Grandes Economistas
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Luis de Molina (1535-1600)

Nace en Cuenca, de familia noble. A los 18 años entra en la Compañía de Jesús en Alcalá de Henares. Estudia Filosofía y Teología en Coimbra y es profesor en la Universidad de Evora. Muere en Madrid, el 12 de octubre de 1600.

En su libro "De Justitia et jure" (Cuenca, 1593)  Molina desarrolla una teoría general del Derecho prestando especial atención a los problemas jurídico-económicos de su tiempo, tales como la política monetaria, "la ley de cambio", la regulación de los precios, las relaciones iglesia-estado, problemas fiscales y libertad de mercado.

Sus opiniones sobre la esclavitud son interesantes. Molina considera que la esclavitud es justificable en ciertas circunstancias. Por ejemplo, los condenados a muerte pueden solicitar la conmutación de la pena por la esclavitud perpetua; los enemigos conquistados en una guerra justa pueden ser sometidos a esclavitud como compensación a las pérdidas  de los vencedores; los adultos conscientes y libres pueden decidir venderse a sí mismos como esclavos.  En cambio, su análisis del comercio de esclavos africanos, que pudo conocer directamente en el puerto de Lisboa, le lleva a la conclusión de que el tráfico de esclavos tal como estaba siendo llevado por los portugueses, era injusto y malvado y aquellos que se dedicaran a dicho negocio, vendedores y compradores, estaban posiblemente destinados a la condenación eterna.

Texto de Luis de Molina incluido en este CD-ROM:

Teoría del Justiprecio

Biografía de Luis de Molina

de Antonio Queralt, S. J.
Licenciado en Filosofía y Letras, Doctor en Teología
Profesor en la Universidad Gregoriana de Roma.

 publicada en la

Enciclopedia de la Cultura Española
Editora Nacional, Madrid 1967 tomo 4
páginas 360-363

Luis de Molina 1535-1600

1. Vida y producción literaria

Luis de Molina es uno de los pensadores de más fama y más universalmente conocidos del siglo XVI. Su renombre le viene de las grandes polémicas que sus libros levantan. Su Concordia es el libro más examinado, censurado y alabado en aquellos tiempos apasionados por las cuestiones teológicas. Su pensamiento es digno de examen. Conocido directamente y a fondo produce profunda impresión. De hecho, ha trazado y dado consistencia a una corriente del pensar católico. El hijo de don Diego Orejón y Muela nace el día de [361] San Miguel del año 1535. Cuenca es su cuna. Recibe por nombre de pila Luis, y él, andando los años, elegirá –cosa entonces frecuente– como patronímico el de su madre, Ana García de Molina. Como Luis de Molina, o Luis Molina, firmará sus cartas escritas en castellano. Sus padres son hijosdalgos; su formación, el estudio y su destino, salir versado conocedor en leyes. En Salamanca, en 1551, empieza a cursar Derecho. Lo que tenía que ser el objetivo de su vida queda de momento reducido a un año. Este contacto es profundo. Deja en su alma aprecio y cariño hacia estas disciplinas. En su edad madura volverá a lo que fue primer entusiasmo de su alma joven y producirá su magna obra de Iustitia et lure. Su aprecio por esta disciplina contrasta con la aversión de dos de sus más célebres contemporáneos: Lutero y Calvino. Pero su ocupación primera y de la que le viene más renombre es la filosofía y teología. De Salamanca pasa a Alcalá. Aquí su vida cambia de rumbo. Contacto con los jesuitas, charlas con el padre Francisco Vilanueva, deseos de entrar en la Compañía de Jesús. Un año más tarde, 1553, el sobrino de San Ignacio, el padre Antonio Araoz, le recibe como novicio. Al cabo de pocos meses pasa a Portugal. Llega a Coimbra –su primera residencia– en agosto del 1553. Terminado su noviciado dos años después, le destinan a estudiar filosofía. El rey Juan III, gran bienhechor de la Compañía, acaba de hacerle entrega para su dirección y enseñanza de un colegio. En este nuevo centro de estudios Molina tiene por profesores –a lo que parece– a Ignacio Martínez, tal vez también a Pedro de Fonseca. En 1559 es maestro en artes. Durante los aa. 1559-62 estudia teología. El padre Jerónimo Nadal llega como visitador. Fija su atención en el joven Molina y le destina a Évora. Es preciso que sustituya al profesor Jorge Seráo y al mismo tiempo que termine su bachillerato en teología. No conocemos el año de su ordenación sacerdotal. Tal vez se deba colocar antes de regresar a Coimbra, donde por un cuatrienio «leerá» Aristóteles. Pudiera ser también que su ordenación tuviera lugar a fines de este período, 1567. Regresa a Evora, en donde empieza su período de enseñanza teológica sumamente fructífero. Sus «dictados» tienen éxito. Las copias de sus lecciones corren de mano en mano, se pagan a buen precio y esto produce una indudable satisfacción en el joven profesor que comenta las distintas partes de la Summa, de Santo Tomás. Sus explicaciones como profesor tienen algunas interrupciones, ya de tipo pastoral –da misiones rurales–, ya por enfermedad. En 1577 se declara la peste en Evora. Las clases quedan desiertas. Descanso que aprovecha para intensificar su producción literaria. En 1582 tiene ya terminados sus cinco gruesos volúmenes del Iustitia et Iure. La actividad como escritor le seduce. Quiere verse libre de clases. Comenta la tercera parte de la Summa en sus primeras cuestiones. Cae enfermo y para el curso que empieza en el otoño del 1583 no tiene otra ocupación que la preparación de sus obras, que quiere ver pronto impresas.

En este momento, cuando prepara la impresión de sus obras, empieza la vida agitada de Molina. Suspicacias y denuncias, censuras y ataques agitan con violento oleaje la vida del pensador. Molina no puede ya permanecer por más tiempo en Evora. Han surgido dificultades con el canciller de la Universidad Pedro Pablo Ferrer. Antes de septiembre de 1586 está en Lisboa. Allí encontrará más facilidades para su principal intento. Las dificultades para obtener la licencia respecto a toda la primera parte de la Summa parecen insuperables. Busca un refugio. Publicará parte; las cuestiones principales. Titulará al libro: Liberi arbitrii cum gratiae donus, divina praescientia, providentia, praedestinatione et reprobatione Concordia. Es decir: Concordia del libre arbitrio humano con los dones de gracia, la divina presciencia, providencia, predestinación y reprobación. El nombre de «Concordia» es lo que se retiene y hace fortuna. Este libro constituye una de sus ilusiones como profesor e investigador. Se enfrenta con un problema siempre vital y acuciante y que en su tiempo adquiere gran actualidad. Pero precisamente por intentar bucear y compaginar los datos revelados del gran misterio de la predestinación es acogido desde el primer momento con recelo y reserva. Al presentar el manuscrito al revisor de la Inquisición encuentra al primer desconfiado de sus posibilidades. «El primer 'Dios os salve' –escribe el mismo Molina– con que acudió fue Concordia liberi arbitrii cum gratia?, ¡cum gratia, no lo concordaris vos!» Molina no es fácil en ceder. Y el mismo censor, oyendo sus explicaciones y aclaraciones y leyendo el libro, le fue cobrando crédito y afición «y fuese sosegando y aquietando». Esto fue empezar en su camino de cruz. Molina, receloso y optimista, constante en su empeño y hábil en encontrar recursos, navegará con desigual fortuna y sin llegar a puerto seguro sobre el encrespado oleaje de comisiones y censuras que zarandearán su crédito y su libro. Los planes publicitarios de Molina son ambiciosos, pero las numerosas dificultades que le salen al encuentro harán que gran parte de su proyecto quede sólo en manuscrito y aun éstos en escasos ejemplares. Si en todas estas andanzas encuentra jurados y enconados acusadores hallará también personajes que le ayuden y favorezcan. El padre general de la Compañía de Jesús, Aquaviva, acogerá siempre sus quejas y cartas con especial benignidad y tratará siempre con consideración las peticiones y la persona del maestro de Evora. Molina acude a él confiadamente, pero en el mismo grado recela de los que forman la curia de la Compañía. Hace sonreír ver su recelo. La indicación de exclusividad colocada en el encabezamiento de la carta, «soli», es decir, «para sólo el general», en más de una ocasión la repite tres veces: «soli, soli, soli». Contando como de su parte al general, logra que se envíen a Roma sus manuscritos que en la Censura de la Orden de Portugal encontraban las reservas y oposición de dos de los tres censores. Pero Roma no le es del todo favorable. Se redactan una serie de proposiciones que el general le obliga a aceptar como condición para publicar su Concordia. Es un fuerte golpe a su optimismo. La carta en la que se le notifica tal decisión la compara a «una pedrada en la cabeza lanzada desde lejos». Su sumisión es más sagaz que decidida. Es preciso tener presente esto para no desorientarse y adivinar el pensamiento constante de Molina, pues en la segunda edición de su Concordia introduce las modificaciones suficientes para satisfacer las correcciones que le imponen.

Los exámenes y censuras del libro no terminan dentro del ámbito de la misma orden. Para su publicación necesita el visto bueno de la Inquisición portuguesa. En un principio opinó que sería cosa fácil obtener el «imprimatur». El padre Serrano, su decidido y convencido ayudador, es del Consejo. Piensa que con su aprobación bastará. La Inquisición está prevenida y no es suficiente el voto favorable del ordinario censor. No sólo los padres dominicos, sino también algún jesuita no está conforme con las ideas expuestas en la Concordia en la primera parte y las han denunciado al santo Tribunal. La lucha se hace enconada. Molina sabe justificar sus puntos de vista y por fin, antes de las Navidades de 1588, obtiene el permiso de la Orden de Roma y el de la Inquisición de Portugal. El 22 de diciembre tiene en sus manos el primer ejemplar de los 1.250 que acaban de salir de prensa. Desea presentarlo al cardenal Alberto de Austria. No obtiene audiencia hasta el día de Reyes de 1589. Espera que será el día de su éxito. La realidad es más amarga. En Castilla la Inquisición ha publicado un catálogo de 16 proposiciones censuradas. El cardenal, inquisidor mayor de Portugal, quiere estar seguro de que en la Concordia no se contiene ninguna de ellas. [362] La recepción de Molina es fría. Alberto le pregunta si es el primer ejemplar. Y ante la respuesta afirmativa se le notifica que ha de recibir aviso del cardenal para que pueda poner los demás ejemplares a la venta. En julio de 1589 se le concede el permiso. Ha terminado el incidente con la Inquisición de Portugal, pero no los que todavía agitarán a los teólogos en torno a este libro. Melchor Cano, confesor del cardenal, ha conocido la Concordia. También llega poco después a Báñez y demás profesores de Salamanca. Apenas puesta en venta en Portugal, empieza otra nueva etapa de dificultades ante la Inquisición de Castilla. No será la última. Lo peculiar es que el campo de batalla se agranda. Molina será un elemento de la pugna, pero en el trasfondo combaten dos concepciones y podríamos decir, con cierta aproximación y excepciones por ambos bandos, dos Órdenes religiosas. La lucha es encarnizada. Es el signo de los tiempos. Desde 1591 hasta junio de 1597 en Alcalá, Salamanca, Valladolid –principales colegios jesuíticos–, se defienden tesis y contratesis que ponen al rojo vivo no sólo los ánimos de los maestros como Báñez, Zumel, Lemos, Cabezudo por una parte y por la contraria Molina, Vázquez, Suárez, Padilla, sino que también la discusión alcanza a conmover al pueblo. Por calles y plazas se discute en pro y en contra de la posición de Molina. Todo el mundo quiere tomar posiciones en la cuestión de «auxiliis». A Molina se le ataca de favorecer en demasía el poder de las fuerzas naturales del libre arbitrio humano. Es, según sus impugnadores, pelagiano. Él se defiende y pasa al ataque. Al iniciarse la cuaresma de 1594 presenta a la Inquisición una serie de proposiciones sacadas de las obras de Báñez y Zumel. Al cardenal Quiroga, gran inquisidor, se le dice que en ellas se contienen proposiciones luteranas y de las que Lutero ha deducido sus herejías. La exacerbación llega a su paroxismo: unos a otros se acusan de herejes. El nuncio toma cartas en el asunto. Todas las actas del proceso se remiten a Roma. En la Ciudad Eterna la contienda tardará trece años en apagarse. La vida de Molina es más breve. El Papa Clemente VIII da al asunto gran importancia. Primero por una comisión, luego asistiendo e interviniendo personalmente –Clemente lee el libro y hace acotaciones marginales de propio puño y letra– quiere dirimir la contienda. La posición de Molina y sus partidarios se hace crítica. Sólo Bovio y el cardenal Bellarmino sostienen que no se puede condenar. El santo cardenal llega a decir al Papa: «Sanctitas vestra non eam definiet» (Vuestra Santidad no definirá la posición dominicana). En favor de ella se inclinan la mayor parte de los miembros de la Comisión. El 12 de octubre de 1600 se presentan a la firma de Clemente 20 proposiciones censuradas. Aquel mismo día moría en Madrid el autor del libro que tantas discusiones había provocado. Cuando se conoce en Roma la muerte de Molina se juzga innecesaria la condenación propuesta de sus escritos. En 1605 fallece el Papa Clemente. El pontificado de León XI es demasiado breve para reanudarse en él los trabajos de la comisión. El nuevo papa Paulo V tarda dos años en llegar a una resolución. La posición que adopta es la de no inclinarse por ninguna de las dos partes. En 1607 Paulo dictamina que ni la sentencia de los dominicos es la luterana, calvinista, ni la de Molina y los suyos pelagiana. El problema queda a libre discusión de los especialistas; pero éstos no pueden aplicar censuras a sus adversarios.

2. Principales características de su pensamiento

Lo más peculiar de su pensamiento se centra en las relaciones Dios-hombre: libertad, fuerzas humanas naturales para el bien, predestinación, gracia. Frente a estos problemas toma posiciones personales. El pensamiento de Molina tiene profunda raigambre filosófica y más concretamente aristotélico-tomista. Empieza sus enseñanzas –como hemos dicho– «leyendo» al Estagirita. Le interpreta con originalidad. No se conservan –lástima– sus explicaciones sobre la metafísica de Aristóteles. Se conocen sus dictados sobre la Dialéctica, los Predicamentos, Perihermeneias y la Ética. En ellos encontramos ya los principios rectores de su pensamiento. Se ha de acudir a ellos, pues Molina procede por principios. Basta tener paciencia para confrontar las numerosas citas. Tiene también, es verdad, independencia de pensamiento aun frente a sus maestros Aristóteles y Santo Tomás, a quienes al mismo tiempo respeta. Posee una lógica consecuente, afinada como un bisturí, con la que se adentra en las realidades tal como las concibe más que en los textos. Su redacción resulta oscura aun para quien se ha instalado en su manera de pensar; pero no impenetrable. Molina, con cierta ingenuidad, se maravillará que sus mismos amigos no le acaben de entender.

Los puntos nucleares de sus enseñanzas se pueden reducir a tres: el objeto formal especifica la potencia, la libertad supone potencia de autodeterminación, las concausas concurren «simul». Ellos forman la trama de su pensamiento.

Contra lo que corrientemente se sostiene opinamos que Molina se mantiene en la línea aristotélico-tomista de la especificación del acto por el objeto formal. Así lo defiende en su comentario a la 1ª-2ª de Santo Tomás (q. 19, a. 1), en el Praedicamentis (cap. 7) y en 1º Posteriorum (cap. 23). Este principio tendrá matización propia de suma trascendencia. Lo que propiamente especifica es la ratio sub qua. La relación trascendente o trascendental, que enlaza la potencia con su objeto, da una firme base para relacionar la estructura de la facultad con el fin de la misma. Esto es de suma importancia en su sistema.

Su concepto de libertad –poder de autodeterminación–, deducido tanto teológica como filosóficamente, impulsa y sostiene su pensamiento respecto a la capacidad de las fuerzas humanas para obrar el bien. Este es el punto en el que se le tilda de pelagiano. Según Molina, el hombre sin el auxilio de la gracia elevante «puede» poner actos de virtud, aun de caridad, quoad substantiam del acto; «puede» resistir las tentaciones aun gravísimas; «puede» obtener su fin natural. Estas afirmaciones parecen dar al hombre una autonomía excesiva. El concepto de «natural» y «naturaleza» parece abusivamente rico para todo teólogo católico. Confirma esta impresión la opinión, que recogerá Ripalda, de la posibilidad de una sustancia sobrenatural. Pero esto es sólo un aspecto de la doctrina de Molina. Su pensamiento completo guarda sorpresas. Sus mismos principios abren este círculo que parece demasiado perfecto y cerrado. En este punto su concepto de concausalidad es la clave. Las causas –mejor las concausas–, que producen un mismo efecto, tienen una cierta igualdad, un «simul» de sentido temporal, que no excluye la correspondiente subordinación específica, mal reflejada en el ejemplo de duo trahentes navim. El efecto es único e indivisible, pero con relaciones específicas diversas, según las causas que concurren en su producción. Cada una de ellas aporta un elemento especificante. Este es el elemento básico para entender cómo Dios por la perfección de su sabiduría, que no necesita del objeto, por medio de su «supercomprehensión», puede conocer lo propio de la causa libre aun antes de que ésta produzca en realidad su efecto en el orden fáctico. Esta «ciencia» de Dios es a un tiempo perfectísima, pero no necesaria, es decir, podría conocer otras determinaciones creaturales y es asimismo contingente sin ser libre. La denomina ciencia «media». Mediante ella intenta una explicación coherente del arduo problema de la predestinación. En este misterio concede la iniciativa absoluta de la concesión de gracias a la benignidad de Dios. Dios elige también los demás elementos que formarán la situación concreta o histórica. Por lo mismo, atribuye a Dios todo lo bueno y a su gracia lo sobrenatural, sin que esto impida que el hombre sea responsable de sus actos y sólo él la causa del pecado.

Molina trata también otros muchos problemas. En todos ellos deja la impronta de su ingenio. La fe, lo revelado, la Iglesia, la inerrancia de las Escrituras, la Tradición, la Encarnación. Da preferencia a los temas candentes de su tiempo y él mismo es quien los coloca en el plano de máxima actualidad. Luis de Molina, sobre el que se ha escrito bastante y que ha sido muy citado, es autor poco conocido. Se impone penetrar más en su conjunto, ver el ensamblaje de su sistema, interpretarle con toda la riqueza que su genio merece. Queda todavía mucho inédito y lo publicado es estudiado y juzgado con principios que no le son propios.

En el campo jurídico y moral la producción de Molina no levantó tanto revuelo, fue y es más universalmente aceptada. Su [363] nombre se ha de colocar entre los dos grandes prestigios de su tiempo: Vitoria y Suárez. Situado históricamente entre los dos acusa la influencia del primero y sirve para medir la originalidad y amplitud del pensamiento suareciano. Molina, como jurista por la formulación de principios y aplicación consecuente aun en problemas menos tratados, puede colocarse como lumbrera en el panorama cultural del máximo florecimiento hispano.

Bibliografía:

Vansteenbergue, E., Louis Molina, X, col. 2090-2092, en «Dictionnaire de Théologique Catholique», 1929; ID., Molinisme, en el mismo diccionario, col. 2094-2187; Rabeneck, I., S. I., De vita et scriptis Ludovici Molina, en «Archivum Historicum Societatis Iesu», 1950, 75-145; ID., Das Axiom: facienti quod est in se Deus non denegat gratiam, nach der Erklärung Molinas, en «Scholastik», 1957, 27-40; Fraga Iribarne, M., Discurso preliminar a los seis libros de la Justicia y del Derecho de L. de Molina, M., 1941; Díaz-Alegría, José, S. I., El desarrollo de la doctrina de la ley natural en Luis de Molina y en los maestrco de la Universidad de Évora (1565-1591), B., 1951; Stegmüller, Friedrich: Geschichte des Molinismus. Neue Molina Schriften, t, XXXII del «Beiträge zur Geschichte der Philosophie und Theologie des Mittelalters», Münster de W., 1935; Id., Molina, Luis de, en «Lexikon für Theologie und Kirche» (c. 526, t. 7), y Molinismo, en el mismo diccionario, col. 527-530, Freiburg, 1962; Queralt, A., S. l., El fin natural en Luis de Molina, en «Estudios Eclesiásticos», 34 (1960), 177-216.

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