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El capital intelectual de territorios insulares

Agustín J. Sánchez Medina

 

Capítulo 5

Resumen y conclusiones

El presente trabajo de investigación ha tenido su origen en el planteamiento de cuatro objetivos: a) desarrollar un marco teórico para el estudio del capital intelectual en el ámbito de los territorios, b) diseñar un modelo que permita la medición del capital intelectual en territorios insulares pequeños, c) identificar los activos intangibles que contribuyen o pueden contribuir a la consecución de un desarrollo sostenible en los territorios insulares pequeños y d) llevar a cabo una aplicación del modelo propuesto para medir el capital intelectual de Gran Canaria. En lo que a continuación sigue se intenta reflejar las conclusiones alcanzadas respecto a cada uno de los objetivos antes enunciados. Del mismo modo, se exponen en el presente capítulo las implicaciones prácticas y académicas que se desprenden de este trabajo, así como las limitaciones del mismo y algunas recomendaciones para futuras investigaciones.

5.1. Perspectivas teóricas sobre el capital intelectual

Los recursos intangibles han sido el centro de interés de diversas teorías y perspectivas dentro de la literatura sobre empresas. Así, entre éstas cabe mencionar la teoría basada en los recursos y la visión de la empresa basada en el conocimiento. En los primeros trabajos de la teoría de recursos y capacidades se asevera que determinados activos pueden constituir una fuente de ventaja competitiva sostenida para la empresa. De este modo, dichos recursos pueden ser catalogados como estratégicos para la organización. Para que esto ocurra, los mencionados recursos deben poseer una serie de características: ser valiosos, escasos, difíciles de imitar, imperfectamente móviles y no sustituibles (Barney, 1991). Por otra parte, en la actual economía del conocimiento la ventaja competitiva de la empresa se basa en un tipo de recurso concreto, los intangibles. En esta misma línea, Grant (1992) argumenta que este tipo de activos puede ser, en buen número de ocasiones, la principal fuente de ventaja competitiva de la empresa. Así, según Itami (1987), el valor de ciertos activos, tales y como la disposición de información sobre los consumidores, la marca, la reputación y la cultura corporativa, resultan fundamentales para evaluar el potencial competitivo de la empresa. De hecho, para este autor, dichos activos son a menudo la única fuente real de ventaja competitiva que perdura a lo largo del tiempo.

Hasta principios del siglo XX, la creación de riqueza se basaba en la disposición de tierras. Posteriormente, con el advenimiento de la revolución industrial, esta circunstancia cambia y es en la combinación de capital, materias primas y trabajo donde se sustenta la generación de riqueza. Finalmente, en la década de los ochenta del pasado siglo, y apoyada por un gran desarrollo de las telecomunicaciones y de las tecnologías de la información, surge la economía de los intangibles, donde cuestiones como la innovación o el conocimiento son los máximos exponentes de la creación de riqueza (Bradley, 1997a; Edvinsson, 2000; Fruin, 2000; Viedma, 2000).

La gestión del conocimiento se puede definir como el proceso que permite capturar el conocimiento de la empresa y lo utiliza para fomentar la innovación a través de la espiral del aprendizaje organizativo (Nonaka, 1991, 1994; Nonaka y Takeuchi, 1995; Ordoñéz de Pablos, 2003; Wiig, 2000). De este modo, su fin consiste en maximizar la eficacia en la aplicación del conocimiento y de los resultados que produce, además de asegurar su renovación (Wiig, 1997b). No obstante, Grant (1996a) considera que existe una falta de consenso en los preceptos, propósitos y predicciones que realiza la visión de la empresa basada en el conocimiento, razón por la cual aún ésta no se puede considerar una teoría. Por otra parte, donde si parece existir cierto acuerdo es en establecer una tipología de conocimiento que divide a éste en explícito y tácito, siendo el primero el que puede ser fácilmente codificable y el segundo el que resulta complicado de formalizar y codificar.

Centrando la atención ahora en el elemento central de este trabajo, el capital intelectual, cabe mencionar que no existe sobre él una definición compartida por todos los autores. No obstante, como ya se ha citado en la introducción de este trabajo, una de las más utilizadas es la que afirma que el capital intelectual es la combinación de activos inmateriales o intangibles que posee una organización y que generan o generarán valor para ésta (Bradley, 1997a; Edvinsson y Sullivan, 1996; Euroforum, 1998; Stewart, 1991; Unión Fenosa, 1999). Otra de las definiciones frecuentemente utilizada es la que considera al capital intelectual como la diferencia entre el valor de mercado de la empresa y su valor contable (Brooking, 1997a; Daley, 2001; Harvey y Lusch, 1999; Lev, 2001; Nevado Peña y López Ruiz, 2002a, Ordóñez de Pablos, 1999b, 2003; Pasher, 1999; Petrash, 1996; Sveiby, 2000a). Por otra parte, si este concepto se aplica a un área geográfica, éste puede ser definido como la capacidad que un territorio tiene para transformar el conocimiento y los recursos intangibles en riqueza (Bradley, 1997a). En esta misma línea, Malhotra (2000) lo define como aquellos activos ocultos sobre los cuales se sustenta el crecimiento del país y el valor añadido de los grupos de interés que residen en él.

En cuanto a los modelos que se han utilizado para medir el capital intelectual, en los últimos años han surgido una gran cantidad de herramientas con este fin. Entre los más referenciados en la literatura de empresas se hallan el navegador de Skandia (Edvinsson y Malone, 1999), el monitor de activos intangibles (Sveiby, 2000a) y el cuadro de mando integral (Kaplan y Norton, 1997). Por su parte, en el caso de los territorios el más utilizado ha sido la adaptación del navegador de Skandia para países (Edvinsson y Stenfelt, 1999). No obstante, y pese a la ya comentada gran proliferación de modelos de capital intelectual que han surgido en los últimos años, a la hora de establecer una clasificación de los distintos elementos que componen este tipo de capital, sí parece existir un cierto consenso en dividir el capital intelectual en tres grandes componentes: el capital humano, el capital estructural y el capital relacional (Bontis, 2002; Petty y Guthrie, 2000; Ordóñez de Pablos, 2002, 2003; Roos, Bainbridge y Jacobsen, 2001b; Viedma Martí, 2001). Así, el primero de ellos engloba el capital pensante del individuo, o lo que es lo mismo, aquel capital que reside en los miembros de la organización y que permite generar valor para la empresa (Roos et al., 2001a). Por lo tanto, se encuentra integrado por el stock de conocimientos tanto tácitos como explícitos que poseen los miembros de la organización (Bontis, Crossan y Hulland, 2002; Bueno Campos 2000; Camisón Zornosa, Palacios Marqués y Devece Carañana, 2000; Ordóñez de Pablos, 2002; 2003; Petrash, 1996, 2001).

Por su parte, el capital estructural ha sido descrito como aquel conocimiento que la empresa ha podido internalizar y que permanece en la organización, ya sea en su estructura, en sus procesos o en su cultura, aun cuando los empleados abandonan ésta (Bontis, Chua y Richardson, 2000; Camisón Zornosa et al., 2000; Petrash, 1996, 2001) y que, consecuentemente, resulta más sencillo de controlar (Edvinsson, 1997). Por tanto, en esta dimensión se incluyen todos los intangibles que no residen en los miembros de la organización, es decir, desde la cultura y los procesos internos, hasta los sistemas de información y las bases de datos (Bontis, Chua y Richardson, 2000).

En cuanto al capital relacional, éste se sustenta en la consideración de que las empresas no son sistemas aislados, sino que, por el contrario, se relacionan con el exterior. En este sentido, se considera capital relacional aquellos vínculos que tiene la organización con el exterior y que le aportan valor. Este tipo de capital puede incluir los nexos de la empresa, no sólo con clientes, proveedores y accionistas, sino con todos sus grupos de interés, ya sean internos o externos (Bontis, 1996; Ordóñez de Pablos, 2003; Stewart, 1998a; Roos et al., 2001a). Visto de otro modo, el capital relacional es la percepción de valor que tienen los clientes cuando hacen negocios con sus proveedores de bienes o servicios (Petrash, 1996, 2001).

Esta división anteriormente mencionada también es aplicable en el ámbito de los territorios, si bien previamente deben realizarse ciertas adaptaciones en las definiciones de cada uno de ellos. Así, para Bontis (2002) el capital humano de una nación se puede definir como la suma del conocimiento, la educación y las competencias de los ciudadanos del país. Por su parte, el capital estructural está formado por aquellos activos intelectuales que, al contrario de lo que ocurre con el capital humano, sí pueden ser apropiados por el país, siendo, por tanto, posible realizar transacciones económicas con ellos (Malhotra, 2000). Por último, el capital relacional, que el contexto de territorios se denomina capital mercado, se refiere al valor de las relaciones comerciales que la nación sostiene con sus suministradores y clientes en el mercado global (Malhotra, 2000; Pasher, 1999).


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