo es si nos limitamos a comparar cada industria, en sus efectos respecto de otra industria, aislándolas o entrambas con el pensamiento del resto de la humanidad; pero además, hay en ella otra cosa, a saber, sus efectos sobre el consumo, sobre el bienestar en general.

He aquí por que no se puede asimilar, como se hace, el trabajo a la guerra. En la guerra el más fuerte abruma al más débil; en el trabajo, el más fuerte comunica su fuerza al más débil: esto destruye la analogía de un modo radical.

Por más que los ingleses sean fuertes y hábiles, por más que tengan capitales inmensos y amortizadores, por más que dispongan de dos grandes fuerzas de producción, el hierro y el fuego, todo esto se traduce en la baratura de productos. Y ¿quién gana en la baratura del producto? El que lo compra.

En su poder no está destruir de una manera absoluta una parte cualquiera de nuestro trabajo. Lo más que pueden hacer es hacerlo superfluo para un resultado adquirido, dar aire al mismo tiempo que suprimen la bomba, aumentar de este modo nuestra fuerza disponible, y cosa extraña, hacer tanto más imposible su pretendida dominación, cuanto más incontestable fuese su superioridad.

De este modo llegamos por medio de una demostración rigurosa y consoladora, a esta conclusión: el trabajo y la violencia, tan opuestos por su naturaleza, digan lo que quieran los proteccionistas y socialistas, no lo son menos en cuanto a sus efectos.

Nos ha bastado para sacar esta conclusión, distinguir entre trabajo destruido y trabajo economizado, tener menos hierro porque se trabajo menos, o tener más hierro aunque se trabaje menos, son cosas más
que diferentes, son opuestas. Los proteccionistas las
confunden, nosotros no las confundimos. Esto es todo.

Persuádase bien el público de una cosa. Si los ingleses emplean mucha actividad, trabajo, capitales, inteligencia, fuerzas naturales, no es por nuestra bonita cara. Es para darse a sí mismos muchas satisfacciones en cambio de sus productos. Quieren ciertamente recibir a lo menos tanto como; dan y fabrican en su nación el pago de lo que compran fuera. Si pues nos inundan de sus productos, es porque pretenden ser inundados por los nuestros. En este caso el mejor medio de adquirir mucho para nosotros, es tener libertad para escoger entre estos dos medios de adquisición; producción inmediata, producción mediata. Todo el maquiavelismo británico no nos hará elegir mal.

Cesemos, pues, de asimilar puerilmente la concurrencia industrial a la guerra, falsa asimilación, que saca todo lo que tienen de especiosa del hecho de que se aíslen dos industrias rivales, para juzgar de los efectos de la concurrencia. Tan pronto como se haga entrar en cuenta el efecto producido sobre el bienestar general, desaparece.

En una batalla, el que muere queda bien muerto, y el ejército se debilita con su pérdida. En la industria una máquina no sucumbe sino cuando el trabajo nacional reemplaza lo que ella producía con un exceso. Imaginemos un estado de cosas en que por cada hombre que quede en la destacada, resuciten dos llenos de fuerza y vigor. Si hay un planeta en que tal cosa suceda, es preciso en que la guerra produce en él efecto tan distintos de lo que vemos aquí abajo, ni siquiera merece tal hombre.— pues es el carácter distintivo de lo que se ha llamado tan mal guerra industrial.

Bajen los belgas y los ingleses el precio de su hierro, si puede; bájenlo y síganlo siempre bajando hasta reducirlo a cero. Pueden de ese modo apagar una de nuestras fraguas, matar uno de nuestros soldados; pero los desafío a que impidan que al punto y por una consecuencia necesaria de esa misma baratura, no resuciten, no se desarrollen otras mil industrias, más convenientes que la industria puesta fuera de combate.

Sentemos, pues que la dominación por medio del trabajo es imposible y contradictoria, puesto que toda superioridad que se manifiesta en un pueblo, se traduce en baratura, y no tiene más efecto que comunicar fuerza a todos los otros. Desterremos de la economía política estas expresiones tomadas del vocabulario de las batallas: luchar con armas desiguales, vencer, arruinar, ahogar, ser batido, invasión, tributo. ¿Que significan esas locuciones? Exprimidlas, no sale nada. No; nos engañamos; salen errores absurdos, funestas preocupaciones. ¡Estas palabras son las que detienen la fusión de los pueblos, su alianza pacífica, universal, indisoluble, y el progreso de la humanidad!.

 Versión de Guillermo Ramírez Hernándezezezez

[1]Por más que le hayamos buscado, nos ha sido imposible encontrar un lado cualquiera, por el cual el régimen protector haya ocasionado ventajas a nuestro comercio.

[2] "Después de esto, luego por causa suya."

[3] La casa de locos de Paria.


Enciclopedia Virtual
Tienda
Libros Recomendados


1647 - Investigaciones socioambientales, educativas y humanísticas para el medio rural
Por: Miguel Ángel Sámano Rentería y Ramón Rivera Espinosa. (Coordinadores)

Este libro es producto del trabajo desarrollado por un grupo interdisciplinario de investigadores integrantes del Instituto de Investigaciones Socioambientales, Educativas y Humanísticas para el Medio Rural (IISEHMER).
Libro gratis
Congresos

15 al 28 de febrero
III Congreso Virtual Internacional sobre

Desafíos de las empresas del siglo XXI

15 al 29 de marzo
III Congreso Virtual Internacional sobre

La Educación en el siglo XXI

Enlaces Rápidos

Fundación Inca Garcilaso
Enciclopedia y Biblioteca virtual sobre economía
Universidad de Málaga