Revista: Caribeña de Ciencias Sociales
ISSN: 2254-7630


CUBANOS EN HARVARD. REFLEXIONES AL RESPECTO (PRIMERA PARTE)

Autores e infomación del artículo

Rolando Jesús González Cabrera*

Juan Carlos Hernández Martín**

Centro Universitario Municipal de Consolación del Sur, Pinar del Río. Cuba

Email: jcarlos63@upr.edu.cu


Resumen
Uno de los capítulos más interesantes de la historia de Cuba lo constituye el contingente de maestros que eran invitados especiales a tomar un curso de verano, en el mejor y más caro del centro de educación superior de los Estados Unidos y del mundo: la veterana Universidad de Harvard. La maestra consolareña Antonia Llorens es un ejemplo de ello.
Palabras claves: maestros- Harvard-universidad-cursos de verano-historia.
Abstract
One of the most interesting chapters in the history of Cuba is the contingent of teachers who were special guests to take a summer course, in the best and most expensive of higher education centers in the United States and the world: the veteran Harvard University. The consolation teacher Antonia Llorens is an example of this.
Key words: teachers- Harvard-university-summer courses-history.

Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Rolando Jesús González Cabrera y Juan Carlos Hernández Martín (2019): “Cubanos en Harvard. Reflexiones al respecto (primera parte)”, Revista Caribeña de Ciencias Sociales (marzo 2019). En línea:
https://www.eumed.net/rev/caribe/2019/03/cubanos-harvard.html
//hdl.handle.net/20.500.11763/caribe1903cubanos-harvard


Introducción
Durante los finales del siglo XIX Cuba fue escenario de la primera guerra imperialista de la historia. Posterior al tratado de Paris suscrito entre Estados Unidos y España el 10 de diciembre de 1898, el 1ero de enero de 1899 comenzaba para Cuba la ocupación militar por los  Estados Unidos. Desde la perspectiva de la nación cubana había concluido el dominio colonial español y comenzaba una nueva etapa que se extendió posteriormente hasta el 1ero de enero de 1959.
En la esfera de la educación se acometieron reformas en todos sus niveles, desde la escuela primaria hasta la Universidad.  “En este sentido, el envío de cerca de 1 300 maestros y maestras —la mayoría maestras— a pasar un curso en la Universidad de Harvard fue de los hechos más difundidos y discutidos. La posible incidencia de los nuevos métodos y conceptos en la sociedad cubana, así como lo inusitado de que un grupo de jóvenes mujeres saliera del seno del hogar para un viaje de esta naturaleza”.1
Desarrollo
En el verano del año 2000, el Museo Municipal de Consolación del Sur informó de una interesante propuesta: por primera vez se rendiría homenaje a la memoria de un grupo de maestros, que apenas liberada Cuba del dominio español, se vieron precisados a sortear los más sofisticados ardides del gobierno interventor estadounidense, orientados a neocolonizar también la conciencia cubana.  
El anuncio causó gran expectación, y apenas abrió sus portones el antiguo caserón colonial, el público colmó la institución museística, en la que interesantes exponentes de la fauna y la flora en el occidente cubano ofrecieron la primicia a los visitantes, que luego dirigieron su atención a unos hallazgos aborígenes, el pesado grillete que una vez privó a un hombre de su libertad; y una colección de armas del ejército mambí, que unida a otra, concerniente a los seguidores de Fidel en el camino de la libertad, confirman que la Revolución Cubana es una sola desde La Demajagua hasta nuestros días.
Luego los visitantes fueron convocados a la “sala de exposiciones transitorias” para inaugurar la muestra. Una sencilla ceremonia de apertura, y todos observaron con interés los retratos, cartas y otras pertenencias de aquellos primeros educadores, a los que Cuba estará eteridnte agradecida.
La colección era un despliegue de imágenes y objetos interesantes, pero un documento, expuesto con la dignidad que suele ofrecerse a las cosas de gran valor, atrajo de inmediato el interés del público. Bien iluminado y protegido, reposaba en el interior de una exquisita vitrina, sobre un refinado tapiz que realzaba su añeja estructura. Detrás colocaron el retrato de una elegante cubana, tomado un siglo antes en Boston (Massachusetts, Estados Unidos de América). Al pie, una efímera nota pretendía ofrecer detalles acerca de aquel manuscrito y su redactora, la dama de la foto centenaria: Diario escrito por la maestra Antonia Llorens Ubieta en el verano de 1900, durante un viaje a los Estados Unidos, junto a un numeroso grupo de educadores cubanos.
Pero el apunte no satisfizo la curiosidad de quienes buscaban al menos un indicador, que aportara más información acerca de la excepcionalidad de aquella pieza; pues no había en su estructura materiales exóticos, y su apariencia no procuraba en modo alguno llamar la atención. Entonces uno de los especialistas del museo, atento a las necesidades de los visitantes, invitó a los presentes a escuchar una conferencia en la que, se revelar detalles biográficos de aquella maestra y su valioso manuscrito, que aportó nuevos elementos a un capítulo poco conocido de nuestra historia patria. 
Un ineludible recordatorio de cuando el sabor del imperio llegó a los estadounidenses.
Trece colonias inglesas en el norte americano proclamaron su independencia el 4 de julio de 1776. En su proyecto emancipador recibieron el reconocimiento y apoyo de muchos amantes de la libertad, como el cubano Juan de Miralles, quien entregó a George Washington una valiosa fortuna colectada entre los habaneros y habaneras, admiradores de la primera revolución independentista en América.
Pero a veces ocurren cosas tan extrañas en el proceder de los hombres, que de no existir un fundamento histórico documental incuestionable, parecerían leyendas de mal gusto. Y es que aquellos colonos y su descendencia, no tardaron en pasar de valientes luchadores por la noble causa de la independencia, a bestias sedientas de nuevos territorios; arremetidas en las que, además de coartar la libertad a otros, emplearon métodos tan sutiles y salvajes como los utilizados por el colonialismo inglés; olvidando de paso aquellos gestos de buena voluntad, que dieron hálito a su epopeya liberadora.
Y una vez “agotadas” las posibilidades de comprar, arrebatar o agenciarse de cualquier forma los predios vecinales en tierra firme, los otrora “pacíficos plantadores” y sus causahabientes, concluyeron que era necesario para mantener la salud de aquel país al que nombraron Estados Unidos de América, extender su influencia y propiedades hasta un límite desconocido. En tal empeño, Latinoamérica fue considerada su traspatio; el mar Caribe un gran lago natural que por derecho le pertenecía, y sus islas una especie de promontorios de sedimentos arrastrados por el río Mississippi.
Decía en 1823 John Quincy Adams, entonces secretario de estado del gobierno de James Monroe:
Existen leyes políticas, así como de gravitación física, y si una manzana separada por la tempestad de su árbol, de su origen, no puede escoger sino caer al suelo, Cuba, por fuerza, separada de su artificial conexión con España, e incapaz de sostenerse por sí misma, solo puede gravitar hacia la unión americana, la cual, por la misma ley de la naturaleza, no puede rechazarla de su seno. 2
Solo el trauma de la guerra de Secesión detuvo temporalmente el desmedido deseo expansionista de los estadounidenses. Pero una vez superado el conflicto entre el norte y el sur, los monopolios, cada vez más influyentes en la economía y la política de aquel país, volvieron su mirada implacable allende los mares.
Años antes de la guerra, para arrebatar a España la colonia de Cuba, un editorial del periódico Washington Post decía: “Parece que nos ha llegado una nueva conciencia, la conciencia de la fuerza […] el sabor del imperio está en la boca de la gente”. Luego en 1897, Teodoro Roosevelt, secretario adjunto de Marina, y organizador de dos componentes importantes del ejército norteamericano: la flota de guerra, y un regimiento de voluntarios a caballo, conocidos por TheRough Riders, escribía a un amigo: “[…] agradecería cualquier guerra, pues creo que este país necesita una […]”.3
Entonces comenzó su trabajo la maquinaria imperial, y como el conflicto cubano-español causaba problemas a inversionistas, comerciantes y toda clase de promotores de la grandeza norteamericana, retomaron al inaudito principio de “la manzana madura” del entonces difunto John Quincy Adams. Para ello debían preparar al pueblo estadounidense que, a fin de cuentas, costearía la inminente guerra de los monopolios y el capital financiero contra España. La prensa fue quien más contribuyó: Joseph Pulitzer, quien había convertido su periódico TheNew York World en un material de primera línea gracias al sensacionalismo, las revelaciones de primera mano, y una supuesta cruzada contra la corrupción, reportaba con crudeza el sadismo español hacia los cubanos, y conseguía de inmediato el esperado efecto de indignación en los lectores. De igual forma lo hacía el New York Journal, entonces capitaneado por William RandolphHearst, editor y político que ensambló un imperio de medios de comunicación, cuyas noticias la gente leía como verdades incuestionables.
Fue esta la primera gran campaña mediática para manipular la mente de los estadounidenses, con vistas a desatar una guerra de rapiña. Y tan exitoso resultó aquel procedimiento que jamás lo volvieron a abandonar.
La respuesta de España a todo aquello resultó una ridícula artimaña para aquietar la tensa situación, y los desprestigiados colonialistas ibéricos propusieron a Cuba y Puerto Rico la autonomía, comprometiéndose además a suprimir los excesos del asesino Valeriano Weyler. Pero ya era tarde para algo así, porque los cubanos reclamaban su total libertad.
Por su parte el gobierno estadounidense aparentaba estar del lado de la independencia de Cuba, aunque no reconocían a las tropas insurrectas que combatían por su libertad. Pero todo cambió de repente cuando España se negó a venderles la disputada isla del Caribe y el 15 de febrero de 1898 sobrevino el pretexto que desató las manos a los norteños: la explosión del Maine.
Al día siguiente The New York Journal volvía a la carga; ahora culpaba directamente al enemigo peninsular de haber colocado una mina submarina al casco del navío. Así que el 11 de abril de ese mismo año, el presidente William McKinley hizo pública la intervención de los Estados Unidos en el conflicto hispano-cubano, cuando los mambises tenían prácticamente ganada la guerra; tres meses después, el ejército colonial español era derrotado en la mayor de las Antillas.
Trescientos ochenta y siete años de coloniaje llegaron a su fin en la isla de Cuba el primero de enero de 1899, cundo a las doce del mediodía se escuchó el primer cañonazo en el Morro capitalino. Sin otra opción, el capitán general español, Adolfo Jiménez Castellano, se llevó la derrota a Madrid, y con esa rara sutileza que acompaña la codicia, los Estados Unidos tomaron el lugar de la rendida metrópoli europea. Comenzaba una nueva era: la del capitalismo monopolista y su voracidad desmedida.
¡Cómo había cambiado todo tras el último disparo independentista en las Trece Colonias de Norteamérica! Aquel prototipo de sociedad empática, bosquejada por los padres fundadores de los Estados Unidos, en la cual el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidadera un principio compacto e insoslayable, cien años después parecía una encomienda obsoleta que el trust sustituyó por el “glorioso dólar”, cuya adoración colectiva hizo desaparecer el espíritu humanista de Washington, Lincoln y Jefferson, y sus hermosos conceptos terminaron por languidecer frente a las lucrativas ideas de Morgan, Rockefeller y Carnegie; “héroes de nuevo tipo”, que distantes de aquellos tiempos de revolución e hidalguía, les pareció demasiado pequeño su país para desarrollar sus grandes operaciones especulativas.
Años después de la guerra hispano-norteamericana por la posesión de Cuba, el presidente de la Oficina de Comercio Exterior estadounidense, escribió al respecto:
La guerra entre Estados Unidos y España no fue sino un incidente de un movimiento general de expansión, que tenía sus raíces en el nuevo entorno de una capacidad industrial mucho mayor que nuestra capacidad de consumo doméstico.4
Por su parte, un profeta cubano que había vivido en Nueva York por más de una década, examinó la maldad oculta en las entrañas del monstruo que apenas despertaba y con prisa alertó a toda Latinoamérica acerca de lo que se tramaba en Wall Street, con el visto bueno de la Casa Blanca. Pero entonces era poco conocida la prédica antiimperialista de José Martí, y muy divulgado aquello de: “Norteamérica, tierra de democracia, libertad y oportunidades”, eslogan que se hizo más atractivo cuando estamparon en el admirado dólar, aquella metáfora que aún dice así: “in godwetrust”.
La importancia de crecer en tiempos de revolución e hidalguía
Mientras el trust y la oligarquía financiera en los Estados Unidos fertilizaban el modelo imperialista, los cubanos asían el concepto patria que, si una vez se ciñó al modesto espacio que ocupaban las principales villas, con el paso del tiempo se tradujo en amor profundo a toda la Isla. Luego resultó que cada una de aquellas almas fervorosas sintió el dolor de ver a Cuba cautiva de España, y en busca de su libertad iniciaron la epopeya emancipadora un 10 de octubre de 1868.
Fue por aquellos días de combate y confirmación patriótica de los cubanos, que llegó a La Habana el catalán Sotero Llorens Roig. No vino reclutado por el gobierno metropolitano para prestaciones militares, sino en busca de mejor suerte para su existencia; y luego de una breve estancia en la capital continuó al occidente de Cuba, ya famoso por sus vegas, donde cosechaban el mejor tabaco del mundo. Qué le hizo detener en el pueblo de Consolación del Sur será siempre una incógnita, pero en este lugar se estableció en busca de unas pesetas, y no regresó a España por amor a una cubana de nombre Adelaida Ubieta Mauri, que igualmente llegó un día a este pintoresco término de Vueltabajo en compañía de sus padres y hermanos, procedente del centro de la Isla.
A Sotero le fue bien en los negocios. Pero alguien afirma que no hubo fortuna más grande para él que sus retoños cubanos, cuya educación confió a la vasta cultura de su señora esposa y a la sapiencia de los mejores maestros del pueblo; lo que convirtió a sus hijos en personas de gran refinamiento y cultura.
Sin embargo, todo indica que fue su hija Antonia, apodada Antoñica, quien más se benefició de aquel privilegio para personas solventes: la instrucción académica. Aquella cubanita nacida el 21 de octubre de 1872, hechizó a todos con su sabiduría y aplicación al estudio, al tiempo que ganó el afecto de las personas más ilustradas del occidente cubano, los que sin muchos reparos contribuyeron a clarificar su pensamiento y cultivar su estirpe, hasta verla convertida en una excelente maestra.
Cuentan que desde muy joven, Antonia era asidua a las misas que celebraban en la enorme iglesia parroquial de la villaque, siendo muy pequeña, vio elevarse al cielo por la gracia de un maestro de obra español nombrado Domingo Domenech, y las manos laboriosas de los esclavos del acaudalado terrateniente Miguel Jané. Pero su mente permanecía abierta al pensamiento vanguardista de entonces, por lo que debió ingeniárselas para vivir en conformidad con aquella sociedad conservadora, donde el tabaco era el sostén de la economía, la tradición una dictadora implacable, y el cura un modelo a imitar.
Ahora bien, siguiendo el curso de los relatos que refieren la vida de aquella consolareña, ningún desafío fue mayor para ella, que pulsar las diferencias de criterio en su familia respecto al estatus de Cuba. Su madre le hablaba con pasión de esta Isla, primero criolla y luego cubana; y de aquel hermoso lugar donde había nacido: la villa de la Santísima Trinidad. Con marcado aliento patriótico refería las hombradas de su hermano Emilio, quien a los 18 años se unió a las huestes mambisasdel sesenta y ocho, y murió por la libertad de la Patria en el combate de “Las Guácimas”.
Del otro lado estaba su padre, él amaba por sobre todas las cosas, la familia que en Cuba había creado, pero idealizaba al máximo su país de origen, lugar del que partió aguijoneado por la miseria en que vivía, y una vez en el exilio, el orgullo le hacía pensar que España era todavía la potencia más grande del mundo, que contaba con el ejército más enérgico y bien armado del orbe, aparte de la flota de guerra más poderosa que navegaba los mares. Y es que no podía ser de otro modo; el viejo patriarca formaba parte de los hacendados y comerciantes del occidente cubano, que subordinaron todo al mantenimiento de aquel estado de cosas, propiciador del bienestar que disfrutaban. Ya lo habían demostrado aquellos acomodados vueltabajeros con su abstinencia, durante el proceso emancipador que comenzó Céspedes en Oriente. Y aunque en la década de 1890 corrían tiempos críticos para la economía insular, las ideas conservadoras del viejo Llorens Roig parecían inamovibles.   
Como añadidura a la desconcertarte situación hogareña, una mañana, camino a la escuela, Antonia vio a su tío Enrique alineado en las filas del Cuerpo de Voluntarios al servicio de España, cuando las tropas del general Mollin llegaron a la Villa de Consolación del Sur, para defender la posición de un posible ataque del general Antonio Maceo. Pues a diferencia de la guerra grande de los Diez Años, en la de 1895 las operaciones libertarias se extendieron con ímpetu a lo más occidental de la Isla. La escena debió resultar desgarradora para ella. Haciendo causa común con los opresores de la Patria estaba aquel otro tío que tanto quiso desde pequeña. Qué vergüenza, los habían ubicado detrás de la tropa peninsular, casi invisibles como corresponde a los renegados. Después se enteró que aquel hermano de su madre era incondicional al colonialismo español desde los días que Emilio cayó combatiendo a la metrópoli.
Eran tiempo críticos, de héroes y traidores, de excesos colonialistas y viriles conspiradores. Pero Antonia, que no tenía memoria de aquel “glorioso lugar” descrito por su padre allende los mares, se aferró a su tierra, la de la palma real y el tabaco, la que pujaba por su libertad y buscaba en el corazón de sus hijos la ayuda fraterna para emanciparse. A partir de entonces vivió entre el peligro y el gozo de amar a Cuba libre.
Decía Gloria Cordero Fernández, su hija adoptiva, que hasta en el ocaso de su existencia Antonia relataba con precisión numerosos pasajes de la guerra liberadora contra España. Aunque al hablar sobre aquellos días de revolución y patriotismo, priorizaba sus vivencias:
Cierta vez nos encontrábamos un grupito de muchachas en la plaza pública —decía Antonia— Siempre lo hacíamos después de la misa del domingo. ¡De pronto se escuchó una voz autoritaria que ordenaba a unos reos caminar a prisa! Eran los soldados españoles a cargo del pueblo que conducían al centro del lugar a dos insurrectos cubanos sumamente ultrajados.
Abandonamos aquel sitio a toda prisa, pero vimos a cierta distancia cómo se ensañaban con aquellos mambises, a modo de escarmiento para el resto de los cubanos […]  
Un hecho singularmente cruel debió consolidar el pensamiento anticolonialista de la generación de Antonia: cuando los insurrectos, encabezados por Maceo, comenzaron a moverse a su antojo por toda la región, no hubo compasión con los vueltabajeros. Apenas Weyler hizo efectivo su terrorífico bando, trajeron al pueblo de Consolación, a punta de bayonetas, decenas de familias campesinas de los alrededores.
Las autoridades peninsulares improvisaron unos tinglados de madera y guano para ofrecer albergue a los reconcentrados, y cuando no hubo espacio para los reunidos por la fuerza en aquellos cobertizos, fueron reubicados en los portales y en los caminos aledaños a la plaza.
Pronto el agua y los alimentos escasearon. Al principio se escuchaba el lamento de los mayores y el llanto de los niños, pero, con el paso de los días, el eco de aquellos clamores se apagó a causa de la inanición y la muerte.
Tan despiadados como imaginativos, los españoles decidieron utilizar el carretón de caballo que recogía la basura, para trasladar los cadáveres a una zanja que cavaron en las afueras del pueblo; sepulcro colectivo que no se cubrió hasta haber concluido el genocidio. Las aves de rapiña arrancaban pedazos a los cuerpos sin vidas, aun cuando estos eran polvoreados con cal para evitar la infección y los malos olores. Llegaron a ser tantos los muertos, que el párroco decidió suspender el tañer de las campanas  para hacer menos triste la escena. El carretón de la basura, apodado “carro de la lechuza”, hacía su periplo dos veces al día; no obstante la desinfección no fue suficiente, y una ola de enfermedades mortales vino a completar el patético cuadro.
Pero todo aquello pertenecía al pasado. Las tropas colonialistas recogieron lo suyo y se marcharon. Con gran presteza fueron desapareciendo los emblemas que recordaban a España; al tiempo que los consolareños reclamaron de inmediato la presencia en la villa de la mambisería combatiente.
Hubo que esperar, porque los insurrectos locales, acampados en las afueras del pueblo, en una finca nombrada La Campana, solo podían exhibir con orgullo la dignidad que ofrece el deber cumplido. Vestidos con harapos, peludos, barbudos y algunos descalzos, parecían la viva estampa de la derrota. Cuentan que uno de aquellos patriotas urbanos, el doctor Antonio Ferrer Cruz, financió de su peculio personal la indumentaria y el acicalo de los héroes, para que entraran al pueblo con el uniforme mambí en perfecto estado.   
De igual forma sostiene la tradición, que las primeras en llegar al lugar por donde pasaría los héroes fueron las alumnas de Antonia Llorens; llevaban banderitas cubanas que a toda prisa elaboraron en la clase de bordado, y lucían bellísimas en las manos de aquellas infantas que crecerían en un “país libre”. 
Decía también Gloria Cordero, que con el lirismo que siempre la caracterizó al hablar de la Patria, Antonia relataba a los interesados lo sucedido aquel día, más o menos así: 
Los héroes aparecieron por el oeste. La gente los miraba sorprendidos y orgullosos, ya que bien conocidas eran las andadas de algunos de ellos. Delante iban los Páez.5 Casi todos andaban a pie, intentando establecer un discreto pelotón. Eran hombres humildes, curtidos por el monte y el combate, henchidos de orgullo por el deber cumplido. Y si bien la marcha disciplinada en aquel tipo de “ceremonia” no era su principal virtud, nadie lo tuvo en cuenta, porque lo único que teníamos en frente eran personas valerosas, amantes de la independencia y la Patria a toda prueba.
Luego apareció la caballería, no eran muchos y sin embargo, el aire llenó de polvo a causa del trote triunfal de los corceles, pero el imprevisto tampoco molestó a los presentes, porque el ambiente venteaba a libertad.
Un proyecto sutil para lograr la anexión por aclamación
La alegría de ver a Cuba completamente libre duró poco. Porque bien pudiera nombrarse bienaventurado el pueblo, que en su camino no ha encontrado obstáculos para obrar su destino de forma soberana, y ofrecer el bien común a sus ciudadanos.
Escribió el acucioso intelectual e investigador estadounidense Howard Zinn en su libro, La otra historia de los Estados Unidos, algo que se le atribuye al entonces presidente William McKinley, cuando debió tomar una decisión sobre qué hacer con las otrora colonias españolas de Filipinas, y dado el caso con Puerto Rico y Cuba, una vez conquistados:
Solía caminar por la Casa Blanca noche tras noche, hasta la medianoche —decía McKinley a algunos ministros que lo visitaban— y no me avergüenza decirles caballeros, que más de una noche me arrodillé y recé a Dios Todopoderoso para que me iluminara y guiara. Una noche, era tarde ya, no sé cómo sucedió, pero me vino de la siguiente forma: […] no podemos devolverlas a España. Eso sería cobarde y deshonroso… no podemos dejarles solos, no están preparados para la autodeterminación y pronto caerían en la anarquía, y en un gobierno peor que el que les había dado España […].

El “sarcasmo del presidente americano” se tradujo en hechos, y en su marcha legionaria por toda Cuba, el ejército yanqui no pasó por alto siquiera el poblado de Consolación del Sur.
Señalan algunas de las personas de más edad en este pueblo, haber escuchado a sus antepasados, que los soldados del norte llegaron en tren hasta la estación de Antigua —a unos tres kilómetros al sur de la villa consolareña—. No eran muchos, y al día siguiente formaron en la plaza, frente al ayuntamiento, como lo hacían hasta hacía poco los españoles. La curiosidad convocó al lugar a muchos lugareños, ya que nadie había visto por allí un extranjero uniformado que no fuera de España.
De igual forma se dice que el líder de la cuadrilla angloparlantese valió de un traductor para hacerse entender. Pero todo lo que se diga al respecto es pura figuración, porque tan poco importó a los presentes aquel soflama, que nadie tomo nota ni patentó recuerdo para la posteridad sobre el suceso.
Y no podía ser de otro modo, porque irrisorio fue lo que hicieron los hombres de McKinley por Consolación del Sur, donde tantos problemas agobiaban a la gente después de la Reconcentración de Weyler. Sostienen apuntes históricos de la época, que los recién llegados del norte nombraron como alcalde al doctor Miguel Enrique Porto, a quien se le atribuía haber sido alumno de la Escuela de Medicina de la Universidad de La Habana, cuando el fusilamiento de los estudiantes inocentes. Lo otro que ordenaron fue la creación de la Junta de Educación del Municipio, frente a la cual estuvo el doctor Antonio Concepción Cruz, y la maestra Antonia Llorens Ubieta como secretaria. Lo demás fue un simulacro de preocupación por la sanidad y el orden, que no fue del todo efectivo.
Primeras acciones para modelar la mente de los cubanos. El periqueo de los estadounidenses en Cuba
Un asunto en común han tenido todos los imperios: la creencia desmedida en la superioridad de su cultura, respecto a la de los demás. Como Ramsés II, Alejandro Magno, o los Césares Romanos, William McKinley quería recordar a los conquistados cubanos la superioridad de su país; porque mucho había evolucionado el pensamiento a favor de la democracia y los derechos de los pueblos, pero la preferencia de los fuertes por someter a los débiles permanecía intacta, como en los tiempos del salvajismo y la barbarie.
Y tal como los griegos proyectaron su cultura al vasto mundo occidental, y los romanos impusieron sus costumbres a los pueblos menores, que despectivamente consideraban bárbaros; el nuevo imperio, a usanza de sus semejantes de la antigüedad, debía impresionar al mundo con el american way of life. Para ello hicieron pública una imagen de los Estados Unidos retocada por expertos maquillistas, que pasaron por alto el abismo que los monopolio sabrían entre ricos y pobres, las continuas huelgas y los obreros mártires de Chicago, los asesinatos de negros por el KuKluxKlan desde Carolina hasta Arkansas, o los emigrantes chinos muertos a pedradas en las calles de San Francisco.
Y en aquel empeño correspondió a los cubanos presenciar por primera vez el show yanqui. Pues si a usanza de los romanos no fue bárbaros como denominaron aquellos compatriotas, en su imaginario, los nacidos en la mayor de las Antillas no eran otra cosa que dóciles e impresionables indios con levitas, a quienes debían modificar la mente, para que entendiesen la sujeción a los Estados Unidos como la mejor alternativa para el futuro de Cuba.
Entonces echó a andar la “acción civilizadora”, con una demostración de desarrollo tecnológico y urbanístico. Un detalle al respecto ha llegado hasta estas páginas, gracias a los relatos familiares, que se originaron en mi abuelo José González Piloto, entonces un mocetón que intentaba hacer progresar su hospedería, ubicada muy cerca de la plaza pública:
En La Feliciana se podía comer, jugar y beber; además gozar de los placeres más íntimos de manera reservada, y todo por un precio módico. Por eso muchos viajantes comerciales que venían de La Habana paraban allí para contentarse con las ofertas de la casa. Luego en el salón hacían toda clase de comentarios sobre las cosas que traían los americanos a la capital. Entonces la gente se acercaba en grupos para oír sobre aquellos inventos desconocidos […].
Las novedades introducidas por los ocupantes estadounidenses eran por lo general máquinas de escribir, elegantes relojes de pulsera, fonógrafos y otros artículos, entre los que no faltaron los flamantes inodoros sanitarios. Luego las modernas construcciones y la higienización, añadieron un toque al alabado progreso que anunciaban los “benefactores” del norte. Pues era inmenso el deseo de aquellos intrusos por hacer de Cuba un país distinto.
Tan diferente imaginaban los yanquis esta Isla que en ocasiones, los habaneros debieron sentirse extraños en la ciudad capital. Cronistas e investigadores afirman que, hasta la máxima figura del ejército interventor en el frente de sanidad, el mayor Davis, se involucró en la campaña para ofrecer instrucciones sobre desagües, vertidos de desperdicios y otras medidas higiénicas. Se llegó al extremo de publicar a diario la cifra exacta de perros callejeros eliminados. Porque debía quedar claro a los nativos la limpieza y el progreso que ofrecían los norteamericanos, respecto a la suciedad y el atraso que España legó a su antigua colonia del Caribe.
Pero esto fue solo el comienzo en materia de novedad al estilo yanqui. Como si no hubiese en Cuba palabras apropiadas para definir ciertas cosas, el asalto a nuestras tradiciones y costumbres fue matizado con sonido y sabor anglosajón. Apunta la doctora Mariel Iglesias Utset, acuciosa investigadora de esta etapa de nuestra historia,  las barberías se anunciaban como Barber Shops, las bodegas se transformaron engroceries. Casi todos los comercios colocaron un letrerito que decía: English spokenhere. En cualquier lugar podía encontrarse un establecimiento que sin mucho esfuerzo hacía pensar en Norteamérica: Yankee Bar, New England Bar, Manhattan Bar, American Tea Room, The gay Broadway Café, Hail Columbia Restauran, Tawer Hotel,LumbiaHouse, BayStateHouse, e International Vedado Hotel por solo mencionar algunos.                                               
Hasta el popular Teatro Alhambra, modelo del bufo cubano en los comienzos del  siglo xx, cambió su nombre en aquellos días por el de “Café Americano”
Como añadidura a la invasión cultural, el periqueo de los estadounidenses en Cuba se hizo habitual. Decenas de comerciantes, inversionistas, misioneros protestantes, turistas y pícaros de toda clase llegaron del norte “para dar lustre” a La Perla de las Antillas; como si esta no pudiera brillar por sí sola. Algunos, más soñadores que ambiciosos, venían a ocupar un espacio para construir ciudades al estilo de las existentes en los Estados Unidos, porque allá decían que en la isla caribeña había cientos de acres de tierra virgen esperando al labrador estadounidense.Es el caso de los doscientos pasajeros norteamericanos y europeos, que llegaron en 1898 por el norte de Camagüey en el navío Yormouth, guiados por un sujeto que se hacía llamar Van der Voot`s, y fundaron La Gloria City; o los que “dieron la brava” a los naturales del pueblecito oriental de Majibacoa, transformándolo en Omaha City. Y los más osados, aquellos que se establecieron como sosegados labradores en Isla de Pinos, y terminaron preparando una conspiración anexionista.
No menos ocurrió en Consolación del Sur. En medio del frenesí por apoderarse de Cuba, apareció en el ayuntamiento de esta villa un grupo de proyectistas estadounidenses. Venían desde Nueva York a realizar el catastro de un barrio rural nombrado Herradura, ubicado al sureste de la cabecera del municipio. Decían haber adquirido aquellos predios para construir en ellos una ciudad, y utilizar las enormes extensiones de tierra que la circundaban en el cultivo de cítricos. Todo era confuso, pero afuera estaban los soldados yanquis con sus fusiles y nadie se atrevió a cuestionar la pretensión de los nuevos colonizadores.  
Ante la vista de todos, el proyecto para extender las fronteras de Estados Unidos hasta un límite desconocido estaba en marcha.
Y en medio de aquel estado de cosas, a los cubanos solo quedaba esperar pacientes el cumplimiento de lo escrito en la JointResolution del Congreso estadounidense, que en su  primer y cuarto artículo decía: “[…] el pueblo de la isla de Cuba es y de derecho debe ser libre e independiente. […] los Estados Unidos por la presente declaran, que no tiene deseos ni intención de ejercer soberanía jurídica o dominio sobre la Isla, excepto para su pacificación […]”.
Otra muestra de “buenas intenciones”
En 1900 los interventores norteamericanos ofrecieron a Cuba una nueva muestra de “buenas intenciones”: la orden militar 368 orientó la creación de 3000 aulas. Conjuntamente decretaron la apertura de cursos para maestros emergentes, adiestramiento en el que aquellos noveles educadores se apropiarían de los rudimentos didácticos para su labor. 
Pero hay prácticas tan bien troqueladas en los genes de la política estadounidense, que aún cundo se les ocurren los llamados “gestos de buena voluntad”, resultan en extremo sospechosas. El apoyo a la educación que proponía el presidente McKinley incluía, en un primer momento, el traslado de cientos de maestros del norte a Cuba. Estos impartirían lecciones de idioma inglés, y como era de esperar, un poco de admiración por los Estados Unidos. Para asegurar el programa entregarían cartillas y textos gratuitos a los infantes cubanos, sin otro fin que el de suplir las carencias en los centros educacionales de la isla.
Ahora la escuelita criolla, con todo su rezago y carencias, debía hacer a un lado lo raigal para convivir con aquellos nuevos valores –y algunos antivalores–, completamente ajenos a lo que ya era una realidad irreversible: lo cubano.
El peligro que aquella iniciativa acarreaba para el futuro de Cuba era alarmante, la isla estaba casi prácticamente desprovista de experiencias pedagógicas que cultivaran al ciudadano en el ejercicio de la libertad e independencia nacional. En aquel mismo instante apareció la respuesta digna de un grupo de patriotas, entre los que se contaban Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Rafael Montoro, Vidal Morales, Juan Gualberto Gómez, Carlos de la Torre, Esteban Borrero y otros intelectuales de mucha vergüenza, que enfrentaron el proyecto imperialista como mejor lo sabían hacer: escribiendo a toda prisa los programas y manuales escolares, que sustituirían en el más corto plazo los importados desde los Estados Unidos.
Sin embargo, los promotores de la anexión y el expansionismo yanqui estaban resueltos a depositar en su “cofre de conquistas” una nueva y valiosa joya: la perla de las Antillas,y transformar la conciencia de sus habitantes era tarea de primer orden.
—“¡Dicen que los americanos nos van a invitar a su país!”, murmuraban algunos maestros en Consolación del Sur, apenas comenzaba el verano de 1900.
Entonces solo era un rumor que, al parecer, tenía como precedente la iniciativa del pedagogo estadounidense H. K. Harroun, de la Cuban Educational Association, cuyo lema era: tostampthe American educational systemupon Cuban ignorante and laxity. Imponer el sistema educacional norteamericano, sobre la ignorancia y negligencia cubana. Según Harroun, había que educar y liberar de la maléfica influencia del militarismo a los nacidos en esta isla, infiltrando en sus jóvenes corazones la doctrina de paz y amor…6
Ahora bien, muy pronto “la comidilla” que circulaba entre los educadores de la Isla perdió su condición de rumor. Como el proyecto de contratar maestros estadounidenses para las escuelas en Cuba no surtió efecto, una nueva iniciativa ocupó su lugar. Contrario a lo que originariamente se concibió, ahora serían los educadores de la Isla quienes viajarían al norte.
Las fuentes más creíbles coinciden en que la idea partió de una conversación entre Leonardo Word, primera figura de la intervención estadounidense, y el teniente Alexis Everett Frye, superintendente de escuelas en Cuba y exgraduado de la Universidad de Harvard como Bachiller en Artes, en 1890. Debe hacerse notar, que según se revela en el AnnualReports of ThePresident and theTreasurer of Harvard College de 1899-1900;Ernest Lee Conant, abogado estadounidense que ejercía en La Habana, y egresado igualmente de aquel alto centro de estudios, fue también artífice de aquella excursión a los Estados Unidos.
Cuentan que Wood era un individuo inteligente, calculador, frío, y algo de buena memoria tenía; porque al tomar posesión de su cargo, no olvidó una sola de las instrucciones del presidente McKinley respecto al futuro de la isla ocupada. Y al sopesar la propuesta de Frye percibió de inmediato la utilidad de aquella excursión para recomponer la conciencia de los cubanos. Hasta es posible que imaginase el hechizo de los conquistados del Caribe al entrar en contacto con los avances y la modernidad de los Estados Unidos. Así que en un santiamén gestionó con su gobierno en Washington aquella idea. Sin dilación, el secretario de estado John Hay ofreció todo su apoyo a la iniciativa del superintendente Frye, y el presidente William McKinley se interesó personalmente en su ejecución.7
Con posterioridad, Alexis E. Frye escribió a Charles W. Eliot, rector de su antiguo centro de estudios superiores en Cambridge, acerca de lo beneficioso que sería mostrar a los maestros cubanos los adelantos en los Estados Unidos, y el efecto que aquello causaría cuando a su regreso a la Isla relataran a los demás sus vivencias en el norte. También le hizo saber su deseo de que los educadores de la mayor de las Antillas adquiriesen la cultura que ofrecen los viajes, y dado el caso, era incuestionable que se refería a la estadounidense; expresando su deseo de que esta se implantase en las escuelas y hogares de Cuba. Después de algunos regodeos, solicitó de la máxima figura de la Universidad de Harvard, la aprobación de un curso gratuito para los maestros de la Isla, vaticinando que el beneficio de aquella empresa sería mayor que su costo.
Charles William Eliot, entonces rector de Harvard, era un hombre muy afanoso. En realidad, no podía proceder de otro modo. Su período presidencial en el insigne centro de estudios universitarios (1869-1909), coincidió con el desarrollo acelerado de la economía de los Estados Unidos. Trabajó duro para graduar hombres y mujeres al servicio de aquellos conceptos finiseculares en Norteamérica, donde la expansión económica y los monopolios decían la última palabra, y a tono con aquella dinámica arrolladora transformó la Universidad en un centro de investigación moderno, agigantó sus facultades y espacios de información científico-cultural, aumentó el prestigio internacional de sus museos y galerías, en los que aun cuelgan impresionantes pinturas de artistas de todo el mundo. Fue también el artífice del famoso Harvard Classics, una colección de libros de múltiples disciplinas, que pretendían venderse como herramientas para obtener una educación superior en solo quince minutos de lectura al día.
Pero ante todo, Eliot era un norteamericano de su tiempo, deudor de aquel capitalismo furibundo, que hasta hoy no ha podido encontrar el horizonte para detener su avidez; por lo que no vaciló en apresurarse a ofrecer una respuesta positiva a la petición de su exalumno, ahora encargado de sentar las bases para “reformar” la educación en la nueva Cuba.
La contestación del rector de Harvard animó sobremanera a Everett Frye, que apresuradamente partió rumbo a Washington para confirmar el apoyo del gobierno estadounidense a su proyecto. Luego viajó a Cambridge donde se entrevistaría con míster Eliot y los de la corporación que regían el alto centro de estudios. Estos, a su vez, debieron consultar al Comité Supervisor, compuesto por treinta miembros elegidos entre los antiguos alumnos, y al final todo quedó arreglado sin dificultad.
Eso sí, como eran tiempos de mucho calcular, y para no romper lo que ya era un principio del gobierno de los Estados Unidos, la excursión no debía tomar un solo centavo de las arcas del gobierno; razón por la cual apelaron a la generosidad de los profesores de Harvard, sus alumnos, las familias de Boston, y en especial a los vecinos del pueblo de Cambridge; personas cultas y solidarias a las que no resultó difícil involucrar en aquella “magnánima” empresa. 
Frye regresó a Cuba más entusiasmado que nunca. En poco tiempo se logró reunir entre aquellos dadivosos norteamericanos, unos 70 000 dólares 8 para sufragar los gastos del curso. De igual forma traía consigo la satisfacción de las autoridades de la primada Universidad, el pueblo de Cambridge y la ciudad de Boston. Y lo más importante, el apoyo incondicional del gobierno de su país, que pondría al servicio de la “excursión” los vapores Sedgwick, Crook, Mc Clellan, Burnside, y Mc Pherson, todos buques de la armada de los Estados Unidos.
Al concluir el período escolar de 1900, como hubo de suceder en todo el país, la directiva de la Junta de Educación en Consolación del Sur comunicó definitivamente la noticia: los maestros cubanos eran invitados especiales a tomar un curso de verano, en el mejor y más caro de los centro de educación superior de los Estados Unidos y del mundo: la veterana Universidad de Harvard.
Harvard era un obsequio sin igual para los interesados en superarse académicamente y obtener una formación cultural aprobada. Fundada en 1636 con el nombre de New Collage, o theCollege at New Towne, presumía como la universidad más antigua del norte americano. Acumulaba hasta entonces un interesante historial en la formación de expertos en humanidades, ciencias, economía y política. En ella estudiaron eminentes médicos como Wendell Holmes, trabajador incansable en la profilaxis de parto. William James, filósofo y psicólogo, miembro de la Liga Antiimperialista de los Estados Unidos, que enseñaba a los norteamericanos los horrores de la guerra contra los filipinos, y la ferocidad del sistema por el que enrumbaba su país. Pero esto no formaba parte del programa doctrinal para los maestros cubanos que viajarían al norte. Del eminente James solo conocieron los bisoños educadores la teoría del pragmatismo, muy arraigada en aquella Norteamérica impetuosa, donde muchos admitían que la prueba de la verdad de una proposición es su utilidad práctica.
Harvard formó también importantes hombres de letras como Ralph Waldo Emerson, primer escritor angloamericano que influyó en el pensamiento europeo. Robert Frost, poeta que figura entre los más destacados del siglo xx; cuya obra recrea la tradición individualista de Nueva Inglaterra, y los valores raigales de su país. Henry David Thoreau, impulsor de esa rara idea norteamericana que busca relacionar la libertad y el individualismo. Por solo mencionar algunos.
De igual forma, hasta el verano de 1900, era extensa la lista de los triunfadores en la política que se habían graduado en la principal universidad estadounidense. Sobre este último aspecto pudiera decirse, que es el centro donde estudiaron más presidentes de los Estados Unidos. Algunos notables como John Adams, el hombre que en 1796  sucedió a Washington, derrotando por la vía electoral a Thomas Jefferson y Thomas Pinckney. Rutherford Birchard Hayes, trabajador incansable en la solución de las secuelas que dejó la Guerra Civil. Theodore Roosevelt, un notorio oficial del ejército agresor de los Estados Unidos que invadió a Cuba en 1898. Y uno bien recordado por los cubanos, aquel que fuera primero secretario de estado del presidente James Monroe, y artífice de la falaz idea de que la perla de las Antillas sería “irremediablemente” propiedad de los Estados Unidos, a saber, John Quincy Adams. Ya en el siglo xx hubo otros, es el caso de Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy. El primero  fue el artífice del  New Deal  –Nuevo Trato– con el que reanimó la economía de los Estados Unidos, muy dañada por la crisis de 1929. El segundo quien autorizó la invasión mercenaria a Cuba por Playa Girón. Resultando notorio más allá de su carrera política por un hecho, que ha suscitado toda clase de enredos, investigaciones y polémicas: su  asesinato en 1963. 
Otro tanto ocurría con el pueblo donde se encuentra la Universidad de Harvard; en el que pasarían la mayor parte de su tiempo en el norte los maestros cubanos. Fundado muy cerca de Boston como New Towne, y rebautizado en 1638 con el nombre de Cambridge, en franca alusión a la ciudad inglesa de igual denominación, era un modesto asentamiento si se compara con las grandes ciudades de Norteamérica. Sin embargo, era en extremo interesante por su riqueza histórica y cultural: en el pasado fue la capital de la Colonia de la Bahía de Massachusetts. Luego llegó a ser un importante centro cultural y educativo, no solo por el realce mundial que le ha otorgado la universidad de Harvard, también porque allí se encuentra el Massachusetts Institute of Technology, inaugurado en 1865 por el notable geólogo William Barton Rogers. Cuando lo excursionistas del Caribe estuvieron en Cambridge, ya el centro era reconocido por sus aportes en el ámbito investigativo. No muy lejos quedaba otra de las instituciones insignias del norteño país: Radcliffe Collage, fundado también a finales del siglo XIX para proporcionar instrucción y oportunidades a las mujeres.
La industria impresora y editora de Cambridge era famosa en todo el país, se remontaba a 1638 cuando se fundó allí la primera imprenta de los Estados Unidos. Había también muchas instituciones culturales e históricas, entre ellas, la Biblioteca Harvard'sWidener, donde se exponía una Biblia impresa por Gutenberg. Resultando una  de las mayores atracciones de aquel lugar, y visita obligada de los maestros asistentes al curso de verano de 1900, la casa que Washington utilizó como cuartel general al asumir el mando de la Armada Continental.
Como complemento, visitarían ciudades de gran desarrollo sociocultural y tecnológico como Boston y Nueva York, que ya patentaban cientos de inventos por año; y habían acunado personalidades como Thomas Alva Edison, inventor del foco eléctrico, un sistema generador de electricidad, un aparato para grabar sonidos, y un proyector de películas. Un inglés nacionalizado estadounidense de nombreAlexander Graham Bell, a quien se le atribuye la creación del teléfono en el norteño país. Nikola Tesla, ingeniero eléctrico e inventor de origen serbio, reconocido como uno de los más destacados en el  proceso de transmisión de energía eléctrica.George Westinghouse, ingeniero e industrial nacido en Central Bridge, N Y, inventor de un dispositivo que permitía a los trenes el paso de una vía a otra. Entre otros científicos y tecnólogos que contribuyeron decisivamente a un mejor funcionamiento de la sociedad contemporánea.
En fin, los educadores cubanos invitados en aquella ocasión a los Estados Unidos, serían llevados a lugares de gran trascendencia local y universal. Itinerario en el que andarían los sitios donde dio comienzo el conflicto entre Massachusetts y Gran Bretaña en 1775. Decenas de museos, centros memoriales, grandes universidades y paisajes irrepetibles esperaban por ellos.
El contrapunteo cubano acerca de aquel viaje
Cuando hubo conocimiento público del viaje de los maestros cubanos a los Estados Unidos, comenzó la confrontación de pareceres. Unos apoyaban el proyecto por considerarlo un paso importante para la educación en Cuba, que por casi cuatro siglos estuvo constreñida a esquemas de inspiración medieval. Los había partidarios de fomentar el contacto con la civilización estadounidense, porque aquellos norteños se anunciaban ya como paradigmas de la democracia y el buen vivir.
Otros, menos ocupados en el futuro de Cuba,  se inquietaron por las excursionistas más jóvenes, tan cerca de aquellos norteños rubicundos, y tan lejos de sus familias. Temían que el “exceso de libertad en el norte” afectara la integridad moral de las muchachas. Pero el interés de los artífices de la neocolonización-anexión haría desaparecer cualquier obstáculo, que pudiera malograr la excursión: las maestras serían custodiadas por chaperonas que, bajo palabra, cuidarían la rectitud moral de aquellas criollitas.
Y en medio del desconcierto de opiniones, asomaron los curas católicos. A los célibes devotos les preocupaba llevar tantos jóvenes a un país, donde la religión era mayoritariamente protestante. Aquello tampoco constituyó un impedimento, y se hicieron los arreglos pertinentes, para que los servicios religiosos a los excursionistas estuviesen en correspondencia con la doctrina apostólica y romana.
Pero el pronunciamiento más juicioso se originó en la inteligencia de los patriotas de mayor madurez política; porque no era la suya una lógica inconsistente. Algunos habían sido testigos en el oriente cubano de aquel bochornoso suceso, cuando William Rufus Shafter, entonces al frente de las huestes estadounidenses, prohibió al general Calixto García entrar en Santiago de Cuba, una vez rendidas las armas españolas por ambos ejércitos.
“Cuando surge la cuestión de nombrar a las autoridades de Santiago de Cuba” –apuntó en una carta de protesta el enérgico general García Íñiguez– “no puedo ver sino con el más profundo pesar, que dichas autoridades no están elegidas por el pueblo cubano, sino que son los mismos seleccionados por la reina de España […]”9
En ese mismo instante comenzó la sospecha de los más perspicaces cubanos, que luego vieron cómo en el Castillo del Morro se alzaba la bandera de las barras y las estrellas, en menoscabo de la tricolor enarbolada por los mambises en la manigua cubana.
Téngase en cuenta de igual forma, que no pocos de aquellos cubanos tenían conocimiento de una bribonada muy parecida a la que en breve tendría lugar. El hecho ocurrió a raíz del agasajo ofrecido por los estadounidenses a la delegación latinoamericana que asistió al Congreso de Washington, en 1889. Asunto que no escapó a la aguda mirada de José Martí, quien oportuidnte informó de lo acontecido a un diario de Buenos Aires, Argentina.
Como eran tiempos en que la presencia de Inglaterra en Latinoamérica molestaba los intereses comerciales y expansionistas estadounidenses; el secretario de estado, James G. Blain ideó la artera reunión continental en Washington, para cerrar el camino al capital inglés en el nuevo mundo.
La ocasión fue aprovechada por el trust y los representantes del capital financiero, entonces dueños del destino de los Estados Unidos, parareorientar la conciencia de los diplomáticos del sur, y hacer más fácil la aplicación del trastornado “paidricanismo”, que solo ha servido para fomentar el atraso y la dependencia de los pueblos al sur del río Bravo.
Eventualmente la cita paidricana se dilató sobremanera, mientras tanto, inició la fantástica y calurosa acogida a los huéspedes latinos. Paseos en trenes, banquetes, recepciones, y un sin fin de agasajos recibieron los delegados del sur. Boston, Chicago y San Luis se interesaron por México. Filadelfia les preparó hermosas fiestas. Pittsburgh publicó un número especial de su prensa en español. En Nueva York una casa de seguros los recibió en su sede, entonces uno de los palacetes más lujosos y confortables de la Gran Manzana. Allí les ofrecieron un sabroso lunch, y después fueron a ver los regios detalles de aquel lugar, donde abundaban los adornos y cristales de colores. Así anduvieron hasta llegar al mirador, altura desde la que pudieron ver toda la ciudad. Y apenas encendió el árbol de christmas sus poéticas candelillas, disfrutaron también por todo lo alto de los encantos neoyorquinos en esos días navideños.
Richmond le mostró sus excelentes hornos, Orleans las fiestas parecidas al carnaval, y hasta Florida quiso aportar lo suyo y les enseñó sus naranjales. No faltó un día de coqueteos en la Casa Blanca, donde fueron presentados por el secretario de Estadoal presidente.10
De esta forma mostraron a los invitados la grandeza y esplendidez de las ciudades más importantes de aquel país. Los llevaron a gigantescas industrias y les enseñaron producciones de toda clase, para que entendieran la conveniencia de tomar a los Estados Unidos como el primero de los socios comerciales.
Apenas diez años habían trascurrido de aquel suceso y otro muy similar estaba en marcha, por lo que no era difícil imaginar que algo más sórdido gravitaba en el “noble empeño” de Mr. Frye, quien aseguraba: “[…] el viaje de los cubanos a Harvard ha despertado «gran interés» en el Secretario de la Guerra, ElihuRoot; y en el gobernador militar de la Isla, General Leonard Wood”. 11
Preocupados por la situación, un comité patriótico comisionó a Manuel Sanguily, director del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, para que hablase a los maestros de la capital que partían a los Estados Unidos. En la conferencia el otrora mambí apeló a los profundos conceptos patrióticos del padre de la pedagogía cubana, José de Luz y Caballero, y dejó claro su recelo cuando dijo que desconocía los motivos de semejante iniciativa, formadora en tierra extraña.
Pero había entonces cierta confusión y muy poca experiencia en el liderazgo cubano, sobre cómo conducir los asuntos de posguerra, prevaleciendo entonces los criterios de quienes estaban de acuerdo con el curso de verano en el norte. El propio Comisionado de Escuelas, Esteban Borrero Echevarría, calificó criterios como los de Sanguily de “temores tan santos como pueriles”.12
Algo tan sorprendente como el gratuito viaje de casi la mitad de los maestros cubanos a la más famosa de las universidades, era el medio de transporte que eligió el Gobierno de los Estados Unidos para su traslado. ¿Qué significaba aquello de llevar a los educadores cubanos al norte en barcos de guerra? ¿Acaso no tenía disponibles la primera nación americana otros navíos menos evocadores de su prepotencia?

Conclusiones
El trabajo es una muestra de cómo en  la esfera de la educación se acometieron reformas en todos sus niveles, desde la escuela primaria hasta la Universidad después de la ocupación norteamericana a Cuba una vez concluida la guerra de 1898 y en este sentido, el envío de cerca de 1 300 maestros y maestras —la mayoría maestras— a pasar un curso en la Universidad de Harvard en los Estados Unidos, para que se prepararan e impartieran después sus conocimientos. Lo que significó que muchas maestras en el caso de Antoñica Llorens aplicara lo aprendido en nuestro país.

*Profesor auxiliar adjunto del Centro Universitario Municipal de Consolación del Sur, Pinar del Río. Aspirante a investigador del Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Juan Marinello.
** Profesor auxiliar del Centro Universitario Municipal de Consolación del Sur, Pinar del Río. Dirección electrónica: jcarlos63@upr.edu.cu
1 López, L.C. (2000): Cuba entre 1899 y 1959. Seis décadas de historia. Editorial Pueblo y Educación. La Habana.
2 Fragmento de un mensaje del presidente William Mckinley al Congreso, Washington DC, 11 de abril de 1898.    Washington Press, 1967.
3 Howard, Z (2004): La otra historia de los Estados Unidos. Editorial Ciencias Sociales. La Habana
4Ibídem, p. 220. 
5Diez hermanos, hijos de una valiente campesina nombrada Catalina Valdés, entonces todo una leyenda porque, presumiblemente, los españoles nunca pudieron tomar su campamento de sangre, ubicado en Arroyo de Agua, al norte de Consolación. Andrés, el mayor, llegó a ostentar los grados de capitán del Ejército Libertador.
6 Carta de H. K. Harroun a F. Machado, Sagua la Grande, 9 de septiembre de de 1899,en: Cuba Educational Association Papers. Citado por M. Iglesias Utset: Las metáforas del cambio en la vida cotidiana 1898-1902/ Editorial. Unión / La Habana 2002, p. 118
7 Según lo expresado por Ramiro Guerra Sánchez, citado por el doctor Cordoví Núñez Yoel en: “Experiencia formadora de maestros cubanos en los Estados Unidos 1899-1902”,Espacio Laical 2-2011.
87 Algunos investigadores sugieren la cifra de $70 000. En el Annual Reports of The President and the Treasurer of Harvard College de 1899-1900, en una comunicación firmada por Charles M. Mason al presidente Eliot —de Harvard— con fecha 10 de noviembre de 1900 se reportan $71,145, 33.
9Howard, Z (2004): La otra historia de los Estados Unidos. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, p. 222
10La versión completa de este hecho se encuentra en un reporte de José Martí Pérez al director del periódico La Nación, publicado en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1889. Martí, J: Obras Completas, Editorial Ciencias Sociales, Instituto Cubano del Libro. La Habana.
11 Alexis, E. F: Circular No. 9, Fondos, Biblioteca Nacional. La Habana.
12 Esteban, B. E(1900): “A sus amigos y compañeros maestros de las escuelas de la Isla de Cuba”, Revista Pedagógica Cubana, La Habana.. Citado por Yoel Cordoví Núñez: “Experiencias formadoras de maestros cubanos en Estados Unidos: 1899-1902”, Espacio Laical, 2/2011-105.

Recibido: 08/12/2018 Aceptado: 26/03/2019 Publicado: Marzo de 2019


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