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PROTOPÍA

 

FISCALIZACIÓN INDIRECTA. MODO DE DESGRAVARSE

 

Quizá este sea el capítulo más plomo de todo el libro, por lo mucho que de discusión técnica tiene necesariamente, pero al mismo tiempo es, en mi opinión, de los más combativos, ya que viene a tocar la fibra sensible de verdad de todos los sistemas de gobierno: el modo en que los gobiernos recaudan para asegurar, no solo que se realicen las necesarias obras comunes y gratuitas, sino la supervivencia de las jerarquías políticas de la sociedad. Como a continuación se verá, no existe una sola razón que permita dar un margen de duda a la opinión de que los sistemas fiscales que nuestro tiempo sufre son técnicamente absurdos, moralmente discutibles, y por encima de todo, casi una pura tomadura de pelo.

Me gustaría decir que la Historia ha dado un buen ejemplo de fiscalidad, pero no conozco ninguno. Quizá la imperfección técnica de algunos puntos hubiera sido perdonable, pero lo que parece bastante claro es que mientras que muchos se han dedicado a convertir el sistema fiscal en algo razonable, admisible por todos, y eficaz en un cometido social, otros muchos se han dedicado a lo que los impuestos han sido desde siempre: un sayo en vez de una capa. Así que si hay algo que tienen en común todos los sistemas fiscales que en el mundo han sido, son, y si alguien no lo remedia seguirán siendo, es que carecen de coherencia filosófica, matemática y moral. En una palabra, sea cual sea su real objetivo, son ineficaces de todas maneras, y lo que está claro es que ni han respondido, ni responden a la idea de "bien público", porque si lo hicieran, guardarían unas formas que nunca se les ve guardar. En fin, que son una tomadura de pelo, un engañabobos social. Que no tienen ni pies ni cabeza, y que las instancias políticas seguramente pretenden que así siga siendo. Es la forma de justificar la existencia de "castas fiscales". Es la forma de que los pequeños caciques pueblerinos se enriquezcan. Es la forma de que los Estados sigan haciendo lo que les place sin tener que explicar lo que hacen...¡es demasiado complicado!.

Pero como veremos, existen alternativas lógicas, perfectamente viables, y coherentes matemáticamente, que pueden ejercer la función que nos dicen los gobiernos que tienen los sistemas actuales, pero que en realidad no tienen.

Si hay un capítulo del que pudiera leerse algo de inmediata aplicación, al margen de desarrollar o no desarrollar el resto de las ideas, yo creo que es precisamente éste. Es una lástima que tenga que ser un plomo, con tanto concepto y numerito, pero les aseguro que las implicaciones que puede tener una reforma superficial (pongamos que aceptamos que los sistemas actuales, en el fondo, solo pretenden lo que se supone que pretenden), en este asunto, pueden hacer más por la comunidad que todos los otros.

Así que ruego paciencia con este capítulo, y que se espere hasta el final, y se trate de comprender su desarrollo para llegar a ese final con el necesario convencimiento espiritual de tener claro de lo que estamos hablando. Hablamos de lo que ahora más nos duele: el dinero, las deudas, la razón última de que nos sean arrebatados nuestros escasos medios y oportunidades de vida. De modo que habría de ser necesariamente conflictivo, de no existir un nexo entre todas las formas de entender el fenómeno fiscal. Como intentaré mostrar, creo que existe este puente de unión entre unas cosas y otras, que posiblemente nos llevaran de unas ideologías a otras sin perder el barco de la eficiencia.

Como todo lo demás en este libro, no se pretende hacer una definición precisa de los medios a emplear concretamente. Sin embargo, me ha parecido necesario detenerme más en el detalle por la aparente falta de orden y concierto en los planteamientos fiscales al uso. Está claro, como decía más atrás, que las comunidades humanas caminan si no a una globalidad, sí al menos a un tamaño inusitado. Los sistemas fiscales, como los de la justicia, han de hacerse, por tanto, suficientemente complejos para integrar bajo su manto el aluvión de alternativas, costumbres y modos varios de entender la vida, pero sobre todo, la presión del número bruto. Han de saber integrar las cosas o se convertirán en un maremagnum, una madeja difícil de desenrollar. En este propósito, también la fiscalidad y la legalidad han de moverse bajo el principio de la simplicidad, única garantía de buen funcionamiento. Pero la palabra simplicidad parece erradicada de la ciencia política (por llamarle de alguna manera). Espero que eso se arregle en el futuro. De momento, lo único que se puede hacer es señalar las incoherencias flagrantes de los sistemas fiscales en uso y de lo que de ellos se dice. Crítica que se hace mucho más acusada en cuanto que existen alternativas más lógicas, simples y (¿por qué no decirlo?) "justas".

Más o menos, lo dicho hasta aquí podría resumirse de la forma siguiente: Toda utopía, antes de empezar a definirse internamente, debe someterse al principio de libre elección: libertad para pertenecer, libertad para abandonar toda relación de pertenencia a la comunidad, quedándose los frutos de la pertenencia te¿poral. Hemos visto que el liberalismo cumple aproximadamente esta condición, pero necesita un retoque que haga efectiva tal libertad. Este retoque consiste en que la comunidad debe habilitar algún modo de que el individuo aislado recobre su dominio sobre la parte de los recursos naturales que le corresponde cuando decide abandonar la comunidad, cosa que el liberalismo puro no garantiza de modo natural (más bien hace todo lo contrario). Por otro lado, se admite que en toda comunidad, la cual, gracias a la especialización del trabajo generará más riqueza (medios de supervivencia y entretenimiento), se generará una jerarquía en la explotación de la posibilidad de riqueza. La creación de esa jerarquía es inevitable, pero la alta ineficacia a la que una jerarquía tiende, se puede limitar de varios modos. Uno de esos modos es establecer el principio de garantía o responsabilidad (de todo lo que uno hace, ha de responder de su buen funcionamiento). Por principio, el liberalismo evita la mayor parte de los efectos debidos a la ineficacia jerárquica, ya que la mayoría del trabajo de la comunidad se organiza automáticamente gracias a los mecanismos de regulación interna del mercado libre. Ahora bien, el liberalismo no responde demasiado bien a la noción de trabajo público, es decir, la clase de obras que dan utilidad a todos los individuos, pero no particularmente a ninguno. Las obras públicas iniciadas de modo privado, y cuyo uso requerirá, por tanto, un pago, requieren necesariamente de ese trabajo de recaudación, que introduce un coste innecesario en la obra, además de que de todas maneras, nunca puede ser justo del todo. De modo que ese tipo de obras necesariamente recaerán en el poder público, es decir, las altas jerarquías de la comunidad. Hasta aquí no hemos hablado para nada de la dinámica de esas jerarquías, ni de qué clase de poderes ostentan.

Ahora bien, es claro que la ejecución de las obras públicas (y con este nombre nos referimos también a las "labores sociales"), requiere un esfuerzo añadido para el individuo además del que haría meramente para obtener lo que el mercado libre ofrece. En un sistema liberal, en el que el precio determina un equilibrio de fuerzas productivas, el único modo de obtener este trabajo extra es por la vía directa (participación obligada) o mediante los métodos económicos, que son dos: inflación y recaudación. Consiste el primero en que el Estado (fabricante del dinero físico) fabrica el dinero y para inyectarlo en la economía, lo gasta. Con tal gasto recaba el trabajo necesario para la obra pública. Pero este dinero inyectado sobre una economía previamente en un equilibrio teórico genera un aumento de precios.

Aumento de precios que obliga a cada individuo a trabajar más para obtener lo mismo, lo que a fin de cuentas es lo que se pretende.

Como en seguida veremos, aunque este sistema tiene muchos problemas, el otro, el de la recaudación, no es mucho mejor (por lo menos con los sistemas de recaudación que actualmente se emplean). Con la recaudación, el trabajo extra no se realiza forzado indirectamente por el aumento de precio de las cosas, sino por el aporte, en dinero, que se obliga a hacer al ciudadano. El mecanismo de la recaudación, en efecto, es que el individuo ha de trabajar más para conseguir lo mismo, ya que parte del producto comodín (el dinero) que obtiene por su trabajo le es arrebatado. Nuestra idea es que un sistema liberal puro no puede hacer frente a las obras públicas, y sin embargo, en él se genera de modo inevitable una jerarquía. Por consiguiente, la jerarquía deberá hacer frente a la obra pública, y para ello debe emplear alguno de los tres métodos: exigencia de trabajo directo (como en la obligación de hacer el servicio militar), inflación o recaudación. De ellos, solo la recaudación, como en seguida veremos, tiene sentido en una auténtica utopía.

El capítulo anterior se dedicó en su mayor parte al concepto de impuesto.

En él se exponían las ventajas e inconvenientes de emprender ciertas obras desde el sistema liberal o desde un sistema más socializado en el que las personas aportan algo para la ejecución de la obra, y luego el uso de la obra es libre. Estuvimos viendo cómo debían articularse las decisiones sobre este tipo de obras y de dónde debía salir la financiación para ellas, y quien era el destinatario lógico de las aportaciones hechas, tanto para decidir su empleo como para recibir el beneficio de la ejecución de la obra.

Vimos cómo el modo que proponemos asegura, además, que se puede dar una organización interna de los potenciales de trabajo que responda a deficiencias del sistema global, sin necesidad de salirse del círculo global y por tanto sin necesidad de que exista un enfrentamiento entre ellos que no beneficia ni a uno ni a otro, sino que más bien se desarrollaría como un oportuno complemento.

Pero aun no hemos concretado cómo debería producirse esa aportación. Solo hemos hablado sobre quién ha de recogerla y dónde emplearla. El modo en que debería producirse es lo que nos proponemos discutir en este capítulo.

La historia del concepto de aportación impuesta, o impuesto, es larga, evidentemente. En los primitivos sistemas sociales, donde la fuerza bruta articula la coherencia del grupo, la jerarquía impone a su antojo quien paga, cuanto paga, o en qué modo lo hace. La ley se identifica con la persona, y se modifica tan rápido como su capricho. La recaudación es un sistema piramidal y no hay más preocupación que la viabilidad de la obra pública pretendida, la cual, en función de la ineficacia jerárquica, tampoco responde demasiado al interés de las personas de la comunidad, sino meramente a sus altas jerarquías (a veces, en función de su ineficacia, ni eso). No se pretende que el sistema sea lógico ni justo ni se pretende ejercer ninguna influencia especial en el sistema a través de la recaudación, puesto que toda influencia necesaria se ejerce directamente por la vía militar. Pero con el crecimiento de las comunidades, y su extensión territorial, se generan enormes jerarquías capaces de arruinar todo propósito de trabajo organizado y bien común. Las jerarquías recaudadoras son muy costosas en sí, y el sistema meramente militar demasiado caprichoso en cualquiera de sus sucesivos escalones para responder eficazmente a las pretensiones de los jefes y a las posibilidades reales de producción de los pueblos.

De modo que surge el concepto de ley, también para el impuesto. Además, la mayor especialización de la comunidad ha llevado a definir ocupaciones cuyo producto no es directamente utilizable por el bien común (esencialmente, no hay en aquel momento más bien común que la defensa, es decir, la manutención de los soldados). Pero eso genera situaciones de desequilibrio demasiado grandes para pasar desapercibidas. Las personas cuyo trabajo es esquilmado con preferencia están descontentas. Con el surgimiento del capitalismo y sus reglas abstractas de funcionamiento, surge también un tipo de impuesto más evolucionado, más justo también, pero sobre todo más eficaz, ya que permite realizar una organización del trabajo público mucho más ajustada a la realidad productiva, además que empieza a hacer partícipe a todo el mundo de ese esfuerzo, en mayor o menor medida. Se inventa el impuesto dinerario.

Ahora bien, desde el principio, el impuesto dinerario es, como el dinero mismo, un concepto abstracto. Ha de ser decidido, calculado, legislado.

Desde los primeros tiempos surgen varios métodos de imposición.

Algunos con pretensiones de justicia. En los últimos tiempos, incluso se modifica la idea de impuesto como contribución a la defensa y a la iglesia, y empieza a entenderse, gracias a las ideas sociales, como algo que debe volver al pueblo de un modo más directo. Los socialistas empiezan a hablar incluso de redistribución de riqueza, como una especie de punto medio entre capitalismo y socialismo cuyo descendiente final es el concepto de Estado del Bienestar.

Sin embargo, las propiedades abstractas del dinero se han resistido a esta pretensión. Se han inventado varios métodos para calcular el impuesto posible y justo para cada cual, pero todos ellos tienen graves deficiencias.

El Estado moderno, haciéndose eco de la imperfección de los sistemas contributivos, emplea una mezcla de todos ellos, tratando de tapar los agujeros sistemáticos de unos con los de otros.

Debemos abogar claramente por el impuesto recaudador dinerario, porque en el sistema de exigencia de trabajo, éste tiende a ser evitado por las jerarquías más altas, de un modo casi total. Puesto que ellos ordenan el trabajo, definen el prototipo de individuo destinado a realizar el trabajo. Curiosamente, el prototipo de persona obligada al trabajo nunca coincide con el prototipo de individuo de clase alta, ni siquiera para los trabajos comunitarios más señoritos. Además, es completamente contrario al principio de independencia, ya que viola el componente de libertad de asociación en todo momento (una vez el individuo es requerido, no puede negarse al trabajo). Por otro lado, aunque la inyección directa de dinero ha tenido algunos éxitos, todos los economistas saben la cantidad de efectos perjudiciales que tiene. Fundamentalmente la inflación crea parásitos que se aprovechan de las subidas de precio para vivir de una rentabilidad ficticia. Disminuye la utilidad del ahorro, y arruina por tanto la previsión individual de las necesidades futuras. Finalmente, impide la estabilización de los precios, necesaria para que éstos respondan a una situación de potencial productivo real. Como información, el dinero la transmite gracias al precio. Si el precio se pervierte, el sistema liberal, cuya coherencia depende de la aproximada veracidad de los datos transmitidos por él, se vuelve confuso y se desvía por cualquier sitio.

Quiero hacer hincapié en el hecho de que el Estado, por lo menos cuando se usa una moneda abstracta (es decir, cuando se aceptan los pagos a cuenta o con dinero papel), no necesita realmente recaudar para sufragar los gastos comunes. Solo necesita recaudar para evitar la inflación. Sin embargo, hay un punto muy importante que hacer notar: en realidad lo que un Estado necesita para evitar la inflación es conocer con precisión cual es el producto interior (a los precios de mercado actual). EN REALIDAD, esto solo le bastaría, incluso sin recaudar nada, para evitar la inflación. La justificación es algo compleja y excede los límites de este libro, que no pretende ser un manual de macroeconomía. Baste decir que EN REALIDAD, la función principal de la recaudación es informar al Estado sobre el producto interior (por lo menos, para los Estados que tienen interés en saberlo para evitar desmanes de los gastos públicos).

Secundariamente, en efecto, la recaudación tiene un efecto inmediato sobre la aceleración del trabajo y esto permite mantener estables los precios bajo el gasto estatal. Sin embargo, existen otros mecanismos monetarios que podrían evitar la inflación (si se conociesen exactamente algunas variables económicas). De modo que en resumidas cuentas, al menos en teoría, la inflación podría evitarse aunque el Estado gastase dinero sin recaudarlo. Sería más delicado, desde luego, por lo que seguimos abogando por los impuestos como sistema de financiación del Estado, pero eso sí, ya que existirían otras alternativas, ha de exigirse, al menos, que los impuestos cumplan su objetivo con PRECISION. Esta afirmación tendrá importancia más adelante.

De modo que solo el sistema recaudador permite mantener separadas, más o menos, la información acerca de la necesaria contribución a la obra pública, y la información del resto del mercado (el mercado libre), de forma que, por lo menos esta última no se pervierta desorganizándolo todo.

Ahora bien, una vez establecido este punto, las distintas fórmulas empleadas se revelan deficientes.

Existen básicamente los siguientes tipos de impuesto:

(Definiciones previas:

Directo: Es la persona la que es obligada a contribuir.

Indirecto: Es el bien adquirido el que obliga al pago.

Lineal: Una cantidad fija.

Proporcional: Un porcentaje sobre una cantidad.

Progresivo: Un porcentaje variable según la cantidad.

Renta: Beneficio en una unidad de tiempo.)

1.-Tributo. Consiste en cobrar un impuesto a cambio de un servicio (teórico, casi siempre), del Estado. Formalmente no se distingue en modo alguno de un pago privado por un servicio privado, luego no cabe atribuirle ninguna clase de justicia social. Además, normalmente, se paga a cambio de servicios necesarios solo en la medida que el Estado existe, y no se corresponde, salvo casos muy excepcionales, a ningún servicio realmente útil para el individuo. Típicos tributos son los pagos a cambio de la tramitación de documentos oficiales; otra forma de tributo, por ejemplo, más encubierta o menos, es el pago por los servicios de la Justicia, especialmente en lo que a defensa se refiere. Como hemos dicho, ni siquiera cabe hablar de ellos como impuestos en el sentido de contribución a una obra social (y por tanto, de uso libre). Aunque no puedo decir que su lógica sea atacable del todo, personalmente me resulta repugnante, del mismo modo que las autopistas de peaje financiadas en todo o en parte por el Estado. Las razones las daré más adelante.

2.-Impuesto directo lineal. Cada individuo al que se le define como perteneciente al conjunto de los afectados por un impuesto, queda obligado a aportar una cantidad determinada. Esta clase de impuesto, además de primitiva, es injusta, casi podríamos decir que absurda. Como veremos más adelante, aunque todo el mundo admite su absurdo como método de recaudación, su filosofía troglodita se mantiene, sin embargo, en los métodos punitivos. Puesto que tiene que definir de una vez qué individuos quedan afectados por él, evidentemente transgrede el principio de independencia.

Una vez alguien es definido como aportador de este impuesto, no tiene opción a participar o no de la comunidad. Necesariamente está obligado a ello. Además, lo viola porque ni siquiera tiene en cuenta si en realidad el individuo sobrevive o no gracias a su intercambio con la sociedad.

Además, se ceba precisamente en las personas más desfavorecidas (la misma cantidad que para el pobre es una fortuna, es un minucia inmedible para los potentados), justamente aquellas que por naturaleza menos participan de los dones de la comunidad, justamente aquellas que es muy probable que estén fuera del juego de la economía comunitaria. Tal clase de impuesto, por consiguiente, es inadmisible en una utopía.

3.-Impuesto directo proporcional. En este sistema, cada individuo contribuye según sus posibilidades. El que más puede, aporta más. Suelen concretarse en porcentajes de ganancias o producciones. (Estilo el diezmo medieval para la Iglesia). Evidentemente, es un método más justo como método de recaudación, aunque viola básicamente el mismo principio que el anterior, al no distinguir entre los bienes que al individuo le corresponde poseer por su propia existencia y los que ha obtenido específicamente gracias a su pertenencia a una comunidad. Además, en este tipo de sistema el individuo es vigilado con lupa por la comunidad para establecer su cuota contributiva, lo que provoca en él sentimientos (ciertos) de ser constantemente vigilado y casi perseguido, lo cual, en todo caso, es altamente desagradable.

4.-Impuesto directo progresivo. El más avanzado de todos, el gran invento de los Estados modernos. Que permite, hasta cierto punto, eliminar la presión sobre las capas sociales más bajas (o capas más externas del círculo), a costa de eliminar la coherencia matemática de los impuestos como método de medición de la capacidad productiva (o sea, justamente su sentido principal). Permite hasta cierto punto distinguir entre lo que a cada uno le corresponde, sea o no sea disidente del sistema económico. Pero al hacer bastante absurdos con el tema de la partición te¿poral de los ingresos carece también de justicia constitucional. Con él, se paga no solo más cuanto más se gana, sino que cuanto más se gana, mayor es la proporción de lo que se paga. La medición de lo que se gana se hace en un período de tiempo dado, lo que cualquiera puede comprobar que desfavorece de un modo monstruoso a aquellas personas y colectivos que por la naturaleza de su trabajo obtienen sus ingresos en ciertos períodos concentrados, teniendo escasos ingresos en el resto (lo que es también muy típico de las capas más bajas de la población sometidas de vez en cuando al desempleo). Existen dos métodos progresivos: uno grava las rentas (es decir, los beneficios obtenidos en el tiempo considerado). Otro grava los patrimonios. Sobre este último no cabe hablar demasiado. Viola nuestra primera propuesta de propiedad definitiva, única propiedad capaz de ser llamada con ese nombre, y viola, en consecuencia, el principio de independencia, según el cual, uno debe ser libre de no relacionarse más con la comunidad, sin perder lo obtenido de sus anteriores tratos con ella. Evidentemente, la propiedad se obtiene del trato con la comunidad (además, es la comunidad la que es garante de la propiedad). Ahora bien, tener que pagar impuestos por el patrimonio evidentemente obliga a tener tratos con la comunidad bajo amenaza de arrebato del dominio de las cosas. De modo que es completamente inadmisible. Añadidamente, ni siquiera tiene mucho sentido. En efecto, el dinero líquido es fácil de disimular o ni siquiera está gravado, cuando es el patrimonio más relevante en una comunidad liberal. Por otro lado, estimula el gasto indetectable (servicios), y consecuentemente, desmotiva el ahorro. En resumen, inadmisible. La imposición progresiva de la renta, por otro lado, es inadmisible en su injusticia con ciertas formas de obtener la renta en el tiempo, aunque podría arreglarse si la declaración de una persona tuviera en cuenta las declaraciones anteriores. Así, quien obtuviera muchos ingresos en un período de tiempo, pagaría mucho, pero si en los períodos de tiempo siguientes obtuviese mucho menos, tendría derecho a la devolución de esos impuestos cobrados injustamente. Es decir, si se considerara la renta media de la vida de la persona (convenientemente combinada con los IPCs de los años transcurridos, como es lógico), y no la renta del último año nada más. Eso empezaría a parecerse a un sistema medianamente admisible en un sistema utópico. Todos estos tipos de impuestos, del cual solo el progresivo medio sobre la renta (que yo sepa jamás utilizado, por otra parte) es compatible con el principio de independencia, tienen un problema constitucional: necesitan estudiar caso por caso su forma de aplicarse. Es decir, necesitan, para empezar, definir QUE ES la renta, en cada caso. Uno podría pensar que es evidente qué es la renta. Es el beneficio. La diferencia entre la venta y la compra y los gastos de producción. Uno podría pensar que es fácil saber cuanto gana cada uno. Simplemente, a todo el dinero que se ingresa, se le quitan los gastos que se han tenido con objeto de hacer posibles los ingresos. Y en efecto, es bastante fácil que cada cual calcule su renta.

Ahora bien, el problema no es ese. Puesto que la contribución comunitaria, tanto en el sistema proporcional como en el progresivo, depende de la renta, lo más normal (y no cabe esperar otra cosa) es que las personas MIENTAN sobre cuales son sus rentas, tendiendo a declarar que son menores de lo que en realidad lo son. Puesto que la renta (o beneficio) se calcula como venta menos compra de materias primas y menos gastos necesarios para la producción, lo normal es que la gente tienda a mentir sobre o bien las ventas que ha realizado, o bien sobre los gastos necesarios o las compras hechas. Controlar que las ventas declaradas son las realizadas es relativamente fácil. Por tanto, quedan las compras y los gastos. Y aquí vienen los problemas. Es relativamente fácil controlar el TOTAL de las compras y gastos (basta contrastar las declaraciones de ventas y compras, que hacen diferentes individuos).

Pero cómo solo una parte de esas compras se descuenta del beneficio (de hecho, la otra justamente es el resultado de ese beneficio o renta), ese total no sirve de nada. Es necesario saber qué parte de esas compras son admisibles como gasto productivo, y qué parte de esas compras es claramente el resultado final deseado por el individuo para su trabajo, es decir, la parte que se queda para su consumo, que es la que todo el tiempo está buscando con su trabajo.

Así pues, es inevitable en un sistema así, que el Estado deba examinar con lupa a qué se dedica cada uno para decidir qué gastos son admisibles como gastos de producción y cuales no. El Estado debe decidir si tal o cual gasto, si tal o cual mercancía, pagada de esta o aquella manera, son o no son un gasto productivo. Para un profesional liberal, por ejemplo, las comidas y cenas en restaurantes se consideran gasto productivo, en tanto que es en ellas donde a menudo establece los contactos con sus clientes, pero solo hasta una cierta cantidad, Tcomo si tuviera sentido que el Estado defina a qué tipo de restaurantes y con qué frecuencia puede acudir dentro de lo profesional, y que entienda que más que eso, como si dijéramos, es vicio!. Todo eso genera una serie importante de contradicciones y problemas graves (por lo menos, para el sentido común): Primero: el Estado tiene que inmiscuirse, no siempre con acierto, en la definición de los sistemas de producción, lo que le sobrecarga de trabajo y conduce a un gran abigarramiento del aparato fiscal, con todas sus consecuencias de altos costes, errores y retrasos burocráticos.

No olvidemos que en un gran sistema productivo altamente interrelacionado, como puede ser un país actual, el número de diferentes líneas de producción, fases dentro de esas líneas, y diferentes segmentaciones empresariales típicas sobrepuestas sobre líneas y fases, es monstruoso.

Segundo: cualquier economía liberal tiene oportunidades de negocio no necesariamente definidas previamente. TPrecisamente, la libertad para explotar tales oportunidades, y responder, de este modo, a una situación nueva, es la magia del liberalismo!. Ahora bien, las actividades de este tipo necesitan encuadrarse en alguna tipología fiscal previa, lo que no siempre es justo para la nueva empresa (curiosamente, CASI nunca lo es), lo que la coloca en desventaja competitiva y hace que se retarde y dificulte la aparición de este tipo de actividades novedosas pero útiles para la sociedad en un momento dado.

Tercero: Pese a lo abigarrado que resulta el sistema impositivo, el análisis del Estado no puede ser tan de lupa que contemple los múltiples factores, por otra parte defendibles, que afectan de modo individual a cada núcleo económico, sea una persona o una empresa. De modo que en realidad, la tipificación de actividades que realiza el Estado no se ajusta, en particular, a la justicia de ningún caso concreto, y siempre habrá actores económicos que se considerarán (con razón) agraviados frente a otros.

Cuarto: El sistema se hace tan abigarrado, que simplemente declarar se convierte en una tarea tan compleja que se crea una casta especial dedicada a hacer las declaraciones de la gente, con todo lo que conlleva este gasto inútil de energía por parte de la base productiva y por parte del Estado, y lo negativo que resulta que los individuos no sepan en realidad lo que les corresponde pagar en justicia al Estado (dando así la impresión de que es fácil engañarles en todo momento y generando en el individuo una sensación de indefensión, a menudo bastante acertada).

Quinto: Se crea una complejidad burocrática algo excesiva en la gestión de las empresas, lo que les añade costes productivos innecesarios.

Aun así, no creo que se pueda uno mostrar demasiado en contra de los impuestos directos progresivos sobre la renta, siempre que fueran MEDIOS, es decir, que cada declaración correspondiese a todo el período vital, y no solamente al período anual anterior. En realidad, es bastante sencillo, puesto que basta con tomar los resultados anteriores y tomarlos en cuenta en el que se está calculando. (No es que se proponga rehacer toda la retahíla de cálculos de los años anteriores). Ahora bien, está bastante claro que un sistema más sencillo sería bastante preferible. Como sistemas sencillos se inventaron los impuestos indirectos. Estos gravan las cosas, y no las personas. De modo que, salvo en grandes grupos de artículos, no es necesario, en principio, hacer un análisis demasiado profundo sobre los modos de producción de cada cual, y el Estado, salvo casos muy puntuales, puede dejar bastante en paz a la gente.

Nuevamente existen varios tipos de impuestos indirectos. El impuesto que se presenta como idóneo para una utopía es un impuesto indirecto que a continuación se describirá. Tanto la descripción del funcionamiento de los impuestos indirectos que están implantados como la del que se propone para una utopía son un poquito más complejos de describir y entender de lo que creo que venían siendo las cosas hasta aquí. No son especialmente difíciles, pero puesto que implican ciertas operaciones matemáticas (sencillas, pero quizá algo enrevesadas), los siguientes párrafos exigen un poco más de atención, y si fuera posible, seguirlos con un lápiz y un papel donde hacer cada uno las operaciones, para comprobar por sí mismo los argumentos.

1.-Indirectos Lineales. Los que graban con una cantidad fija los artículos, por ejemplo, tantas pesetas por litro de vino. Sobre este tipo cabe decir dos cosas: una, que se convierten en un follón imposible, puesto que hay casi tantas mercancías posibles como personas, dos: que jamás se corresponderán mucho con las necesidades de recaudación, dado que los precios evolucionan mucho más deprisa que las leyes que regulan las cuotas impositivas, de modo que esas cuotas afectan más, proporcionalmente, a los artículos, o menos, según el precio de éstos sube o baja.

2.-Indirectos Proporcionales. Este tipo de impuesto es bastante perfeccionado. Su objetivo es conseguir que el precio que se paga por un artículo siempre resulte un poco más caro, en un porcentaje fijo, de lo que sería el precio de mercado libre puro. De manera que eso obliga a cada uno a trabajar en esa proporción un poco más para obtener lo mismo. La razón por la que este me parece el sistema idóneo es que en primer lugar, solo se hace efectivo cuando se produce un intercambio económico, es decir, cuando el individuo PARTICIPA de verdad de los dones de la economía comunitaria. Mientras tanto, este impuesto no afecta en nada a la propiedad de cada cual, que se convierte de este modo en definitiva, ni le obliga a participar mientras no encuentre motivo libre para hacerlo. Además, es proporcional. Y aunque lo proporcional no es tan bueno como lo progresivo (en principio), en seguida veremos como el objetivo de la progresividad se puede conseguir con medios mucho más eficaces que la progresividad.

Añadidamente, es el sistema más sencillo y el que en teoría menos trabajo necesita para establecerse tanto del lado del contribuyente como del lado del fisco.

El típico impuesto indirecto es el famoso IVA. Se trata de que cada artículo se incrementa en su precio con un porcentaje fijo para ese tipo de artículo. Dicho así parece bastante simple. Sin embargo, surge un problema exactamente en el mismo sitio que surgía con los impuestos directos.

Allí, el problema era determinar la renta de cada uno, separando los gastos admisibles como gasto de producción de los que no lo son, a fin de calcular la renta como diferencia entre ingresos y compras más gastos admisibles como gastos de producción. Ahora bien, cuando alguien compra algo con el fin de producir (o meramente distribuir), también compra más caro que su precio de mercado libre, ya que tiene que pagar el impuesto.

Si un tendero compra, por ejemplo, licor a 500 ptas el litro con un impuesto del 10%, en realidad pagará 550 ptas. Esas 50 ptas van a parar al fisco. Hasta aquí todo correcto. Ahora el tendero le incrementará el precio para obtener un beneficio, y lo venderá, por ejemplo, a 605 ptas. (Ganando 55 ptas). Ahora bien, este es su precio de venta de mercado, pero a ese precio habría que incrementarle un 10%.

Resultando un precio total de 665.5 ptas. Con lo cual el fisco recaudará un total de 115.5 ptas, bastante más que el porcentaje que inicialmente se suponía. Existen varias maneras de evitar este efecto. Encuentro básicamente dos complejísimas y una sencilla. Y ¿cómo no?, los fiscos del mundo han venido eligiendo una de las complejísimas. Las dos maneras complejísimas son las siguientes: Una: Hacemos un mapa del sistema productivo entero y decidimos qué tipo de porcentaje debe gravar a cada tipo de intercambio. Por ejemplo, cuando una licorera vende a un tendero, un 5%, y cuando un tendero vende a un cliente, un 6%. Cualquiera puede imaginarse la magnitud de esta empresa. Colosal, sin duda alguna. Imposible de adecuar al mercado, por otra parte, ya que no siempre las mercancías siguen rutas determinadas desde sus materias primas hasta los productos terminados, ya que en el seno del sistema liberal, los sistemas productivos a veces crean rutas alternativas de producción. En todo caso, no tengo noticia de que ningún Estado haya intentado esta vía.

Dos: Hacer que los agentes económicos, cuando actúan en calidad de intermediario, tomen en cuenta la cantidad que ya han pagado del impuesto, y de lo que tienen que ingresar al fisco, descuenten lo que ya han pagado directamente a su proveedor. Este es el sistema del IVA. En el ejemplo anterior, el tendero diría que le corresponde pagar 60.5 ptas, pero como ya ha pagado 50, solo pagaría 10.5. De este modo el fisco solo ingresaría 50 más 10.5 ptas, lo que son las 60.5 pesetas que corresponden al 10"% de 605, que es lo que se pretendía. Naturalmente, las cosas ocurrirían de otro modo. Si el tendero lo que pretendía originalmente era ganar 55 ptas, como sabe que no va a pagar esas 50, en realidad el precio de venta que fija es de 555, a lo que añade un impuesto de 55.5, del que descuenta las 50 pagadas, ingresando solo 5.5 ptas. Así que en realidad, el licor se vende a 610.5 ptas, y no a 665.5, y el Estado ingresa las 55.5 que corresponden a una base imponible de 555 ptas. El Estado recauda justo lo que debería y el cliente paga justo lo que es razonable. El sistema suena razonable hasta que nos damos cuenta de que es difícil distinguir a un intermediario de alguien que no lo es. Todo el mundo tiene gastos productivos previamente a tener ingresos. Ahora bien, se puede comprobar fácilmente que la suma de todos los impuestos pagados, bien por los gastos de producción, bien por los bienes adquiridos con la renta, coincide con el total de impuesto que debería pagar cualquier agente económico como impuesto por sus ventas. En efecto, es fácil comprobar que el tendero ha ganado 55 ptas, pero que cuando compre algo con su beneficio, para su uso personal, comprará mercancías que en realidad valen 50, porque también incluyen un impuesto. Si de la cantidad que tiene que pagar como impuesto se pudiera desgravar el impuesto de estas mercancías, entonces, de las 605 ptas por las que ha vendido menos las 550 que le costó el licor, tendría una diferencia de 55 ptas, con las que podría comprar algo que vale 50 ptas y tiene un impuesto de 5. Como impuesto ha cobrado 55, pero ya pagado 50 + 5. Es decir, todo. De manera que no tendría que ingresar nada. En realidad, por esta regla de tres, NADIE pagaría nada, porque, por norma, los gastos y compras para producir, más la renta, están cargados justamente con la cantidad de impuesto indirecto que se ha ingresado añadiéndose un porcentaje al precio de venta.

En la realidad, con tipos diferentes de impuesto indirecto para diferentes tipos de mercancía, la cuenta no sería exacta. Pero evidentemente el sistema no tendría ya sentido. En conclusión, hay que definir, para cada actor económico, qué compras permiten desgravarse el impuesto indirecto y cuales no. Así es como funciona el IVA. Pero como se ve, hemos vuelto a las andadas. Otra vez nos toca definir qué es un gasto productivo y qué es una renta, para cada actor económico.

Demasiado trabajo, de nuevo, y al final, para no acabar de acertar con nadie. Pero es el sistema que se ha elegido hasta ahora. Así pues, ¿cabe alguna solución a esta paradoja?. MHay alguna manera de devolver el "anonimato" a los agentes económicos mediante el impuesto indirecto, sin caer en el absurdo de no cobrar nada o cobrar más de la cuenta hasta convertir el precio final de la mercancía en un absurdo económico?.

En realidad, sí. Y es bastante sencilla. El error de base en la consideración del impuesto es la suposición de que el intermediario debería transmitir información solamente de lo que él mismo ha hecho, y esto no es verdad. Lo que el intermediario debe hacer es informar a su cliente de cuánto impuesto había pagado él como impuesto de la parte que le está cobrando. En el ejemplo, dicha parte es 55+60.5 ptas. Debe cobrar a su cliente en realidad, 665.5 ptas, e informarle de que 115.5 ptas son el impuesto pagado. (Obsérvese cómo el tendero PUEDE incluir el impuesto que él ha pagado por los servicios que él ha adquirido para sí mismo). La operación que hará el cliente será la siguiente: 665.5 - 115.5 = 550 ptas, de las que corresponde pagar 55. Puesto que ha pagado 115.5 se le deben reembolsar 60.5 ptas, de modo que el precio final que paga es 665.5 - 60.5 = 605, justo la cantidad que correspondería a 550 más el 10 %, es decir, más o menos la cantidad que obteníamos mediante el sistema de desgravación, habiendo ingresado el Estado solamente 55, que es lo que debía ser.

El tendero, que no ha sido informado de qué parte de lo que ha pagado corresponde a impuesto, no puede desgravarse nada, de modo que cobra 665.5 ptas, ingresa 60.5 ptas, y tiene disponibles 55 ptas para consumir, tal como debía ser. El sistema que se propone es entonces bastante simple: consiste en informar al cliente de la parte del precio que ha sido pagada en impuestos por el artículo, la cual, en general, será diferente del porcentaje que corresponde al precio de transacción fijado. Parte, por cierto, que corresponde a los importes pagados por el intermediario-productor, y no tiene relación con el precio de venta que pone al cliente. Nuestro tendero no podía desgravarse nada, porque el impuesto que ha pagado es exactamente el porcentaje fijado para los importes de sus compras. Ahora bien, el cliente sí puede descontarse algo, porque había una parte previamente pagada.

¿Qué pasaría si quien hemos puesto como cliente, a su vez vendiera el licor a un cuarto?. Pongamos que ha pagado 665.5 ptas por el licor, y que quiere obtener un beneficio de otras 55 ptas. Tiene dos opciones. Podría vender por 720.5 + 72.05= 792.55 ptas, informando que de esa cantidad, se han pagado (55 + 60.5 =) 115.5 + 5 + 72.05 = 192.55 ptas. En este caso, ese cuarto cliente determinaría que el precio base del licor son 600, de las cuales corresponde pagar 60 ptas, de modo que se le deberían reembolsar 192.55 - 60 = 132.55, quedando su precio real del licor en 600 + 60 = 660, o 792.55 - 132.55 = 660. La otra opción sería reembolsarse él mismo ese impuesto extra, con lo que el precio pagado, ya lo hemos visto, hubiera quedado en 605 con un resto pagado al Estado, en este instante, de 55 ptas. Si quiere añadir su beneficio, el precio quedará en 660 ptas.

Añadiendo el impuesto 660 + 66 = 726, con la información del impuesto pagado igual a 55 + 5 + 66 = 126. Ahora, el cuarto cliente haría la operación correspondiente, hallando el precio base como 600, a las que corresponde pagar 60. De modo que ha de reembolsársele 126 - 60 = 66 ptas.

Y el precio final le queda en 726 - 66 = 660 ptas, exactamente la misma conclusión a la que habíamos llegado antes. Es fácil comprobar que con este sistema, si cada intermediario "renormaliza" su impuesto, es decir, si reclama la parte de exceso de impuesto que ha llegado hasta él, la parte de exceso de impuesto que puede reclamar el siguiente intermediario coincide exactamente con la última cantidad pagada por las compras que intermedian, pero no al impuesto que corresponde a los gastos pagados por la renta (que suponemos ya renormalizados de manera que solo han pagado la parte que les corresponde).

El fisco REALMENTE ingresa dinero en el recorrido de la mercancía, y siempre el último que compra la mercancía ha pagado justamente el porcentaje exacto de impuesto que debería pagar. En suma, se trata simplemente del siguiente método: Primero, sumando a ingresar por cualquier productor o intermediario, el porcentaje establecido como tipo de impuesto, de las ventas hechas. Segundo, a descontar, la diferencia entre el total de COMPRAS menos el TOTAL de impuestos pagados (lo que da el precio de mercado de la mercancía) multiplicado por el factor impositivo (tipo partido por cien), y el total realmente pagado. Es decir, el EXCESO de impuesto pagado por el agente económico.

En este sistema, es fácil determinar la medida exacta del impuesto, porque cada vez que el fisco recibe dinero por una mercancía, ésta, consecuentemente, refleja cuánto ha recaudado, de modo que siempre es fácil saber el valor de mercado de la mercancía, y por consiguiente, el impuesto que corresponde pagar por ella, parte que no se devuelve en ningún punto y por consiguiente es una recaudación real. Me gustaría que se observara ahora que los impuestos indirectos que en la realidad se aplican, son técnicamente MENOS precisos que este sistema, incluso a pesar de la tremenda dificultad que en ellos entraña el tener que decidir, desde el fisco, si cada gasto es o no es deducible en el impuesto. En efecto, si vuelven sobre el ejemplo de IVA que puse más arriba, comprobarán como en este impuesto, DE HECHO, el cliente final paga más impuesto que el nominal. En nuestro sistema, el cliente final paga por el licor exactamente 660 ptas. Es decir, las 500 que inicialmente costaba en la licorera, más las 50 ptas de beneficio de un intermediario, las 50 de otro, que suman las 600 ptas del perfecto precio de mercado totalmente libre, incrementado justamente en el porcentaje del impuesto. Sin embargo, en el IVA el cliente final acaba pagando 671, esto es, un poco más. Habíamos visto que el precio final pagado por el segundo intermediario sería de 610.5 ptas, un poco más que las 605 que pagaría nuestro segundo intermediario. De esas 610.5, 55.5 corresponden al IVA pagado. Si a las 555 ptas de base que le cuestan, le suma 55 ptas de beneficio, le quedará un precio de venta de 610, al que sumado su IVA corresponde un precio final de 671. El pago de IVA del segundo intermediario será de 61 - 55.5 = 5.5, como corresponde al precio incrementado por este intermediario (55 ptas). De modo que por IVA, sobre un artículo del mismo precio, y con los mismos beneficios para los intermediarios, resulta que en el IVA se ingresa en el fisco 50 + 5 + 5 + 5.5 + 5.5 = 71, mientras que en nuestro sistema se ingresan 50 + 5 + 5 = 60. En efecto, la diferencia estriba en que en el sistema de IVA, la parte de IVA correspondiente a las rentas de los intermediarios la VUELVE a pagar el consumidor; pero además, la parte del IVA correspondiente a las rentas de los intermediarios, no solo se vuelve a pagar, sino que se paga un IVA añadido a ese IVA. Evidentemente, así no se produce el efecto técnico final deseado, que es que cada mercancía valga exactamente un porcentaje fijo más que su precio ideal de mercado. Por si esto fuera poco, el IVA tradicional no tiene una relación determinada sobre el ideal técnico.

Si solo hubiéramos tenido un intermediario, el IVA pagado al final por el consumidor del licor hubiera sido de 50 + 5 + 5.5 = 61.5, sobre 55 que hubiera pagado en nuestro sistema, lo que hace una relación de 1.12, cuando la relación con dos intermediarios es de 71 / 60 = 1.18. A todas luces es evidente que, en el sistema de IVA, se produce justo el efecto lamentable que discutíamos más arriba: a medida que aumenta el número de intermediarios, crece el precio más de lo que corresponde al incremento de riqueza real. Dicho de otro modo, nuestras 60 ptas de ingreso total miden con precisión que ha habido un producto interior de 600 ptas. Sin embargo, las 71 no miden con precisión. Dependiendo de los márgenes comerciales reales de los intermediarios, las 71 ptas ingresadas podrían corresponderse a un producto interior de 600, de 400 o de 700.

Lo cual, evidentemente, demuestra que como solución técnica para la medición del producto interior, el IVA funciona mal, además de ser tremendamente engorroso para fisco y contribuyentes. El sistema de compensación de exceso de impuesto propuesto aquí, sin embargo, es técnicamente perfecto, ya que procura exactamente la modificación de precio deseada y sirve de unívoco indicador del producto interior. Ahora, enlazando con lo que más atrás decíamos, surge la pregunta ¿qué justificación puede darse al empleo de una formula farragosa, que exige un aparato monstruoso y muy caro de análisis del proceso productivo, por lo demás perfectamente inútil para el Estado, que dificulta la creación de nuevas vías productivas alternativas, que encarece la gestión de las empresas y que finalmente, NO garantiza su exactitud técnica ni de lejos, ni en cuanto a la carga fiscal que en realidad hace soportar a distintos individuos y empresas, ni en cuanto a fiel indicador del producto interior?. ¿Qué justificación puede tener cuando existe una fórmula mucho más simple y de total precisión técnica?. A mí no se me ocurre ninguna.

Obsérvese todavía otro aspecto interesante: los gastos de renta, que hemos supuesto renormalizados para el impuesto (es decir, no contienen más impuestos que exactamente la cantidad que deben pagar, el porcentaje establecido) no intervienen de ningún modo en el cálculo del exceso de impuesto pagado (como es lógico). Esto quiere decir que los gastos de renta pueden ser perfectamente anónimos. (No se necesita en modo alguno una documentación que los refleje, salvo por lo que se refiere a la necesidad de verificar que las ventas son ciertas, por parte de los proveedores de esos gastos). Ahora bien, el gran truco de este sistema es que ningún intermediario puede entregar el impuesto normalizado. Todos los intermediarios entregan siempre un impuesto en exceso, que debe ser reclamado por el siguiente intermediario. Solo los productores puros entregan un impuesto normalizado. Adicionalmente, las empresas que habitualmente entregan sus productos de forma anónima (cines, bares, supermercados, autobuses...), podrían tener una forma de normalizar el impuesto una vez se estableciese un medio de control preciso de que los datos de venta declarados son ciertos. Ahora bien, esta normalización hecha para los gastos anónimos, supone un paso en la devolución del exceso de impuesto, devolución que tendría que ir a parar a estas empresas de entrega anónima de mercancía, a fin de que estas redujesen el precio de entrega (ya que los clientes no podrán reclamar el exceso). Esta devolución puede convertirse, con facilidad, en un ingreso extra para estas empresas, lo que significa que EN ESTE CASO, el fisco debería examinar con lupa el funcionamiento de estas empresas. Por otro lado, lo NORMAL sería que las mercancías y servicios se entregasen con exceso de impuesto, claramente documentado (incluso para los pequeños gastos anónimos). Es evidente que eso significa que el trabajo de calcular el total de impuestos pagados, por parte de cada individuo, sería un poco más arduo de lo habitual. Sin embargo, sería muy sencillo, porque se limitaría a SUMAR cantidades. En la práctica, sería la cantidad de intercambios hechos lo que determinaría la conveniencia práctica de una cosa u otra. Las empresas de entrega anónima podrían ofrecer "el servicio" de entregar el impuesto normalizado, para lo cual tendrían que ponerse en un especial "régimen de transparencia fiscal", aunque de todos modos en el momento actual, en que la informatización avanza a toda marcha, el que cada persona lleve un registro exacto de sus gastos tampoco me parece ni muy costoso ni, de hecho, me deja de parecer recomendable. En todo caso, el anonimato de la entrega obligaría a estas empresas, como digo, a la total transparencia, lo que no me parece mala idea considerando que las empresas de entrega anónima son justamente las que están en disposición, tradicionalmente y como es lógico, para el perfecto fraude fiscal, por el gran número de operaciones que realizan (y nadie comprueba).

En resumen, hemos visto que existirían dos impuestos adecuados para la utopía.

Uno, el impuesto directo, sobre la renta exclusivamente (no el patrimonio, lo que violaría el principio de garantía de independencia que venimos defendiendo), siempre que tuviera en cuenta los ingresos y gastos de todos los años anteriores, para gravar solo el nivel de renta MEDIA alcanzada por la persona, de forma que no se diera el absurdo de gravar con fuertes porcentajes la renta de personas que por el tipo de actividad que ejercen reciben su renta concentrada en períodos muy específicos de tiempo, y luego pasan largas te¿poradas con muy bajos ingresos (vendedores, trabajadores con largos períodos de paro, profesionales afectados por el puro azar por el que encuentran más clientes en unas épocas que en otras, empresarios a los que va bien uno o dos años en toda su vida...).

Particularmente no creo en este tipo de impuesto, por lo difícil que resulta, en cualquier caso, establecer criterios de justicia (Mtiene realmente más derecho a desgravarse una persona que tiene un montón de hijos que alguien que se preocupa de la superpoblación del mundo y no tiene tantos, o uno que tiene la desgracia de no encontrar esposa?), por lo enormemente laborioso de hacerlo, de todas maneras, porque al final siempre habrá algún agraviado sin motivo (recuérdese el principio de minorías marginales), porque de todos modos supone inmiscuirse más de lo necesario en la vida del individuo, y por fin, porque la persona obligada a hacer la declaración de la renta, como el simple trabajador encontrará mejores alicientes para hacerlo en otros sistemas (como el propuesto en este capítulo, en el que la declaración del trabajador es fundamentalmente para recuperar dinero). Pero en fin, con los ajustes necesarios, sería un impuesto básicamente correcto. Sé que será difícil entender lo que antes he dicho sobre que la progresividad del impuesto directo se puede mejorar con otras medidas, sin recurrir a ella. Lo veremos en el siguiente capítulo. Dos, que entiendo es el mejor, el impuesto indirecto puro, basado en un tipo de gravamen fijo para toda la actividad económica (o por lo menos, diferenciado, como el IVA, solo en muy grandes grupos), que utilice el mecanismo de avance del impuesto y reembolso del exceso de impuesto, por sus propiedades de pureza técnica, precisión, e igualdad de carga relativa para todo el mundo. Este sistema sería muy fácil de implantar, por cuanto es muy sencillo para el contribuyente. Solo tiene que sumar, por un lado, el importe de sus compras (tanto para su trabajo como personales), por otro, los impuestos pagados por estas compras. Luego restar a la primera la segunda, hallando de este modo el valor de mercado libre de sus compras.

A eso le suma el porcentaje fijo de lo que tiene que pagar. La diferencia con lo realmente pagado, es lo que tiene que reclamar al fisco. Por otro lado, tiene que aumentar todas sus ventas y facturaciones en el mismo porcentaje fijo, cantidad que es a pagar al fisco. La diferencia positiva es a pagar al fisco, y la negativa a reclamársela de inmediato. Más fácil imposible. No hay que complicar la vida a nadie con sutiles diferencias entre lo que se puede y lo que no se puede desgravar, ni en IVA ni en renta, ni en nada de nada. Una vez expuesto este método muy simple, pero muy eficaz, quisiera volver sobre la primera clasificación que hicimos sobre los impuestos, y cerrar el tema de los impuestos, en este libro, con unos comentarios.

Hablando de los tributos dije que me parecía absurdo que el Estado empleara dinero público en obras que después, por otro lado, tuvieran que cobrar una cantidad a cada persona o empresa que las use, ya sean obras físicas o servicios de cualquier clase. Hay tres aspectos en este asunto.

Primero, que es absurdo que la relación de un individuo con el poder público de su comunidad le cueste dinero. Si hemos tenido que debatir tanto el asunto de los impuestos es PRECISAMENTE porque el Estado NO es una empresa, ni debe ser planteado como tal. Cuando los liberalistas plantean que el Estado debe gestionarse como una empresa, dicen dos cosas al mismo tiempo, una de las cuales supongo que es verdad, y otra de las cuales, creo que es mentira. Supongo que es cierto que el Estado no debe plantearse como un saco sin fondo en el que meter o del que sacar, y del que no importa cuanto consume él mismo. El Estado, evidentemente, y con más razón aún que una empresa, ha de tener ESPECIAL cuidado en optimizarse a sí mismo (el aparato del Estado, me estoy refiriendo). Una empresa no tiene más pretensión que sustentarse a sí misma y a los individuos que la forman, haciendo un trabajo (habitualmente penoso) productivo en el seno de una competencia que le puede resultar destructora, y frente a la que corre peligro su viabilidad. Pero el Estado no tiene sentido en sí mismo. Está claro que en realidad el Estado no es más que una astuta jerarquía que sabe aprovechar su información privilegiada en beneficio de quienes la componen. Pero también está claro que eso no es precisamente una característica utópica. El Estado está para hacer frente a una necesidad muy específica de la comunidad, que es la de organizar los trabajos necesarios, globales y normalmente demasiado caros para cualquier empresa privada, y cuya explotación según la forma habitual sería a su vez demasiado costosa (como cobrar por pisar las aceras, por ejemplo). Pero está empleando el esfuerzo público con un fin, de modo que no debería tolerársele que gaste el dinero que recauda en meramente sustentar su propia supervivencia.

Esto parece evidente, y no creo que merezca discusión. Ni tampoco el hecho de que las obras hayan de ser potencialmente rentables. Aunque en la práctica no se exploten, de hecho, deberían ser explotables y rentables si se idealizara el modo de obtener de cada individuo el pago de su uso.

Por ejemplo, no tiene sentido gastar dinero en tirar aceras por campos por los que no pasa nadie. Hasta aquí la pretensión liberal. En lo que no estoy de acuerdo es en que el Estado sea una empresa, es decir, que deba, precisamente, plantearse el tema de sus ingresos como una empresa se plantea los suyos: ofreciendo varias alternativas al cliente para que pague de alguna que le convenga. El modo en que el Estado recauda es MUY transcendente para la lógica funcional de la comunidad, y algunas formas de recaudar son contrarias al espíritu de lo público. Pues bien, el tributo es contrario al espíritu de lo público. Puesto que exige un pago a cambio de un servicio, discrimina precisamente a los que no poseen los medios para pagarlos. Es decir, normalmente a los que más lo necesitan.

Lo mismo ocurre con otras típicas obras sociales, tales como los viajes de recreo a mitad de precio y los pisos de protección oficial de cien metros cuadrados, ascensor, garaje, piscina y antena parabólica.

Ese tipo de "obras sociales" consumen los recursos que deberían destinarse a quienes les haría ilusión hacer un viaje en toda su vida, pero no tienen para pagarlo, o a los que no tienen dinero para comprar una habitación de veinte metros, se destinan en cambio a quienes podrían pagarse sus viajes solitos si en vez de dos hicieran uno, o a los que de todas formas podrían pagar pisos de igual calidad y solo unos pocos metros menos. Del mismo modo, las autopistas de peaje dilapidan cientos de millones para disfrute de los privilegiados a quienes no importa pagar dos mil pesetas más por adelantar media hora, mientras a su lado las rutas públicas alternativas permanecen sin que se les ensanche el arcén, se pongan quitamiedos o se remienden los socavones. Por si este argumento solidario fuera insuficiente, digamos también que aunque a los tiburones del capitalismo les fascina la idea de arramblar con grandes fondos del erario público, al teórico liberalista ha de repugnarle el concepto de subvención, es decir, de que el dinero público se emplee precisamente en empresas que después recaudarán dinero por su lado en beneficio de accionistas privados, ya que semejantes chanchullos solo son pura competencia desleal hacia las empresas normales que han de competir con sus propios recursos, y se las tienen que ver con estas empresas parásitas que, pese a tener escasos coeficientes de rentabilidad técnica, se ven favorecidos por una ayuda estatal. De modo que esto debería conducirnos a la idea claramente asentada de un principio fiscal constitucional y sin apelativo alguno: las obras del Estado han de ser necesariamente completas, o no ser en absoluto, y jamás participar de ningún negocio, de ninguna recaudación añadida. Por ejemplo, si Telefónica es del Estado, que el teléfono sea gratis, y si no, que no reciba ni un duro, y cobre lo que tenga que cobrar a quien pueda pagarlo. Lo contrario no es más que el truco del almendruco por el que los privilegiados redistribuyen la riqueza...hacia ellos mismos.

Mencionado ese punto, que me parece de una lógica elemental, debería hablarse sobre la proliferación de los impuestos. Es decir, el concepto de que existan impuestos para todo, por todo, y totalmente imprevistos.

Da la impresión de que el Estado pretende con ellos influir no solo a grandes rasgos sobre la organización productiva, sino definirla del todo.

Ya no vamos a hablar sobre impuestos como las cámaras de comercio, las contribuciones rurales y urbanas, las supuestas rentas gravables de la propiedad urbana, o los impuestos estilo IAE, cobrados anualmente a cambio de la mera existencia de una posibilidad empresarial. Podemos hablar de los impuestos que gravan de forma específica la compra venta de terrenos, inmuebles, coches, carburantes, etc. Evidentemente, burdos intentos de hacer negocio (como si el Estado necesitara hacer negocio), a través del control de las actividades económicas que más dinero producen. Lamentable y patético desde cualquier punto de vista que se mire.

Seguro que los políticos defenderán esta proliferación justificando que realmente existen actividades que han de ser reguladas, como la expansión de las ciudades y el consumo de tabaco. Pero esto es absurdo, porque el mercado libre regula perfectamente cualquier actividad, y lo más que puede tener son vaivenes temporales de oferta y demanda. Sin embargo, los impuestos caducos que gravan este tipo de cosa, permanecen a lo largo del tiempo, tengan o no tengan sentido.

Por consiguiente, parece bastante absurdo que se tenga la desfachatez de seguir empleando y planteando siquiera todo el tipo de impuesto que hemos ido señalando. Debe existir un único impuesto, una única contribución, como mucho dos si alguien se empeña en los aspectos positivos de la progresividad en la imposición a las capas sociales altas, que tampoco voy a negar. Y deben ser justamente un impuesto indirecto técnicamente adecuado (y no una enrevesada chapuza como el IVA) y un impuesto directo progresivo, pero acumulativo, al que tampoco iría dándole muchas oportunidades de desgravación. Al final, solo sirven para que escapen a la obligación de contribuir aquellos que menos deberían hacerlo. Tal y como es palpable en cualquier sistema fiscal presente que se examine. En cuanto al impuesto indirecto, he planteado una posibilidad técnica que me parece suficientemente sencilla, universal y correcta, aunque no dudo que se puedan inventar otras incluso más adecuadas. Pero en mi opinión, la fiscalidad, si bien es necesaria en una utopía realmente viable, ha de ser no solo animada, sino examinada, por los principios de la perfección técnica, la garantía de independencia, la simplicidad y la coherencia temporal.  


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