Revista Tlatemoani. ISSN: 1989-9300


LA RUPTURA DEL TEJIDO SOCIAL: UNA APROXIMACIÓN DESDE EL DON

Autores e infomación del artículo

Marcos Cuevas Perus

Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México

cuevaperus@yahoo.com.mx


RESUMEN
Este texto se propone desde la perspectiva de la ciencia política y la antropología y desde un ángulo teórico ofrecer una argumentación sobre la “ruptura del tejido social”, que aquí se lee a la vez como ruptura del contrato social y de la capacidad de “reciprocar” que conlleva el don estudiado por MarcelMauss. El texto señala que estas rupturas son perceptibles desde el quiebre del Estado frente al sector privado hasta las modificaciones en el funcionamiento de la familia, ámbitos en los cuales también tiende a opacarse la razón de ser del “reciprocar”.
Palabras clave: Contrato, Estado, Don, Intercambio, Explotación
THE BREAKDOWN OF SOCIAL TISSUE: AN APPROXIMATION FROM THE GIFT

ABSTRACT

This text proposed from the perspective of political science and anthropology and from a theoretical angle offer an argument about the "rupture of the social fabric", which is read at the same time as a breakdown of the social contract and the ability to "reciprocate "which carries the gift studied by Marcel Mauss. The text points out that these ruptures are perceptible from the breakdown of the State against the private sector to the changes in the functioning of the family, areas in which also tends to obscure the raison d'être of "reciprocity".

Keywords: Contract, State, Don, Exchange, Exploitation

Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Marcos Cuevas Perus (2018): “La ruptura del tejido social: una aproximación desde el don”, Revista Académica de Investigación, TLATEMOANI (abril 2018). En línea:
https://www.eumed.net/rev/tlatemoani/27/tejido-social.html
http://hdl.handle.net/20.500.11763/tlatemoani27tejido-social


INTRODUCCIÓN

En este trabajo hemos partido de la noción de “don” del antropólogo francés Marcel Mauss para reflexionar sobre el debilitamiento actual del lazo social, que ha tomado la forma de lo que suele ser llamado como “ruptura del tejido social”. Esta ruptura no implica que no haya valores en juego: serían los del utilitarismo y las “libertades individuales”, que suelen ser adoptadas con frecuencia por los mismos que llegan a lamentar que no haya “vínculo social”. En la época actual es posible situar el utilitarismo en un marco amplio, que no responde a un simple remplazo del homo donator por el homo oeconomicus, es decir, a una simple reducción de la dimensión social a la económica: así, no es que el “hecho social total” haya sido remplazado por “la economía a secas”. En efecto, lo que sucede es que el homo oeconomicus tiene hoy rasgos distintivos, diferentes del pasado, que rompen el circuito del intercambio y el contrato social, extendiendo a las más diversas esferas de actividad el símil de la relación de explotación. Por este motivo será importante comprender qué es ese contrato y qué el intercambio en que se basa, porque las mismas “libertades” pueden romperlo.
DESARROLLO
I.- El contrato social no es “tierra de nadie”: el lugar de “todos y cada uno”.
El Estado, tal y como lo quiere Jean-Jacques Rousseau, supone “encontrar una forma de asociación tal, que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y bienes de cada asociado, y que uniéndose cada uno a todos, obedezca solo a sí mismo, y viva tan libre como antes” (2011, p. 45). La existencia de un “todo” de ninguna manera extingue la particularidad de “cada uno”, mucho menos su existencia como persona (Rousseau no habla de individuo) ni la propiedad de sus bienes, aunque no permite gozar de la convención del contrato mismo con interés, “haciéndola onerosa a los demás” (2011, p.45). Así, cabe señalar de entrada y con énfasis que el espacio del contrato social, un espacio público, no es la negación de la existencia individual ni tampoco una “tierra de nadie”. “Cada uno se da a todos”, dice Rousseau, pero ése “cada uno” que pierde la libertad natural –la del más fuerte, con frecuencia-gana la civil y “la propiedad de todo cuanto posee”, basada en el “título positivo”, no en el “derecho del primer ocupante”, siempre para Rousseau (2011, p. 51). No se trata de hacerse de un lugar pasando por encima o por delante de los de los demás. Respetando los bienes de los particulares, la libertad civil asegura la legítima posesión, y lejos de que la comunidad los despoje con la usurpación, les garantiza el derecho y el goce de la propiedad. Hay lugar para “cada uno”.
Aparece así la conocida “voluntad general”: “cada uno de nosotros pone en la comunidad su persona,  y toda su potencia bajo  la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos en cuerpo a cada miembro como a parte indivisible del todo”, explica Rousseau (2011, p. 46). Que la asociación pública “defienda y proteja” a cada asociado crea un espacio de igualdad y en lugar de una “tierra de todos y de nadie”, una tierra “de todos y cada uno” donde, aun sacrificándose a la voluntad general, cada uno conserva la facultad de obedecerse a sí mismo, ya que hay “empeño recíproco del pueblo con los particulares” (2011, p. 47). Hay así intercambio y reciprocidad entre la esfera privada y la pública. Cada particular es respetado por el hecho de ser un igual en el cuerpo público,  que no tiene  ni puede tener interés contrario al de aquél y, a su vez, las partes están obligadas por deber y por interés a socorrerse entre sí recíprocamente.
Cada particular tiene, además de derechos, obligaciones de reciprocidad: si no cumple con los deberes de “súbdito”, tiende a causar con injusticia la ruina del cuerpo político, según Rousseau (2011), ya que afecta a los demás y sin cuerpo político termina viéndose él mismo afectado. Cada uno, sin ser aniquilado como tal, es igual que los demás ante la voluntad general: puede resguardar su interés particular, pero no anteponerlo considerando supuestamente “que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás, que la paga que le es onerosa a él” (2011, p. 50).  “(…) El pacto social –dice Rousseau- establece una igualdad entre los ciudadanos,  que todos se empeñan bajo las mismas condiciones, y deben gozar de los mismos derechos”, al tiempo que el soberano responde al cuerpo de la nación y “(…) no distingue  a ninguno de los que la componen” (2011, p.65). No es igualdad de “potencias y riquezas”, sino impedimento para violentar a otro con esas potencias  Como se habla de reciprocidad, no se hace beneficio particular, menos esperando que “los demás” paguen los costos. “La política sustituye al instinto”, al decir de Rousseau,  “la voz del deber sucede a la impulsión física”, “el derecho al apetito”, “y el hombre que antes únicamente se consideraba a sí propio,  se ve forzado a obrar por otros principios, y a consultar su razón, antes de escuchar sus inclinaciones” (2011, p.51).
Quien participa de la voluntad general no es un “nadie”. Todo miembro del Estado debe respetar al “particular”. Rousseau sostiene que “(…) el vínculo social  se forma de lo que es común en  estos diferentes intereses, y si no hubiera un punto, en el cual se conforman los intereses,  ninguna sociedad podría existir” (2011, p. 56). Si se quiere, esta “tierra de todos” está en la intersección de los intereses de cada uno. “Los empeños que nos ligan al cuerpo social  son obligatorios porque son mutuos”, dice Rousseau (2011, p. 63).
Por “impersonal” se entiende que no hay un trato de “excepción” (ni siquiera para el soberano); se es “igual a los demás” ante la voluntad general, pero no “inexistente” en la particularidad, incluida la de la propiedad y las “potencias y riquezas”. La visión de Rousseau es diferente de la que propondrá mucho más tarde Max Weber al hablar de la “dominación legal” también como “impersonal”.
II.- La diferencia: Weber, hasta llegar al patrimonialismo
En Weber, el carácter “impersonal” de un trato –el burocrático- no es ajeno a una dominación, la legal. Miguel Ángel Centeno considera: “dada la ausencia de una jerarquía de valores y en vista de la irracionalidad ética del mundo, la dominación no es la expresión de un interés común, pues tal cosa no existe” (2016, p.399). Así, “la distribución del poder y los recursos dentro de una sociedad determinará la forma en que la dominación es usada, por quién, en contra de quién y por qué” (2016, p.399). Lo “impersonal” está atribuido a una forma de dominación burocrática: quienes obedecen (y para Weber “hacerse obedecer” es dominar) al soberano “(…) no lo hacen por atención a su persona, sino que obedecen a aquellas ordenaciones impersonales, y (…) sólo están obligados a la obediencia dentro de la competencia limitada, racional y objetiva (…)”, al decir de Weber (2014, p. 341). Así describe Weber esta impersonalidad: “la dominación de la impersonalidad formalista, sine ira et studio, sin odio y sin pasión, por ello sin ‘amor’ y sin ‘entusiasmo’, sometida tan solo a la presión de la idea estricta del ‘deber’: ‘sin acepción de personas’, formalmente igual para todos, es decir “, para todo interesado que se encuentre en igual situación de hecho: así ejerce el funcionario ideal su oficio” (2014, p. 348). Rousseau se refería a una igualdad consagrada en la ley, no a “iguales situaciones de hecho”. Para Rousseau, en efecto, la “impersonalidad” no es asunto formal, sino de contenido, para limitar los riesgos de la dominación y la violencia. La visión de Weber es otra: la “impersonalidad” es casi el equivalente –por formal- de un trámite que no impide una posición de dominación. Es una “tierra de todos”, si es que están en iguales condiciones de hecho, y curiosamentes a la vez una “tierra de nadie” (¿qué contenido tienen las “normas abstractas”?), porque en realidad es por lo menos tierra de “algunos”, los burócratas que “se hacen obedecer” y los beneficiados “de hecho”, por más que el ideal de Weber sea el funcionario que no se inmiscuye en política. No hay aquí representación del espacio público como espacio común y de iguales, sino, más allá de lo que es en realidad administración, una “tierra de todos y de nadie”. “Tierra de nadie” quiere decir que, más allá de la burocracia que “se hace obedecer”, la formalidad está sobre algo así como un “vacío” en la cuestión de los particulares, salvo en la constatación de que esta “racionalidad” puede llegar a ser la de un mundo desencantado, sin magia ni  relaciones personales entre individuos. Es el problema de formar “tipos ideales” que no son conceptos.
No hay en la “tipificación” de Weber lugar para el intercambio, ni se diga para la reciprocidad o la intersección de intereses particulares: se acata, aunque no de manera personal, sino “sin rostro”. Incluso el Estado de derecho es para Weber, según Centeno, “una fachada que oculta la realidad de las relaciones de poder”; todo Estado es “una forma de dominación organizada de unos sobre otros, el medio para aspirar a algún fin”, como resume Centeno (2016, p. 400).En El político y el científico, Weber afirma que  “el Estado (…) es una  relación de dominación de hombres sobre hombres, que se sostiene por la violencia legítima (…) Para subsistir necesita, por tanto,  que los dominados acaten  la autoridad que pretenden tener  quienes en ese momento dominan” (1979, pp. 84-85). La diferencia con Rousseau estriba en que para éste también el soberano debe acatar la ley, sin dominar en el cuerpo público.  Como lo señala Peter Lassman, aquí la dominación de unos Hombres sobre otros es inescapable” (2000, p.87). Así, “quién hace política, dice Weber-  aspira al poder;  al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder ‘por el poder’, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere” (1979, p. 84).
A juicio de Gina Zabludovsky Kuper, “la obsesión weberiana por la burocracia condiciona la interpretación de los tipos de dominación” (2016, p.451), y tiene su origen en parte al menos en las condiciones específicas de surgimiento del Estado alemán, con el uso cesarista del Estado (con Bismarck) y la manera de los prusianos (junkers) de hacerse valer, lo cual habría despertado el interés por la cuestión patriarcal y patrimonial (2016, p.447). “Todavía existen en Prusia muchas vías a través de las cuales esa capa (la dinástica del junker, nota nuestra) arriba a puestos influyentes y al poder, aún poseen muchas vías para hacer sentir sus exigencias al monarca, vías a las que no tiene acceso cada ciudadano; esta clase no siempre ha usado el poder de tal modo que pudiera justificarlo ante la historia” (…), dice Weber (1982, p. 24). Este patrimonialismo está basado el otorgamiento de ciertos derechos o prebendas (prebendalismo) a cambio de servicios, lo que, dicho sea de paso, ubican por ejemplo Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez en la Nueva España borbónica (1976).
La descripción que hace Weber del patrimonialismo es útil para entender que no hay cabida para la igualdad: “la dominación patrimonial y en especial la patrimonial-estamental trata (…), dice Weber, a todos los poderes de mando y derechos señoriales económicos a la manera de probabilidades económicas apropiadas de un modo privado” (2014, p.359). La “discrecionalidad” está en el hecho de que “(…) el soberano, según dice Weber, puede dispensar ‘su favor’ otorgando o retirando su gracia libérrima por inclinaciones o antipatías personales o por una arbitrariedad, particularmente también la comprada mediante regalos –la fuente de los ‘arbitrios’” (2014, p. 350). No hay espacio público –de intercambio y reciprocidad- tal y como se lo representara Rousseau, puesto que la discrecionalidad supone anteponer en el espacio social un criterio personal, de apropiación privada. Tomás Pérez Vejo ha mostrado cómo desde la independencia las nacientes naciones latinoamericanas y caribeñas se debaten entre nación cívica y la “genealógica” (al seguir reclamándose de una monarquía), sin que quede claro si en verdad se llega a naciones de “ciudadanos iguales con un mismo origen y una misma cultura” (2015, p. 204); para lo que nos importa, luego de estas menciones no queda claro si en la nación cívica latinoamericana se entiende la separación entre lo privado y lo público y la autonomía al menos formal de éste, de modo tal que en ella todos se reconozcan como iguales.
III. El contrato social: la aproximación antropológica
En los sistemas anteriores al actual, capitalista, las colectividades “(…) intercambian no (…) sólo bienes y riquezas, muebles e inmuebles, cosas económicamente útiles. Intercambian (…) al decir de Mauss, cortesías, festines, ritos, colaboración militar, mujeres, niños, danzas, fiestas, ferias en las que el mercado no es más que uno de los momentos y la circulación de las riquezas no es más que uno de los términos de un contrato mucho más general y mucho más permanente (…) Esas prestaciones y contraprestaciones se realizan de forma más bien voluntaria, a través de presentes y regalos, aunque en el fondo sean rigurosamente obligatorias, a riesgo de desatarse una guerra privada o pública” (2012, p.75).
Mauss establece la diferencia entre don e interés “calculado”, atribuyendo el segundo a un predominio de la esfera económica, aunque puede extenderse tal vez a otros ámbitos (existen palabras o gestos totalmente calculados, como ejemplo). “La propia palabra ‘interés’, explica Mauss, es reciente y tiene su origen técnico contable: ‘interest, en latín, que se escribía en los libros de contabilidad, frente a las rentas a percibir. En las morales antiguas más epicúreas, lo que se busca es el bien y el placer y no la utilidad material. Fue necesaria la victoria del racionalismo y el mercantilismo para que se pusieran en vigor, y se elevaran a la altura de principios, las nociones de beneficio y de individuo (…) Fueron nuestras sociedades de Occidente las que, muy recientemente, han hecho del hombre un ‘animal económico’” (2012, pp.247-248). No habría empero una sola forma de homo oeconomicus: el que nos interesa no es el simple individuo del utilitarismo (“a la Bentham”), sino el que surge implícitamente a partir de la segunda posguerra del siglo XX “entre Estado y mercado”, y que cortocircuita la circulación de las llamadas “deudas mutuas positivas”.
El intercambio no supone la desigualdad. Existen en cambio variantes de “vínculo” –sin que pueda decirse que “no hay vínculo”, porque sí lo hay- que rompen el circuito del don, y sobre todo la igualdad implícita en esta forma de intercambiar. El antropólogo Marshall Sahlins considera que “el Essai sur le don es una especie de contrato social” (1983, p.187), en el cual, como en Rousseau, mucho más que en Hobbes, la guerra de todos contra todos está sustituida por el “intercambio de todos con todos”. Así, dice Sahlins, “el equivalente primitivo del contrato social no es el Estado, sino el don. El don es el recurso primitivo  para lograr la paz que en la sociedad civil asegura el Estado” (1983, p.188). Se trata de un modo de “estar entre” en el cual la reciprocidad asegura una “simetría social” (1983, p. 207).Entre los extremos de dar “sin esperar nada a cambio” (la generosidad prácticamente sin esperar reciprocidad), el “dar algo por nada” del sociólogo estadounidense Alvin W.Gouldner, quien de todos modos considera que lo más frecuente es el intercambio desigual y el “tomar” depredador sin más (la reciprocidad negativa de Sahlins), hay una gama de formas. Intercambio no debe confundirse con reciprocidad y la segunda, a juicio de Gouldner, supone que 1) la gente debe ayudar a la de quien ha recibido ayuda, y 2) la gente no debe ofender a  quienes la han ayudado (1960, pp.171-173). La reciprocidad se rompe cuando, al decir de Gouldner: 1) Alter no reconoce los derechos de Ego como obligaciones propias o, para decirlo de otro modo, “no se siente obligado” con los derechos de Ego, y 2) Ego no considera como derechos lo que Alter reconoce como deberes (1960, p. 172). Para Gouldner, el quiebre del equilibrio en la reciprocidad y las expectativas mutuas de Ego-Alter puede hacer aparecer un “sistema disruptivo de explotación”. Es aquí que despunta otro homo oeconomicus y la no reciprocidad.
A veces no se permite la “circulación de la deuda”. Es lo que algunos llaman el “regalo envenenado”, dar sin darle al otro la posibilidad de devolver. El sociólogo y filósofo francés Philippe Chanial considera que es una forma de dominación, porque la deuda no puede ser pagada (2010, p. 533). Un estudio de Julien Rémy sugiere, siguiendo al antropólogo Pierre Clastres, que es la forma de las relaciones postcoloniales, aunque seguramente se encuentra ya en las colonias. Es un “exceso de deuda” que quien recibe apenas podría devolver, más aún si, como sugiere Rémy, está “entrampado en la necesidad”,  mientras que quien dona lo hace “con largueza” o, si se quiere, con “magnanimidad”, sin “contar”, algo que no es tan infrecuente en sociedades en las cuales algunos estratos dan la impresión de hacer el don sin reparar mayormente en su “monto” (2006, pp. 259-260). El que recibe el don queda endeudado: la deuda es un mecanismo de dominación y frecuente en el patrimonialismo. Recuerda el sistema de peonaje por deudas, por ejemplo, pero también la fiesta en la casa grande o “poblada” del patrón, que colecciona las deudas por cobrar, aún sin cobrarlas. No es que aquí no haya intercambio, sino que está condicionado, es desigual, y por lo mismo una de las partes establece las condiciones. Para retomar los términos del sociólogo francés Alain Caillé –que él mismo considera un tanto torpes- al explicar el don en Mauss, este “regalo” que endeuda no es un “incondicional condicionado”, sino “condicionalidad condicional” (2000, p.111), en la cual “la condición es poner condiciones”: no está en duda que el regalo que es un favor ponga incondicionalmente condiciones, como la de comenzar a extraer bienes o servicios (prestaciones) sin posibilidad de cancelar la deuda. En cambio, en el don, la incondicionalidad es de todo el circuito y hace vivir una alianza, según Caillé (2000, p. 104).
Es probable que el sistema antes descrito se conjugue con una forma de circulación de deudas que a juicio de Chanial es pura reciprocidad sin que haya propiamente don. Se “reciproca” para no perder el lugar asignado en el circuito y en sociedad. En el límite, es “dar para que el otro devuelva”, do ut des, que caracteriza la “rutinización” de las relaciones interpersonales, según afirma Chanial parafraseando a Max Weber. “Cada uno, escribe Chanial, se atiene  a lo que su rol, su estatuto le prescriben. Cada uno juega el juego social, en su lugar, en su turno y según las reglas”(2010, p. 532). Es un “juego de roles”, según Chanial, o el equivalente de la reciprocidad equilibrada de Sahlins (entrega sin demora del equivalente de la cosa recibida), algo que puede incluir la “retribución equivalente”, distinta del intercambio en el don, por ejemplo en el hau maorí. Es probable que no excluya la “reciprocidad generalizada” que implica solidaridad, lo que Sahlins llama “ayuda prestada” y “ayuda retribuida”,  que pueden ir desde los deberes de parentesco hasta los deberes del jefe (1983, p. 212) y que, a nuestro juicio, pueden ser parte del intercambio de favores en redes de sobrevivencia en sociedades como la mexicana, sin que impliquen dominación, por ejemplo en los intercambios implícitos en el establecimiento de una relación de compadrazgo, que Gouldner halla en Filipinas (1960, p.171). Aquí hay un potencial de igualdad, por la “satisfacción mutua de los dos socios”. Teóricamente, las comunidades primitivas suelen basarse en la reciprocidad interna, aunque excluyendo al “no pariente”, a diferencia del patrimonialismo, por ejemplo de hacienda, que incluye –en un gesto de confianza, aparente al menos- como “parte de la familia” a quienes no lo son.
Si estas dos formas serían las más frecuentes hasta hace poco tiempo en una sociedad como la mexicana, y la segunda  una forma frecuente en varias sociedades, las desarrolladas incluidas (con el intercambio de “buenos servicios”), la crítica de los partidarios del don se orienta hacia una modificación moderna del circuito de forma tal que lo interrumpe: ya no se trata de saber dar, saber recibir y saber devolver, sino de algo distinto: ignorar, tomar, rechazar y guardar. Se obtiene el beneficio (al tomar) de quien es ignorado si no es útil, pero se rechaza la deuda y lo recibido es guardado sin volver a la circulación. Los partidarios del don consideran que aquí se juegan el interés y el cálculo, pero también “el odio de la deuda”. Desde un punto de vista económico, hacemos notar que es una relación que Erich Fromm asoció a la “personalidad acumulativa”, que toma sin devolver y se guarda para sí. Chanial considera que estamos ante la relación de explotación, pero a nuestro juicio es de acumulación, algo distinto (en el límite, se trataría de pura y simple avaricia o mezquindad). La otra variante es el tomar por tomar, “la apropiación egoísta” de Sahlins, “la obtención por medio de subterfugios o de la fuerza  solo correspondida  por un esfuerzo igual  y opuesto basado en la Ley del Talión” (1983, p.209); es la “reciprocidad negativa”. No estamos seguros que esta forma descarnada sea la única ni la más frecuente cuando el “hombre económico” se impone al “hombre donador”. En todo caso, responde a lo que Sahlins también llama reciprocidad negativa y que incluye, nótese bien (porque puede formar parte de un espíritu de “renta”), “el intento de obtener algo a cambio de nada”, a lo que agrega “gozando de impunidad”: “entran aquí, dice Sahlins, las distintas formas de apropiación, las transacciones iniciadas  y dirigidas en vistas de una ventaja utilitaria neta. Los términos que se emplean  en etnografía para señalar esta modalidad son ‘regateo’, ‘trueque’, ‘juego’, ‘subterfugio’, ‘robo’ y otras variantes” (1983, p.213), entre las cuales el mismo autor menciona la astucia, la ingeniosidad, las artimañas e incluso la violencia (1983, p.214).
La relación de explotación sería en realidad otra, no el “tomar lo que ha sido tomado”.  El cálculo y la relación fuertemente condicionada, la última enumerada por Chanial, supone  en apariencia el “dando dando”,  pero es un “dar a condición de que el otro dé más”, lo que sí constituye, a nuestro juicio, la relación de explotación, a diferencia de la depredación pura y simple. A partir del momento en que se “da a condición de que el otro dé más” (es decir que la condición de dar lo mínimo es obtener lo máximo), hay recaída -para decirlo de nuevo en términos de Caillé- en la “condicionalidad incondicional” (“a condición de que haya condiciones”, de nueva cuenta). En esta forma de dar hay por así decirlo un curioso “adelanto” que parece anticipar un intercambio (formalmente lo es), cuando en realidad está por instaurarse una desigualdad o asimetría, como prefiera llamarse, puesto que se anticipa algo para sacar lo máximo del otro, del mismo modo en que se invierte para obtener una ganancia, obviamente superior a la inversión (es el circuito económico D-M-D’). En cierto modo, no se está lejos de la “ventaja utilitaria neta” de Sahlins, pero no es un robo ni trueque ni regateo, aunque cada parte puede esforzarse por obtener lo máximo a expensas del otro en la “transacción en provecho propio”, en una “bien llevada carrera de caballos” en la cual la reciprocidad es condicional (1983, p. 214). La relación de explotación, contra lo que sostiene Gouldner, no consistiría en obtener algo a cambio de nada, sino, en principio, en dar (“adelantar”) lo mínimo para obtener lo máximo. En este caso la “transacción iniciada” (lo que la gente llama “invertir en una relación”, por ejemplo) supone la interiorización de una mentalidad empresarial o, si se quiere, de negocios. No se presenta como tal, de la misma manera que en que no se presenta como abuso la del regalo destinado a endeudar y anular la contraprestación. En este segundo caso, se presenta como magnanimidad, la “largueza” ya mencionada, el aparente “tirar la casa por la ventana” y “gratuitamente”. En la actualidad, la segunda relación (aunque también puede ser la de endeudamiento) se presenta con la confianza por delante. Chanial también se detiene sobre este punto: en la relación de verdadero don, la confianza es una apuesta, “dar para que el otro de y coopere a su vez, dice el autor, aún con el riesgo de dar sin que sea devuelto (el don, nota nuestra)”, lo que, en términos de Caillé, constituye la incondicionalidad del don, aunque “incondicionalidad condicional”, puesto que si no hay recepción/devolución se recae en la desconfianza/riesgo de guerra; de todos modos no hay don gratuito, sin que sea devuelto. Siendo así, no hay cálculo, se confía enteramente –“con-fianza”- o se desconfía enteramente, a riesgo de guerra, y en el don  “los hombres renuncian a sí para entregarse a dar y devolver”, según Mauss (1979, p. 261).
En la explotación puede estar el “maximizador” que considera que, en vez de tomar sin más, debe pasar por el juego de la cooperación, pero jugándolo en beneficio propio, es decir, de modo interesado: la cooperación es puramente instrumental, de tal modo que podría decirse incluso que es un semblante. “A partir del momento en que la cooperación recíproca  es más rentable que el cálculo interesado individual, dice Chanial, es entonces racional ser justo, es decir, mantener a la vez una disposición a la cooperación y desarrollar la propia reputación de cooperador, en suma, de jugar el juego de la confianza” (2006, p. 169). Es tanto más entendible cuanto que difícilmente se puede ser maximizador estando solo: hay que encontrar un lugar en el cual “tomar” y no excluirse de lo que Chanial llama “intercambios benéficos”. Así, a diferencia de lo que ocurre en el don, aquí, para Chanial, la confianza es en realidad poco menos que una comedia. Insistamos, para nuestra argumentación, en que se trata de una visión de negocios que incluso puede ofrecerse como “ganar-ganar”. Como sea, la igualdad está rota en este intercambio que, si es de negocios, no es simplemente utilitario, sino que apunta a obtener lo que el lenguaje coloquial de hoy llama a veces y algo jocosamente “un plus”. En el límite, si entra en juego la comedia de la confianza, se está en el fraude antes que en la depredación, puesto que se anticipa con la misma confianza un intercambio que es en realidad un negocio. La relación de “tomar por tomar” sería, a nuestro juicio, más de “renta” que de “inversión”: no puede ser de explotación porque en ésta, en sentido estricto, el explotado recibe algo (un salario) y hay un intercambio aparente (la explotación no aparece como tal y lo que aparece primero esun intercambio de supuestos equivalentes, salario por trabajo o, en la perspectiva neoclásica, un beneficio mutuo, remuneración del capital y también del trabajo, en supuesto pie de igualdad).

IV Antes de la renta: lo privado ante lo público
JohnMc Murtry ha demostrado hasta qué punto es una entelequia el “libre mercado” (como lo es, agreguemos, un “Estado de Bienestar” que en la segunda posguerra subsidió a la iniciativa privada en buena parte del mundo), puesto que en el mercado actual no operan fuerzas iguales, sino, con mucha frecuencia, grandes corporaciones (monopolios, oligopolios, etcétera) que limitan o moldean la forma de actuar del consumidor y del productor. No es el mercado tradicional, físico, que se instala en una plaza pública y en el cual hay una relativa igualdad entre compradores y vendedores, ni están reunidas las condiciones de funcionamiento de las que hablara alguna vez Adam Smith, desde la obligación del capital de reinvertir en empresas productivas y del gobierno de gravar progresivamente a los ciudadanos hasta el uso de la moneda solo para la circulación de bienes y la no huida de los capitales hacia países extranjeros (1999). Para McMurtry, dadas las restricciones que las grandes corporaciones le imponen, el “libre mercado” es una licencia permisiva (1999, p. 46) que no da cuenta de la realidad: agreguemos que puede que tenga el sentido de contribuir a mercantilizar toda relación social (entendida entonces como relación entre oferta y demanda para fijar un precio), pero la racionalidad –reivindicada como tal en distintas corrientes de pensamiento- del ser humano actual no sería exactamente la de un simple comprador o vendedor: sería la del empresario/inversionista que buscaría maximizar su beneficio y reducir costos al mínimo, lo que no siempre sucede en el pequeño mercado físico que ya hemos mencionado, donde puede ocurrir otro regateo. Si el antiguo mercado o el mercado físico llegan a suponer un intercambio, la inversión no lo obliga, ya que, por ejemplo, puede no hacerse si no hay ganancia productiva asegurada, y desviarse entonces hacia la especulación.
McMurtry sostiene que el ataque actual contra el Estado es relativo: está dirigido únicamente contra las actividades que no contribuyen a la rentabilidad de la empresa privada. Así, de lo que se trata es de un símil de explotación del Estado, así sea para obtener una renta. Lo que tiende a desaparecer es la autonomía relativa estatal de antaño y, con ello, la autonomía relativa del espacio público y el sentido del contrato social. En realidad, el Estado sigue operando –sucedió por ejemplo para resarcir pérdidas financieras en 2008- para beneficio del sector privado, lo que es tanto como decir que está ahí para que este sector “tome de él” lo que le ayude a su propia rentabilidad. El Estado, que sigue siendo un “costo”, sirve de distintas maneras (desde la policía y la diplomacia hasta la protección de activos extranjeros, pasando como acostumbrado por la infraestructura de transporte en caminos y carreteras y el otorgamiento favorable de recursos, como algunos naturales) a  quienes McMurtry llama “buscadores privados de beneficios”  (prívate profitseekers). Todos estos bienes, protecciones y servicios, recuerda McMurtry, son proporcionados por gobiernos locales con respaldo de ciudadanos locales, que no reciben ingresos por este apoyo. En realidad, explica el autor, la “libertad de no interferencia gubernamental” significa la de no considerar “lo que no es necesario o rentable para los beneficios corporativos transnacionales” (1999, p.51), por lo que sólo se reducirían las intervenciones gubernamentales que no benefician directamente a las corporaciones privadas, como por ejemplo ciertas coberturas sociales universales o algunas regulaciones medioambientales. Así, “no son las ‘intervenciones gubernamentales’  o los ‘programas gubernamentales costosos’  lo que estos agentes del ‘libre mercado’ deploran en realidad,  sino, al decir de McMurtry, solo los programas e intervenciones gubernamentales que no subsidian directamente a las corporaciones privadas” (1999, p. 52). El espacio público ya no es un espacio de iguales; es ahora un espacio de competencia entre intereses privados que ponen “lo de todos” al servicio del beneficio de intereses privados (que únicamente necesitan justificarse como tales y que igual pueden ser grupos de presión) y donde la “no interferencia” o el rechazo al “Estado omnipotente” sirven de pretexto para tratar de tomar lo máximo dando –devolviendo- lo mínimo: en el espacio público, que va extinguiéndose como tal (como hecho social y “perceptible”) aunque subsista como fuente de recursos. La relación de intercambio con reciprocidad, propia del contrato social, es remplazada por el ignorar (cuando no hay nada “rentable”)-tomar-rechazar-guardar, es decir, por la puesta al servicio de una dinámica acumulativa y/o rentista para el interés privado (a costa del Estado y de la esfera pública), y a lo sumo por pequeños aportes en los cuales se da lo mínimo para obtener lo máximo. Extender este tipo de relación al todo social es liquidar el don con toda su reciprocidad y la confianza real en que el circuito del mismo proseguirá.
Ciertamente, es una relación utilitaria con el Estado, algo paradójica porque quisiera “achicar” pero también disponer libremente de sus recursos aportando lo mínimo o nada. En el Estado patrimonialista, esto supone también, como ante el Estado a secas, no reconocer ninguna deuda con él ni con el espacio público (y de hecho, es el Estado el que carga con grandes deudas para seguir beneficiando al sector privado): para tomar sin devolver se tienen que hacer valer derechos por encima de la igualdad, y es aquí que principia, también, el fin del carácter “impersonal” del espacio público, tierra de todos y “de nadie” –salvo para tomar- porque de otro modo habría que reconocer al otro en la igualdad y “reciprocar”. La impersonalidad no hacía valer la particularidad, poniendo a cada una en competencia con la otra, a diferencia de lo que sucede ahora, cuando para tener derecho al “hacer beneficio sobre lo público”, hay que reclamar esa particularidad. Es a partir de aquí que se introduce una última mutación antropológica, la que explica Marcel Gauchet sobre la familia.
V. El cambio antropológico: la familia
La igualdad de base supone que “uno es como cualquier otro”, en la “dignidad de cada ser humano en tanto humano”, al decir de Marcel Gauchet (2008, p. 24), por lo que la ley y el espacio público son también iguales para todos: la regla en el espacio público es la indiferencia ante las particularidades (2008, p. 24) o, si se quiere, que no proliferen los “derechos de excepción” que pueden volverse privilegios. Lo que suprime el intercambio entre iguales puede partir de la familia misma si cada una se cree “única” y con “hijos que son únicos”, nacidos del deseo, que se prolonga así en la esfera social, supuestamente hecha (el mensaje del hedonismo o del consumismo no es otro) para satisfacer el deseo de cada quien. No estaríamos seguros de que “la felicidad ideal de la familia informal, como dice Gauchet, es la felicidad íntima  por la protección contra la sociedad” (2008, p.23). El argumento de Gauchet es que la familia estaba antaño para preparar a los hijos para un doble movimiento, el de la autonomía, y también el del desenvolvimiento en la sociedad, lo que implicaba una familia “institucionalizada” (“para la sociedad”), algo que explica la distinción sugerida por Alain Caillé entre socialidad primaria y secundaria, una personal, para el parentesco y las amistades, y otra impersonal, para el “exterior” de la familia (2000, p.86); esta familia podría leerse a partir del don, pese a la primacía de la “funcionalidad de los actores”, y a las reservas de Caillé (2000, p. 86). Mientras Gauchet considera que al “desinstitucionalizarse”, la familia le da la espalda a la sociedad, porque ha fabricado un hijo “en sí mismo y para sí mismo” (2008, p. 25), aquí argumentamos que, como se considera cierta disponibilidad de recursos “ya dada” (lo que por lo demás no es generalizable a todos, pero supone un Estado del cual tomar), la familia, al menos en el patrón dominante (lo que explicaría la constatación de Gauchet sobre las dificultades de las familias económicamente desfavorecidas),puede volverse el modo de reclamar derechos en el espacio público “sin reciprocar”, con un símil de explotación, como si mucho fuera simplemente debido por  ser el lugar del deseo y del otorgamiento de todas las libertades a los hijos: no es que se le quiera dar al hijo una autonomía que por definición no puede tener, mientras sea menor, aunque es probable que los padres oscilen entre sobreprotección y abstención (2008, p. 25),  sino que se le dan libertades consideradas como un regalo sin necesidad de intercambio ni reciprocidad, dentro de la familia misma. Así pues, no ocurre el paso del infante que considera que todo le es debido (algo explicable en etapas de vulnerabilidad) al adulto que tiene que intercambiar. Como lo confiesa sin querer Gary Becker (cuya caracterización de la familia “primitiva” se antoja muy endeble), el infante, pareciera que convertido en aprendiz de explotador, aprende a “dar algo” y a manejar el recurso “amor” escaso (¡) económicamente (1987, p.234) con tal de obtener beneficios de una renta familiar maximizada:  “(…) incluso los hijos egoístas, dice Becker, salen ganando al comportarse altruistamente con sus padres, quienes así invierten mucho más en ellos, puesto que el bienestar de los hijos cuyos padres invierten mucho depende estrechamente del bienestar de dichos padres” (1987, p. 317).Lo que Gauchet llama “autonomía” en realidad es una “libertad” peculiar: “la autonomía, dice, no aparece de ninguna manera como incompatible, en adelante, con la dependencia respecto de los padres, antes al contrario. En suma, la buena manera de ser autónomo  es estar sustentado en la existencia  por una instancia exterior que no sea demasiado penosa de soportar” (2008, p.27).
La familia ya no aporta a un espacio público donde, pareciera decirse, está “roto el tejido social”…tal vez justamente porque no se lo “alimenta” (no se le devuelve lo que da y que ya no se ve), sino que nada más se toma de él. Puede entenderse el deseo como el de un beneficio, cualquiera, con tal de que sea al menor costo. La familia, que no estaría “en” sociedad, sino que sería cada una “un caso” (un grupo “aparte”, por fuera) “invertiría” o no en ella en función del beneficio esperado. No es otra cosa que decir que habría confusión entre familia y empresa, una confusión por lo demás mantenida en la empresa a partir del toyotismo (el “trabajo en equipo-familia”). El riesgo sería entonces el que llega a suceder ante la escuela y que señala Gauchet: el reclamo persistente de excepciones a la regla en donde la regla es que no haya excepciones. “La familia, considera Gauchet,  se ha vuelto desde este punto de vista una fuente de cuestionamiento del funcionamiento de las reglas sociales cuyo punto de aplicación electivo es la escuela” (2008, pp.24-25). El problema no aparece directamente como una incursión (indebida) de la esfera privada en la pública, sino naturalizado con la justificación de un deseo, de apariencia por lo demás inocente y tan normal como el consumo.
CONCLUSIONES
El sistema que Weber llamara patrimonialista y que ha sido frecuente en México y América Latina endeuda y puede brindar cierta forma de protección, pero es asimétrico y no permite así, salvo “en la base” (hasta donde sobreviven formas comunitarias más horizontales), la circulación de deudas mutualmente positivas, ni por ende la igualdad. Es posible que hasta la actualidad coexistan en América Latina y el Caribe el patrimonialismo y ciertas formas de depredación y/o de explotación, consideradas como un derecho a la “libertad” (de tomar en el consumo o sobre el otro) que no forzosamente son vistas como tales, sino como persecución natural de intereses propios; sirven también  como “cancelación de deudas” frente a quienes se sirven -a la antigua, por así decirlo- de favores para reunir deudas por cobrar pero también para explotar, sin excluir la mencionada “comedia de la confianza” (el adelanto toma aquí la forma de un favor). El problema es que, desde la perspectiva de estos valores dominantes que, insistamos, no son los únicos, tampoco hay en el espacio público circulación de “deuda mutualmente positiva”–ni por ende intercambio pacificador- ni lo que Caillé llama “subordinación de los intereses instrumentales a los intereses de forma y de manifestación no instrumental, el placer de las cosas hechas por sí mismas (…)” (2000, p.111).
El vínculo social tiende a desaparecer en una de sus dimensiones más importantes, la contractual,  dejando a muchos en la indiferencia o la impotencia (¿qué hacer en un espacio sin intercambio?) y a la sociedad en el potencial estado de la warre, guerra (interna), la que quería evitar Rousseau entre el fuerte y el débil, con la indefensión de sus miembros, al menos entre quienes no cuentan con los recursos sociales (que son más que materiales) de los más fuertes -recursos que pueden ir desde la familia extensa y la riqueza hasta la pandilla. La voluntad general es más que la suma de los intereses particulares y va más allá del egoísmo que, justificado incluso por determinadas teorías, no se abre nunca a la incondicionalidad, según lo había constatado ya Durkheim en La división del trabajo, que supone por lo demás el contrato de la cooperación: el racional choice induce destrucción de sociedad y de derechos públicos porque un egoísta estricto, a juicio de Caillé, “(…) caracterizado como tal por la imposibilidad de ‘caer’ en ninguna forma de compromiso incondicional que sea, está(…) condenado a permanecer como tal hasta el fin de los tiempos” (2000, p. 104), tal vez porque deuda se equipara para él “empresarialmente” con un costo en la contabilidad a la que se refiriera Mauss, y que calcula en cada ser un “debe y haber”. Aquí está la libertad –sin los riesgos de la autonomía- y al mismo tiempo la creencia en la disponibilidad dada e ilimitada de “recursos” de distinta índole. Esta sería una explicación antropológica de la ruptura del “tejido social”, como se menciona con mucha frecuencia: el antiguo sistema estaría en crisis y el que entró en vigor, lejos de ser equitativo, sería depredador/explotador pese a la “comedia de la confianza” que por lo demás también podía estar en la antigua “comedia familiar” anterior de la hacienda, justificando el recibimiento de servicios a cambio del otorgamiento de prebendas. Tal vez lo más sorprendente sea cierta forma de simbiosis entre ambos sistemas que hace que, por ejemplo, se quiera endeudar sin pagar ninguna deuda (lo que por lo demás hace a otra escala el sector privado con el sector público, sin reciprocidad ninguna) y que, a partir del “enganche”, el símil de vínculo sea mantenido “en confianza” extendiendo la relación de explotación a los más diversos ámbitos de la existencia, el privado y familiar incluido. En el fondo, la “ruptura del tejido social” no sería más que un contrato social roto o nunca bien establecido y la proliferación de la explotación y sus símiles, poniendo fin a la reciprocidad.
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Recibido: 01/06/2017 Aceptado: 30/01/2018 Publicado: Abril de 2018


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