Observatorio de la Economía Latinoamericana

 


Revista académica de economía
con el Número Internacional Normalizado de
Publicaciones Seriadas  ISSN 1696-8352

 

Economía de Colombia

Tierra, conflicto y debilidad del Estado en Colombia

Este texto fue originalmente presentado como ponencia y debatido en el Encuentro Internacional Econo

mía y Paz organizado por la Asociación de Economistas por la Paz y el grupo eumed.net. Un resumen del Encuentro y la forma de solicitar las Actas Oficiales está en www.eumed.net/eve/2005ecopaz.htm

 

Salomón Kalmanovitz
Univ. Nacional de Colombia
kalmanovitz@cable.net.co

Enrique López
Investigador del Banco de la República.

 

 

Aunque en Colombia existe un Estado con larga tradición histórica (y, por lo tanto, también ha existido el imperio de la ley), éste ha sido débil en términos económicos. Además, en varias fases históricas y con el conflicto intrapartidista y las luchas sociales se ha vulnerado el Estado de Derecho y no se ha podido construir un orden consensuado robusto. La precariedad financiera del Estado y su organización centralista han dificultado su construcción y fortalecimiento local y su presencia en todo el territorio nacional, tornando ineficientes muchas de sus funciones, incluyendo la de proveer seguridad a sus asociados. Las luchas partidistas alrededor del control del Estado, especialmente durante los años cincuenta del siglo XX, dislocaron amplias poblaciones campesinas y sobre esa base se organizaron movimientos liberales de resistencia que fueron acompañados por la organización guerrillera comunista que después se concretó con la fundación de las FARC.

El resto de organizaciones insurgentes han reflejado movimientos urbanos asociados con el castrismo, el maoismo y con el populismo de la Anapo. Todos ellos expresaron insatisfacción con la violencia partidista y sus secuelas, y con un sistema político bastante cerrado acordado por los partidos tradicionales para superarla, el Frente Nacional. Se da entonces una tradición de insurgencia en el país que muestra un nivel relativamente bajo de actividad hasta los años ochenta, década en la que las mafias del narcotráfico irrumpen con fuerza en el panorama político nacional, y en los noventa, cuando los cultivos ilícitos en Colombia desplazan a los de Bolivia y Perú. A partir de entonces crecen exponencialmente los cultivos y los ingresos que de ellos derivan la insurgencia y los paramilitares y, por lo tanto, aumenta aceleradamente la capacidad militar de esos grupos. En las regiones periféricas dominadas por ellos también se apropiaron de buena parte de las transferencias y de las regalías girados por el gobierno nacional con destino a la educación y a la salud.

La escasa presencia del Estado y sus aparatos de seguridad en amplias regiones del país refleja históricamente una débil tributación a nivel nacional combinada, como ya se ha visto, con una tributación local aun más escasa en la mayoría de municipios del país. No es tanto que el Estado no tenga presencia sino que simplemente no se construye desde el nivel de la célula municipal con los necesarios aportes locales. La larga tradición de concesiones y liquidación de tierras públicas para compensar a los portadores de la deuda del gobierno y a los oficiales de los ejércitos condujo a que los propietarios recibieran el recurso a precios por debajo del mercado y que consideraran que no tenían por qué tributar sobre el activo así adquirido porque lo entendieron como lo que había sido: un privilegio. Por lo demás, tales derechos podían ser cuestionados por la agrimensura laxa que los delimitaba y por la escasa presencia del propietario o sus lugartenientes que impusiera la exclusión contra diversos pretendientes al usufructo.

 Las administraciones locales influidas por los grandes propietarios no están en capacidad de fortalecer unos sistemas de seguridad que garanticen los derechos de propiedad de sus ciudadanos ni de enfrentar sus necesidades más sentidas, en particular, la educación, la cual tiene una menor cobertura en el campo. Esto facilitó la depredación de muchas propiedades rurales por medio de la extorsión y el secuestro, primero por parte de los grupos insurgentes, lo que a su vez llevó a una tributación peculiar, en principio voluntaria, para financiar bandas locales que garantizaran los derechos de propiedad vulnerados. La consolidación de estas bandas en términos de organizaciones nacionales multiplicó su poder, el cual fue aplicado en forma arbitraria contra las poblaciones sospechosas de auxiliar o tolerar la insurgencia, generando un acelerado proceso de desplazamiento e incluso volviéndose en contra de algunos propietarios que fueron igualmente víctimas de la extorsión y del secuestro.

Una perspectiva de largo plazo sobre la violencia y la tasa de homicidios de Colombia se presenta en el gráfico 92. Éste muestra un empinamiento de la tasa de homicidios a partir de 1946 para llegar a un pico de 39 muertes por 100.000 habitantes en 1952 (en la cúspide de la violencia partidista), descender momentáneamente con las desmovilización propiciada por el régimen militar de Rojas Pinilla y alcanzar su máximo en 1958 con 49 muertes por 100.000 habitantes, mientras se liquidaban los ajustes de cuentas y los rezagos del bandolerismo que habían sido generados por la violencia política. Con la pacificación propiciada por el Frente Nacional, la tasa de homicidios retorna a un nivel relativamente bajo de 20 a 30 muertes por 100.000 habitantes durante los años sesenta y setenta, tasa que sigue siendo muy alta si se la contrasta con la de 10 por 100.000 habitantes que caracteriza a América Latina durante el mismo periodo.

 

 

Los años ochenta muestran un nuevo y rápido empinamiento de la curva de homicidios que alcanza los 78 por 100.000 en 1991 para descender a 57 por 100.000 durante su punto más bajo en los noventa, lo cual está asociado con el auge de los cultivos ilícitos y la degradación del conflicto propiciado por el enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad, la insurgencia y los paramilitares. El descenso observado en los noventa podría estar asociado a la desmovilización de 5000 guerrilleros que se hizo en 1990 y que condujo a la redacción de una nueva Constitución en 1991. En los noventa hay una cuota creciente de civiles que pagan con sus vidas y con su desplazamiento las vicisitudes del conflicto (Romero, 2003, p. 31). En efecto, las víctimas más afectadas por la confrontación tienden a ser civiles desplazados, asesinados o expropiados por los bandos ilegales organizados. Esto se infiere con claridad de las estadísticas recogidas por Restrepo et al (2003), en las cuales se establece una relación entre insurgencia y paramilitares, y el número de víctimas civiles, del gobierno y de los otros grupos armados ilegales (Gráficos 93 y 94). Entre 1997 y 2002 los paramilitares victimizaron a cerca de 5.400 personas, mientras que la insurgencia se acercaba a los 4.500. Esta última recurre al uso de artefactos primitivos como los cilindros con metralla que riegan sus efectos mortíferos sobre radios que superan los blancos que suelen atacar.

 

 

 

El aumento de los crímenes contra la población se ha convertido en una estrategia de guerra por ser un mecanismo rápido y poco costoso de despoblar territorios, lo que permite a los actores armados ampliar su área de influencia, establecer mecanismos de control territorial, transportar armas y abrir corredores para el desarrollo de actividades ilícitas (Ibañez y Vélez, 2003, p.5). La insurgencia puede castigar poblaciones que hayan manifestado inclinación por grupos o partidos distintos a ella, vaciándola para operar más a sus anchas. Los paramilitares perpetran matanzas para escarmentar a la población que simpatizó o fue forzada a colaborar con la guerrilla o no le hizo resistencia y así arrebatarle la base social y económica a la insurgencia. En todos los casos, las sociedades campesinas son diezmadas y se ven forzadas a la emigración forzada.

El desplazamiento forzoso ha sido un proceso prolongado, intenso y creciente: “Durante los últimos 15 años la población desplazada involuntariamente es por lo menos de 1,8 millones de personas que corresponden al 4,3% de la población colombiana en el año 2003.” (Ibáñez y Vélez, 2003, p. 1). En términos de la población rural, se estaría expulsando cerca del 20%, lo cual debe tener efectos sobre la producción campesina y los salarios rurales. Los desplazados generalmente pertenecen a los sectores más vulnerables de la sociedad rural, compuestos por mujeres, niños, ancianos e indígenas. La extensión del fenómeno envuelve al 74% de los municipios del país, los cuales son expulsores o receptores de población desplazada. Las pérdidas en bienestar podrían equivaler al 25% del valor del consumo rural, según el estudio de Ibañez y Vélez (2003). Es difícil cuantificar la magnitud del fenómeno y sus implicaciones. Un trabajo reciente de Ibáñez y Querubín (2004) busca establecer el vínculo entre tenencia de la tierra y desplazamiento forzoso. La base datos que utilizan sugiere que los pequeños propietarios de tierra conforman el grueso de los hogares desplazados con algún tipo de tenencia de tierra. La mediana de hectáreas para toda la muestra es equivalente a 10 hectáreas y no ha variado a lo largo del tiempo de manera significativa. Hay que tener en cuenta que también los propietarios de medianos y grandes predios pueden ser desplazados pero no aparecen en bases de datos como la utilizada por Ibáñez y Querubín (2004) porque no reportan su situación a las autoridades estatales. Suárez y Vinha (2003) muestran cómo cerca del 51% de las transferencias de grandes predios se realiza por eventos violentos y hay reportes de prensa según los cuales grupos violentos financiados privadamente se han fortalecido tanto que han desconocido y depredado los derechos de propiedad de sus protegidos.

La mayor influencia de los movimientos guerrilleros se ejerce en áreas de colonización que son por lo general bastante pobres y desde cuyos bordes se movilizan para depredar áreas más ricas e integradas a los mercados nacionales e internacionales. Mientras en las primeras ejercen un control político poco cuestionado, mantienen sus campamentos y se nutren de combatientes, en las segundas tratan de imponer sus tributos y vacunas. La guerrilla también ha penetrado regiones recientemente colonizadas y débiles institucionalmente que generan amplios excedentes económicos, ya sean agrícolas o mineros. Por último, se observa una creciente presencia guerrillera en regiones que fueron muy prósperas en el pasado, como las cafeteras, que mantienen una importante presencia del Estado y sus agencias, pero que se han venido a menos con un debilitamiento de su cohesión social y de su regulación (el departamento de Bolívar, por ejemplo). Es notoria también la captura por parte de los agentes armados de las transferencias y regalías y otros ingresos públicos que perciben las regiones de reciente colonización.

Por su parte, las bandas paramilitares surgieron para enfrentar la tributación paralela de la guerrilla, el secuestro extorsivo y el abigeato, siendo financiadas por propietarios de tierras, comerciantes, transportistas y narcotraficantes asediados por la insurgencia. Tales grupos han surgido en especial en las regiones más prósperas e integradas en la economía nacional e internacional, como el departamento de Córdoba, el Magdalena Medio y la región del Urabá.

En la zona del alto Sinú fue donde Fidel Castaño fundó las Autodefensas de Cordoba y Urabá para oponerse a la guerrilla que se había insertado en la región en los años ochenta. Creó, además, la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor), uno de cuyos programas se desarrolla en Cedro Cocido, un antiguo campamento de la hacienda Marta Magdalena donde se ha pretendido restablecer la producción parcelaria distribuyendo 1.500 hectáreas entre unos 150 parceleros. El dispositivo militar de Castaño devino en el núcleo de la organización Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con filiales en distintos lugares del territorio nacional (Ocampo, 1999, p. 9).

La lógica de la consolidación de las AUC se encuentra en el proceso de descentralización y las iniciativas de los gobiernos nacionales de emprender procesos de negociación con la guerrilla desde la administración Betancur. Esto generó divisiones entre las capas dirigentes locales que terminaron por asumir la iniciativa de combatir directa y privadamente la insurgencia y sus posibles bases sociales (Romero, 2003). Siguiendo la conducta propiciada por la insurgencia, los paramilitares también obtuvieron acceso directo a los recursos públicos.

Para Bejarano y Pizarro (2003), la degradación del conflicto tiene que ver con las fuentes de financiamiento de los actores armados que no requieren tanto de la población campesina para que los auxilie y apoye o de una corriente de opinión nacional sino de los ingresos provistos por las actividades ilegales, permitiendo que se despoliticen tanto la insurgencia como los paramilitares, a la vez que adoptan conductas criminales que, entre otras, no buscan minimizar los efectos de la guerra sobre la población civil.

Bejarano (1997) y Gaitán (1995) han mostrado que los niveles más intensos de violencia en el país se localizan geográficamente en zonas de creciente riqueza agropecuaria, minera y en torno a los cultivos ilícitos. El narcotráfico es un sujeto primigenio en la generación de violencia porque financia generosamente bandas privadas (ya sean de orientación política conservadora o insurgente) que protegen el negocio. Es importante destacar que en ambos casos se trata de violencia organizada basada en jerarquías que cuentan con bases sociales, tecnología y entrenamiento y toman decisiones basadas en consideraciones estratégicas y tácticas. El narcotráfico no sólo permite organizar la violencia en forma directa, sino que debilita o corrompe en amplias regiones el aparato de justicia estatal (incluyendo a las fuerzas de seguridad), conduciendo a la impunidad generalizada para el crimen y la violencia por ellos ejercidos, impunidad que a su vez es aprovechada por la delincuencia común. De esta manera, la violencia guerrillera y paramilitar debilita el orden establecido: sus comportamientos criminales son imitados por bandas de delincuentes comunes que replican los secuestros extorsivos, la piratería terrestre y otros delitos contra la propiedad. En otras palabras, la fisura del orden social generada por la acción de los actores ilegales propicia un efecto de “ventana rota” que aprovecha la delincuencia común. De acuerdo con un estudio del Cede, “los mecanismos de difusión de la actividad criminal, que se inician con un choque inicial sobre la tasa de homicidios y de secuestros, se transmiten espacial y temporalmente, elevando así la tasa de homicidios y de secuestros tanto de la unidad espacial local como la de los vecinos”, o sea que la violencia de los grupos armados ilegales alcanza a propiciar y elevar la de la criminalidad común (Sánchez, Díaz y Formisano, 2003, p.40).

La expansión del área cultivada en coca y amapola parece estar organizada por los grupos ilegales que proveen las semillas y el capital de trabajo para que los colonos se instalen en nuevos territorios en los que se dificulte la acción represiva de las autoridades. La evolución del valor agregado de los cultivos ilícitos con relación al PIB agropecuario, de acuerdo con el DANE, se puede apreciar en el gráfico 95. Se observa un desarrollo muy rápido hasta el 1999 y un declive posterior que resulta de los programas de represión y de substitución de cultivos. Su importancia relativa en su punto máximo de producción (año 1999) alcanzó a ser el 1,4 % del PIB nacional.

 

Una de las fuentes más importantes de financiamiento tanto de la insurgencia como de los paramilitares es el secuestro, cuya evolución se presenta en el gráfico 96. Colombia se destaca en el concierto internacional como el país del mundo que sufre de mayor número de secuestros por año (Elster, 2004). El secuestro era prácticamente desconocido en el país hasta el año de 1980. Su cúspide se encuentra en el año de 1994, cuando se alcanzan 2600 secuestros. Esta situación condujo al abandono de muchas explotaciones en el país o a que éstas fueran conducidas a control remoto, de tal modo que debió deteriorar tanto el crecimiento agropecuario como la productividad, lo cual se replica a nivel nacional para todas las actividades que generaran un excedente, cuando éste no fuera lo suficientemente grande como para financiar la seguridad de sus empresarios. Aunque la mayor parte de los secuestros son adelantados por la delincuencia común –unos 1550 en el año 2000–, se sabe que sus víctimas son frecuentemente “vendidas” a la guerrilla (Rubio, 2003).

De otro lado, en la medida en que las transferencias han fortalecido los fiscos locales, la insurgencia, los paramilitares y el narcotráfico han entrado en el juego territorial buscando la apropiación de parte del gasto público a través de contratos de obras públicas, vituallas, medicinas y pagos en efectivo (Rubio, 2003). Los llamados “diálogos regionales” tienen este sombrío trasfondo: se trata de alcanzar una normalidad precaria a cambio de un flujo de recursos que financian el funcionamiento de los grupos al margen de la ley. Bottía (2003) encuentra que la presencia de las FARC no está correlacionada con la presencia estatal sino con la existencia de excedentes a ser disputados –incluyendo transferencias, regalías e impuestos locales–, con la estrategia territorial de esta organización (la cual consistía, desde su séptima Conferencia llevada a cabo en 1982, en desplegarse sobre el eje estratégico de la Cordillera Oriental[1]), y, por último, con la cercanía a los parques naturales que les brindan condiciones para ocultarse, lo cual conlleva el detrimento de los activos de medio ambiente que la nación aspira a conservar.

 

E. Conclusiones

La dotación de factores naturales con que cuenta Colombia no ha podido ser aprovechada de manera adecuada para aumentar la riqueza y el empleo nacionales por el legado de unos derechos de propiedad que tendieron a monopolizar la tierra, a someter la mano de obra a relaciones de servidumbre y que frenaron su progresiva calificación por un sistema educativo que llegó tardíamente a la población rural. La ambigüedad con que fueron definidos tales derechos y la incapacidad del Estado para hacerlos valer en muchas regiones se combinó con un auge de los mercados laborales que socavó las viejas haciendas y cuestionó los superlatifundios que trataban de impedir su explotación por parte de los colonos. Los intentos de reforma sobre títulos en los años veinte, los cuales, a través de las leyes aprobadas en 1936, de alguna manera defendieron los derechos de los campesinos sobre sus mejoras y su opción para acceder a la propiedad sobre las tierras que labraban, y los contenidos en la Ley de reforma de 1961 que trataban de compensar de alguna manera los desórdenes que produjo la violencia sobre la propiedad de muchas regiones y el desplazamiento hacia las ciudades y la frontera agrícola, fueron frenados por parte del establecimiento político, especialmente cuando fue presionado por la acción colectiva de los campesinos que invadieron multitud de haciendas en 1971. Ni la reforma agraria ni una tributación que castigara la propiedad excesiva y el mal uso del suelo pudieron adelantarse, de tal modo que la tierra continúa siendo sobre-explotada en las laderas y dedicada a labores extensivas en los valles interandinos y en las sabanas de los Llanos o de la Costa Caribe. Los propietarios de estos valles y sabanas consideran la tierra no tanto como un bien de producción sino como la base de poder y prestigio, una alcancía contra la inflación y un escondite para que el Estado no pueda cobrar los impuestos sobre sus valores comerciales.

Los impuestos que financiaron al Estado colombiano fueron indirectos y por lo tanto invisibles para el contribuyente, hasta que en 1936 se aprobó el impuesto sobre la renta. El Estado era todavía pequeño y estaba lejos de cubrir las necesidades de educación de la población. El arancel siguió siendo de gran importancia y en los años sesenta se introdujo un impuesto a las ventas que evolucionaría hacia uno que recaía sobre el valor agregado, de nuevo haciendo que la financiación del Estado recayera sobre los consumidores. Los impuestos locales y en particular el predial fueron y siguen siendo muy bajos, tanto así que no alcanzaron siquiera para defender los derechos de propiedad de los agentes más ricos que comenzaron a ser desafiados por la insurgencia. Una situación ideal hubiera sido la de impuestos a la propiedad que no fueran expropiatorios pero sí suficientes para que sufragaran un Estado local fuerte que ofreciera educación universal, construyera la infraestructura local que lubricara el desarrollo económico y aportara para complementar la seguridad brindada por un gobierno nacional al que tampoco nunca le sobraron recursos. La reducción en los ingresos tributarios como consecuencia de la disminución de los aranceles de los años noventa, fue compensada en parte por IVAs más altos que, sin embargo, no lograron evitar un creciente déficit fiscal y una explosión de la deuda pública.

El cuadro arrojado por la tributación, la protección y los subsidios muestra que los propietarios de la tierra no contribuyen a la construcción del Estado local y nacional en la medida de sus ingresos. Por el contrario, ellos reciben tributos del resto de la sociedad pues ésta debe pagar por alimentos más caros que los que se producen con la productividad media mundial o disponen de recursos crediticios más baratos que serían mejor empleados por el resto de los agentes a quienes se les ha racionado y encarecido el uso de los mismos. Como se vio en un capítulo anterior, el atraso tecnológico tiene que ver en parte con que los gremios del campo no han dedicado recursos a producir variedades y desarrollar tecnologías adecuadas al medio ambiente colombiano.

De otro lado, también se puede concluir que tanto la distribución sesgada del ingreso como la pobreza en el campo tienen origen en el legado de los derechos de propiedad excesivos, ineficientes y conflictivos, en la escasa tributación local y en la limitada cobertura de la educación y de otros servicios sociales que lograran igualar las oportunidades de la población rural con la de la población urbana. La política impidió el surgimiento de partidos y organizaciones que pudieran defender efectivamente los intereses de campesinos y trabajadores. Por último, el crecimiento del producto agropecuario ha sido inferior a su potencial. No se han aplicado los incentivos económicos y políticos adecuados para desarrollar la riqueza en el campo en las actividades que, como la producción de bienes de exportación, más pueden contribuir al pleno empleo de la fuerza de trabajo, y al uso más intensivo y apropiado de los recursos naturales.

El auge del conflicto partidista que se dio en los años cincuenta tuvo vastas consecuencias en las relaciones sociales, en los movimientos poblacionales y en el surgimiento de una guerrilla liberal que tuvo un apéndice comunista. El ala radical del Partido Conservador, la cual desató el conflicto desde la oposición y lo continuó desde el gobierno, no contó nunca con un consenso suficiente dentro del resto del establecimiento político, de tal modo que no alcanzó a gobernar tres años, siendo derrocada en 1953 y dando inicio a varios intentos de negociación que eventualmente fructificaron con la conformación de un Frente Nacional. Mientras que la guerrilla liberal se desmovilizaba, los reductos comunistas no lo hicieron y fueron perseguidos por el ejército. Esto dio lugar al surgimiento de las FARC, grupo armado con una fuerza modesta hasta que en los años ochenta comenzaron a generarse excedentes enormes en el narcotráfico y eventualmente con el cultivo de planta de coca. Financiados primero con impuestos locales (vacunas) y secuestros, las FARC se embarcaron cada vez más en brindar protección los cultivos y los laboratorios hasta obtener una fuente de financiamiento generosa que alcanzó para sostener alrededor de 16.000 efectivos y construir una máquina de guerra considerable.

Ante esta situación, los propietarios, los comerciantes y los narcotraficantes acudieron al atajo de construir una fuerza de seguridad con aportes voluntarios, fuerza que eventualmente se independizó de sus contribuyentes y a muchos de ellos les impuso vacunas, recurriendo también al secuestro y a la expropiación. Se trata de una peligrosa situación en la que se constituyen verdaderos señores de la guerra que imponen arbitrariamente su ley sobre la población.

El gobierno nacional reaccionó tardíamente frente al crecimiento de la insurgencia y fue elevando su pie de fuerza al dedicar a los gastos de seguridad un 5% del PIB en el año 2002, cuando éste era de sólo el 2% del PIB en 1990. Hacia el año 2000, el gobierno norteamericano le prestó un apoyo adicional al gobierno nacional que equivalió a más del 2,5% del PIB distribuido en varios años, lo cual pudo haber debilitado las presiones que introduce la guerra para que se profundice la tributación más democrática, canalizada exclusivamente por el Estado.

Los efectos de la violencia entre organizaciones armadas han sido especialmente evidentes en el desplazamiento de la población campesina, en el gran aumento de la criminalidad y en un número considerable de muertos y lisiados. Es posible también que la tasa de crecimiento potencial de la economía se haya reducido, en tanto que el debilitamiento de la seguridad tiene consecuencias sobre el ahorro y, sobre todo, sobre la inversión en el país.



[1] Las FARC adoptan también un plan militar que consiste en ubicar doce frentes guerrilleros en la cordillera oriental, conformar ocho bloques de frentes y acumular un total de cuarenta y ocho frentes con una fuerza de veintiocho mil hombres. Empieza entonces un crecimiento vertiginoso del número de hombres pertenecientes a las FARC (pasó de tener alrededor de 32 frentes y 3500 soldados en 1986 a tener mas de 60 frentes y 14.000 combatientes en 1996, llegando en el 2000 a un número cercano a los 16.500 combatientes), junto con un proceso de expansión a lo largo del territorio colombiano. Se cree que el gran éxito se ha debido, en gran parte, a la multiplicación de frentes a partir del desdoblamiento de los ya existentes. La multiplicación de frentes llevo a una mayor presión sobre la población civil para poder financiar y mantener una organización más compleja (Véase Bottia, 2003, p.2).


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Salomón Kalmanovitz y Enrique López: "Tierra, conflicto y debilidad del Estado en Colombia" en Observatorio de la Economía Latinoamericana 44, junio 2005 Texto completo en www.eumed.net/cursecon/ecolat/co/


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