Revista OIDLES - Vol 1, Nº 1 (septiembre 2007)

POLÍTICAS SOCIALES ADECUADAS Y CAPITAL SOCIAL: INGREDIENTES PARA SUPERAR LA POBREZA

Por Pedro Maldonado Cruz§

 

Introducción

Los países de América Latina y el Caribe enfrentan una paradoja. Para una proporción significativa de la población, la pobreza en medio de la abundancia, es una realidad cotidiana, se ha vuelto más persistente y se ha concentrado más en ciertos grupos de la sociedad. Aproximadamente 150 millones de personas, son consideradas pobres y el nivel absoluto de la pobreza es mayor ahora que en los años ochenta. En México, en el año 2000, 60% de la población era pobre y estaba localizada, en su mayor parte, en la región sur.

Según Stiglitz, "el desarrollo económico de un país está inserto en su organización social, de manera que abordar las inequidades estructurales requiere no sólo cambios económicos, sino también transformaciones sociales importantes. Las relaciones económicas no provienen de un modelo propio, sino que están incrustadas, en un tejido social y cultural, lo cual permite establecer conexiones de los fenómenos económicos con la esfera sociocultural, arraigando todas las relaciones sociales en un sólo sistema que también incluye intercambios económicos.

Como señala Durston, las relaciones, normas e instituciones de confianza, reciprocidad y cooperación son recursos que pueden contribuir al desarrollo productivo y al fortalecimiento de la democracia, por ello, el capital social es un recurso que puede contribuir al logro de estos efectos, pero es un factor entre varios necesarios y su presencia por si mismo, no garantiza la realización de estas funciones. 

Ante esta situación, las políticas sociales deberían tener como objetivo importante la elevación de la autoestima colectiva y personal de la población desfavorecida, la cual puede ser un potente motor de construcción y creatividad. El capital social y la cultura son palancas formidables de desarrollo, si se crean las condiciones adecuadas. La cultura es un factor decisivo de cohesión social y en ella las personas pueden reconocerse mutuamente, crecer en conjunto y mejorar su autoestima.

El capital social tiene relevancia para la formulación de políticas públicas, que implica una mayor participación de la sociedad civil, la democratización en relación a las reformas del Estado, y como visión llevada a lo micro, la realización práctica de estos principios en la gestión de la economía y del estado. La confianza exige entonces, la lucha frontal contra la corrupción en todas sus formas, como método eficaz para combatir la pobreza que se ha incrementado alarmantemente. En este sentido, la educación fundamentada en valores, contribuirá considerablemente.

Si bien los grupos pobres no tienen riquezas materiales, sí poseen un bagaje cultural, a veces de siglos o milenios, como el de las poblaciones indígenas. La cultura es el ámbito básico en que una sociedad genera valores y los trasmite de generación en generación. Promover y difundir sistemáticamente valores como la solidaridad (de profundas raíces en las culturas indígenas), la cooperación, la responsabilidad, el cuidado conjunto del bienestar colectivo, la superación de las discriminaciones, la erradicación de la corrupción, la democratización y la búsqueda de una mayor equidad, ayudará al desarrollo y contribuirá a conformar el perfil de una nueva sociedad, más justa y equitativa.

 

Pobreza

Los países de América Latina y el Caribe enfrentan una paradoja. Para una proporción significativa de la población de la región, la pobreza en medio de la abundancia es una realidad cotidiana. Aunque una buena parte de la región ha registrado importantes avances económicos y sociales, la pobreza se ha vuelto más persistente y se ha concentrado más en ciertos grupos de la sociedad. En la actualidad,  en la región, por lo menos 150 millones de personas son consideradas pobres y el nivel absoluto de la pobreza es más elevado en este momento que en los años ochenta (BID, 1998).

En 1970, 40% de población de América Latina, tenía ingresos inferiores a la línea de pobreza. En esta región, la distribución del ingreso ha sido siempre una de las peores del mundo; el desempleo abierto era bajo, concentrado sobre todo en quienes buscaban trabajo por primera vez. Una gran proporción de la fuerza de trabajo laboraba en el sector informal y no estaba protegida por la seguridad social. Durante los setenta se produjo una mejora relativa que a fin de la década mostraba que la pobreza se había reducido al 35%, aunque en general la distribución del ingreso se mantuvo. Mejoraron indicadores sociales como la mortalidad infantil y la esperanza de vida al nacer, también aumentó cobertura educacional (Franco, Morales y Farfán, 1998).

En la década de los noventas, se mantenía una gran rigidez en la distribución del ingreso de modo que permanecía inalterada. Los estratos más bajos no mejoran su participación relativa en el ingreso global, aunque aumentaron sus ingresos en relación directa con el crecimiento de la economía. Corresponde destacar el caso de Uruguay, el único país de la región que logró disminuir la pobreza y mejorar la distribución del ingreso, de manera espectacular. El índice de Gini pasó de 0.379 en 1987 a 0.30 en 1992. En Brasil, en 1993 aumentó la pobreza y empeoró la distribución del ingreso, acompañado a una economía que si bien mantenía tasas de crecimiento económico importantes en algunos años, se caracterizaba por una alta inflación (CEPAL 2000). La creación del empleo se hizo más lenta y fue afectada también por las reformas institucionales y económicas. La reingeniería empresarial y la incorporación de nuevas tecnologías ahorradoras de mano de obra contribuyeron a la distribución de puestos de trabajo y no crearon un número suficiente de nuevas ocupaciones que permitieran reemplear a quienes perdían su trabajo.

América Latina tiene la distribución del ingreso más desigual del mundo. Ello significa que tiene mucha pobreza en relación con su nivel de ingresos, por tanto, existe una relación más causal entre la distribución del ingreso y la pobreza. La desigualdad fomenta la violencia y la inestabilidad política; estas circunstancias desincentivan la inversión y reducen la tasa de crecimiento de la economía. La desigualdad reduce el nivel de educación que muchas familias pueden costear para sus hijos por la sencilla razón de que son pobres. Ambos factores crean un círculo vicioso en el que cuanto más desigual es la distribución del ingreso en un país tanto menos puede éste reducir el nivel de pobreza (BID, 1997).

La crisis ha repercutido directamente sobre el empleo. Las tasas de desempleo se duplicaron en aquellos países asiáticos donde la depresión de los años 1997-98 fue peor. En América Latina, en 1998, el desempleo llegó al nivel más alto en los últimos en 15 años. Aún aquellos que lograron conseguir trabajo, a menudo estaban obligados a aceptar empleos temporales o de tiempo parcial; o están engrosando el sector informal,  el fracaso en la generación de empleo suficiente ha socavado la prospectiva de reducir la pobreza. A mediados del decenio de los 90, la cantidad de personas que viven en la pobreza por lo reducido de sus ingresos bajó, pero después volvió a aumentar en casi todas las regiones, ello no se debe a que el mundo en general se haya empobrecido más, sino a que los beneficios del crecimiento económico están desigualmente distribuidos (UNRISD,2000).

En “La brecha de la equidad” (CEPAL, 2000), se presenta un balance de la situación de América Latina y el Caribe en cuanto a superación de la pobreza, generación de empleo productivo e integración social, en el contexto más amplio de las transformaciones económicas y de las reformas que se vienen introduciendo en la política social y formular propuestas de acción para el cumplimiento de los compromisos adquiridos por los gobiernos de la región. El lento crecimiento del salario real promedio refleja, altas tasas de aumento entre los ocupados en actividades calificadas en los sectores más dinámicos y modernos,  que contrasta con incrementos leves o una contracción en el resto de la economía. En 13 de 18 países, el salario mínimo real de 1998 fue inferior al de 1980.

Székely (2003), señala que México a lo largo de su historia, se ha caracterizado por presentar niveles de pobreza y desigualdad persistentes, a pesar de contar con un ingreso promedio que lo ubica como un país con niveles relativamente altos de desarrollo, además, considera que parte importante de la solución radica en el buen diseño y la correcta aplicación de las políticas públicas, pero dada la inserción del país a los mercados mundiales, adicionalmente depende de lo que suceda en el resto del mundo. El panorama de la pobreza y la desigualdad en México al final del Siglo XX no era alentador. Tras décadas de inequidades persistentes y de una pobreza excesiva para el nivel de riqueza del país, llega el año 2000 con enormes abismos entre pocos que lo tenían todo, y la mayoría que carecía de lo esencial.

Durante el periodo de 1950 a 1980, en el que la abundancia de mano de obra brindaba una importante ventaja comparativa en los mercados mundiales, el país estuvo cerrado al comercio internacional y por tanto no materializó las ventajas que una apertura de esta naturaleza hubiera traído consigo en términos de empleo e ingresos para los trabajadores menos calificados. En cambio, en las décadas de los 1980´s y 1990´s el mundo cambió, y aunque México finalmente se integró a los mercados mundiales, lo hizo en un contexto en donde sus anteriores ventajas comparativas desaparecieron ante países como China e India, y nuevamente perdió la oportunidad de atraer inversión y demanda por sus factores más abundantes. Ahora es cada vez más difícil incidir sobre la pobreza y la desigualdad, ya que en el mundo actual los salarios de los trabajadores mexicanos y la retribución de otros factores de la producción dependen de manera creciente de las decisiones que se toman en el resto del mundo (Székely, 2003).

A pesar de que entre 1950 y 1984 cae la proporción de pobres, el número absoluto aumenta debido al crecimiento demográfico. El número de pobres alimentarios crece marginalmente, pero la población en pobreza de capacidades y en pobreza de patrimonio se incrementa en 3 y 16 millones respectivamente. Entre 1984 y 1994 crece de manera consistente el número de personas en situación de pobreza de capacidades y de patrimonio (en 21.4 y 26.2 millones), mientras que la pobreza alimentaria aumenta en 18.4 millones, con un ligero decremento entre 1992 y 1994. A partir de 1996 el número de pobres cae en las tres categorías, pero aún con esta disminución, el número absoluto de personas en situación de pobreza en el año 2002 seguía siendo mayor al observado diez años atrás (Székely, 2003).

Para la desigualdad también se presentan varios quiebres que impiden identificar una tendencia clara de largo plazo. Primero, entre 1950 y 1963 la desigualdad se incrementa notoriamente. Este aumento se explica principalmente por dos fenómenos. Por un lado, el 40% más pobre de la población pierde participación en el ingreso total de 14.5% al 11% entre esos años. Segundo, entre 1963 y 1984 se registra una reducción considerable de la desigualdad, lo cual se explica, tanto por las significativas reducciones de la pobreza como por la expansión de la clase media (de 8.8 a 33.1% de la población entre ambos años). A partir de 1984 y hasta 1994 se observa un crecimiento de la desigualdad ocasionado por una reducción en la clase media, producto tanto de aumentos en la pobreza, como en la proporción del grupo de población más rico (Székely, 1998).

De acuerdo a las estimaciones realizadas por Székely (2003), existe una reducción considerable en la pobreza entre 1950 y 1984. La porción de personas en pobreza alimentaria se reduce de 61.8 a 22.5%, la proporción en pobreza de capacidades se reduce de 73.2 a 30.2% (incluyendo la pobreza alimentaria), y la proporción en pobreza de patrimonio (incluyendo las otras dos categorías) cae de 90.1 a 54.4% de la población. A partir de 1984 (justo después de la crisis de 1982), se observa un punto de quiebre en el cual la pobreza deja de disminuir. Entre 1984 y 1994 hay pocas modificaciones, pero en 1994 se observa otro punto de quiebre coincidente con la crisis de 1995. Entre 1994 y 1996, la pobreza se incrementa sustancialmente y lleva a niveles de 37.1, 45.3 y 69.6%, respectivamente. Un tercer punto de quiebre se da en el periodo 1994 – 1996, en el que la desigualdad disminuye nuevamente, sobre todo a consecuencia de un empobrecimiento generalizado de la población, en el que el grupo con mayores ingresos registró mayores pérdidas. Entre 1996 y el año 2000 se observa un ligero aumento en la desigualdad como producto de la expansión del grupo de mayores ingresos, pero nuevamente entre 2000 y 2002 se presenta otro quiebre, al reducirse la desigualdad entre estos dos años debido a que los estratos más pobres y las clases medias registraron aumentos en sus niveles de ingreso al mismo tiempo que los hogares más ricos los vieron reducirse.

Según De la Torre (2000), si bien desde 1982, se inicia el proceso de desincorporación de empresas del sector público, no es sino hasta fines de los ochenta que tal política alcanza a los sectores de la economía mexicana.  Claramente se observa que si bien decrece rápidamente el número de empresas públicas, no es sino hasta mediados de los años ochenta que se afecta a las más importantes. En materia de desregulación económica destaca la liberalización financiera iniciada en 1985, la eliminación de restricciones al transporte terrestre, la redefinición de la petroquímica básica de interés para el estado, la liberalización de precios, la reforma constitucional al régimen de propiedad y la creación de la Comisión Federal de Competencia.  Es importante destacar que en materia de desregulación queda pendiente una de gran impacto: la del mercado laboral. Cabe destacar que PRONASOL, se conformó como el primer plan específicamente diseñado para combatir a la pobreza con características muy particulares. Este programa trató de combinar la focalización de los fondos públicos, con la elevación de la productividad de los grupos objetivo y su participación comunitaria en proyectos, cuestiones que se considera promovieron su efectividad. Sin embargo, no hizo explícitos sus criterios de selección de información sobre los beneficiarios del gasto, lo que evitó mantener y vigilar la focalización de sus acciones respecto a sus objetivos.

El abandono de una economía con gran intervención del estado, inflexible y orientada al mercado interno, ha dado resultados heterogéneos. Por un lado, si bien fue posible superar sucesos tales como la caída de más de 50% de los precios del petróleo en 1985, una inflación hasta de 159% en 1987 y transferencias netas de recursos al exterior de hasta 6.8% del PIB en 1988, la administración del Presidente Carlos Salinas, sin choques externos, con inflación del 15.9% y entradas netas de recursos del exterior de 5.6%  del PIB, sólo logró obtener un crecimiento de 3% por abajo del crecimiento histórico. Por otra parte, a pesar de que la economía mexicana se caracterizó por fuertes desigualdades y pobreza antes de sus transformaciones estructurales recientes, entre 1984 y 1994 aumentó la porción del ingreso total captada por el 20% de la población con más ingresos de 49.2% a 54.5%, mientras que el porcentaje de población en pobreza extrema pasó de 10.3% a 10.8%, aunque quizá el cambio más preocupante de tal periodo sea la reversión del proceso de formación de clases medias, que estuvo presente en el esquema de intervención estatal y proteccionismo (De la Torre, 2000).

La pobreza en México sigue siendo generalizada. Las cifras oficiales en este rubro para el año 2000 indican que cerca del 53% de la población padecía pobreza en términos de ingreso (al tener un nivel de consumo per cápita inferior a lo necesario para satisfacer las necesidades básicas alimentarias y no alimentarias), y cerca del 24% vivía en pobreza extrema (inferior a lo requerido para satisfacer las necesidades alimentarias básicas). En el 2000, 12.6% de la población urbana y 42.4% de la rural eran muy pobres (Cortés et al, 2002). Las cifras preliminares del gobierno para el 2002 indican un pequeño descenso en el concepto explícito de pobreza alrededor de 52% y una disminución significativa en la pobreza extrema al 20%. Para 2002 el 11% de la población urbana y 35% de la población rural, eran extremadamente pobres. En cuanto números totales, la mayoría de la gente pobre vive en áreas urbanas; la pobreza en las áreas rurales es más grave (Banco Mundial, 2004).

Continuando con la misma tónica de PRONASOL, el objetivo primordial del Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa), consistía en promover el desarrollo del capital humano de las familias de escasos recursos. Sus beneficios estaban dirigidos a la población que vive en pobreza extrema, que habita en zonas rurales del país, para combatir la pobreza mediante la entrega de  recursos en efectivo y en especie, así como reducir niveles de pobreza en el futuro a través del fomento a la inversión en educación, salud y alimentación. Los resultados del impacto fueron alentadores, el análisis inicial del impacto de Progresa en la educación demostró que el Programa ha incrementado de manera significativa la inscripción a la escuela de niños y niñas, en particular de éstas últimas, y sobre todo a nivel de secundaria (Schultz, 2000).

Los hogares más pobres, en promedio, son los encabezados por jefes jóvenes, que no han heredado o comprado tierra u otras formas de capital, y que tienen hijos muy pequeños que consumen y requieren más atención que el equivalente a su aporte en trabajo. A medida que avanza la evolución del hogar, el jefe de familia controla cada vez más recursos. El objeto prioritario del jefe de hogar joven es el de la subsistencia, el jefe mayor da prioridad al objetivo de maximizar su prestigio, sobre la base de una combinación de riqueza, poder, generosidad y servicio.

Los especialistas en desarrollo rural han adquirido, mayor conciencia de la contribución de los jóvenes rurales – con  su ímpetu creativo y constructivo, su mejor disposición ante la innovación y sus niveles educacionales más altos que los de las generaciones anteriores – puede hacer a los procesos integrales de desarrollo rural en América Latina y el Caribe. Estos jóvenes padecen actualmente de la misma “invisibilidad” a los ojos de los planificadores de proyectos integrales de desarrollo rural que, hasta hace algunos años, afectaba a las mujeres rurales. Para empezar a hacer visibles a los jóvenes rurales en este contexto  se necesita una visión teórica coherente, que aún está en proceso  de construcción, de la juventud rural latinoamericana (Durston, 1998). Tres actividades claves en las estrategias para superar la pobreza rural son la capacitación, el apoyo a la agricultura familiar y el fortalecimiento de la institucionalidad de la pequeña comunidad rural. En estos temas, una atención especial a los jóvenes puede ser parte de una fórmula exitosa.

La migración de la población joven del medio rural tiene significados diversos en las diferentes etapas de la transición ocupacional y demográfica; estos cambios tienen que ser tomados en cuenta en el diseño de programas para jóvenes en diferentes contextos locales. En algunas comunidades es común que los hombres jóvenes encuentren empleo remunerando fuera del campo; pero en otras, son las mujeres jóvenes las que lo hacen.

 

Capital social

Se ha entendido el concepto de capital social como el conjunto de normas, instituciones y organizaciones que promueven la confianza y la cooperación entre las personas, las comunidades y la sociedad en su conjunto. El capital social tiene relevancia para una nueva conceptualización de las políticas públicas, que implica un mayor papel para la sociedad civil, la democratización en relación a las reformas del Estado, y como visión llevada a lo micro, la realización práctica de estos principios en la gestión de la economía y del estado. En ese sentido, en general hay coincidencia, en que la perspectiva del capital social permite poner de relieve los efectos positivos que pueden esperarse de la creación y uso del capital social, tales como control social, creación de confianza entre individuos, cooperación coordinada, resolución de conflictos, movilización y gestión de recursos comunitarios, legitimación de líderes y generación de ámbitos de trabajo, la prevención y sanción de quienes abusan de él y la producción de bienes públicos.

De manera específica, quienes utilizan este enfoque subrayan que las relaciones estables de confianza, reciprocidad y cooperación pueden contribuir a reducir los costos de transacción, producir bienes públicos, facilitar la construcción de organizaciones productivas y de gestión de base efectivas y estimular el surgimiento de actores sociales nuevos y de sociedades civiles saludables. El capital social es un activo, como el dinero: es bueno tenerlo. Todas las personas tienen capital social y lo usan en sus estrategias, tanto en materia económica, como en la satisfacción de necesidades sociales y emocionales. Sin embargo, el capital social no está igualmente distribuido en la sociedad, y tampoco es en la pobreza dura donde más hay. Una de las causas de la pobreza extrema, es justamente la destrucción o pérdida de redes de apoyo de las personas y de los hogares. En algunos enfoques de capital social queda la idea de que es patrimonio de los pobres, lo que es inexacto, ya que frecuentemente se constata que hay abundancia de capital social en las clases sociales superiores.

El término capital social hace referencia a las normas, instituciones y organizaciones que promueve la confianza y la cooperación entra las personas, en las comunidades y en la sociedad en su conjunto. Curiosamente, existen dudas entre los mismos autores funcionales como Robert Putnam, sobre la posibilidad práctica de construir capital social en grupos que carecen de ello. En cuanto a la construcción de instituciones, el tiempo se mide en décadas, y la creación de normas de cooperación y de participación cívica probablemente sea más lenta (Durston, 2000). En primer lugar, la confianza y la reciprocidad que se extienden más allá del hogar nuclear, y que se encuentra en los grupos locales de ascendencia, se asocian con los lazos de parentesco cercano y con largos años de interacción con vecinos, y por ende es probable que existan en todas las sociedades campesinas. En segundo lugar, la confianza se construye sobre el pasado, no sobre el futuro. En tercer lugar, las relaciones de reciprocidad vertical son lo contrario del capital social, porque unen a personas de poderes desiguales, y son por ende, “asimétricas”. Sin embargo, la distinción entre la reciprocidad vertical y la horizontal no es tan nítida en el mundo real.

Se habla de capital social en el sentido que es un nuevo recurso (o vía de acceso a recursos) que, en combinación con otros factores, permite lograr beneficios para los que los poseen. Por otro lado, esta forma específica de capital reside en las relaciones sociales. En cualquier entorno socialmente delimitado (en una sociedad tradicional o en la mayoría de las comunidades campesinas de hoy), las relaciones sociales son establecidas a través de numerosas interacciones pasadas y con perspectiva de largo plazo. Las relaciones tienden a darse entre las mismas personas y familias en todos los ámbitos y en todas las instituciones de la vida humana: religiosa, jurídica, política, familiar y económica. La reciprocidad, que podría parecer un fenómeno social menor entre muchos, es la base de las instituciones de capital social en contextos como el de la comunidad campesina (Durston, 1999).

Las relaciones, normas e instituciones de confianza, reciprocidad y cooperación son recursos que pueden contribuir al desarrollo productivo y al fortalecimiento de la democracia. No se plantea que siempre lo harán, ya que al igual que otras formas de capital es una variable entre muchas necesarias para lograr los trabajos deseados, de la misma manera que el capital productivo es una de varias condiciones necesarias para que una empresa obtenga beneficios (Durston, 2000). Si tomamos en cuenta que las culturas resultan del aprendizaje de comportamientos de los cuales se esperan consecuencias beneficiosas, es claro que las normas y las relaciones que constituyen el capital social no existen en forma independiente de los efectos esperados, es decir, de sus funciones. Las culturas son aprendizajes individuales a partir de la socialización temprana, transmitidos de generación en generación y reelaborados en la experiencia diaria.

Estos comportamientos socializados vienen reforzados por normas dotadas de cargas emotivas y creencias que surgen en torno a todos los roles y todas las instituciones sociales, las legitiman y producen la internalización de sus valores en la personalidad del individuo. Los efectos esperados (funcionales al individuo o al grupo) son parte de la reproducción del capital social y, por ende, son parte importante de su marco conceptual, tal como es el caso de todas las formas de capital. Cabe notar que la aldea rural típica es una comunidad pobre, aislada, con capital social en sus redes con lazos fuertes, pero con pocos recursos que suelen ser los mismos para cada miembro de la comunidad. Las ligazones fuertes y cercanas son necesarias para fomentar una empresa que implique confiar recursos propios a otras personas. Las redes débiles de mero contacto, en cambio, amplían la reserva de recursos humanos e institucionales, sean estos contactos directos o a través de una larga cadena. En esta visión, las redes de reciprocidad son de diversas índoles, y en conjunto crean confianza que puede servir tanto para emprendimientos económicos como para crear un clima comunitario de emprendimiento cívico.

Las  instituciones comunitarias ofrecen mayor seguridad frente a riesgos y situaciones que amenazan la supervivencia; por ende, son valoradas en sectores más pobres. En la mayoría de las sociedades de las familias ricas, excluyen a los pobres de sus redes y sus instituciones. Una estrategia común de supervivencia de los pobres es la encontrar maneras de superar estas barreras y lograr algún nexo personal que les de acceso a circuitos no pobres. Estos lazos son débiles no sólo porque son distantes, sino porque son debilitados por todos los mecanismos de la exclusión social. Este equilibrio sólo se revierte con la democratización y el “empoderamiento”, procesos que son favorecidos por una combinación del mejoramiento de las redes de los pobres y el fortalecimiento de sus instituciones. Queda planteada la idea de que se puede construir capital social, directa o indirectamente, realizando el potencial sinérgico que hay entre organizaciones privadas y gobierno (Putnam, 1993).

El capital social puede ser reducido o destruido. Moser (1998), advierte sobre la vulnerabilidad de la población pobre en capital social frente a las crisis económicas: ‘mientras que los hogares con suficientes recursos mantienen relaciones recíprocas, aquellos que enfrentan la crisis se retiran de tales relaciones ante su imposibilidad de cumplir sus obligaciones’. En Chiapas las poblaciones campesinas que se vieron obligadas a migrar se descapitalizaron severamente en términos de capital social, dado que se destruyeron sus vínculos e inserciones básicas. Esto concuerda con lo dicho por Hirschman (1984), que indica que el capital social es la única forma de capital que no disminuye o se agota con su uso sino que, por el contrario, crece con él. Señala: ‘El amor o el civismo no son recursos limitados o fijos, como pueden ser otros factores de producción; son recursos que lejos de disminuir, aumenta con su empleo’.

En la lucha contra la pobreza, la cultura aparece como un elemento clave. Como lo destaca la UNESCO: “Para los pobres, los valores propios son frecuentemente lo único que pueden afirmar”. Los grupos desfavorecidos tienen valores que les dan identidad. La falta de respeto a estos grupos y su marginación, pueden ser lesivos a su identidad y bloquear las mejores propuestas productivas. Por el contrario, su potenciación y su afirmación pueden desencadenar enormes energías creativas. La cultura puede ser un instrumento formidable de progreso económico y social. Sin embargo, allí no se agota su identidad. El desarrollo cultural de las sociedades es un fin es sí mismo, y avanzar en este campo significa enriquecer espiritual e históricamente a una sociedad y a sus individuos. Como lo subraya el Informe de la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo (UNESCO, 1995): “es un fin deseable en sí mismo por que da sentido a nuestra existencia”. La cultura es,un factor decisivo de cohesión social. En ella las personas pueden reconocerse mutuamente, crecer en conjunto y desarrollar la autoestima colectiva. Como señala al respecto Stiglitz (1998), preservar los valores culturales tiene gran importancia para el desarrollo, por cuanto ellos sirven como una fuerza cohesiva en una época en que muchas otras se están debilitando.

Si bien, los grupos pobres no tienen riquezas materiales, sí tienen un bagaje cultural, a veces de siglos o milenios, como el de las poblaciones indígenas. El respeto profundo por su cultura creará condiciones favorables para hacer uso, en el marco de los programas sociales, de saberes acumulados, tradiciones, modos de vincularse con la naturaleza y capacidades culturales naturales para la autoorganización, que pueden tener gran utilidad. Sin embargo, uno de los problemas básicos de las sociedades latinoamericanas es la exclusión social, que dificulta el acceso de algunos sectores a los mercados de trabajo y de consumo, y les hace imposible incorporarse a marcos de integración de la sociedad. Los pobres sienten que, además de sus dificultades materiales, enfrentan un proceso silencioso de “desprecio cultural” hacia sus valores, tradiciones, saberes, formas de relación (Narayan, 2000). Al desvalorizar su cultura se está debilitando su identidad y una identidad golpeada genera sentimientos colectivos e individuales de baja autoestima. Estos obstáculos se refuerzan, configurando círculos perversos regresivos. La democratización de la cultura puede romper estos círculos. La creación de espacios culturales asequibles a los sectores desfavorecidos y estimulados especialmente, puede crear canales de integración.

A los valores de una cultura se les asigna un peso decisivo en el desarrollo. Si los valores dominantes se concentran en el individualismo, la indiferencia frente al destino del otro, la falta de responsabilidad colectiva, el desinterés por el bienestar general, la búsqueda del enriquecimiento personal como valor central, el consumismo y otros semejantes, cabe esperar que las conductoras consiguientes debiliten seriamente el tejido social y conduzcan a todo orden de efectos regresivos: desde fuertes inequidades económicas que generan poderosas trabas a un desarrollo económico sostenido, hasta descensos en la cohesión social que pueden afectar la esperanza de vida media. Uno de los efectos de la vigencia de valores antisolidarios, es la extensión de la corrupción en diversas sociedades.

Las políticas sociales deberían tener como objetivo importante la reversión de este proceso y la elevación de la autoestima colectiva y personal de las poblaciones desfavorecidas. Una autoestima fortalecida puede ser un potente motor de construcción y creatividad. La mediación imprescindible es la cultura. La promoción de la cultura popular, la apertura de canales para su expresión, su cultivo en las generaciones jóvenes, la creación de un clima de  aprecio genuino por sus contenidos, hará crecer la cultura y con ello, devolverá identidad a los grupos empobrecidos.

La cultura es el ámbito básico en que una sociedad genera valores y los trasmite de generación en generación. En América Latina, promover y difundir sistemáticamente valores como la solidaridad (de profundas raíces en las culturas indígenas autóctonas), la cooperación, la responsabilidad de los unos a los otros, el cuidado conjunto del bienestar colectivo, la superación de las discriminaciones, la erradicación de la corrupción, la democratización y la búsqueda de una mayor equidad (en una región desigual), claramente ayudará al desarrollo, además de contribuir a conformar el perfil de la sociedad. Los valores y la participación van moldeando lo que los actores llaman una “identidad cívica” orientada a asumir compromisos con la comunidad y aportar continuamente a ella (Kiksberg, 1999).

Hay, efectivamente, más de una forma de capital social. Destacan dos formas principales: la individual, que reside principalmente entre redes interpersonales que varían de persona a persona, y la comunitaria, que reside en instituciones sociales más complejas. De la misma forma en que la reciprocidad simple es un precursor del capital social individual, éste constituye un precursor del cual puede sugerir, en condiciones propicias, el capital social, el cual no es una propiedad privada, divisible o alienable; sino que es un atributo de la estructura en la cual la persona se encuentra inmersa. El capital social, beneficia a todos, no primariamente a las personas. Parece útil, postular la existencia de dos formas diferentes de capital social: el individual y el colectivo o comunitario. En esta propuesta, el capital social individual se manifiesta en las relaciones sociales que tiene la persona con contenido de confianza y reciprocidad, y se extiende a través de redes egocentradas. El capital social colectivo o comunitario, en contraste, se expresa en instituciones complejas, con contenido de cooperación y gestión.

El capital social individual consta del crédito que ha acumulado la persona en la forma de reciprocidad difusa que puede reclamar en momentos de necesidad, a otras personas para las cuales ha realizado, en forma directa o indirecta, servicios o favores en cualquier momento en el pasado. Este recurso reside no en la persona misma sino en las relaciones entre personas. El capital social colectivo o comunitario, en cambio, consta de las normas y estructuras que conforman las instituciones de cooperación grupal. Reside, no en las relaciones interpersonales, sino en estos sistemas complejos, en sus estructuras normativas, gestionarias y sancionadoras. La definición clásica de comunidad abarca aspectos de actividad coordinada con cierto propósito común, autogobierno, superestructura cultural, y sentido de identidad. El capital social individual es propiedad de quien puede beneficiarse de ello; el capital social comunitario contribuye al beneficio del grupo. La sociedad civil depende, en contraste, de que se persiga el “bien público”, que debe ser distinguido del concepto económico de los bienes públicos. La sociedad civil democrática depende de normas de igualdad, de derechos y de responsabilidades.

El capital social emerge de las acciones de agentes individuales por maximizar su capital social individual. Las instituciones complejas del capital social comunitario sirven de marco regulatorio del capital social individual, y se produce tanto debilitamiento como retroalimentación del capital social comunitario como resultado de las estrategias individuales de fortalecimiento de redes ego-centradas. También es posible identificar otras formas de capital social: por ejemplo, los grupos (una forma de capital social especial  de tamaño intermedio entre los dos tipos señalados) y el capital social externo a la comunidad que la articula con la sociedad mayor y con el Estado.

 

Políticas Públicas y Proyectos Sociales

Una política pública corresponde a cursos de acción y flujos de información relacionados con  un objetivo público definido en forma democrática; los que son desarrollados por el sector público y, frecuentemente, con la participación  de la comunidad y el sector privado. Una política pública de calidad incluirá orientaciones o contenidos, instrumentos o mecanismos, definiciones o modificaciones institucionales, y la previsión de sus resultados (Lahera, 2002). El mínimo de una política pública es que sea un flujo de información, en relación a un objetivo público, desarrollado por el sector público y consistente en orientaciones. Cada nivel político-administrativo requiere diseñar, gestionar y evaluar políticas  públicas, o aspectos de ellas. En algunos análisis, el Estado aparece como el responsable de determinar por si solo las políticas a seguir y debería ser también su único ejecutor. Para cumplirlas sólo podría utilizar los métodos ya conocidos en el pasado y la única evaluación posible, serían las elecciones. La riqueza de una sociedad se mide por la  complejidad de su agenda pública, así como por su capacidad de procesarla. De allí, que en la democracia, debe educar a sus ciudadanos en su habilidad de expresarse públicamente. En el mediano plazo, la agenda pública tiene diversos grados de concreción: algunos objetivos se realizan, otros sólo parcialmente. Algunos  son superados u olvidados. Una parte de la agenda social es convertida en programa y sujeta a la aprobación de la ciudadanía (Tomassini, 1993).

La agenda pública incluye  muchos  puntos de vista, incluso contradictorios, los que podrían no tener  cabida en el  mismo programa. También  porque hay sectores sociales subrepresentados, mientras otros tienen una capacidad desproporcionada de representación de sus propios intereses. La participación es un bien que se distribuye de manera muy heterogénea (Lahera, 2002). Formular un política es una cosa, poder asegurar la intervención pública que ella requiere, es otra. Esta diferencia no tiene que ver con preferencias personales por más o menos Estado, porque ella vale para todas las políticas; desde  aquellas que requieren una mínima intervención pública hasta las que son  muy intensivas en participación del sector público. El trabajo coordinado con las organizaciones no gubernamentales ayudaría mucho en la formulación de políticas sociales para unidades de pequeña escala, tanto por la vinculación ya establecida por esas organizaciones con dichos grupos, como porque en su trabajo sobre el terreno los expertos de esas  organizaciones  han aprendido a desarrollar estrategias de movilización de recursos humanos, de participación y de motivación de la comunidad (Robb, 2002).

La CEPAL (2000), ha sostenido que la educación es un medio privilegiado para asegurar el dinamismo productivo con equidad social, y también para fortalecer democracias basadas en el ejercicio ampliado y sin exclusiones de la ciudadanía. Además, la educación constituye el principal instrumento en los esfuerzos por reducir desigualdades y la mejor vía para superar la reproducción intergeneracional de la pobreza. Tener educación permite acceder a trabajos de calidad, participar en las redes por las que circula el conocimiento, integrarse a la revolución de la información y escapar del círculo vicioso de la pobreza. La educación también es la base para repensar críticamente la realidad, idear nuevos proyectos colectivos, aprender a vivir en un mundo multicultural, y formar y ejercer la ciudadanía, en particular en la actual sociedad del conocimiento.

Es importante destacar que los lineamientos y orientaciones que establece la política nacional para el desarrollo regional se sustentan en los siguientes principios rectores a partir de la participación ciudadana en la gestión del desarrollo, en donde el territorio esté al servicio de las personas en igualdad de oportunidades promoviendo la solidaridad entre regiones mediante una visión estratégica del desarrollo (MIDEPLAN, 2003b). Por tanto,  una política nacional para el desarrollo regional no será del todo eficaz si no está articulada, en sus contenidos sustantivos, con otros marcos normativos como la política de descentralización, la política de ordenamiento territorial y la política ambiental.

La participación ciudadana en las decisiones adquiere un perfil y significación diferente cuando esta se enmarca en un proceso de creciente descentralización de competencias y de fortalecimiento de instancias de decisión regional y local. Es requerida en la elaboración y debate de estrategias, planes y programas de desarrollo regional, en la gestación de iniciativas de proyectos públicos, en la aprobación de programas de mejoramiento de las condiciones de vida y en la prevención de la contaminación y el deterioro del medio ambiente. Pero también es necesaria en las instancias de análisis y focalización de recursos para el desarrollo económico regional y local, en los comités para la asignación regional de recursos a programas sociales y al fomento productivo.

Las políticas y programas sociales incluyen el conjunto de iniciativas dirigidas a los sectores más necesitados de la población, teniendo como referencia las políticas que se impulsan desde el nivel nacional y las prioridades y señalamientos establecidos en la estrategia regional. Los orígenes de las políticas sociales se remontan a las últimas décadas del siglo XIX en Europa, donde nacen con el objetivo de moralizar la economía liberal, a fin de evitar las injustas consecuencias sociales de la Revolución Industrial. En sus inicios, la política social ‘anglosajona’ se preocupó fundamentalmente por todas aquellas personas amenazadas por la pobreza: ancianos, vagabundos, enfermos, etc. La política social ‘latina’, en cambio, se interesó por las condiciones de la clase trabajadora, identificándose con la política laboral: prohibición del trabajo a los menores de edad, reducción de la jornada laboral, salarios más justos, seguridad en el trabajo, etc. Con el tiempo, las políticas sociales han ido transformándose y ampliando su radio de acción no sólo a las capas más necesitadas de la población, sino a la mayoría de los individuos que componen una sociedad (Dell´odine, 2003). Relacionadas con la provisión de servicios sociales, las políticas sociales forman parte del Estado de bienestar, su representación institucional, y abarcan una extensa gama de programas sociales, como políticas de salud, seguridad social, vivienda, educación u ocio. Hoy su objetivo es la búsqueda del bienestar y la mejoría de las condiciones materiales de vida de la población. Las políticas y programas sociales buscan lograr una mayor igualdad de oportunidades  la posibilidad de integración de los grupos más vulnerables de la población. Su focalización no sólo hacia las situaciones de extrema pobreza, sino también según grupo etáreo, género y ubicación geográfica, definiéndose como grupos prioritarios, además de la población pobre, a los niños, jóvenes, mujeres, ancianos, discapacitados y pueblos originarios.

La pobreza no es sólo una condición de insuficiencia de ingresos, la disponibilidad, acceso y utilización de recursos naturales por parte de los grupos pobres es un factor que juega a la vez como situación limitante y como potencial instrumento para mejorar la condición material de los grupos en condición de pobreza. El elemento decisivo para que la ecuación se resuelva en uno u otro sentido, está directamente relacionado con la capacidad de estos grupos para organizar su acción común en pos de una mejor accesibilidad y utilización de tales recursos. Es imperativo aumentar el impacto y la eficiencia de las políticas sociales. Esto ha sido el producto de la interacción de diversos factores como son: la persistencia de la pobreza así como las políticas de ajuste estructural que han producido una disminución del gasto social y han puesto énfasis en la necesidad de la racionalizar el gasto público. Es escaso el conocimiento disponible sobre el impacto del gasto social y una baja proporción del mismo llega a los pobres haciendo creciente exigencia de parte de los beneficiarios de los programas sociales por más y mejores bienes y servicios (CEPAL, 1998).

Es necesario apoyar la potenciación de las capacidades de los pobres para la formación de su capital social, sin dejarlos a su suerte. Este último punto es especialmente importante donde las agencias públicas trabajan con una visión muy fuerte de paternalismo o hay una visión caritativa de la asistencia a los sectores pobres. El capital social ayuda a entender la reproducción de las desigualdades sociales: el papel de la educación, de las relaciones sociales, familiares etc. (CEPAL, 2001). En el ámbito de lo social, la modernización se traduce en la aplicación de un conjunto integrado de principios, prácticas y técnicas de gestión que permiten incrementar el impacto externo y la eficiencia interna de los programas y proyectos sociales. Algunos de esos principios han gozado de amplio consenso a lo largo del tiempo, tales como la “equidad” (atender a la población de necesidades más urgentes), la “focalización” (concentrar los recursos disponibles en aquellos que presentan la carencia que el programa pretende atender), y el “impacto” (medir y analizar la magnitud del cambio en las condiciones de bienestar de la población objetivo).

En una sociedad en la que los problemas del desempleo, el empoderamiento y la exclusión exigen políticas sociales eficaces y una administración eficiente, los proyectos sociales ocupan un lugar estratégico. En este escenario se esta generalizando la convicción de que se debe estructurar el desempeño de las funciones estatales en estos  términos. A través de proyectos se accede al financiamiento, se adjudican responsabilidades institucionales y se distribuyen acciones entre distintos niveles de gobierno. Son medios por lo que puede intentarse una transformación de las modalidades de gestión: permiten establecer el marco para la fijación de prioridades e instalar sistemas de seguimiento y evaluación. Posibilitan el despliegue de una mayor capacidad de análisis y de la partición social para la asignación, distribución y utilización de recursos, así como la determinación de sus impactos redistributivos sobre los destinatarios (Martínez, 1998).

El viejo Estado de Bienestar fue no sólo un patrón, articulado de políticas sociales, sino un modo de relación entre el Estado y la sociedad. La visualización de una comunidad más heterogénea –pero a la vez más organizada y participativa, capaz de desplegar su iniciativa- requiere dejar de lado modos de organización y gestión que la concebían como sometida al tutelaje estatal, pasiva, simple receptora en los servicios en lo que no intervenía  ni tenía posibilidades de controlar. Pero la superación de este Estado no puede provenir de la destrucción de sus organizaciones y el debilitamiento aun  mayor de capacidades. El ajuste y la reestructuración constituyen etapas perversas si no van seguidas de esfuerzos rigurosos de transformación de los modelos de organización y gestión. A aquel Estado debe sucederle otro, con capacidades para la innovación permanente, atento a las demandas sociales, flexible, responsable ante la sociedad y efectivo. Todo ello hace que la necesidad de actualizar aquellos modelos sea  a la vez una consecuencia de las nuevas realidades sociales y de las nuevas orientaciones de política, como una condición necesaria para atenderlas e implementarlas.

El crecimiento económico constituye un requisito necesario (aunque no suficiente) del desarrollo porque, por un lado, permite disponer de mayores recursos, recaudando a través de impuestos, para programas sociales y, por otro, aumenta las oportunidades de empleo y, de esa forma, los individuos y las familias pueden satisfacer autónomamente sus necesidades. Sin embargo, debe reconocerse que para alcanzar tasas de crecimiento importantes y sostenidas, el modelo vigente parece exigir plazos más largos que los esperados y no parece conducir a cambios progresivos en la distribución del ingreso. A una confianza desmedida en la “mano visible” de los mercados no reglamentados, se ha sumado el escaso conocimiento de la relación que ha de haber entre política pública y desarrollo. Para que los mercados sean eficientes se necesita la contribución de un sector público bien administrado. Se requiere que la población sea sana, educada e informada, además de que tenga esa estabilidad social que se deriva de la gestión democrática de gobierno y de un nivel aceptable de provisión pública (UNRISD, 2000). El mayor desafío de nuestro tiempo es poner entredicho el individualismo extremo y el poder irrefrenable del dinero, lo cual significa recuperar el valor de la equidad y la solidaridad social y reinstalar al ciudadano en el centro de la vida pública. La “mano invisible” del mercado no permite imaginar una sociedad justa para todos ni trabajar de manera consistente al fin de alcanzarla.

La educación debería reforzar los derechos y oportunidades de las mujeres en la economía. Ciertamente, por una serie de razones, ahora hay más mujeres que nunca trabajando fuera del hogar. La primera es que las mujeres necesitan trabajar para asegurar la supervivencia de la familia. La segunda, que actualmente hay más hogares sostenidos por mujeres. Y tercera, que ha habido un crecimiento rápido en las industrias que dan empleo a un alto porcentaje de mujeres trabajadoras. Los factores mencionados permiten ofrecer a las mujeres mayores oportunidades pero también las exponen a nuevos riesgos. Muchas industrias que emplean mujeres, les ofrecen bajos salarios y deficientes condiciones de trabajo. No obstante haber algunos indicios de que los salarios de hombres y mujeres deben estar convergiendo, parece que a menudo esto se debe a que los salarios de los hombres han disminuido notablemente, y no necesariamente a que los de las mujeres, hayan aumentado.

Las políticas sociales son un prerrequisito para el crecimiento económico en el mediano y largo plazo. Cada vez se requerirán calificaciones mayores para poder acceder a puestos de trabajo que exigen utilizar tecnologías más sofisticadas y ello hace necesario realizar importantes inversiones en el capital humano. Respecto a la magnitud de los recursos debe insistirse en que volvió a crecer la participación del gasto social en el gasto público total y en el producto, superando incluso los niveles previos a la crisis de los ochenta. Es importante señalar que donde el gasto el gasto social es bajo o mediano, es necesario continuar el esfuerzo para recuperar su monto. En palabras de Stiglitz "el desarrollo económico de un país está insertado en su organización social, de manera que abordar las inequidades estructurales requiere no sólo cambios económicos, sino también transformaciones de la sociedad misma. Esto es, las relaciones económicas no provienen de un modelo propio, sino que están incrustadas, en un tejido social y cultural, lo cual permite establecer conexiones de los fenómenos económicos con la esfera sociocultural, arraigando todas las relaciones sociales en un sólo sistema que también incluye intercambios económicos (CEPAL, 2001).

La asociatividad comunitaria puede ser un eslabón clave que conecta el hogar con la institucionalidad pública, cuya expresión espacial menor suele ser el municipio. La asociatividad (no sólo formal o jurídica, sino con contenido de capital social) puede jugar un papel clave en la negociación y en nuevos arreglos contractuales entre Estado, empresa privada y sociedad civil, proveyendo una presencia de actores sociales para una nueva triangulación de servicios con rendición de cuentas hacia los usuarios. Crear y gestionar una empresa asociativa requiere principalmente de la confianza y la reciprocidad que descansan en la relación interpersonal cercana, con fuerza efectiva. Esto se asocia con redes interpersonales- es decir, el capital social del individuo.

La institucionalidad comunitaria es la base de liderazgos que gestionan todos los recursos humanos de un grupo para un fin compartido. Permite por un lado el conocimiento, la internalización y la implementación de normas de conductas en pro del bien social; la resolución social de problemas y conflictos  y las sanciones a transgresores. Por otro, hace posible la legitimación de líderes o su reemplazo en caso  de favoritismo o lucro personal.

Los dos fenómenos son conceptualmente distintos; pero, cuando se pasa del nivel de redes interpersonales a formas asociativas, las redes se convierten en instituciones, en sistemas. La importancia de la teoría del capital social para las estrategias de superación de la pobreza y de integración de sectores sociales excluidos está en la manera en que complementa el “empoderamiento” (Putnam, 1993), que se ha definido como el proceso por el cual la autoridad y la habilidad se gana, se desarrolla, se toma o se facilita. El énfasis está en el grupo que protagoniza su propio empoderamiento, no en una entidad superior que da poder a otros.

Sin la acción de sus aliados personales y grupales, los funcionarios gubernamentales, las embriónicas organizaciones comunitarias y micro-regionales no pueden superar la oposición de intereses tradicionales a su constitución final. En este contexto, las políticas públicas destinadas a fortalecer el capital social local requieren de una visión estratégica para aprovechar lo que la teoría de la complejidad denomina una “fase de transición” entre estudios de un sistema basados en agentes. La acelerada transformación de las estrategias de los actores en una etapa de transición desatada por un cambio estresante en el medio, y la movilización sistemática que éste produce, son posibles explicaciones de la relativa rapidez con que se desarrolló el capital social en algunas comunidades rurales.

Siendo los proyectos sociales, intentos de producir impactos sobre la situación de bienestar o sobre las capacidades de los individuos o familias a través de transferencias, intervenciones o tratamientos específicos, suponen siempre la movilización de un patrón normativo que permita evaluar ese bienestar o crecimiento de capacidades,  el que resulta de la discrecionalidad política o de una convención socialmente sancionada. En situaciones de competencias entre grupos sociales por hacer prevalecer sus intereses o perspectivas, este patrón normativo se convierte en el centro controversias o conflictos, procurándose con frecuencia superarlos por medio de la ambigüedad en su enunciado. Por proyecto social, se entiende a un conjunto de promesas y compromisos de acción orientados hacia un fin, y más específicamente, a previsiones de comportamientos más deliberados -transferencias, intervenciones o tratamientos- que  tienen por propósito impactos sobre individuos o grupos denominados también población-objetivo, grupo-meta o beneficiarios, y que comprenden una determinada asignación de recursos y responsabilidades. Su propósito es satisfacer necesidades básicas, construir capacidades, modificar condiciones de vida o introducir cambios en los comportamientos, en los valores o en las actitudes que lo sustentan (Martínez, 1998).

Los proyectos responden además a comprensiones de los problemas enfrentados que hace uso de concepciones sobre la realidad social y las problemáticas particulares, la naturaleza humana y las condiciones  y capacidades de individuos y grupos y los procesos de cambio en valores y en comportamientos. Esta comprensión opera como un marco analítico que da razón de la situación, de sus orígenes, trayectoria histórica y evolución futura. Todo proyecto revela, por lo tanto, una “visión” de la sociedad y una teoría en uso que brinda sentido a las casualidades postuladas, es decir, a las relaciones entre los medios utilizados y los resultados esperados. Todo proyecto debe de superar problemas de planteamiento y de gestión. Con respecto a lo primero, la cuestión se refiere a como incorporar en el diseño original la incertidumbre originada en cambios en el contexto de operación, en las conductas de los participantes, en las actividades y en la naturaleza de las tecnologías utilizadas. El problema de gestión consiste en resolver los conflictos planteados entre lo provisto y lo contingente, entre lo formalizado y la rutina y los requisitos de cada situación específica, entre los juicios de valor y las consideraciones técnicas, entre las posibilidades y las restricciones, entre los mandatos de la jerarquía y la demanda de los receptores de las prestaciones (Kliksberg, 1999).

Los programas y proyectos sociales como materialización de la política social, se elaboran para satisfacer necesidades de la población. Dicha demanda se satisface vía las políticas sociales, que operan subsidiando los productos (bienes o servicios) del proyecto, para entregarlos a la población beneficiaria, a un precio inferior al del mercado, a uno menor al de su costo de producción o, inclusive, en forma gratuita. Las necesidades básicas insatisfechas de la población que presenta mayores carencias, pueden, así, ser concebidas como problemas y los proyectos sociales como soluciones a los mismos. En los programas sociales la relación entre productos e impactos es una “estimación” que debe ser explicada en la evaluación ex ante y verificación durante la evaluación ex post. Su objetivo es crear condiciones de organización del trabajo y definición de cargos, roles y normas que permitan realizar los procesos requeridos por la tecnología adoptada.

Estos proyectos sociales, deben apoyarse en el estímulo económico dirigido a la micro y pequeña empresa, vía capacitación de la fuerza laboral y mejoramiento de capacidades y aptitudes del personal administrativo para hacerlas más eficientes, siendo fundamental definir una cultura organizacional que propenda a generar actitudes positivas de los trabajadores hacia las empresas y con ello, mejorar su productividad, convirtiéndolas en empresas competitivas en los ámbitos nacional e internacional.

La cultura organizacional se define como un sistema de significados (normas, valores, códigos étnicos y de comunicación, etc.) compartido por los actores del programa, constituyéndose en un rasgo distintivo de la organización. Es frecuente la existencia de una cultura dominante, así como de subculturas. La cultura dominante expresa los valores centrales compartidos por la mayoría de los actores del programa. Las subculturas, se crean como resultado de la departamentalización y la separación espacial. El sistema de significados que define la cultura puede ser compartida en distintos grados. La medida en que los actores internalizan dichas normas y valores genera un clima organizacional especifico. Las organizaciones cuyos actores comparten sistemas de significados tienden a mejorar su rendimiento.

El modelo de organización se asocia con lo estático. Define la autonomía del programa a través de su estructura, siendo en él más recurrentes las funciones de organización y programación. El modelo de gestión hace referencia a lo dinámico, a la cultura y clima organizacionales, asociándose con la dirección y ejecución. Ambos determinan los productos generados por los procesos organizacionales, el contacto directo entre operadores y destinatarios, la naturaleza de las relaciones que se establece y el personal que se dispone, así como sus capacidades, atribuciones, motivación y compromiso.

La responsabilidad social, la ética y la integridad, son elementos indispensables para avanzar en materia de competitividad de las empresas, lo cual establecer relaciones más confiables y duraderas entre empresas e individuos. Asimismo deben facilitar la obtención de mayores utilidades ya que la aplicación de un código de ética común se traduce en incrementos en la productividad y competitividad.

La competitividad de una empresa se traduce como la capacidad para satisfacer las expectativas de los clientes y proveedores de la mejor manera que otros competidores. Se manifiesta en la calidad y la diferenciación del producto o servicio que incluye oportunidad y calidad de la entrega, apoyo en servicio y capacitación. Al interior de las empresas, las presiones de la competencia obligan a las organizaciones a establecer nuevas formas de trato con empleados, clientes, proveedores y autoridades bajo la premisa de que un trato ético y profesional se traduce en un alto grado de confianza en la organización por parte de todos los que con ella se relacionan, para mejorar su competitividad y productividad

La confianza exige entonces, la lucha contra la corrupción en todas sus formas. La corrupción sistémica es un cáncer incrustado en la actividad empresarial cotidiana y surge como consecuencia de la ausencia de valores del lado de la oferta y de la no rendición de cuentas por parte de la demanda, siendo un costo directo muy importante para los negocios, que beneficia a unos cuantos y perjudica a muchos. Este fenómeno se manifiesta de diferentes maneras a través de fraudes, mordidas, regalos, competencia desleal, etc., y su difusión generalizada afecta al libre comercio, que es la única forma eficaz de combatir la pobreza que en los últimos años ha crecido en forma alarmante (Osuna y Macías, 2002).

Los factores culturales  pueden constituirse en una importante ventaja competitiva de las empresas. El bienestar de una nación así como su capacidad para competir, se hallan condicionados por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente en esa sociedad.  Podemos entonces, definir la confianza como la expectativa que surge dentro de un grupo o comunidad de comportamiento normal, íntegro y cooperativo, basado en normas compartidas por sus miembros. Una sociedad que confía en sí misma facilita el desarrollo de grandes organizaciones. Por ejemplo, Estados Unidos, Japón y Alemania, tienen sociedades con una marcada orientación comunitaria, lo que repercute en el sector empresarial que promueve proyectos con grandes inversiones de capital basados en la confianza que tienen en su propia comunidad.  Además, la confianza social facilita estructurar organizaciones sobre la base de flexibilidad, orientación al trabajo en equipo, mayor delegación de responsabilidades, etc. Por otra parte, una sociedad que tiene una marcada confianza permite la evolución hacia redes de empresas que crecen y se consolidan a partir de las oportunidades que las grandes empresas y la propia sociedad abren para ellas. En sociedades donde el nivel de confianza es relativamente bajo, predominan los negocios familiares y pequeñas empresas intensivas en mano de obra, trabajando de manera aislada, sin asociaciones importantes con clientes o proveedores, este es el caso de Hong Kong, Portugal o la mayoría de los países de América Latina.

Tradicionalmente se ha considerado que la responsabilidad social de los negocios es la de incrementar sus utilidades; sin embargo, en los últimos años cada vez es más generalizado hablar de responsabilidad social que trasciende las ganancias e incluye la protección y mejoramiento del bienestar de la sociedad. La incidencia económica de la responsabilidad social puede desglosarse en efectos directos, esto es, un mejor entorno de trabajo, que genere un mayor compromiso de los trabajadores e incremente su productividad, de una utilización eficaz de los recursos naturales o bien efectos indirectos, a través del aumento de la atención que prestan a la empresa consumidores e inversionistas, lo que permitirá ampliar sus posibilidades en el mercado. Si una empresa ha decidido mejorar el comportamiento ético de su personal, puede comenzar por establecer un Código de Ética que ayude a sus empleados a saber cuáles son los valores de su organización y cómo deben ser cumplidos, bajo un criterio de Responsabilidad Social e Integridad, lo cual se logra con el establecimiento de un sistema administrativo que incluye métodos y procedimientos que aseguren que la organización cumple cabalmente con sus valores y con sus obligaciones hacia sus empleados, clientes, proveedores, inversionistas, entorno social y el medio ambiente, evitando así las actividades de corrupción y fomentando el respeto.

 

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§ Profesor Investigador de la División de Estudios de Posgrado e Investigación del Instituto Tecnológico de Oaxaca, México. Contacto: pemece@gmail.com, pemece@itoaxaca.edu.mx