LA ECONOMÍA DEL FIN DEL MUNDO
CONFIGURACIÓN, EVOLUCIÓN Y PERSPECTIVAS ECONÓMICAS DE TIERRA DEL FUEGO


Miguel A. Mastroscello

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5.3. LA ISLA OLVIDADA

Si al comentar la etapa fundacional dijimos que el gobierno nacional no tuvo un plan explícito de desarrollo de la región austral, lo mismo puede afirmarse para este período, a pesar de que continuaron produciéndose algunas acciones oficiales aisladas. Por otra parte, al sostener que 1920 fue el año del comienzo de esta etapa de la historia económica fueguina debemos admitir que ello constituye, en cierto modo, una arbitrariedad, dado que no hubo por entonces un acontecimiento destacado que haya influido de manera determinante en el devenir de los acontecimientos. Sin embargo, lo hemos elegido porque en torno a ese año la ganadería, la cual era prácticamente la única actividad de relevancia y que, como se ha visto, había sido el motor principal en el despegue de la pequeña economía regional, encontró su tope productivo. Ello se infiere del análisis de la evolución del stock ganadero, que muestra cómo tras el formidable impulso inicial, la actividad entró en una suerte de “meseta”.

Los motivos para que esto sucediera parecen centrarse en dos aspectos. Por un lado, como señalamos antes, las explotaciones se extendieron hasta encontrar en la zona cordillerana una barrera natural dada por la conjunción del relieve abrupto, la densificación del bosque y las características climáticas. En efecto, a medida que se avanza hacia el sur, las tierras van perdiendo receptividad, la cual se define por la cuantía de animales que una hectárea está en capacidad de sostener. Así, mientras en la estepa los campos soportan una cabeza ovina por hectárea, esa proporción disminuye a ¼ en los suelos cordilleranos, muchos de los cuales directamente no son aptos para la explotación.

Por el otro, según lo investigado por De Imaz —que coincide con las observaciones de Lenzi al respecto— la política oficial en materia de tierras sufrió un cambio drástico, que se inició con la administración del Presidente Yrigoyen en 1916 pero que se prolongaría por los siguientes cuarenta años. Después de los remates de fines del Siglo XIX no hubo más subastas públicas, y la propiedad rural quedó distribuida entre cinco grupos privados principales: Braun, Menéndez Behety, Montes, Cullen y Bridges & Reynolds . Sólo una parte de esas tierras estaba escriturada y el resto eran simples tenencias, previendo la ley una opción de compra a favor del adjudicatario (por el 50% de la tierra fiscal ocupada y sin escriturar) que, sin embargo, no llegó a cumplirse.

En cambio, un organismo administrativo del Poder Ejecutivo —la Dirección de Tierras— sustituyó con sus resoluciones lo dispuesto por una norma supuestamente de jerarquía superior, lo que en la práctica implicó que los funcionarios a cargo del mismo ejecutaran su particular “reforma agraria”, que tampoco figuró en ningún plan oficial. Se registraba así un antecedente de lo que algunas décadas más tarde se convertiría en una especie de seña particular del país, como lo es la alteración de las reglas de juego y la tendencia a no respetar la normativa vigente. La disposición sobre las tierras volvió al Estado, que desde entonces comenzó a desempeñarse como un terrateniente más.

Esta reforma sui generis tuvo distintas facetas. Por un lado, representantes de dicha repartición oficial concurrieron a la vecina Punta Arenas en busca de colonos, bajo la única condición de que no fueran chilenos. De ese modo se generó una corriente migratoria con predominio de yugoslavos, los que constituían una proporción importante de los extranjeros residentes en aquella ciudad. El mecanismo informal se aplicó también a la distribución de los lotes fiscales —en tenencia, nunca en propiedad— entre los aspirantes, que según De Imaz se hizo de una manera expeditiva, en los salones de un hotel puntaarenense.

Además, estuvieron los palos blancos, como se llamó a los empleados de las grandes estancias que accedieron a la propiedad de los fraccionamientos sólo nominalmente, ardid con el cual los propietarios trataron de mostrar que estaban en sintonía con los cambios políticos y las fuertes señales en contra del latifundismo. Sin embargo, más adelante algunos de aquéllos reivindicaron para sí aquellas adjudicaciones, y al final varios devinieron en dueños.

Pero asimismo hubo “palos blancos” que eran familiares o allegados a funcionarios de turno, muchos residentes en Buenos Aires, algunos de los cuales también lograron, con el transcurso de las décadas, sanear sus títulos. Esto probaría que en la Argentina el acomodo no es, por cierto, un mal exclusivo de los tiempos presentes.

Tal como lo plantea el propio De Imaz, es posible que de haberse mantenido la concentración original de la propiedad rural, sus consecuencias hubieran sido negativas desde el punto de vista de la evolución de la producción, al conformarse una oferta oligopólica. En todo caso, mientras que esto es obviamente incomprobable (¿qué habría sucedido si no hubiera sucedido lo que sucedió?), resulta por el contrario evidente según las estadísticas, que la reforma informal aplicada durante tantos años por la Dirección de Tierras, con su correlato de arbitrariedades y actitudes venales de los funcionarios por una parte, y de inseguridad jurídica para los adjudicatarios por la otra, no logró remover el estancamiento del sector en su conjunto: entre 1920 y 1954 el faenamiento de ovinos se mantuvo en torno a una media de 250.000 cabezas anuales. Esa política, así como dio lugar a la formación de nuevos establecimientos ganaderos, de menor extensión que los previamente existentes, obligó a sus adjudicatarios a esperar durante largos años para tener acceso a la propiedad . Entre tanto esos pequeños estancieros precursores, en muchos casos después de sortear arduos y prolongados conflictos con los anteriores ocupantes de las tierras, tuvieron que llevar adelante sus vidas con grandes penurias y privaciones, en condiciones poco menos que patéticas. Recién en 1956 se modificaría la situación, con la sanción de una nueva ley, y dos años más tarde comenzarían a perfeccionarse títulos y a regularizarse situaciones que en su mayoría llevaban décadas de incertidumbre.

El testimonio

“Mi padre había cavado en una loma un agujero y lo había forrado con troncos de árbol, el techo y las paredes. Era piso de tierra, con camastros de alambre tejido con patas. (...) En el medio del techo estaba un alambre sostenido por ganchos y en un gancho colgaba una olla para cocinar. (...) Para lavar la ropa mi mamá tenía latas de nafta y parafina, que venían de Chile porque de Argentina no teníamos nada. Eran rectangulares, de 20 litros, en donde se ponía a hervir el agua para lavar. Barricas de vino, duelas cortadas por la mitad, era el lavarropas y con la tabla de lavar se lavaba la ropa. Otro distinto era el de bañarse.”

Mientras esto ocurría en el ámbito rural, en las localidades urbanas —que no pasaban de ser pequeñas aldeas— la actividad económica permanecía en un estado cuasi vegetativo. Sólo el frigorífico riograndense demandaba mano de obra en forma estacional e inyectaba recursos al flaco circuito regional, a lo cual se sumaba el ya mencionado aporte de la Marina (con mayor énfasis luego del cierre del Penal de Ushuaia en 1947) a través de los sueldos de su personal y de la ejecución de algunas construcciones y servicios, así como la todavía incipiente y discontinua labor de la Dirección de Vialidad. Fuera de esto, había muy poco más: sólo un grupo de pequeños y muy esforzados emprendedores privados, dedicados al comercio, el transporte y una todavía embrionaria actividad maderera, todos ellos actuando en un marco caracterizado por graves carencias en materia de infraestructura, crédito y comunicaciones. El encomiable empuje y el sacrificio personal de aquellos pioneros no eran suficientes para sacar de la situación de anemia a la economía local, incapaz de proporcionar condiciones de vida razonablemente satisfactorias a la escasa población.

Algunos datos dan una idea más acabada del cuadro. La sucursal del Banco de la Nación de Ushuaia debió cerrar sus puertas hacia 1920 por falta de actividad, para reabrirlas sólo siete años más tarde . En 1925 existían en Ushuaia nueve almacenes al por mayor y menor; tres establecimientos dedicados sólo al comercio minorista; seis casas de comida; un hotel; una cigarrería; dos zapaterías; tres peluquerías y... una sedería .

El testimonio

“La vivienda en todo el Territorio es mala y escasa, y en general las condiciones higiénicas de las casas habitación son deficientes. (...) El problema de la alimentación no fue solucionado aún. Es necesario construir el matadero de Río Grande, para poder controlar el estado satisfactorio de los animales que se faenan. En Ushuaia es necesario construir una cámara frigorífica para almacenar la carne en la temporada que escasea. (...) Los establecimientos sanitarios están instalados en forma precaria y sus capacidades son insuficientes para el número de enfermos que recurren a ellos.”

En cuanto a la red caminera (si se la podía llamar así), hasta la llegada de Vialidad Nacional, acaecida en 1934, se limitaba a las huellas abiertas por los propietarios de las estancias o por el tránsito de carruajes de uno a otro ámbito rural, así como a algunas sendas construidas por la gobernación. Los ríos y arroyos se cruzaban mediante puentes de madera, siendo el único de hierro el que Menéndez había construido sobre el Grande. Y también debe mencionarse al trencito de trocha angosta que comunicaba al frigorífico con la estancia Primera Argentina . Esto corrobora las apreciaciones acerca de las dificultades que en materia de comunicaciones debían sortear las familias y las empresas para desarrollar sus actividades en ese medio climatológica y topográficamente tan complicado. Con la instalación de la repartición nacional, por primera vez comenzó a desarrollarse —con precariedad de medios y muy lentamente— un plan vial para la isla.

La vinculación entre Ushuaia y Río Grande era un problema grave. Recién en 1936 se descubrió el paso cordillerano por el que discurriría con el tiempo la ruta que une a ambas ciudades. Hasta entonces, sólo existían huellas y picadas que personal policial complementaba construyendo algunos puentes y planchados, que eran unas precarias sendas para atravesar los turbales y zonas anegadizas, construidas mediante la disposición en forma transversal de rollizos cubiertos de tierra y pasto. Respecto del descubrimiento del paso hay algunas polémicas entre los historiadores, pero parece ser que fue logrado, por separado aunque coincidiendo en el tiempo, por una comisión policial al mando del comisario Francisco Medina y por el sobrestante de Vialidad Luis Garibaldi, un indio ona cuyo apellido terminó designando al paraje. Lo cierto es que, desde entonces, hacia allí comenzaron a orientarse las construcciones viales, y por esa traza la institución policial tendió una línea telefónica y comenzó a prestar un servicio de correo. En lo que las fuentes coinciden es en destacar el papel que en todas esas actividades tuvo el alemán Ernesto Krund, “el Colorado”, un mítico baqueano que revistó en la plantilla de la Policía, quien cumplió la hazaña de cruzar la cordillera en esquíes transportando correspondencia. La apertura oficial del tramo de la ruta 3 que une ambas localidades se produciría recién en 1949.


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