América Latina Hoy
¿Y Hasta Cuándo?

Iván Ureta-Vaquero
César Calvo

 

 

Los precios de la solidaridad.

Hoy, tanto a la ayuda como a la solidaridad se les pone un precio, cuando de suyo, y de natural se trata de una manifestación espontánea propia de la racionalidad humana. Esto ha permitido que aquellos susceptibles de ser ayudados también interpreten, en muchos casos que la solidaridad, la ayuda y la cooperación debe ser remunerada o retribuida de alguna manera. Esto explica cómo en ámbitos receptores de ayudas internacionales se haya creado una especie de sentimiento de absorción de recursos y de sequedad del principio de solidaridad supeditado al beneficio intrínseco de la ayuda dispuesta. La racionalidad ética de la solidaridad se convierte en una racionalidad economicista –ni siquiera económica- capaz de cuantificar las consecuencias de la prestación de un servicio altruista, el cual visto así, ya no se puede denominar así, sino que su principio de acción sería esencialmente lucrativo.

Los favores, son aquellos en los que no entra la dimensión monetaria o económica de forma exclusiva. Un favor basado en un motivo extrínseco no lo es, porque está condenado al fracaso. Y la solidaridad, las ayudas, etc…han integrado al concepto financiero como uno de los motores evidentes, a través del cual poder cuantificar “cuánto buenos somos”. Aunque como se puede observar en los conceptos entrecomillados, “cuanto” y “somos” no suenan demasiado bien en la misma idea. Mejor sonaría “cuantos buenos somos”, aunque eso es peligroso. Definirse “bueno” puede tener algunos inconvenientes.

En este contexto, los marcos normativos de la religión o de la ortodoxia, pueden pasar de largo sobre personalidades que incluso pueden mostrar a través de un riguroso ritualismo, un acentuado sentimiento humanista e incluso divino. Sin embargo, el concepto de justicia, a veces muy manoseado, se revela como uno de los principales recursos que justifican pensamientos y actuaciones inconsistentes y contradictorias. Con todo, el día a día, nos exige interpretar un guión tácitamente aceptado, pero muy criticado, en el que la solidaridad y la amistad pasan a formar parte de un corpus mediático. La invitación se convierte en coacción, la coacción en restricción, la restricción en muerte del pensamiento independiente y de la pérdida del respeto al principio de la diferencia. Así nos vemos arropados por un manto que nos proporciona una supuesta seguridad pero bajo el cuál solo cabemos unos cuantos.

El resto, que pase frío, que se moje. A esos les criticaremos, les destrozaremos, les ignoraremos, nos escandalizaremos, y diremos que en suma, tratamos de ayudarlos pero que no se dejan, quizá arguyendo que son ignorantes. Sin embargo en nuestra “sabiduría” nos sentimos incómodos y cuando estamos solos incluso rechazamos en nuestro entorno íntimo, el comportamiento salvaje de quienes se empeñan en sujetar firmemente el manto impermeable y bajo el cual nos sentimos protegidos, sabiendo que sentirse protegido y de gozar de una identidad, tiene un coste. Este coste de mantenimiento se deriva a quienes pasan a depender de nosotros.

Después por la noche, cuando nadie nos ve –o mejor cuando alguien nos vea- hacemos un ejercicio de evaluación de nuestras acciones. En la serenidad todo se ve mejor. La serenidad y la oscuridad constituyen el marco de los propósitos. La remoción espiritual, breve, nos permite dormir tranquilamente, pero el despertar, con su luminosidad, nos ciega y comienza a disponer a su antojo, con su ruido, un entorno que creemos hostil. Pensamos que nos va a dañar. La adrenalina del momento, el borde de la navaja sobre la que transcurren las acciones y las decisiones, es tan afilado que puede rebanar sin ningún esfuerzo los propósitos de cambio previamente meditados. Convirtiendo nuevamente a la solidaridad, al afecto, a la amistad, al altruismo en algo que es despreciado por una razón práctica que supuestamente nos permite sobrevivir, a pesar de vivir. A pesar de nosotros.

La solidaridad puede sentirse como un proyecto inmobiliario. Al principio queremos hacer una gran casa donde poder albergar a una gran familia. Poco a poco, las restricciones presupuestarias impiden concretar el proyecto ideado. Así, al terminar la vivienda creamos un espacio donde vivimos y nos empezamos a sentir a gusto, pero poco a poco, las paredes se van estrechando imaginariamente, y nos molesta hasta el abuelo. Cuando echamos al abuelo, la sensación de ahogamiento sigue incrementándose, necesitamos un espacio más grande para albergar una conciencia más pequeña y así, finalmente, nos encontramos solos en una abstracción de la que difícilmente somos capaces de distinguir la luz de la oscuridad que deprimen un espíritu alejado y distante, hipócrita y mediocre. Así nos esforzaremos en mostrarnos como quieren vernos, forzando nuestra actitud.

Con esa actitud comenzamos a diseñar un diccionario donde las palabras significan lo que queramos que signifiquen. O incluso tenemos el poder de que dejen de significar lo que en origen querían representar. Así cuando otro habla de forma distinta diremos que no sabe lo que dice, que tiene que aprender, y ese aprendizaje se relaciona con la obligación de aprender las palabras-ideas del sistema bajo el que nos regimos.

Morgan Freeman protagonizó a un presidiario condenado a cadena perpetua. En diferentes años un joven le preguntó si se sentía rehabilitado para integrarse nuevamente a la sociedad. Siempre dijo que sí y nunca le concedieron la condicional. Al final, ya cansado, respondió a la pregunta –cito de memoria-: ¿Qué significa esa palabra? Palabras como esas se han inventado para que jóvenes como usted puedan ponerse una corbata. Con esa corbata nos sentimos seguros ya que podemos utilizar un lenguaje que nos han enseñado y que utilizamos para proteger una posición, cuya posibilidad de perderla consiste básicamente en desanudarse el nudo y comenzar a buscar significados que contraríen al pensamiento único. En sí misma, la solidaridad, se ha convertido en moneda de cambio para los que la “prestan” y para los que recibiéndola, se convierten en acreedores de nuevos sujetos que la soliciten. De la necesidad de hace negocio y del negocio se crea una nueva necesidad. Porque las necesidades son rentables y la “solidaridad” ofrece buenos dividendos.

Un caso se puede observar en los prestamistas informales de dinero. Un “sujeto de crédito” se acerca a un banco, el banco se concede un préstamo a una tasa de interés del x%. El individuo con dinero en la mano se acerca a los mercados o clientes informales y les ofrece un préstamo pequeño de unos cien dólares al x+ 15%. Posteriormente se dedica a recuperar el dinero en cuotas diarias y al finalizar el ciclo ha obtenido una ganancia a costa de una necesidad. Necesidad que podría ser real o creada. Cuando digo creada estoy sugiriendo que la idea de sentirse sujeto de recibir “solidaridad” o “ayuda” también puede estar creada por el hecho de saber que existe alguien que puede “socorrerle”. Como se puede observar entrecomillo estos conceptos por estar relacionándolos con factores económicos. Así estas relaciones de dependencia favorecen el enquistamiento y la supuesta prevalencia del pensamiento único.

Antes de entrar a analizar de una forma más concreta el caso latinoamericano, creo que podría resultar interesante observar algunas de las tendencias sobre las que discurre la actual “solidaridad”. Para ello, de reciente actualidad, tenemos el caso de Indonesia, país que además de ser uno de los llamados tigres asiáticos, también ha padecido las fuertes consecuencias de los desastres naturales.


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