LA ECONOMÍA DEL FIN DEL MUNDO
CONFIGURACIÓN, EVOLUCIÓN Y PERSPECTIVAS ECONÓMICAS DE TIERRA DEL FUEGO


Miguel A. Mastroscello

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7.6. CONTEXTO NACIONAL: EL PLAN DE CONVERTIBILIDAD

En 1989 la espiral inflacionaria alcanzó valores explosivos, mientras el capital político del gobierno se diluía irremediablemente, con una oposición que no le facilitaba las cosas. El justicialista Carlos S. Menem ganó las elecciones de ese año, pero Alfonsín debió entregar el poder en forma anticipada ante un contexto social que parecía dar un paso más hacia la desintegración cada día.

El grave cuadro hiperinflacionario se insertaba en los renovados términos del debate económico de la época, donde el mercado tornaba a ser revalorizado como asignador de los recursos de la economía, en detrimento de las políticas de sesgo estatista predominantes hasta entonces. Muchos autores se referían ya a los ochentas como “la década perdida”. En los países desarrollados esa discusión estaba incluyendo al propio “estado de bienestar”, mientras que en las naciones latinoamericanas se cuestionaba de modo severo el papel del gobierno como distribuidor de incentivos fiscales, créditos subsidiados y transferencias de diversa índole. Menem no dudó en sumarse a la nueva corriente, para sorpresa general.

En efecto, lo curioso de este nuevo “corrimiento hacia la derecha” en la política económica nacional parecía estar dado por quienes lo iban a protagonizar. Una vez más, se observa que las etiquetas tienen un valor relativo, ya que en realidad, las gestiones peronistas en el gobierno no tuvieron —más allá de las declamaciones— una impronta “de izquierda”, sino que se caracterizaron por un marcado populismo. Sin embargo, es cierto que existía una tradición intervencionista que la nueva gestión no iba a retomar.

Fuera de estas y otras cuestiones de índole política sobre las que no nos extenderemos aquí, el hecho es que después de soportar un par de réplicas del sismo inflacionario durante 1989 y 1990 que provocaron las renuncias de los ministros de economía Néstor Rapanelli (quien sucedió al primer ocupante de esa cartera, Miguel Roig, fallecido a poco de asumir) y Antonio Erman González, Menem designó en el cargo a Domingo Cavallo, quien instrumentó a partir de 1991 un plan de estabilización de ribetes particulares. La ley de convertibilidad, sancionada en abril de ese año, imponía un tipo de cambio fijo de la moneda argentina respecto del dólar, que se estableció en $ 1.- por unidad de la divisa, y obligaba al Banco Central a mantener reservas en oro y moneda extranjera por el equivalente al dinero circulante. De nuevo, la rígida regulación del mercado cambiario ponía en duda la etiqueta del liberalismo que desde diversos ángulos se adosaría al programa.

Asimismo, al BCRA sólo se le permitía emitir pesos para comprar divisas a particulares, con lo que se suprimía la posibilidad de hacerlo para financiar al gobierno. Todo ello era ni más ni menos que una renuncia a una de las herramientas sustanciales de política económica, lo cual dados los pésimos antecedentes oficiales en materia monetaria, pretendía operar en el imaginario de los agentes económicos como una suerte de garantía: “quemando las naves” de ese modo, el gobierno buscaba dar una señal contundente sobre su compromiso con una férrea disciplina en el manejo de las finanzas públicas.

Además de ese régimen monetario y cambiario como basamento, el programa de Cavallo abarcó la privatización de las empresas públicas deficitarias (mediante un proceso cuya instrumentación recibiría serias críticas) y, en general, el repliegue del Estado de la actividad económica. A esto se agregó una drástica pero también indiscriminada apertura de la economía, eliminando —esta vez sí— las barreras arancelarias a las importaciones, con lo cual se buscaba mejorar la calidad y competitividad de la producción local.

El programa fue muy exitoso en cuanto a su objetivo esencial, ya que la inflación fue primero contenida y luego doblegada: en 1996 los precios al consumidor registraron una variación de apenas 0,1%. Este fue sin duda un “record” de Cavallo, así como el de su permanencia en el cargo por cinco años. Algún tiempo después, su suerte cambiaría de manera drástica.

El PBI creció entre 1991 y 1994 de manera notable (casi 22%), impulsado por las exportaciones y también por el consumo doméstico, una vez que con la estabilidad de precios reapareció el crédito para tal fin. Sin embargo, también las importaciones mostraban un incremento muy fuerte, llegando a provocar un déficit comercial con el exterior que, sumado a las obligaciones fiscales derivadas de los intereses de la deuda externa, proyectaban una preocupante amenaza para el éxito del programa. Además, el tipo de cambio fijo por ley impedía el recurso de la devaluación para atenuar los problemas de competitividad internacional, por lo que el gobierno acudió —además de las desregulaciones— a la supresión de distintos impuestos y tasas para beneficiar a la producción nacional, así como a estímulos fiscales a las exportaciones.

En el ámbito social, en tanto, los hogares bajo la línea de la pobreza pasaron de 38% a fines de 1989 a 14% en 1993, lo cual ratificaba los efectos positivos del control del flagelo inflacionario que, como es sabido, afecta de manera principal a los perceptores de ingresos fijos y a los estratos más humildes de la población. La contracara de ello, determinada por la dura competencia externa que afectó a gran número de industrias y por la incorporación a los procesos productivos de tecnologías modernas (para responder vía mejoras en la productividad a las exigencias del comercio internacional), fue un aumento de la tasa de desocupación, de 7% en 1992 a 12.2% en 1994.

En Tierra del Fuego, las nuevas condiciones tendrían también repercusiones.


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