Contribuciones a la Economía


"Contribuciones a la Economía" es una revista académica con el
Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas
ISSN 16968360
 

Un  caso de historiografía neo/malthusiana: los supuestos de una tendencia cientifista en un palimpsesto de Wrigley

Adrián López
edadrianlopez@yahoo.com

“(La) teoría de Malthus es importante
porque ha otorgado una expresión brutal
al brutal modo de pensar del capital
...
Karl Heinrich Marx

“... (Sólo) reina la descripción
en su espléndida modestia
...”
Albert Camus


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Adrián López:  “Un caso de historiografía neo/malthusiana: los supuestos de una tendencia cientifista en un palimpsesto de Wrigley" en Contribuciones a la Economía, junio 2007. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/


I

El texto que deconstruiremos desde una perspectiva marxista (aunque sin apoyarnos en los iniciadores de la ortodoxia política de la izquierda del siglo XX), es una compilación de artículos que vienen desde la década de 1970. Pero si es un corpus que no guarda la novedad para la reseña, es un objeto que torna pertinentes las actualizaciones de polémicas en derredor de algunos ítems en las ciencias sociales y en el espacio menor de la crítica, que todavía son contemporáneas.

En lo que cabe a la estructura interna del palimpsesto que glosaremos, consta de tres grandes partes: en la primera de ellas, el estudioso efectúa disquisiciones acerca de los parámetros para definir la Revolución Industrial y los cambios introducidos en las economías de las sociedades que nombra “tradicionales”. En la segunda, se reflexiona acerca de los múltiples y complejos problemas involucrados en el crecimiento demográfico, en el de la renta, en la acumulación de capitales, en la extensión de los ferrocarriles, en el consumo de energía, etc. Por último, en la tercera se procede al análisis detallado de las estrategias de matrimonio y reproducción utilizadas en las comunas no modernas y en los colectivos que comienzan su industrialización (en especial, son referenciados los casos de Inglaterra y Francia). El presente artículo es un intento de explicitar los planteos subyacentes en este último giro, teniendo en mente que aquí se “condensan” los ideologemas de prolongada acción. A su vez, los tiempos expositivos también serán tres: en el inicial, se procurará desmantelar las opciones teóricas a las que apela el demógrafo británico y sus relecturas; en la segunda, cómo construye y sitúa a los sectores asociados al campo popular; en el tramo final, una objetivación amplia de las “visiones desde un punto” más hondas e involuntarias que hilan su escritura.

Acorde a lo precedente, es factible puntuar que Wrigley es malthusiano en lo demográfico, marginalista en las explicaciones de la formación de los precios y de la distribución de la renta, y en lo historiográfico se revela como un historiador económico, aunque sin caer en el extremo de la cliometría.

Respecto a su abierta toma de partido por Malthus (en 1992: 310 sostiene enfáticamente que el británico en escena “... (fue) el más grande ... (en) temas de población ...”), hay que apuntar que el inglés en liza no fue cuestionado, vg. por Marx, a causa de no ser plenamente comprendido, sino en virtud de que sus observaciones acerca de los nexos entre producción de alimentos y demografía lo empujaban a un darwinismo social sin contrapeso (ese darwinismo también puede constatarse cuando iguala colectivos etnográficos con grupos de insectos, peces, aves, etc. –1992: 359/361). Los pobres eran tales por no saber controlar la natalidad (Wrigley asume semejante criterio sin percatarse de la ideología que actúa en esa postura –1992: 311, nota 30 de p. 311, 313, 324, 326, 360/361). En consecuencia, tenían que afrontar la muerte, propia o la de sus hijos, como un justo castigo y un “precio” que les cobraba el mercado o la naturaleza por la irresponsabilidad de traer más bocas al mundo de los que asientos hay en la “mesa” de la vida. Esta forma desembozada de enunciar que los pobres, indigentes, obreros, es decir, los grupos subalternos(1), deben resignarse a ser “seleccionados” para morir según el “dictum” del mercado o la naturaleza, es un parecer que Wrigley comparte (1992: 324, 326, 360-361). En efecto, de acuerdo a la biología de poblaciones se reveló que una de las funciones del ordenamiento jerárquico en las sociedades animales, es la determinación de los que habrán de fenecer primero en situaciones de escasez de alimentos, resguardando a los más aptos. El autor glosado cree que el mercado puede realizar un papel similar en una economía monetarizada (1992: 151). La ceguera ideológica es tan notable en este fragmento, que ni siquiera le produce un horror recatado el tono asombroso de lo dicho.

Pero esa perspectiva respecto a los más desfavorecidos no es casual; antes bien asoma bastante sintomática, dado que no se inquieta al formular que la fuerza de trabajo debe estar confinada al consumo de lo indispensable para vivir como tal animal de carga (1992: 142). Si en el lenguaje aceptamos que el humano es animal porque trabaja y es obligado a comer igual que uno, acaba por ser consecuente con ello que se visualice un destino de “matadero” para ambos (1992: 150).

En cuanto a su posición marginalista en Economía, es sabido que, junto con el monetarismo de Milton Friedman, es la rama conservadora del liberalismo. Esta vertiente ideológica no sólo es reacia al pensamiento de Marx, al que considera completamente desacreditado y cuestionable cada dos palabras, sino que ha fabulado un Adam Smith adecuado a su liberalismo acrítico.

Chomsky, quien investigó el pensamiento de los economistas clásicos que se enlazan con una tradición libertaria o al menos reticente a un desarrollo capitalista sin barreras, indica que los economistas posteriores a Mill “construyeron” un Smith y un David Ricardo que nada tienen que ver con lo que escribieron. Nunca faltan quienes los elogian como los máximos exponentes del libre mercado, del juego incondicionado de la oferta y la demanda, de la expansión de la empresa sin limitaciones, del comercio irrestricto, etc. Sin embargo, aquéllos autores no presentan únicamente una versión del capitalismo; por el contrario, habría como mínimo dos capitalismos. El que los economistas posteriores dicen que Smith y Ricardo defienden, pero que en realidad no apoyan por implicar una distribución desigual de la riqueza, una violencia no regulada del mercado contra los menos favorecidos, un cuasi/autoritarismo en la dinámica de la empresa privada, el embrutecimiento que suscita la división del trabajo, etc. Y el que tales pensadores originales creen posible, si se impide que el capital opere como un dios en el mundo: un capitalismo con cierta armonía en los nexos entre las clases, que proteja a los más pobres, que eluda los inconvenientes de una división extrema del trabajo, etc. (Chomsky 1997: 28-31, 36/37, 132-133).

Por otra parte, Wrigley no reconoce en sí el accionar de lo no pensado que caracteriza a toda ideología y acusa a otros de enredarse en tentaciones ideologizantes: en la época de Tudor había quienes se quejaban de que las ovejas se comieran a los hombres; sentencia que éstos eran planfetistas (1992: 111), es decir, “activistas” políticos.

Dadas las tomas de partido de Wrigley por la teoría neoclásica, marginalista y ultraliberal, y la “reconstrucción” de un Smith sesgado, que no se compadece con una perspectiva menos desequilibrada por las interferencias ideológicas, son “naturales” las objeciones efectuadas contra Marx. Lo digno de mención es que a lo largo de todo el libro sólo son citados los vols. I y II de El capital, sin incluirse el III y otras obras que hubiesen amortiguado las aseveraciones (por ejemplo, los tres tomos de los Grundrisse y de las Teorías sobre la plusvalía).

Aunque no podemos extendernos en la oportunidad, cabe advertir que Marx no consideraba que la ganancia del capitalista y el salario del obrero eran simplemente una forma de renta. Describir así la distribución de la riqueza equivale no sólo a creer que tanto el capitalista como el asalariado reciben distintas “clases” de paga, sino perder de vista el proceso de sometimiento y de extracción de plusvalía.

En lo que cabe al ascenso lento, sinuoso pero sostenido de la “renta” de las clases que constituyen la fuerza de trabajo en el capitalismo, es probable que ése haya sido el caso para los primeros siglos de vida del nuevo sistema de economía y sociedad (sin embargo, cf. p. 8). No obstante, mucho antes de que la sociedad civil a través de cruentas revoluciones, haya logrado el voto masculino, las distintas formas de Estado intentaron constantemente deprimir los salarios, manteniéndolos en un nivel mucho menor del que podían haber crecido sin las políticas agresivas contra los habitantes (cf. p. 9) tales como la exacción de impuestos, la depreciación crónica de la moneda, el confinamiento de hecho de la fuerza laboral en una localidad determinada, los precios en alza, una gran cantidad de mano de obra con una paga por debajo de lo necesario para reproducirse en tanto que tal, etc. En la actualidad, y al contrario de lo que piensa Wrigley y de lo que los mass-media nos inducen a considerar, esas viejas estrategias de violencia de mercado contra la sociedad civil no desaparecieron, sino que se sofisticaron.

Pero aparte de lo anterior, la cantidad de salario cobrada no tiene importancia sistémica dado que el obrero es pobre aun con una paga excelente, en virtud de no poder consumir toda la riqueza que genera. El salario reduce siempre el poder adquisitivo a una fracción mínima del tesoro disponible y en circulación, a pesar de que pueda ser tan elevado que permita cierto ahorro y el acceso a determinados beneficios (vacaciones, etc.) que el común de los proletarios no disfrutan.

En lo que hace a la afirmación de que Marx hacía depender el crecimiento de la población exclusivamente de condiciones económicas, sencillamente hay que negarla. Segundo, jamás postuló que el matrimonio era una “desventaja” para la clase obrera en razón de que pudiera empobrecerla. Objetó el matrimonio junto con Engels, en tanto se encuadraba en una forma de familia y de lazos de parentesco que no evaluaban libertarios(2).

Tercero, el desfasaje entre el incremento demográfico y el ritmo de expansión del capital muestra que el capitalismo es un modo de producción irracional que tiene necesidad de un ejército de parados y que, por ende, no puede integrar un porcentaje elevado de la población desocupada, semiocupada o subocupada en el trabajo necesario -cf. Chomsky 1997: 135. Cuarto, el estudio de Inglaterra tiene el carácter de la descripción de una “media ideal” en la que se exponen los rasgos fundamentales del capitalismo como forma de generar riqueza, caracteres que no desaparecieron ni siquiera en la llamada sociedad opulenta o post/industrial (Galbraith 1984).

Respecto a que Marx no estudió el contexto de las invenciones técnicas, es dable puntuar que si bien señaló algunos hilos generales, no era su tema de investigación. Aunque sea trivial, tiene sentido enunciar que de igual modo se lo podría haber acusado de no desarrollar la teoría del inconsciente, la matemática fractal, la física del caos, etc.

A fin de concluir este primer jalón, es factible sugerir que a partir de algunos “cabos sueltos” que Wrigley deja en el curso del texto, existen fases históricas que se corresponden con el tipo de fuente dominante de energía. De lo que se infiere que desde el descubrimiento del fuego hasta el siglo XVIII, fue hegemónica, primero, la madera, y luego, el carbón vegetal. Después siguieron el carbón mineral, el gas, el petróleo, la electricidad y la fisión nuclear. Sin embargo, todas las fuentes energéticas posteriores son descubiertas y explotadas en el capitalismo. Dadas así las cosas, tal vez una sociedad emancipatoria sea la que diversifique las energías “limpias” y renovables (solar, eólica, combustión de hidrógeno, etc.).

 

II

 El principal objetivo que nos impone Wrigley en el despliegue de los largos capítulos de la segunda parte de su obra, es el de una deconstrucción ideológica que haga visibles, explícitos, los lugares desde los cuales habla y torne palpable cómo imagina a los distintos sectores del campo popular. Previo a explanar lo anticipado, es conveniente aclarar que los grupos que integran dicho segmento de lo colectivo son:

a-     las clases que ocupan el rol de fuerza de trabajo que incrementa capital a través de la succión de plusvalía (es decir, las clases expropiadas de su plusproducto);

b-     los sectores “intermedios no privilegiados” (campesinos medios y pobres, personal no jerárquico de las fuerzas armadas, entre otros).

c-     también hay que incluir a mendigos, reclusos y excluidos en general (internados por diferentes motivos en los espacios de encierro disciplinarios –los que Foucault denomina “anormales”; cf. 2000);

d-     los obreros activos que trabajando, sólo ofrecen un servicio y no valorizan capital dado que no existe acaparamiento de plusvalor (carreteros, sastres, etc.). Los obreros desocupados que abultan las filas del ejército industrial de reserva.

En 1992: 197, Wrigley manifiesta el ideal de educación que parece tener respecto a los distintos sectores que componen el campo popular, dado que considera suficiente u honroso que sus individuos apenas sepan firmar el acta de matrimonio. En la misma página, califica a las clases explotadoras (grandes y medianos comerciantes, terratenientes, grandes y medianos exportadores/importadores, banqueros, especuladores de bolsa, etc.) y a los obreros improductivos con “status” (funcionarios del Estado, etc.), que integran las élites o el bloque dominante, de “superiores”. Junto con ello, en 1992: 199 acepta sin cuestionar el epíteto de “baja” para las clases subordinadas a los imperativos del capital, por lo que el autor glosado coloca en lo “alto” o “imprescindible” a los que integran el bloque dominante y en lo “inferior” o “insignificante”, a los que son parte del campo popular. Más adelante (1992: 229), amplía el espectro de nuestro análisis al sostener que hay personas adineradas de “buena cuna”, introduciendo un prejuicio y una noción de sentido común en un estudio de carácter académico.

Las relaciones de explotación, jerarquía, dominio, poder, en suma, los nexos sociales de desigualdad son encubiertos con una teoría en la que se entiende que las clases enriquecidas persuaden a los grupos que deben atarearse para sobrevivir en tanto que fuerza de trabajo, que tienen que ocuparse de ese “rol” (1992: 198).

Igual acontece en el ámbito de lo intercontinental, dado que evita utilizar el lexema “imperio” para referirse a Gran Bretaña, y adopta la palabra “Commonwealth” que tuvo fines diplomáticos para no tematizar el hecho de que un país pueda obligar a otros a ser considerada, por medios intimidatorios, “nación más favorecida” (1992: 212). Consecuente con una perspectiva que parece neutral, pero que desplaza de la conciencia de los lectores y estudiosos las desigualdades, elogia el papel dinamizador de los bancos sin tener en mente la posibilidad de concebirlos de otro modo (f. i., como centros de actividades ilegales de usura, pero investidos de legitimidad por el orden jurídico –1992: 214).

Por otro lado, existen dos ejes semánticos que situamos en la transición hacia las observaciones teóricas, conceptuales en la presentación de Wrigley.

El demógrafo inglés alude a la polémica que entabla Smith respecto a lo que es, en un contexto capitalista, “trabajo productivo” y “tarea improductiva” (1992: 243; cf. también nota 40 de p. 365). Haciendo evidente su toma de distancia frente a tales categorías, entrecomilla la expresión “improductivo”. El voluminoso estudio de Marx en el primer tomo del cuarto de El capital (conocido como la historia crítica de las Teorías sobre la plusvalía), señala que la resistencia a diferenciar entre obreros incluidos en la esfera del capital, y “trabajadores” que no son subyugados por él y que sólo ofrecen servicios, implica desconocer que los sectores que casi siempre se engloban en el lexema “clase media”(3) son simples consumidores de la riqueza que crea, en los disímiles circuitos de la producción, la fuerza laboral generadora de excedente. Para graficar lo que, en términos técnicos se anhela enunciar, bastarían unas palabras del lenguaje cotidiano, a pesar de extraviar el rigor: tales grupos, que a su vez se diferencian en “privilegiados” y “no privilegiados”, son “parásitos” que medran en los “intersticios” de la sociedad capitalista al igual que los dioses de Epicuro lo hacían en el mundo antiguo.

Esta tópica nos conduce a discutir el “concepto” de “clase media” (1992: 198) ya mencionado. Si aceptamos la hipótesis del materialismo histórico, gran parte de los conjuntos de personas incluidos en esa noción (que, de nuevo, proviene más del sentido cotidiano que nos somete, que de un lenguaje académico) son diferentes tipos de individuos:

a-    los que ocupan los planos “medios” y “altos” son trabajadores improductivos privilegiados;

b-    los integrados en los sectores “altos” conforman, junto a las clases dominantes y a los grupos “intermedios” llamados “privilegiados” (f. e., el personal de mando de las fuerzas armadas), los grupos dirigentes o las élites;

c-    los que fueron calificados como “clase media baja” son obreros improductivos no privilegiados (empleados del Estado de escaso salario, dependientes del comercio, profesionales sin “status”, etc.);

d-    el otro grupo, el de la pequeña burguesía, compone, tal cual lo indica su propio nombre, la clase burguesa y es el primer “escalón” de ella.

De esta suerte y tal cual lo anticipamos, resulta palpable que con esa categoría se subordinan a un mismo campo grupos sociales que son disímiles. El efecto inmediato es borrar los antagonismos de las clases nucleares, e incluir en el campo popular a sectores que no pertenecen de suyo a él (vg., el de la pequeña burguesía, el de los obreros improductivos privilegiados, y los sectores “intermedios comunes” –el personal de bajo rango de las fuerzas armadas- y de “status”).

En cuanto a las contrapropuestas de índole estrictamente teórica, podemos apuntar, en primer lugar, que Wrigley evita emplear el lexema “mercancía” (1992: 214, 221), reemplazándolo por otros tales como “bienes”, etc. A causa de ese desplazamiento, no queda claro en los lectores y en los estudiosos que en el capitalismo los productos son convertidos, por la economía y por los rasgos peculiares que adopta el proceso de producción, en “entes” que, de ser cosas materiales aptas para el consumo, adoptan la extraña propiedad de ser tasados en dinero y de tener precio. Precisamente, una de las líneas conductoras del análisis de Marx es que la transformación de objetos concretos, materiales, físicos, en “entidades” metafísicas, inmateriales, abstractas y económicas no es algo en absoluto “natural”.

De idéntica manera, las nociones canonizadas de “sector primario”, “secundario” y “terciario” (1992: 221) oscurecen la dinámica de intercambio entre las desiguales esferas de producción. Por lo demás, incluyen grupos industriales que están ubicados en el circuito de la producción, del consumo, de la distribución y de la circulación sin efectuar las aclaraciones ineludibles. Por ejemplo, la construcción (que se ubica en el sector secundario) se emparenta junto con el comercio. Sin embargo, mientras la primera rama se encuentra en el ámbito de la producción, la otra se halla en el plano de la circulación de mercancías. A los fines de esquivar tales imprecisiones, el pensador germano sostiene que existen dos grandes sectores:

a-     el de la génesis de bienes de consumo o sector II (subdivido en productos destinados a garantizar la reproducción de la fuerza laboral en cuanto tal –ai-, y en valores de uso de lujo orientados a los grupos dirigentes o élites –aii-) (diferenciación que se mostrará atinada infra);

b-     el de la creación de insumos y máquinas o sector I. Podemos inferir que dicho estrato se compone de tres esferas: bi, una crea las materias primas, materiales auxiliares, los elementos para los espacios en los que funcionan las unidades de producción, etc.; bii, otra hace circular las máquinas realizadas en la tercer rama; biii, la última es el dominio de las industrias de máquinas fabricantes de máquinas (1983 b: 362/363).

En cuanto a la permanente insistencia de Wrigley (comentarios a los que nos referimos en p. 3), respecto a que uno de los factores de la Revolución Industrial fue el elevado nivel de salarios de las clases dominadas, que les permitía un consumo allende lo imprescindible para vivir, sostenemos que tal hipótesis no es exacta (1992: nota 65 de p. 216). Quizá, y habría que estudiarlo en detalle, los conjuntos de individuos que obtenían “rentas” de esa jerarquía eran los obreros improductivos privilegiados, y los sectores “intermedios” de “status”. Por principio, y de acuerdo a las categorías antes expuestas, los trabajadores productivos y los obreros improductivos no privilegiados, sólo conseguían “rentas” que alcanzaban a cubrir sus necesidades sin lujo. Aunque carentes de monografías puntuales no pueda sostenerse lo que a continuación sigue en carácter de tesis, es viable afirmar que únicamente en el contexto del Estado de bienestar del siglo XX, y en una etapa fordiana y keynesiana del capitalismo interesado en efectos ideológico-culturales contra el llamado “socialismo real”, los nombrados grupos pudieron obtener cierto nivel de ingresos que les posibilitaba un consumo menos atado a la subsistencia (Chomsky 1997: 137). No obstante, ello es algo atípico en la tortuosa y violenta historia del capitalismo en tanto que forma de distribuir la riqueza y de extraer excedente. En el fondo, los distintos tipos de organizaciones estatales que emergieron a lo largo de la lógica vigente para gestar tesoro, se propusieron reducir todo lo que fuera factible los niveles de ingreso de gran parte de sus habitantes (cf. Chomsky 1997: 14, 25/26, 49, 53, 77, 91, 128, 151). Sin adoptar por ello una posición nihilista o pesimista, quizá es viable enunciar que los universos sociales más destacados (la economía “libre”, el orden jurídico, las democracias presidencial, parlamentaria o mixta –monarquía, Primer Ministro y cámaras-, el juego político, el Estado) fueron astutas invenciones de las élites dirigentes para conseguir que las mayorías tuvieran que:

 

a-     someterse a la dictadura del mercado (Chomsky 1997: 27, 49, 59, 132, 137), sin a su vez ellas mismas aceptar los dictados irrecusables de su “mano invisible”, socializando casi siempre las pérdidas y privatizando, cada vez más, la riqueza (1997: 27, 44/45, 52, 88, 90-91, 114, 131, 140/142, 157-158, 160/161, 178);

b-     obedecer la estructura jurídica a los fines de mantener la protesta colectiva en los estrechos márgenes de la legalidad (1997: 164), mientras no sólo las élites sino el mismo Estado cometían las más variadas clases de ilegalismos (1997: 58/59, 77, 137-138);

c-     aceptar las ficciones de la democracia formal por las que la población se deja gobernar (Chomsky 1997: 14, 48, 50, 52, 56, 114, 127/128, 131) por aquellos que, al integrar el bloque dominante, sólo utilizan el voto para adquirir aparente legitimidad, y violar las conquistas sociales realizando un traslado de ingresos hacia los grupos hegemónicos (1997: 52, 59, 90, 114, 128, 151, 155);

d-     resignarse al despotismo de la propiedad privada con incidencia en los destinos de las mayorías, sin impugnar el fenómeno de que la comunidad, a pesar de existir en una supuesta democracia, no tiene derecho a controlar lo que ocurre dentro de las principales unidades de producción (por ejemplo, respecto a los efectos en el medio ambiente, etc.). En realidad, la empresa privada se comporta a manera de una autocracia (1997: 126/129, 131-133, 151, 154/155, 160-161).

Es decir, acaso la comunidad burguesa “inventó” el Estado, el parlamento y la democracia para que la población sienta medianamente “canalizados” sus deseos de participar en las instancias de decisión que determina el curso del acaecer, pero sustrayendo de esa influencia al capital. Todo parece advenir como si la intervención de la mayoría de los que no integran las élites dirigentes, hubiera sido “encerrada”, obligada a conformarse con el juego electoral y político, a fin de conservar fuera de su alcance la empresa capitalista. Por su parte, ésta se mantiene en calidad de factor de poder en la esfera pública, en la privada y en la economía.

Sin embargo, lo que antecede no es anacronismo; las astucias enumeradas, si simplificamos la complejidad con la que cada uno de dichos ambientes fue articulándose (a veces de forma acompasada, otras de manera desincronizada) vienen, por lo menos, desde el siglo XVI (excepto, claro está, la democracia, la cual asoma entrada la segunda mitad del siglo XIX).

Por último, el autor apela de manera involuntaria a uno de los temas centrales en el pensamiento de Marx, aunque con un derrotero que originó dogmas, cual es el de la dialéctica base-superestructura. En 1992: 210, Wrigley presenta sus afirmaciones de modo que lo que denomina “fundamento”, “principio” no es más que la base material que interactúa con la superestructura de sistemas simbólicos e instituciones.

Alguien podría sentenciar que las puntuaciones llevadas adelante, no afectan el centro de las inferencias del demógrafo británico. En parte, la apreciación es atinada ya que lo que se procura es explicitar que las formas en que se narra la historia están cercados por lugares de enunciación asumidos de manera inconsciente, no consciente y/o involuntaria. En esas “presunciones” se detectan las ideologías. Sin embargo, la perspectiva, que en el texto es uno de sus perfiles menos secundarios, respecto a que los ingresos de las clases sometidas al capital eran abultados es una hipótesis impugnable y que amerita matices.

 

III

 

La crítica materialista de las ideologías se encuadró durante largo tiempo en los linderos de la “falsa conciencia”. Anhelamos demostrar que detenta al menos otros cuatro objetivos deconstructores que acaso sean más ricos. F. i., la historia de la historiografía no es sólo y simplemente el relato de las distintas posiciones a la hora de enfrentar los acontecimientos; también es la explicitación de cómo las ideologías ocasionan que la historia sea narrada de una forma en vez de otra. En ese sentido, la historiografía de cómo se escribe la historia es un devenir en el que resulta manifiesto que dicha escritura no es inocente. Y en la narración de lo acaecido se injertan toda clase de imperativos morales.

En segundo término y en la proporción en que una ideología es aquello no pensado en lo pensado y lo no racional (incluso, irracional) en el núcleo mismo de lo argumentado, la crítica materialista adopta en tanto que finalidad el diagnóstico de un conocido epistemólogo: Gaston Bachelard afirmó que aun en los propósitos más exigentes para deslindar lo que es científico de lo que no lo es, puede habitar lo irracional (1973 b: 22). Una de las barreras para adoptar una perspectiva enteramente racionalista proviene del sutil dominio de lo ideológico.

En tercera instancia, la tentación etnocentrista, considerando los valores culturales propios como universales o en calidad de los únicos posibles, no es algo ajeno a los determinismos ideológicos. En las disímiles escuelas históricas todavía se ve actuar ese mecanismo de prolongado e indisoluble vigor. Por último, asociada a esa estructuración no controlada de lo subjetivo se encuentra la filosofía de la historia cuyo corazón habita en el lexema “Progreso”.

Ahora bien, la operatoria deconstructiva, si es materialista, no es más que un procedimiento crítico por el cual lo que se mantiene en las sombras de lo no-dicho y activándose a manera de una causa inmanejable en nuestro propio enunciar, acaba por ser acotado, advertido y explícito: nunca supone un ataque. Se ubica dentro del principio metodológico y epistemológico de “curvar” la razón para que te/matice sus “zonas de olvido” y a ella misma.

Ya en el terreno, es factible llamar la atención hacia los supuestos morales y éticos que acaso se detectan en algunos pasajes de esta Tercera Parte (en especial, el capítulo 11) ardua, difícil.

Cuando procura hablar de los mecanismos demográficos que equilibran población y entorno, deja traslucir el discurso patriarcalista y androcéntrico según el cual la mujer es sujeta a nexos de género “naturales” y por el que es objeto de la historia antes que partícipe activa. Sostiene que en las diferentes especies animales y, por extensión, en la sociedad humana, quienes regulan el coito para evitar alumbramiento son los machos (1992: nota 37 de p. 364).

Pero no se interroga acerca de por qué, si es que se aceptara como mera estrategia dialógica lo anterior, las mujeres fueron empujadas a adoptar un rol pasivo en una cuestión vital para su desempeño en tanto que adultos. Otro momento en el cual aflora con cierta nitidez lo apuntado, es cuando alude a un nodo tan sensible como el aborto (1992: 359). Sitúa su práctica en el mismo campo que el de las sociedades no occidentales o etnográficas y de los colectivos no industrializados, con lo que implícitamente concibe que es algo no civilizado, atrasado, primitivo (1992: 358-359). Sin embargo, uno de los tópicos del patriarcalismo y del androcentrismo es su oposición al aborto a modo de un derecho de la mujer sobre su cuerpo, que ha sido sistemáticamente expropiado por multitud de estrategias en pos de valores anexados a la reproducción y en beneficio de los varones.

La perspectiva de la mujer-objeto de la historia es un relieve palpable cuando, al referirse a las novias de los campesinos, las trata de “plebeyas” en claro contraste con las esposas de la alta nobleza (1992: nota 47 en p. 329). La presión que motiva a Wrigley a asumir la óptica masculina tradicional puede constatarse también cuando puntúa, con un detenimiento que no pasa desapercibido, que es más “normal” y “habitual” que los esposos sean mayores que las novias (1992: 338/339).

Las recomendaciones morales y éticas emergen en los instantes en que se ve obligado a expedirse acerca de ciertas relaciones sexuales en cuanto estrategias naturales que previenen los nacimientos (empleando el latín a los fines de tomar “distancia” -1992: 363, nota 35 de p. 363), y cuando convierte los hijos “ilegítimos” (sin entrecomillado) en un índice (1992: 308, nota 24 de p. 308, 336, nota 5 de p. 336, 366, nota 9 de p. 380, nota del cuadro 11.4 de p. 381, 387, nota del cuadro 11.8 de p. 388, 389, nota 19 en pp. 389/390, nota de cuadro 11.9 de p. 390, nota 22 de p. 392, 392, 422 –obsérvese la recurrencia). Respecto a esto último, y sin las reservas que adoptó en otras circunstancias, profiere el lexema “bastardo” (1992: nota 5 de 336, 366). En cuanto a lo mencionado en la primera parte al inicio del párrafo, sostenemos que en lo abultado de una extensa obra, Wrigley no es afecto a entrecomillar las palabras, de manera que es llamativo que lo realice cuando se refiere a las relaciones sexuales (1992: 359).

Continuando con el primer objetivo de la crítica deconstructiva (tornar visibles los lugares de enunciación desde los que es escrita la historia), el demógrafo británico piensa “natural”, “obvio” que el mercado es un fenómeno social encomiable. En efecto, en 1992: 272 postula que, de igual forma que sociedades africanas “primitivas” apelaron a estrategias para reducir o anular las consecuencias de los desastres (en especial, evitando que asomen las hambrunas), el mercado también provoca una distribución óptima de los recursos. De una manera más indirecta, internaliza los valores asociados a una economía capitalista y no previene a los lectores y estudiosos de sus presupuestos, cuando en 1992: 318 habla de “empresa del matrimonio” y de “mercado del matrimonio” (1992: 322).

Por añadidura, cree con firmeza que en las elecciones individuales rigen cálculos “racionales” de costo/beneficio: la mayoría de los hijos en edad de casarse prefieren esperar y asegurar primero su éxito económico (1992: 313, 328). El autor no agrega el lexema “económico”, homologando el éxito sin más con el “status”; tampoco cuestiona que, para ser “racional” en el capitalismo, haya que enredarse en toda clase de “cuentas imaginarias” penosas respecto a hechos esenciales en la vida.

Desde otra perspectiva pero dentro de isotopías similares, intenta convencernos de que en una demografía estacionaria puede no resultar óptimo limitar los nacimientos, dado que los hijos ausentes dejarían “nichos” libres que los descendientes de otras familias acabarían por ocupar. El autor no cuestiona las palabras en juego, ni la lógica de la competencia que introyecta válida (1992: 287).

En lo que cabe a la supervivencia de lo no racional o irracional en el interior mismo de lo que procura ser lo más científico posible, comprobamos nuevamente que Wrigley no atempera las ideologías más fuertes de Malthus y del darvinismo social en el que incurren los que se hallan atrapados en ese no-dicho.

Sentencia que lo que es verdad en las sociedades animales, lo es también para el hombre. Quiere apoyar su impresión de que hay comportamientos inconscientes, involuntarios que benefician a la especie, remitiendo a Darwin y a autores darvinistas (1992: 271/272). Arriba al punto de evaluar que en la sociedad humana actúan las leyes de la selección de las especies, y que las comunidades “primitivas” tienen una “racionalidad inconsciente” o “sistémica” a los fines de regular el tríptico población-recursos/entorno parecida a la que insiste en insectos, peces, aves, etc. –1992: 360, 366. De manera significativa, en 1992: 360 vincula la presión sobre los recursos y en el ecosistema con la metáfora de la dilapidación del capital: la natalidad excesiva conducirá a los imprudentes a sanciones (1992: 287). Sin embargo, lo que prevaleció en calidad de estrategia óptima fue asegurar un gran número de nacimientos, en lugar de elevar los beneficios a quienes restringieran su fecundidad (1992: 289). No obstante, aun este “error” puede tener su lado “bueno”: los hijos sobrantes podrían sobrevivir trabajando de sirvientes en casas ajenas, o bien una familia numerosa resulta ser un beneficio para la sociedad necesitada de mano de obra (1992: 287 -Wrigley no pregunta por qué algunos “deben” trabajar y “asumir” el “rol” de individuos alienados en pos del sustento). Para concluir con el tema, sostiene que la “racionalidad” en juego en los colectivos etnográficos y pre/modernos, es aprendida con casi el mismo grado de conciencia que las aves (1992: 362).

En lo que hace al narcisismo cultural que de cuando en cuando irrumpe en una investigación con el tono de un síntoma, ya en 1992: 358 se captaba que, al mencionar a las sociedades llamadas “etnográficas”, afloraba cierto etnocentrismo. Igualmente, ello se constata en 1992: 360, 362, 366.

Para desplazar los argumentos hacia otras tópicas, afirmaremos que en la evaluación respecto a que la pobreza, indigencia y miseria que pulsaron las economías no capitalistas, serían disueltas con la Revolución Industrial, Wrigley se deja ilusionar con las versiones liberales de la historia, incurriendo en una filosofía del Progreso indefinido (1992: 330). Este no percibir sus propios lugares de pensamiento, lo conduce a pasar por alto lo que impugnaría un razonar como el rubricado: en las zonas mineras y textiles de la Francia del 800, la mortalidad era considerable (1992: 419).

Una observación de carácter metodológico: Wrigley no ofrece una definición explícita y en el plano de lo conceptual, acerca de lo que entiende por “racionalidad” (1992: 272); por el contrario, apela a ejemplos descriptivos y concretos.

Por último, cita el trabajo del sociólogo galo Pierre Bourdieu sobre quienes contraen matrimonio en una sociedad campesina y cuáles son los que se ven empujados a un celibato forzoso (1992: nota 5 de p. 274). Con ello, se adscribe a la tradición weberiana en sociología y se comprenden mejor sus reticencias para con Marx.


NOTAS

(1) Aunque la noción esbozada guarda cierto parentesco con el pensamiento de Gramsci, no creemos que su análisis de la estratificación social sea el que más nos satisface. A nuestro criterio, “sintetiza” ideas que provienen de niveles de abstracción desiguales: amalgama una categoría (la de “grupos dirigentes”, que se halla en Marx) con la de “clases dominantes”, ofreciendo el término “clases dirigentes” o “hegemónicas”; idéntico proceder efectúa con las “clases subalternas”. Por añadidura, en éstas incluye a las clases dominadas y a otros sectores (cf. Portelli 1990) que, de acuerdo a nuestro relevamiento de Marx, no son grupos expropiados de plusproducto. En suma, únicamente el estudio situado en el registro de grandes conjuntos puede apelar a los lexemas “dirigente”, “dirigido”, “hegemónico”, “subalterno”, sin importar si se lleva adelante un análisis de la superestructura política y de sus campos (que sería la aparente intención de Gramsci) o una deconstrucción “sociológica” del modo de producción. A su vez, sólo la crítica en el plano de las clases puede calificarlas de “dominantes”, “dominadas”, “explotadoras”, “explotadas” (enfoque que se encuentra en la esfera de la génesis de tesoro, sin que el correlato de las luchas nos impidan acceder al desmantelamiento de lo político). Sin embargo, somos conscientes de que una polémica tan intrincada no puede saldarse en los estrechos márgenes de una nota al pie.

(2) Si pusiéramos en negativo el título de una conocida obra de Engels (1993), el horizonte comunista se presentaría como una sociedad no sólo sin propiedad privada y sin Estado, sino también sin familia. Ahora bien, considerando que las estructuras de parentesco al estilo de las unidades familiares son tejidos de larguísima duración, el cambio que imagina Engels es más significativo que el de una “simple” redistribución equitativa de la riqueza.

(3) De acuerdo a lo que nos dejan en mano las traducciones que consultamos de los escritos de Marx, parece que él mismo, en ciertos contextos y en determinados análisis, era propenso a emplear dichos lexemas (cf. 1980: 28). Sin embargo, a los fines de tornar operativos los conceptos referidos a los sectores en los que podrían dividirse los humanos, rechazamos las palabras en juego.

En otro orden de cuestiones y a pesar de estar informados respecto a que el significante “élite” proviene de una línea sociológica en pugna con el marxismo, sea ortodoxo o no, Chomsky, entre otros que se autoobjetivan en una postura libertaria, aceptan pincelar a los grupos que hemos denominado “hegemónicos” de “élites”.


BIBLIOGRAFÍA

Bachelard, Gaston (1973 a) El compromiso racionalista. Buenos Aires: Siglo XXI.

___ (1973 b) “Un libro de alguien llamado Descartes” en (1973 a) op. cit.

Camus, Albert (1995) El mito de Sísifo. Barcelona: Altaya.

Chomsky, Noam Avram (1997) Lucha de clases. Conversaciones con David Barsamian. Barcelona: Crítica.

Engels, Friedrich (1993) El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. Barcelona: Planeta-De Agostini.

_ (1972) El Anti-Dühring. Introducción al estudio del socialismo. Buenos Aires: Claridad.

Foucault, Paul Michel (2000) Los anormales. Curso del College de France. 1974/1975. México: FCE.

Galbraith, John Kenneth (1984) La sociedad opulenta. Barcelona: Ariel.

________ (1993) Historia de la economía. Buenos Aires: Espasa Calpe.

Gramsci, Antonio (1997) Escritos políticos (1917-1933). México: Siglo XXI.

Malthus, Robert (1993) Primer ensayo sobre la población. Barcelona: Altaya.

Marx, Karl Heinrich y Friedrich Engels (1978) La Sagrada Familia y otros escritos. Barcelona: Crítica.

__________ (1984) La ideología alemana. Barcelona: Grijalbo.

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____ (1975 b) Teorías sobre la plusvalía. Vol. III. Buenos Aires: Cartago.

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____ (1980) La guerra civil en Francia. Moscú: Progreso.

____ (1983 a) El capital. Vol. I. Buenos Aires: Cartago.

____ (1983 b) El capital. Vol. II. Buenos Aires: Cartago.

____ (1983 c) El capital. Vol. III. Buenos Aires: Cartago.

Portelli, Hugues (1990) Gramsci y el bloque histórico. México: Siglo XXI.

Wrigley, Edward Arhur (1992) Gentes, ciudades y riqueza. La transformación de la sociedad tradicional. Barcelona: Crítica.


 

 

 

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