Observatorio de la Economía Latinoamericana

 


Revista académica de economía
con el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas  ISSN 1696-8352

Economía de Perú

 

Perú: entre el Liberalismo y el Despotismo

Carlos Sabino: "El Fracaso del Intervencionismo: 
Apertura y Libre Mercado en América Latina" 
Ed. Panapo, Caracas, 1999.

    En Bolivia y en Argentina, como acabamos de ver, el restablecimiento de la democracia se produjo en medio de una crisis económica tan extrema que llegó a poner en peligro su propia existencia; pero, al adoptarse acertadas medidas de ajuste, la democracia pudo consolidarse y está ahora en vías de un necesario proceso de profundización. En Chile y México podría decirse que, en buena medida, los acontecimientos sucedieron en un orden inverso, pues la apertura política vino –o se está construyendo lentamente– luego de un proceso que consolidó amplios cambios económicos. En Venezuela, al no producirse la necesaria apertura hacia el mercado, la situación económica se fue deteriorando de un modo continuo hasta que llegó a afectar la misma naturaleza del sistema político venezolano.

    En todos estos casos resulta claro que, en líneas generales, los cambios económicos y políticos hacia sistemas más abiertos se retroalimentaron de un modo positivo, facilitándose o negándose mutuamente, pero siempre marchando en una misma dirección. En Perú, como enseguida veremos, las cosas ocurrieron de un modo diferente, más complejo y contradictorio.

    Perú regresó a la democracia luego de doce años de gobiernos militares que no cumplieron las promesas que habían formulado y dejaron el terreno dispuesto para el retorno de los partidos tradicionales. Cuando se presentó la crisis de la deuda externa hubo una reacción hacia un mayor intervencionismo que dejó al país prácticamente en ruinas: el viajero recorría con dolor las fantasmales calles de Lima, repletas de vendedores ambulantes, automóviles que parecían sacados de un museo, suciedad y pobreza. El terrorismo dominaba buena parte del país y todo parecía confabularse para continuar con el pesimismo y el atraso.

    El cambio finalmente llegó, casi a la par que el de Argentina, pero en condiciones políticas tales que aún hoy permiten abrigar dudas sobre la consolidación democrática peruana. ¿Por qué Perú, a diferencia de sus vecinos del sur, presenta tales debilidades en su sistema político? ¿Por qué la renovada prosperidad y el fin del terrorismo no han producido un similar florecimiento de sus instituciones? La historia del país andino, como en los casos anteriores, nos dará algunas claves para esclarecer estas preguntas fundamentales que, por cierto, todavía preocupan seriamente a los peruanos.

1 El Triste Gobierno del Alan García

    El intento del Gral. Velasco Alvarado (1968-1975) de crear un socialismo "cristiano, humanitario y autogestionario" impulsando desde la estructura vertical del estado la protagónica participación de las mayorías indígenas, terminó sin mayor pena ni gloria sucumbiendo a las contradicciones propias del populismo latinoamericano. [V. el acertado juicio de Carlos Rangel, en Del Buen Salvaje,... Op. Cit., pp. 375 a 386.] Su gobierno logró algunos frutos en cuanto a modernizar un país marcado por relaciones sociales todavía muy próximas al feudalismo, pero no consiguió construir un sistema socialista que fuera abierto y participativo, o capaz de proporcionar resultados tangibles en el plano económico. Sustituido por otro gobierno militar más conservador, que no tenía ningún proyecto original que presentar a la ciudadanía, la dictadura quedó virtualmente sin justificación ni apoyo y tuvo que ceder a la ola democratizadora que ya comenzaba a recorrer el continente.

    Las elecciones de 1980 dieron el triunfo al arquitecto Fernando Belaúnde Terry quien, con el 45% de los votos, encabezaba una coalición centrista que no presentó mayores ideas renovadoras en cuanto a política económica. Perú, sin obtener las altas tasas de crecimiento de Brasil o de México, había mantenido un cierto ritmo de desarrollo económico aún durante la dictadura. Su amplio intervencionismo estatal se había traducido, primordialmente, en un aumento lento pero constante de la inflación, en tanto que la deuda externa conservaba dimensiones manejables. Nada de esto cambió en los primeros años del gobierno de Belaúnde.

    Un ominoso hecho se produjo, sin embargo, coincidiendo con el retorno a la democracia: la organización guerrillera Sendero Luminoso –muy próxima por sus inclinaciones ideológicas a los Khmer Rouge de Pol Pot en Camboya [V. Boloña Behr, Carlos, Cambio de Rumbo, Ed. Instituto de Economía de Libre Mercado, Lima, 1993, pág. 8.] – apareció de pronto en el panorama político mostrando, desde el primer instante, el estilo despiadado y violento que tendrían todas sus acciones futuras. Se trataba, por lo dicho, de un movimiento insurreccional de características muy diferentes a los que emergieran en la región durante la época inmediatamente posterior al triunfo de Fidel Castro. Su intransigencia, su capacidad operativa y el terror que Sendero fue capaz de mostrar condicionarían en buen grado toda la política peruana desde 1980 en adelante.

    El segundo hecho remarcable durante la gestión de Belaúnde fue el estallido, ya varias veces comentado, de la crisis internacional de la deuda externa. A partir de 1982 todos los indicadores económicos comenzaron a mostrar un comportamiento negativo y el gobierno, como en tantos otros casos, no atinó sino a tomar medidas parciales –algunas bien orientadas, sin duda– que no lograron superar la crisis. Hacia 1983 la situación del país presentaba síntomas indudables de deterioro: la economía estaba estancada, crecían las huelgas y protestas callejeras y Sendero Luminoso, utilizando la violencia en forma sistemática, se había convertido en un factor importante dentro de la vida política peruana. El electorado, por su parte, se inclinaba decididamente hacia la izquierda, lo que permitió al conjunto de partidos de esa orientación ganar las elecciones municipales de ese año. Pocos meses después, ya en 1984, el gobierno tuvo que anunciar la cesación de pagos del servicio de la deuda externa: las finanzas de la nación estaban en ruinas.

    En medio de este clima de inestabilidad la ciudadanía fue volcándose hacia la única solución política que no había ejercido plenamente el poder en el país, el APRA. Las fuerzas que sostenían al gobierno –Acción Popular y el Partido Popular Cristiano– estaban ya fragmentadas y disminuidas políticamente mientras que la izquierda había sido afectada en su dinámica y su desarrollo por la emergencia de Sendero Luminoso. No había tenido capacidad de respuesta "ante el nuevo fenómeno senderista, formando también parte de los ataques de ese grupo" y se debatía entre la defensa del sistema democrático ante la subversión y la competencia con Sendero por el apoyo de los sectores populares. [Tuesta Soldevilla, Fernando, Sistema de Partidos Políticos en el Perú. 1978-1995, Ed. Fundación Friedrich Ebert, Lima, 1995, pag. 102.]

    Al APRA, [Alianza Popular Revolucionaria Americana. El partido, más exactamente, se llama Partido Aprista Peruano (PAP).]  un partido que había sido prácticamente el promotor del tercerismo lationamericano desde los años treinta, nunca se le había permitido asumir el gobierno de la nación. Represión, golpes de estado, persecuciones de diversa magnitud e intensidad lo habían mantenido fuera del poder, siempre como una esperanza latente, siempre como una posibilidad de cambio que podría traer mejores días para el Perú. No extrañará por ello que, el 14 de abril de 1985, su joven candidato Alan García alcanzase una de las victorias más claras en la historia electoral del país, un triunfo suficiente, además, para permitirle controlar el congreso. El APRA no había renunciado a la retórica revolucionaria de toda su existencia y se inclinaba con entusiasmo hacia ese nacionalismo económico que ya hemos presentado en la primera parte de este libro. Con apoyo popular y sabiendo exactamente lo que quería hacer, pronto mostraría al mundo los resultados de su orientación política.

    Las primeras medidas del gobierno aprista manifestaron a las claras que Alan García no estaba dispuesto a hacer concesiones ni a seguir términos medios. Su reacción ante la crisis fue, definitivamente, heterodoxa: decidió establecer un control de cambios que fijaba el precio de la divisa estadounidense y no pagar, por servicio de la deuda externa, más del 10% del valor de las exportaciones; los aranceles fueron diferenciados y aumentados; se congelaron los precios de la gasolina, los alimentos y las tarifas de los servicios públicos; fueron reducidas por decreto las tasas de interés y los impuestos mientras que, de un modo paralelo, se acrecentaban diversos subsidios y se creaban otros nuevos. [V. Toledo Segura, Rafael, El Caso Peruano, El Programa de Estabilización y las Reformas Estructurales en el Perú en 1993, Ed. KAS-CIEDLA, Buenos Aires, 1993, pp. 27-29.]

    Como consecuencia directa de estas medidas, en especial la relativa al pago de la deuda externa, Perú quedó prácticamente excluido de la comunidad financiera internacional. Se rompió toda relación con el FMI y los Estados Unidos decidieron, en agosto, suspender la ayuda externa que solían dar al país. Pero esto no afectó, de momento, negativamente a los peruanos. Como suele suceder con este tipo de medidas populistas, sus efectos inmediatos fueron beneficiosos: con los precios congelados, con menos impuestos y más subsidios, se reactivó increíblemente la demanda de bienes y servicios impulsando un crecimiento económico notable. La inflación, si bien alta, descendió del elevado valor que tuviera en 1985 –un 158,3%– para llegar a 62,9% al año siguiente y repuntar a 114,5% en 1987, en tanto que los datos relativos al PIB mostraban un aumento del 9,5% en 1986 y 7,8% en 1987, los valores más altos de América en esos momentos. Entre muchos analistas latinoamericanos de izquierda comenzó a alabarse una política económica que parecía haber logrado una solución estatista y socializante a los problemas del crecimiento y de la carga insoportable de la deuda externa.

    Pero, naturalmente, las debilidades de este ajuste heterodoxo no tardaron en manifestarse. Al igual de lo que sucedía en Venezuela y ya había pasado en Bolivia (v. supra, 9.2 y 7.2) las presiones sobre el dólar oficial, artificialmente barato, comenzaron a hacerse insostenibles. La diferencia entre este valor y el del mercado paralelo se fue ensanchando, creando una brecha cada vez más amplia que sólo podía cubrirse con mayor emisión monetaria, y así la inflación se disparó. Pero Alan García no estaba dispuesto a aceptar pasivamente el destino del presidente boliviano Siles Zuazo y decidió actuar: en julio de 1987, en una típica "huída hacia adelante", se propuso estatizar todo el sistema bancario peruano para obtener de ese modo un control completo sobre las finanzas del país, en la vana ilusión de que así podría mantener la paridad oficial del dólar y evitar la especulación. No pudo hacerlo. [Id.]

    Una reacción poderosa, comenzada primero por los 33 bancos afectados pero seguida luego por sectores cada vez más amplios del país, impidió que se consumara el proyecto del gobierno. Mario Vargas Llosa, el más grande escritor contemporáneo del Perú, valientemente se colocó al frente del movimiento de protesta, y en pocas semanas Alan García tuvo que rendirse ante la fuerza de los hechos. [Recomendamos al lector la versión que el propio Vargas Llosa da de los acontecimientos en Como Pez en el Agua, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1993, en especial pp. 33 a 50.] El camino hacia el completo intervencionismo estatal estaba ahora bloqueado por una fuerza más poderosa que toda la banca internacional: la convicción de millones de peruanos que no soportaban más las exacciones, los controles, el empobrecimiento y el virtual cierre de las fronteras económicas de su país y querían un cambio radical en la conducción económica.

    El movimiento, más allá del éxito inicial que logró, tuvo una importancia simbólica que trascendió largamente el problema de la estatización de la banca. Era la primera vez en Perú –y en casi toda América Latina– que "las masas" salían a la calle no para pedir una mayor acción del estado o para seguir a algún demagogo populista sino para exigir mayor libertad económica y menos injerencia del sector público. La marea comenzaba a cambiar en toda la región. La apertura económica no sólo era la política de la dictadura chilena, del PRI mexicano o del MNR de Bolivia, podía ser un movimiento público de gigantesca envergadura capaz de modificar el curso de la historia política de más de un país.

    Si 1987 fue un año de transición para el gobierno aprista, pues desde allí en adelante éste se colocó ya a la defensiva frente al Movimiento Libertad [Creado como consecuencia del intento de estatización que acabamos de mencionar.]  y a la ampliada acción de Sendero Luminoso, el año siguiente marcó el definitivo ocaso de la gestión de Alan García. La economía entró en una depresión profunda, decreciendo un 8,7% en el año, mientras el déficit fiscal ascendía a un 7% de este PIB en descenso y la inflación alcanzaba un valor nunca visto en Perú, 1.722%. Las empresas estatales arrojaban un déficit total de $ 2.289 millones. [V. Toledo, Op. Cit., pág. 180, y para otros datos a los que hacemos referencia íd., pp. 30-33, 56 y ss.]   Todas las políticas habían fracasado en sus objetivos declarados: el control de cambios, que prentendía fortalecer la moneda y evitar la fuga de capitales, había producido una devaluación fenomenal y un descenso en la existencia de divisas de más de $ 1.000 millones; el tope del 10% de las exportaciones fijado como máximo para el pago de la deuda externa había aislado al país de la comunidad financiera internacional y, en definitiva, la deuda había terminado creciendo en un 60%.

    Sin nada ya por hacer, pues no podía seguir hacia adelante en el camino de la estatización pero no quería modificar el rumbo de sus políticas, la administracion de Alan García quedó aislada, impotente, cruzada de brazos ante un país que se hundía. La violencia reinaba en el Perú, pues el gobierno no resultaba siquiera capaz de enfrentar la extendida subversión, y Sendero Luminoso ocasionaba pérdidas humanas y materiales que –para el período que se extiende hasta 1992– fueron calculadas en 25.000 vidas y 23.000 millones de dólares, una cifra superior ésta a la de la deuda externa total del país. La pobreza se extendía como resultado del descenso en los salarios reales, que eran aproximadamente la mitad que en 1985, mientras alcanzaba una dimensión nunca vista el ejército de vendedores ambulantes o buhoneros que colmaba las sucias calles de Lima. [Cf. Boloña, Op. Cit., pp. 6 y 7.] El narcotráfico, por su parte, continuaba su expansión indetenible.

    El país, entonces, se polarizó. El APRA, que fuera la principal fuerza política aun durante los tiempos de Velasco Alvarado, perdió arraigo entre los sectores populares y no pudo impedir la sucesión interminable de manifestaciones, huelgas, paros y desórdenes que entorpecían la vida normal del país. La izquierda ya se había desvanecido como posible polo de atracción ante la competencia brutal de Sendero Luminoso, mientras que los partidos tradicionales del centro, AP y PPC, muy alicaídos, trataron de recuperarse ante el electorado uniéndose a Vargas Llosa y su Movimiento Libertad en el FREDEMO, una coalición que enseguida se situó en el primer lugar de las encuestas. Las alternativas políticas, por eso, se hicieron claras y extremas: por una parte el liberalismo sin retaceos de un FREDEMO  que no ocultaba sus intenciones de liberar por completo la economía y la vida social del país; por la otra el senderismo, un movimiento despiadado que, más allá del marxismo tradicional o del castrismo, pretendía realizar una utopía autoritaria y campesina semejante a la de los camboyanos de 1975.

Pero esta polarización no duró mucho, ni siquiera hasta las elecciones presidenciales de 1990. Una nueva configuración de fuerzas se iría gestando durante toda la campaña electoral para arrebatar al FREDEMO un triunfo que, hasta fines de 1989, muy pocos pronósticos se atrevían a negar.

2 El Fujishock

    Vargas Llosa presentó al electorado un mensaje sin adornos demagógicos que exponía con sinceridad un programa de transformaciones profundas. Esto, como enseguida se vio, tenía ventajas y desventajas: la ventaja de plantear una nueva forma de hacer política, opuesta al populismo, que despertaba la simpatía de amplias fracciones del electorado; la desventaja de disipar las ilusiones que muchos querían mantener, de oponerse a un mensaje ideológico que, aunque en buena parte superado, todavía despertaba adhesiones profundas y a veces poco conscientes en muchas personas. Como candidato tenía, además, las limitaciones de provenir de un sector social identificado con la tradicional dominación de las oligarquías –en un Perú todavía dividido por implícitas barreras étnicas– y, más importante aún, de presentarse como abanderado de los dos partidos que se veían como representantes del mismo pasado que se pretendía superar. [V. Boloña, Op. Cit., pág. 18 y ss.]

Por todas estas razones, y porque el APRA y la izquierda tampoco se presentaban como una solución, el electorado se fue inclinando, en las semanas previas a los comicios, por un candidato que hasta seis meses atrás aparecía en las encuestas apenas con el 1% de las preferencias. Alberto Fujimori, de origen japonés –pero en todo caso no blanco, e hijo de inmigrantes– recorriendo el país sobre un tractor, prometiendo no realizar un programa drástico de ajustes y con el simple lema de "trabajo, honradez, tecnología", comenzó a surgir en las encuestas de un modo dramático. Superó a todos los otros candidatos y, en la primera vuelta electoral, se situó en un impresionante segundo lugar. Obtuvo un 29,1% de los votos, más que el APRA (22,6%) y la izquierda tradicional (13%), y apenas un poco menos que el 32,6% de Vargas Llosa. La suerte del genial escritor estaba sellada. En la segunda vuelta, y ya con el apoyo tácito del APRA y de la izquierda, Fujimori se impuso con el 62,5% de los votos. [V. Tuesta, Op. Cit., pp. 104 a 106 y 127, passim. Cf. también Toledo, Op. Cit., pág. 40.] 

    Fujimori había sabido entender que el Perú prefería una solución menos conflictiva y extrema que las que se le presentaban, más pragmática, con espacios para la ilusión populista nunca completamente repudiada por la gente. Pero el nuevo presidente sabía también que un ajuste de proporciones resultaba imprescindible, dado el estado de las finanzas públicas del Perú. El clima intelectual del país y del mundo también había cambiado, especialmente después de la implosión comunista y de las exitosas transformaciones ya en desarrollo en varios países de América Latina, y Vargas Llosa había logrado modificar la agenda política del país, despertando en "la gente intereses que antes no habían sido identificados, como, por ejemplo, el que se refería a la reducción del aparato empresarial del Estado". [Boloña, Op. Cit., pág. 19.] 

    Fujimori no tenía detrás un partido bien estructurado, pues Cambio 90 no era más que una agrupación pequeña, poco cohesionada, incapaz de asegurarle una base sólida de sustentación a su gobierno. Pero estaba dispuesto a encarar la grave situación presente con medidas drásticas, capaces de cambiar el curso descendente de la economía. Por eso lanzó el 8 de agosto de 1990, apenas iniciado su gobierno, un riguroso paquete de ajustes que, por sus características, sería enseguida llamado el Fujishock. Con una inflación mensual que había sido del 63,2% en julio su ministro de economía, Hurtado Miller, decidió implementar el llamado "método de caja", "por el cual sólo se autorizaban desembolsos para gastos si existía el dinero para hacerlo", [Seminario, Bruno, Reformas Estructurales y Políticas de Estabilización, Ed. Universidad del Pacífico-CIE, Lima, 1995, pág. 25.] teniendo como fin principal la reducción drástica del déficit fiscal. Otras medidas del fujishock fueron:

 

    La liberación simultánea de casi todos los precios produjo una considerable inflación en el mes de agosto: el IPC aumentó 397% con respecto a julio. Hubo manifestaciones, protestas y saqueos, pero la situación pudo ser controlada porque buena parte de los peruanos comprendía que era imprescindible realizar un severo ajuste de la economía y porque, por otro lado, una vez levantados los controles, los precios tendieron a estabilizarse un poco. La inflación de septiembre fue "sólo" del 13,8% mensual y la agitación social, entonces, comenzó a ceder. En todo caso Perú tuvo que pagar el precio de una fuerte recesión para poder superar el abismo al que lo había conducido la gestión de Alan García. La disminución del PIB, en el segundo semestre de 1990, alcanzó una gran magnitud, calculándose en 16,9%. [Cf. Seminario, Op. Cit.]

El ajuste, a pesar de su rigor, no funcionó de un modo tan armonioso como las autoridades habían pensado. Hubo amplias fluctuaciones en el gasto fiscal, necesidad de nuevos aumentos de precios y salarios y un comportamiento de la inflación que, si bien favorable en líneas generales, fue bastante errático y descontrolado. El gráfico 1 muestra claramente este confuso movimiento de los precios.

Gráfico 1

Tasas de Inflación Mensual en el Perú, 1991-1993

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Fuente: Banco Central de Reserva del Perú

    Viendo que su política no alcanzaba a dar los frutos esperados y que la situación política le resultaba difícil de controlar –con un congreso donde, por cierto, no contaba con mayoría– Fujimori decidió llamar al Ministerio de Economía al empresario Carlos Boloña Behr, cuyas ideas eran más ortodoxas y favorables a la economía de mercado. Boloña asumió el cargo en febrero de 1991 y se propuso, antes que nada, resolver los problemas estructurales que impedían la estabilización de la economía. No inició su gestión con un "paquetazo", como se esperaba, sino que se concentró en lograr el equilibrio presupuestario, fundamento de cualquier posible política antiinflacionaria. Busco aumentar y reestructurar los impuestos, consolidó la relación con el FMI y la banca internacional, que por fin se decidieron a apoyar el proceso de reformas, y tuvo que soportar presiones de todos los grupos que pretendían mayores recursos presupuestarios, entre ellas huelgas prolongadas de los maestros y del sector salud. [V. Boloña, Op. Cit., pp. 91 a 104, passim.] 

    Boloña continuó también la desregulación del comercio exterior, reduciendo aún más los aranceles, dio inicio al proceso de privatizaciones –con ventas que alcanzaron $ 247 millones en 1992–, [Id., pág. 123. Para toda esta sección utilizamos datos proporcionados por el propio Boloña, íd., cap. IV.] y logró ciertas modificaciones en el mercado laboral y la política social, basada desde entonces primordialmente en subsidios directos. Se flexibilizó el régimen de inversiones extranjeras y se eliminó además "la obligatoriedad de entregar al Banco Central las divisas derivadas de la exportación de bienes". [Seminario, Op. Cit., pág. 131.]  Se establecieron disposiciones, por otra parte, para asegurar los derechos de propiedad en el campo, liberalizándose el régimen colectivista existente para las parcelas mayores de 5 hectáreas. [Cf. Velarde, Julio y Martha Rodríguez, El Programa de Estabilización Peruano: Evaluación del Período 1991-1993, Ed. Universidad del Pacífico-CIE, Lima, 1994.]

3  El Autogolpe del 5 de Abril

    Pero el plan de reformas no avanzaba con la facilidad prevista, o al menos, así se pensaba desde el gobierno: con un congreso dividido que avalaba parte de sus acciones pero donde el aprismo realizaba una oposición feroz, con presiones sociales y de las fuerzas armadas que no desminuían y con resultados económicos positivos pero todavía poco espectaculares (inflación del 139% y crecimiento del 2,8% en 1991), Fujimori se sintió atado de manos y decidió tomar una decisión drástica que sería pródiga en consecuencias: el cierre del congreso.

    Las discrepancias con el poder legislativo habían ido agudizándose durante todo el año anterior. Existía una disputa abierta sobre el presupuesto público y un enfrentamiento en materia impositiva, pues el parlamento rechazaba un impuesto de 20% a los intereses de los depósitos en moneda extranjera, medida que era resistida también por la población. Aparte de estas desavenencias, si se quiere normales cuando el ejecutivo no cuenta con mayoría en las cámaras, no existía ningún abismo que separara radicalmente ambas ramas del estado peruano. Pero "el gobierno, lejos de buscar un entendimiento con el Poder Legislativo, mediante diversas declaraciones públicas propició que se ahondara el enfrentamiento." [Velarde y Rodríguez, Op. Cit., pág. 30.] Fujimori comenzó a perder popularidad y, dando un salto político sumamente audaz, decidió clausurar el congreso el día 5 de abril de 1992. Contaba, ciertamente, con el apoyo de las fuerzas armadas.

    La reacción popular fue buena. Se respaldó en general la medida pues "de alguna manera amplios sectores de la población percibieron que con esta decisión, el gobierno finalmente podría resolver los graves problemas que aquejaban al país." [Id., pág. 31.]  Una mano dura para enfrentar la crisis, un gobierno firme y decidido, parecían necesarios a muchos peruanos en momentos en que, por otra parte, la insurrección senderista parecía aumentar en vigor.

    No fue igualmente buena la reacción internacional. Los mercados percibieron este "autogolpe" como un síntoma de debilidad y una promesa de inestabilidad, hubo retiros considerables de moneda extranjera y el PIB, afectado por estos sucesos, descendió ese año un 2,5%. Los gobiernos del continente, alarmados por lo que podía ser un retroceso hacia formas dictatoriales ya superadas, censuraron o presionaron a Fujimori para que retornara hacia la vigencia plena de la democracia. El gobierno, finalmente, prometió convocar a elecciones para integrar un Congreso Constituyente Democrático (CCD) que se encargaría de redactar una nueva carta fundamental y volver a la normalidad institucional.

    El golpe de abril no fue una acción encaminada simplemente a dirimir desavenencias supuestamente insuperables con el congreso, sino que resultó una acción concertada con las Fuerzas Armadas que provocó un reordenamiento total de la vida política del Perú. Fueron cesados en sus funciones la Contralora de la República, los miembros del Tribunal Constitucional, el Fiscal de la Nación, trece miembros de la Corte Suprema y muchos otros jueces, así como innumerables funcionarios de todo rango. [V. "Perú: Hacia la Reconstrucción Nacional con una Democracia Capaz de Defenderse", multig., Lima, s/d, pág. 8, documento oficial peruano.]  Se declaró un Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional donde las Fuerzas Armadas ampliaron su esfera de influencia en cuanto a la represión del terrorismo y adquirieron, de allí en adelante, un papel crucial en muchas decisiones políticas de importancia. Todo esto, y el clima represivo que se desató en el país –con ataques virulentos, incluso, contra el propio Vargas Llosa– hicieron que muchas fuerzas políticas no participaran en las elecciones destinadas a conformar el CCD el 22 de noviembre, lo que reforzó, en definitiva, la posición de las fuerzas que apoyaban al presidente.

    Favoreció en tales circunstancias a Fujimori el radical giro que tomó entonces la lucha contra la subversión. Abimael Guzmán, jefe supremo de Sendero Luminoso, fue capturado el 9 de septiembre junto con varios altos dirigentes de la organización. Sendero, si bien sobrevivió al golpe, fue severamente dañado en su capacidad operativa y, más que nada, en su imagen de invulnerabilidad y su proyección como posible alternativa política para el país. El gobierno, después de este hecho, apareció ante la opinión pública como capaz de enfrentar y derrotar los mayores males que padecía el Perú y se vio considerablemente reforzado. Sus partidarios obtuvieron una clara mayoría en el CCD que, no casualmente, aprobó una nueva constitución donde quedaba legalizada la posibilidad de la reelección presidencial. En dicho documento se definió que "... la iniciativa privada es libre y se ejerce en una economía social de mercado, donde al Estado le corresponde actuar principalmente en las áreas de empleo, salud, educación, seguridad y servicios públicos e infraestructura básica". [Tomado de Toledo, Op. Cit., pág. 131.]

    Despejado el panorama de enemigos internos Fujimori se dedicó a consolidar su posición económica, lo que en la sección siguiente analizaremos con más detalle, dando incluso cierto aliento a la economía con el método keynesiano de aumentar el gasto público en 1994. [Apreciación que confirmaron nuestros entrevistados, Enrique Ghersi y José Luis Sardón, en conversaciones sostenidas en octubre de 1997. V. también Galarza, Elsa (ed.), Informe Anual de la Economía Peruana: 1996, Ed. Universidad del Pacífico-CIE, Lima, pp. 13 a 15.]  A comienzos del año siguiente hubo serios enfrentamientos fronterizos con el Ecuador y, en ese clima belicista, El Chino –como se lo conoce popularmente– logró su reelección en los comicios generales del 9 de abril con el 64,4% de los votos, asegurando así su permanencia en el cargo hasta el año 2000. [Cf. Lajo L., Op. Cit.]

4 ¿Una Dictadura Liberal?

    Carlos Boloña fue sustituido a fines de 1992 y, desde allí en adelante, las figuras del gabinete económico tuvieron un menor protagonismo ante la opinión pública. El proceso de reformas continuó, con ciertos altibajos que pueden ser atribuidos tanto a la falta de coordinación entre sus responsables como a cierto manejo político de las finanzas públicas según las exigencias del cambiante panorama nacional. En resumen, y para no repetir el análisis de problemas ya tratados en anteriores casos, podemos destacar:

Gráfico 2

Evolución del PIB en Perú, 1990-1997

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Gráfico 3

Evolución de la Inflación en Perú, 1991-1997

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Fuentes: INEI y Cepal (estimación de 1997), para ambos cuadros.

    Los cinco puntos precedentes hablan a las claras de un proceso de regeneración económica que ha dado, sin duda, importantes frutos. Algunos de estos resultados se aprecian a simple vista, como cuando se recorre Lima y se comprueba la desaparición casi total de los miles de vendedores callejeros que la inundaban, el orden y la limpieza de sus lugares públicos, la seguridad mucho mayor que tiene el ciudadano común para realizar sus actividades cotidianas. El país se encuentra de nuevo en un proceso de crecimiento interrumpido prácticamente durante treinta años, renaciendo de un estancamiento que lo había sumido en la pobreza, la marginalidad y el desorden en todos los planos de la vida social. El estado ha reducido su presencia en la economía, el mercado funciona fijando precios y asignando recursos, y un ambiente de mayor confianza es perceptible cuando se compara la realidad actual con la de hace algunos años.

    Los datos anteriores, sin embargo, permiten concluir que lo que Perú ha hecho es apenas recuperarse de los efectos de una crisis profunda y brutal en sus consecuencias. La nación andina necesitará todavía algunos años más para regresar a los niveles de ingreso que llegó a tener en otra época, para superar por completo los efectos de décadas de mal manejo económico y de inestabilidad política.

    Los peruanos, más allá de las quejas y las críticas que, como en todas partes, se pueden escuchar entre la gente, valoran en mucho el regreso de la estabilidad económica, la desaparición del terrorismo, las posibilidades de crecimiento que ahora se les abren. No por otra razón el presidente Fujimori logró concitar apoyo cuando lanzó el autogolpe de 1992, obtuvo mayoría en la constituyente y en las elecciones de 1995, y mantiene –aunque con fuertes altibajos– altas cotas de popularidad. Pero su prolongado gobierno, aunque con este aval, no ha logrado despejar por completo las objeciones que se le hacen en cuanto a las visibles tendencias autoritarias que posee.

    En Perú, después de 1992, no existe un pleno estado de derecho. "La democracia, a nivel institucional, está profundamente debilitada y los procedimientos de su propia reproducción, los procesos electorales, están peligrosamente viciados en sus reglas de juego." [Tuesta, Op. Cit., pág. 134.] El poder judicial carece de la necesaria independencia con respecto al ejecutivo, la libertad de prensa se ve amenazada cuando los medios investigan lo que sucede en los organismos de seguridad y las Fuerzas Armadas poseen un poder que va mucho más allá de sus atribuciones constitucionales. Son demasiados los indicios que muestran la intención de Alberto Fujimori de perpetuarse en el poder, haciéndose reelegir otra vez en el 2000, aunque para ello tenga que apelar a ciertas medidas populistas y a lograr una interpretación de la constitución que lo favorezca. [Apreciación confirmada en la entrevista sostenida con Enrique Ghersi.]

    Las raíces de este personalismo deben buscarse, más que en las actuaciones del propio presidente, en las condiciones en que se está realizando el cambio estructural en el Perú. La crisis económica y la violencia implacables de los años ochenta quebrantaron un régimen democrático sin tradición y sin raigambre, que apenas se había restablecido a comienzos de esa década. Los rotundos fracasos de los dos primeros gobiernos democráticos aumentaron peligrosamente la "fragilidad extrema del sistema político", lo que "posibilitó el colapso del sistema de partidos primero y el de la democracia constitucional después". [Tuesta, Op. Cit., pág. 129.] Fujimori emergió así como el "hombre providencial", como la figura fuerte capaz de poner orden y encarrilar al país. No es sorprendente que, con todo ese poder en sus manos, quiera ahora mantener un predominio sobre la vida política que contradice en buena medida el estilo y las normas de lo que puede llamarse el estado de derecho. El hecho de que el poder real, según se afirma, descanse en una especie de triunvirato que conforman el presidente, el Gral. Nicolás Hermoza –Jefe del Ejército– y el asesor de inteligencia Vladimiro Montesinos, añade una nota sombría más a las tendencias autoritarias que sin duda están presentes.

    Resulta provechoso, en este sentido, hacer una comparación entre lo sucedido en el Perú y en otros dos casos que ya hemos analizado. Al igual que Fujimori el argentino Menem logró acumular un inmenso poder luego de rescatar a su país de la profunda crisis en que se encontraba. Pero un sistema de partidos menos erosionado que el de Perú permite ahora que dicho gobernante tenga una oposición organizada y una opinión pública más celosa de la institucionalidad democrática que la que existe en el país andino. En Chile, en cambio, luego de la catástrofe allendista, el sistema se destruyó casi por completo, abriendo así paso a un régimen autoritario bajo el que, sólo muy lentamente, se fueron creando y recomponiendo las organizaciones políticas que hoy representan a los ciudadanos.

    En ambos casos la favorable evolución de la economía, con sus consecuencias de menor conflictividad social y mayor estabilidad, ha ayudado poderosamente a la reconversión de los sistemas. En Perú, por ahora, este resultado parece todavía algo lejano. La ciudadanía no ve favorablemente las intenciones continuistas de Fujimori pero aprecia en grado sumo la transformación económica lograda, al punto de que no desea verla amenazada por cambios radicales en la conducción política nacional. Entre estas dos fuerzas opuestas se debate entonces una opinión pública que, creemos, sólo podrá arriesgarse a incursionar por los caminos del cambio político cuando esté segura de que ello no vulnerará unos logros económicos a los que, por supuesto, no tiene intención de renunciar.


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