DERECHO: ¿CUÁL DERECHO?
DE LA CONSTITUCIÓN BURGUESA A LA CONSTITUCIÓN DE NUEVA DEMOCRACIA

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Álvaro Bedoya Salazar

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5.3 El contenido de la Constitución

El 4 de julio de 1991, los constituyentes anunciaron que habían revocado el mandato del Congreso de la República elegido en marzo de 1990. El asalto se consumó con la cantinela de que en el país no podían existir dos cuerpos legislativos: Y, como una burla a la historia de la lucha de nuestro pueblo, los reformadores derrumbaron la Constitución de 1886, repitiendo las palabras de Rafael Núñez, al sentenciar que la Carta del 86 “había dejado de existir”.

El 5 de julio de 1991 comenzó a regir la nueva Constitución, conformada por 13 títulos, 380 artículos permanentes y 59 artículos transitorios.

Colombia se proclama en el preámbulo como un Estado Social de Derecho, con forma política unitaria, descentralizada, con autonomía territorial, con “participación popular” en la toma de decisiones y pluralismo en ejercicio de la política y de la religión, así como en lo étnico y cultural. Y por último, que la soberanía reside en el “pueblo” y que de él emana el poder público.

La Constitución se organiza con los siguientes títulos: sobre principios fundamentales, sobre los derechos, las garantías y los deberes de los habitantes y del territorio, sobre la participación democrática, sobre la vida y organización de los partidos políticos, sobre cómo se debe organizar el Estado, sobre el funcionamiento de la rama legislativa, de la ejecutiva y de la judicial, sobre las elecciones y la organización electoral, sobre los organismos de control, sobre la organización territorial, sobre el régimen económico y de la hacienda pública, y por último, lo referente a la reforma de la misma Constitución.

De esta forma se presenta esta Constitución como un gran avance sobre la Carta de 1886, que se fundamentaba en una democracia representativa. Pero si se analiza su desarrollo en los 14 años de vigencia, se debe por fuerza concluir que los resultados son contrarios al texto escrito y en especial a lo que ha sido llamado como capítulo “garantista”, una enunciación general de derechos que no tienen aplicación en la práctica.

Primer caso: la Ley 100 de 1993, que no es otra cosa distinta a la privatización de la salud, y esto es violatorio del mismo texto constitucional en sus artículos: 47, 48, 49 y 50. Los rasgos fundamentales de esta reforma constitucional, que nació de una séptima papeleta espuria o, más explícitamente, de un fraude, de un golpe de Estado, se sustentan en la absurda teoría de que la competencia genera eficiencia, lo que quiere decir que desde ahora será el sector privado, y en especial los monopolios foráneos, los que disfrutarán de las garantías concedidas por la Carta, al recibir a manos llenas los recursos del erario público. Es así como a la red pública hospitalaria, con la guadaña de la Ley 100, le cortaron el oxígeno. La privatización de la salud se complementa con la medicina prepagada, como los planes complementarios, los periodos de carencia de servicios, los copagos y las cuotas moderadoras, más las exclusiones de cientos de ciudadanos del derecho constitucional de tener acceso a la salud pública. La llamada eficiencia, tasada en términos de rentabilidad, de hecho entierra la salud pública y además golpea directamente los derechos de todos los trabajadores, al elevar los aportes al sistema de afiliación y recortar los derechos adquiridos en históricas batallas libradas por la clase obrera y el pueblo.

Segundo caso: el derecho constitucional en el campo de los servicios públicos domiciliarios, tal como están estipulados en el artículo 78 y en el artículo 336, que dice:

El gobierno podrá enajenar o liquidar las empresas monopólicas del Estado y otorgará a terceros el desarrollo de su actividad cuando no cumplan los requisitos de eficiencia en los términos que determine la ley.

¿Y qué determinó la ley?: Mediante el Decreto 1842 de julio 22 de 1991, el Ministerio de Desarrollo Económico expidió el Estatuto Nacional del Usuarios de Servicios Públicos. Fue una trampa. En su promulgación sonaron tambores y platillos remarcando que así se reconocía la participación ciudadana en el manejo y control de las empresas del Estado. Esto se le decía al pueblo, mientras César Gaviria ordenaba el apagón alegando que se hacía por la falta de capacidad instalada del sistema eléctrico nacional y la no generación hidroeléctrica por culpa del fenómeno del Niño. La artimaña fue aprovechada por el gobierno para cometer toda clase de atracos contra el pueblo. De una parte, llevó a la quiebra y al debilitamiento a la mayoría de las empresas de generación o distribución de energía de propiedad pública y arrasó asimismo a cientos de empresarios colombianos, golpeando a grandes, medianos y pequeños productores y provocando así el despido de cientos de trabajadores en la ciudad y en el campo. Mientras abarrotaban el país de mercancías traídas fundamentalmente por los monopolios gringos, lanzaban una ofensiva contra la producción nacional y privatizaban los servicios. De esta forma llevaron a las empresas públicas a someterse a la camisa de fuerza constitucional de que, al no ser “eficientes”, la “única solución” era venderlas a menos precio a los galgos del sistema fiduciario internacional, feriando al derroche el patrimonio público.

Pero aún faltaba una ley más agresiva y determinante, y entonces decidieron los neoliberales en el poder incorporar el Decreto 1842 a las leyes 142 y 143 de 1994. Con estas herramientas apátridas ordenaron upaquizar el precio de los servicios públicos domiciliarios, camuflándose con la tal democracia participativa, pues se crearon comités de usuarios para presentar reclamos ante los atropellos diarios de las empresas prestadoras de servicios tanto del sector público como privado. Fue una estratagema que golpeó severamente los derechos la ciudadanía mientras proclamaba estarlos defendiendo. De entrada se violentó el derecho al debido proceso, y esto cómo no va a ser una tropelía, si el mismo que comete el robo (por lo común un monopolio extranjero al que se concede el monopolio natural del agua, por ejemplo) termina siendo el fallador, como juez en primera y segunda instancia ante los reclamos de los ofendidos, que no somos otros distintos que los usuarios.

Tercer caso: sobre el derecho a la educación pública, que la Constitución normatiza en los artículos 67, 68, 69, 70, 71 y 72, en que se pintan pajaritos de oro, pero también, como en los casos anteriores, son las leyes reglamentarias, los decretos y resoluciones ministeriales los que dicen la última palabra. El derecho de los sectores laboriosos de la educación ha terminado desapareciendo entre un berenjenal de normas, derogatorias unas y reformatorias otras. Se hace referencia a las Leyes 30 de 1992, 60 de 1993, 107 de 1994, Decreto 1857 de 1994, Decreto 1859 de 1994, Decreto 1860 de 1994, etc. Se excluye de la lista la Ley 115 de 1994 o Ley General de Educación, como una conquista lograda por los institutores con varios paros nacionales y denodadas protestas.

Hay un capítulo garantista de derechos constitucionales, enunciados abstractos que en apariencia son muníficos con la ciudadanía y que han llevado a varios analistas a expresar que la de 1991 es una Carta socialista, a otros que es populista, a otros que es demagógica. Pero una cosa es su contenido abstracto y otra muy diferente la cruda realidad que ha venido padeciendo el país en los últimos 14 años, como resultado directo de la Constitución de 1991, que no se vacila en calificar de neoliberal y privatizadora, pues en esencia, buscaba adecuar la superestructura jurídica a la globalización y a la apertura económica impuestas por la única superpotencia del planeta, Estados Unidos.