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Contribución al examen de la transformación de la categoría de ley en los estados constitucionales contemporáneos.

José Luis Prada Fernández de Sanmamed

 



 

Parte quinta: La categoría dogmática de ley en el Derecho constitucional histórico español

Desde esta parte el trabajo ha podido concentrarse exclusivamente en la determinación de la categoría dogmática de ley correspondiente al Ordenamiento español en las diversas fases de evolución de su Estado de Derecho. La quinta parte, dedicada a la identificación de la categoría de ley y a la detección de sus más importantes implicaciones en nuestro constitucionalismo histórico, está dividida en dos grandes apartados bien diferenciados. En el primero se contempla el objeto correspondiente al constitucionalismo decimonónico, porque responde esencialmente al Estado legislativo parlamentario, y en el segundo se trata del Ordenamiento de la II República, que ya viene a representar una ordenación jurídica de transición que anticipa los rasgos estructurales del Estado constitucional de Derecho contemporáneo.

La precisión de la significación efectiva de la garantía de la Constitución en cuanto a su supremacía y a su observancia constituye una ineludible cuestión previa a la determinación de la categoría de ley dominante en nuestro primer constitucionalismo histórico. El recorrido por la historia de nuestro constitucionalismo ha permitido comprobar nuevamente alguna de las observaciones efectuadas en la segunda parte sobre el origen y la evolución de las garantías de la Constitución, porque en nuestra historia constitucional se dieron las mismas técnicas de garantía de la Constitución que estuvieron presentes en el Estado legal de Derecho eurocontinental. No obstante, si la cuestión de las garantías de la Constitución en nuestro constitucionalismo histórico se enfoca desde la oposición entre moderantismo y progresismo, es posible observar algunos interesantes matices diferenciales. En el constitucionalismo moderado se nota la ausencia de preocupaciones jurídicas garantistas, tanto de las modalidades de conservación como de las de observancia. El constitucionalismo progresista puede caracterizarse, por el contrario, por unos evidentes afanes garantistas, que se manifiestan tanto en las técnicas de garantía de la conservación (rigidez constitucional) como en las técnicas de garantía de observancia de la Constitución, y entre estas debe destacarse, además, que en el constitucionalismo progresista se aprecia ostensiblemente una mayor preocupación por el aseguramiento de la aplicación directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales.

Para determinar la categoría de ley dominante en nuestro constitucionalismo decimonónico se hacen precisas algunas referencias y ciertas puntualizaciones respecto a la distribución orgánica del ejercicio de funciones normativas.

En la distribución constitucional de la función normativa merece un tratamiento aparte la Constitución de Cádiz, no sólo por sus singularidades jurídico-positivas y por su especial significado jurídico-político, sino, sobre todo, porque el conocimiento de sus especificidades es la base que permite obtener interesantes inferencias jurídico-dogmáticas sobre el devenir de nuestra historia constitucional. De la lectura de la Constitución de 1812 se desprende que el ejercicio de una potestad reglamentaria ya había sido reconocido al Rey en nuestro Derecho por la Constitución de 1812, aunque su ámbito normativo estaba muy mermado, dado que se asignaron a las Cortes en una amplia «reserva parlamentaria» muchos de los cometidos que, con el paso del tiempo, serían genuinamente reglamentarios. Desde este punto de partida es cómo se puede comprender cierta singularidad de la relación entre Ejecutivo y Legislativo en nuestro constitucionalismo histórico. En este constitucionalismo destaca la presencia de una poderosa y polifacética prerrogativa regia, pero debe advertirse que esta prerrogativa española no llega a los extremos radicales que adquirió el principio monárquico en el Imperio alemán. Si en Alemania el constitucionalismo evoluciona a partir de una Carta otorgada o de una Constitución, pero de manera tal que el Rey o el Emperador no estaban sometidos a sus preceptos, en nuestro Derecho, en cambio, el arranque es prácticamente inverso, ya que el punto de partida es una Constitución como la de Cádiz, que configuraba una monarquía constitucional vigilada. Esta particularidad en la evolución de nuestro Derecho arroja luz sobre dos extremos que en diversas ocasiones se han mostrado oscuros. Ha de subrayarse, en primer lugar, que la prerrogativa del Rey no se manifestaba en la dimensión funcional de la separación de poderes; por eso puede mantenerse, como ha hecho Garrorena, que nuestro principio monárquico fue compatible con el temprano asentamiento de modalidades genuinamente parlamentarias de distribución de funciones; y ello permite que también pueda considerarse el Estado español de nuestro pasado histórico como un Estado legislativo parlamentario. Se debe retener, en segundo lugar, que en el modelo inicial del parlamentarismo el Rey conservaba efectivas atribuciones colegisladoras; de ahí que en la sucesión de Constituciones moderadas el Rey se sirve de la ley para extender su reconquista de atribuciones arrebatándoselas a las Cortes, que hasta ese momento las desempeñaban en exclusiva; por eso tiene razón Gallego Anabitarte al destacar ese peculiar significado entre nosotros de la reserva de ley en los periodos moderados para servir a los intereses y propósitos del Rey.

El examen del ejercicio de las funciones normativas en la práctica de nuestro Derecho histórico también demuestra que se desenvolvieron de acuerdo con los cánones de colaboración propios del parlamentarismo; y es más, esa misma práctica pone de relieve dejaciones parlamentarias e invasiones gubernamentales sumamente anómalas que se produjeron tanto en los sistemas dotados de Constituciones flexibles como de Constituciones rígidas 1. Ante semejante cuadro, no es de extrañar la pronta aparición praeter Constitutionem de atribuciones normativas del Ejecutivo con fuerza de ley, las cuales pueden reconocerse, sin ninguna dificultad, como el producto de la operatividad del principio monárquico con el consentimiento del Legislativo, que permitió el rescate de unas atribuciones que en un tiempo formaban parte de la prerrogativa del Rey. Por eso, a partir de la Revolución de 1868 comienza a generalizarse la práctica de los decretos-leyes (que son subsanados mediante la técnica del bill of indemnity); y, en lo que se refiere a la técnica de los que hoy conocemos como decretos legislativos, los precedentes pueden rastrearse bajo la vigencia de la Constitución de 1837, y su práctica se desata y prolifera a lo largo de la Restauración.

Estos breves apuntes demuestran por sí solos que la determinación de la categoría de ley adecuada a nuestro constitucionalismo decimonónico no suscita ninguna particularidad con respecto a lo que ya se ha visto en el derecho comparado. Aunque pueda ser discutible la identificación de la categoría de ley en nuestra primera Constitución (dada la posibilidad del dimorfismo jurídico entre Leyes y «Decretos de Cortes»), a partir de la Constitución de 1837 resulta incuestionable la imposición de una categoría de ley exclusivamente formal. Esta categoría formal se consolidaba a medida que se impulsaba la propagación de la reserva de ley, lo que, por paradójico que pueda parecer, fue fomentado tanto por las Constituciones doctrinarias (para mermar las atribuciones exclusivas de las Cámaras) como por las Constituciones progresistas (para sustraerle al Ejecutivo competencias desempeñadas anteriormente por él).

En el Derecho constitucional histórico español también se dieron las demás implicaciones conducentes a la homogeneidad de la categoría de ley, es decir, la existencia de un único legislador, una sola ley, un único procedimiento, y la unidad de fuerza formal típica de la ley 2. De ahí que, en razón de la innegable homogeneidad de la categoría de ley, el único principio operante en las relaciones entre leyes fuera el cronológico, y el único principio determinante de las relaciones de las leyes con los demás actos normativos fuera el de la superioridad jerárquica de las leyes.

Es de resaltar una particularidad del Derecho español ─inusual en otros Derechos─ como es el reconocimiento en nuestra tardía Codificación de un derecho foral, lo que va a dar lugar a una temprana aparición del principio de competencia. La resistencia del derecho foral a la Codificación demuestra que, en términos cuantitativos, nuestro legislador no era tan omnipotente como pudo serlo el francés; hay que matizar, sin embargo, que el derecho foral no implicaba ningún tipo de limitación a la validez de las leyes, sino ciertas especialidades en la aplicación de las normas legales, por lo que la aplicación preferente de la norma foral debe explicarse como una manifestación del principio de competencia en relaciones de eficacia entre normas. Por tanto, la presencia del derecho foral no afecta decisivamente a la categoría de ley, como tampoco afectaba en otros Ordenamientos la aplicación preferente de la norma de la legislación especial y la inaplicación de la norma de la legislación general.

En nuestra literatura jurídica del pasado no consta una preocupación doctrinal monográfica acerca del tema que nos ocupa; ello no significa, no obstante, que nuestra doctrina no se haya ocupado de la cuestión. En esta doctrina queremos destacar la aportación de Posada, que ya diferenciaba la diversa significación del concepto teórico y lo que nosotros denominamos categoría de ley. Posada también caracterizó a la ley de la Restauración en los términos de una categoría formal, y resaltó alguna de sus más relevantes implicaciones, como por ejemplo la ausencia de limitaciones ante la ley.


 

Con la aprobación de la Constitución de 1931 se introducen en nuestra historia jurídica dos importantísimas innovaciones de la política del Derecho, como son el reforzamiento de la intensidad de la garantía de la Constitución mediante la implantación del Tribunal de Garantías Constitucionales y la inflexión del proceso de centralización jurídica mediante la regionalización. Ya hemos visto hasta qué grado la primera de estas transformaciones también tiene su correlato dogmático respecto a la descentralización de la potestad legislativa, aunque nosotros trataremos más de esa transformación en el primero de los puntos por el que nos interesamos, que, como es de suponer, no es otro que la apreciación del régimen de la ley de las Cortes en el marco del Ordenamiento central.


 

La diferenciación jurídico-positiva y dogmática entre la Constitución y las leyes ordinarias se completa en la Constitución de 1931 mediante la nueva efectividad de las garantías reforzadas de la Constitución. La instauración del Tribunal de Garantías Constitucionales entrañaba un reforzamiento de las garantías de la Constitución, aunque se debe subrayar que su aparición implicaba una superposición ─y no una sustitución─ del sistema garantista precedente, y que en su configuración se introdujeron algunas notables particularidades con respecto al modelo kelseniano.

En lo que concierne al control de constitucionalidad de las leyes, hay que destacar la ausencia de un dispositivo de impugnación directa de las leyes de la República por los entes y órganos constitucionales o por sus fracciones, puesto que sólo los operadores jurídicos intervinientes en un proceso ordinario podían elevar el recurso de inconstitucionalidad. No obstante, al igual que esos otros Tribunales coetáneos, sus decisiones sobre la invalidez de las leyes tenían efectos erga omnes en parte de los casos 3. Como se puede ver, nuestro sistema de jurisdicción constitucional incumplía varios de los requisitos exigidos a un sistema puro de garantía de carácter objetivo; aun así, a pesar de todas las desviaciones subjetivistas, podía examinar la validez constitucional de las leyes y, en ciertos supuestos, sancionar la invalidez con la consecuencia de efectos generales y erradicación del Ordenamiento de la norma inconstitucional. Es decir, la actividad del Tribunal de Garantías podía afectar dogmáticamente a la categoría de ley, y con ella se asiste a una jerarquización del Ordenamiento y a la ubicación jurídico-dogmática y jurídico-positiva de la Constitución en su cúspide.

En la descripción de la distribución constitucional de la función normativa el aspecto más destacable es la temprana constitucionalización de los Decretos con fuerza de ley. En efecto, en la Constitución de 1931 se habilita al Ejecutivo en condiciones muy rigurosas para la emanación de Decretos-leyes, y en condiciones más laxas para la aprobación de Decretos Legislativos. A partir de todos estos datos, podemos comenzar a identificar la categoría dogmática correspondiente a ley de la República según se desprende de las exigencias y tolerancias del Ordenamiento común y central. Para empezar, hay que reconocer que la importancia cuantitativa y cualitativa de las atribuciones normativas del Ejecutivo no pone en entredicho la categoría formal de ley, pues su existencia no implica ningún límite competencial frente al ámbito de despliegue de la ley.

Aun así, la identificación de la ley según una caracterización exclusivamente formal resulta insuficiente ante la proliferación de singularidades de fuerza en la relación entre las leyes de las Cortes. En efecto, en el Ordenamiento republicano sí son detectables fenómenos anormales en la posición y fuerza de las leyes, que podemos graduar en estas tres modalidades distintas de atipicidad legislativa atendiendo a criterios de fuerza: a) leyes cuya atipicidad estriba en su valor constitucional (como son las leyes aprobadas por las Cortes Constituyentes en virtud de la Disposición Final de la LOTGC); b) leyes reforzadas (como la ley de presupuestos y las leyes cuya aprobación requiere mayoría absoluta); y c) leyes especialmente reforzadas porque son leyes interpuestas susceptibles de originar la inconstitucionalidad indirecta de otras leyes (así, los Estatutos de Autonomía, las leyes para la ejecución de los Tratados internacionales, y las hipótesis de leyes armonizadoras de bases). Las especialidades de fuerza de las leyes sólo pueden mantenerse por la verificación por parte del Tribunal de Garantías del cumplimiento de los requisitos de validez de las leyes. Dicho esto, cabe sostener que en el Ordenamiento republicano sí aparecían límites frente a la ley ordinaria que son la expresión de la presencia en el Ordenamiento Republicano del principio de competencia (o del principio de especialidad procedimental) como principio de ordenación del sistema de fuentes y como elemento determinante de validez de las leyes.

En conclusión de todo esto, y si a ello se suma la posibilidad de sanción de la invalidez de la ley, parece demostrado que en el Derecho republicano ya es insuficiente la categoría exlusivamente formal de ley porque no define con el rigor debido el nuevo régimen jurídico de la ley en el Ordenamiento de la organización central. El nuevo régimen jurídico sólo puede describirse a partir del dato decisivo del sometimiento de la ley de Cortes a la Constitución, lo que se expresa con el reconocimiento de que, en realidad, la nueva categoría dogmática de ley que corresponde al Ordenamiento republicano es la de la ley formal y constitucionalmente válida.

El proceso de centralización del Derecho inaugurado con las Cortes de Cádiz se interrumpe con la II República, al descentralizarse la potestad legislativa. En la consideración de la ley regional es preciso comenzar aludiendo a los Estatutos de Autonomía. El Estatuto de Autonomía es el elemento constitutivo y habilitante del Ordenamiento regional y su fundamento se asienta en una reserva constitucional material, de tal manera que el Estatuto es el elemento instrumental por excelencia ─aunque no exclusivo─ para la delimitación de competencias entre el Estado-persona y la Región autónoma. En coherencia, el Estatuto será un acto normativo interpuesto que funciona como parámetro determinante de la inconstitucionalidad indirecta de las leyes regionales, como reconocía con toda precisión el art. 29.2 de la LOTGC.

En cuanto a los rasgos generales de la relación entre la ley regional y la ley de Cortes en el Derecho republicano, es suficiente con señalar lo que sigue. Cabe afirmar, en principio, que la relación entre ambos tipos de legislación es de separación de competencias, sin que pueda establecerse rango jerárquico entre ellas, pues sus relaciones mutuas se determinan, por regla general, en virtud del principio de competencia. No obstante, la incompetencia de la ley regional produce consecuencias distintas a la posible extralimitación de competencias de la ley de Cortes, pues en el primer caso procede la nulidad absoluta con plenos efectos ex tunc, mientras que en el segundo se trataría, por lo general, de una mera ineficacia limitada territorial y personalmente. Esta asimetría en el tratamiento de la legislación central y la legislación descentralizada ─reconocida, por otra parte, en la LOTGC─ es, al tiempo, la demostración y la consecuencia de que la descentralización legislativa republicana se producía en un Estado unitario de régimen común que admitía excepcionalmente Regiones políticamente autónomas. El régimen de separación entre legislación regional y legislación de la República admite excepciones, como son los supuestos en los que hubiera podido llegar a darse una superioridad jerárquica por razones de contenido de la ley de Cortes con respecto a la eventual ley regional de desarrollo de las bases de armonización (art. 19 CRE), de las bases previstas en el art. 15 CRE (1ª, 5ª, 7ª y 12ª), o de las leyes estatales de transferencias o delegación de facultades cuya hipótesis se prevé en el art. 18 in fine CRE.

Entramando todos estos datos, la ley regional podría ser definida como el acto del Parlamento descentralizado, aprobado mediante el procedimiento legislativo, exteriorizado en forma de ley y conforme a las prescripciones normativas de carácter constitucional y estatutario. Mediante un proceso de abreviación puede sostenerse la conclusión de que es ley regional la ley en sentido formal, constitucional y estatutariamente válida. Consideramos que nada impide la reductio ad unum de toda la legislación de la República si se define la categoría de ley inherente a su Ordenamiento en los términos del siguiente categorema: en la II República era ley todo acto de los órganos legislativos ─central o descentralizados─, aprobado con el procedimiento legislativo, exteriorizado en forma de ley, y emanado en conformidad directa e indirecta (o mediata) con la Constitución 4.

1En efecto, la observación teratológica de nuestro Ordenamiento histórico permite detectar: una reforma de la Constitución por medio de Real Decreto, alguna derogación de ley por Decreto, frecuentes suspensiones de aplicación de leyes por Decretos, y una relativamente constante sustitución de la ley por el decreto en materia presupuestaria y en los acuerdos de suspensión de garantías constitucionales; tales sustituciones, en muchas ocasiones, tenían su origen en delegaciones o deslegalizaciones parlamentarias.

2Es verdad que en nuestra historia constitucional se registra la presencia ocasional de unas «leyes orgánicas» que se caracterizan exclusivamente por especialidades materiales; debe citarse igualmente la «Ley paccionada» de 16 de agosto de 1841, que parece desmentir uno de los dogmas asociados a la idea de la ley soberana; y, por último, también son dignas de mención ciertas especialidades procedimentales asociadas con la aprobación de la Ley de Presupuestos. De todos modos, a pesar de esta casuística, puede afirmarse rotundamente que en nuestro Estado legislativo parlamentario no se dio ningún tipo de legislación atípica ni de leyes reforzadas.

3Nuestro Tribunal republicano también rompía con el modelo kelseniano por la amplitud proteccionista del recurso de amparo constitucional. Esta nueva desviación subjetivista estaba suficientemente justificada, pues, a pesar de las preocupaciones garantistas del Constituyente de 1931, la práctica jurídico-constitucional de la República demuestra que los únicos supuestos de aplicación directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales pudieron darse gracias a la intervención del Tribunal de Garantías Constitucionales en el procedimiento de amparo.

4Tenemos que reconocer que el conjunto de perturbaciones que afectaron decisivamente al régimen jurídico tradicional de la ley, y las correspondientes inferencias dogmáticas, no llegaron a ser apreciadas en toda su significación por la doctrina republicana. No obstante, como ya se ha apuntado, durante la II República se dieron importantes elementos de oscurecimiento en los dos factores determinantes de la necesidad de reformulación de la categoría dogmática de ley (es decir, tanto en el sistema reforzado de garantías de la Constitución como en la descentralización de la potestad legislativa), los cuales dificultaban la correcta identificación de ley. Tal oscurecimiento, sin embargo, no se da ya en nuestro Ordenamiento vigente, de lo que cabrá deducir las conclusiones pertinentes.


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