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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

La desaparición del control del tipo de cambio

 

            Una vez adoptada ya la moneda única en la mayor parte del territorio de la Unión Europea (concretamente, en doce de los quince países que la componen, a saber: España, Alemania, Austria, Bélgica, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Italia, Irlanda, Luxemburgo y Portugal), a partir del año 2002, veamos que el coste económico más importante de la Unión Económica y Monetaria (UEM) es la pérdida del tipo de cambio nominal como instrumento de la política económica nacional. En este sentido, anteriormente, el tipo de cambio era utilizado de dos formas diferentes, a saber:

a)                       Como vía de restauración de la competitividad exterior perdida debido a una mayor inflación. Hasta mediados de los años ochenta del siglo que acaba de expirar, por ejemplo, la crónica mayor inflación que experimentaba la economía española y que deterioraba la capacidad exportadora de las empresas, se contrarrestaba, en gran medida, por medio de un paulatino retroceso en el tipo de cambio de la peseta. De hecho, en una zona monetaria única, el concepto de inflación regional o nacional deja de ser relevante; pero resulta cierto que si dicha región -o Estado- mantiene una tasa de inflación regularmente superior a la media circundante, esta pérdida de competitividad ya no podrá ser compensada por medio de una devaluación de su moneda nacional.

b)                         Como instrumento para contrarrestar las crisis regionales específicas. Si una economía, por ejemplo, está especializada en un sector determinado (construcción naval, industria química, agricultura, turismo, etc.) y por razones coyunturales la demanda global de dicho sector cae, provocando una crisis o shock diferencial específico en dicha área, la devaluación del tipo de cambio permitía un descenso de los precios de exportación (y un aumento de los de importación) y facilitaba, por consiguiente, el ajuste a la crisis. Algo parecido sucedía cuando el shock era de oferta, es decir, cuando una economía muy dependiente de algún bien o servicio exterior (p.e., del petróleo o del gas natural) se encontraba con un súbito encarecimiento del mismo; entonces, su posición competitiva, frente a otras economías menos dependientes de aquella importación, se deterioraba. Pues bien, la revaluación de la moneda era una forma clásica y eficaz de restaurar la competitividad perdida [1].

 

Así pues, la desaparición del tipo de cambio, como último recurso frente a la pérdida de competitividad exterior, no deja de ser un riesgo relevante. En nuestro país, sin ir más lejos, la fortaleza de la peseta que se produjo entre los años 1987 y 1991, en un contexto de crecientes desequilibrios internos, acabó con una abrupta devaluación de la divisa española, que en pocos meses pudo recuperar el nivel de cambio real previo a la etapa de fortaleza. Dicha devaluación pudo devolver la competitividad perdida a las empresas, tanto a las exportadoras como a las dependientes del mercado interior, anteriormente perjudicadas por las importaciones que se realizaban a bajos precios. De no haberse empleado dicho instrumento tradicional de la política económica, la destrucción del tejido industrial hubiese sido irreparable, planteándose todavía hoy el interrogante de si los agentes económicos hubiesen actuado de forma coherente con la lógica de la unión monetaria, reduciendo rentas, ajustando costes y estabilizando el desequilibrio de las finanzas públicas. Complementariamente, la posterior recuperación de la actividad económica apoyóse justamente en las exportaciones, aprovechando la baja del tipo de cambio peseta/dólar, de tal suerte que, en ausencia de la expresada devaluación, es de suponer que la reactivación de la economía se hubiera producido mucho más lentamente y con un coste social, en términos de empleo, bastante más elevado.

Puestos a filosofar cabe preguntarse, en fin, qué hubiera sucedido, en esta etapa relativamente reciente de la historia económica española, de haber estado ya integrados en la UEM y que los agente económicos no se hubiesen adaptado a las consecuencias de la mencionada pérdida de competitividad. La conclusión, aunque hipotética, es pesimista sobre el comportamiento de una economía que, como la española por aquellas fechas, era incapaz de sobrevivir por sí misma a la crisis sin la facultad de utilizar estas medidas cambiarias.

En cualquier caso, debemos reconocer un elevado grado de subjetividad en el pesimismo al que nos acabamos de referir. Lo contrario sería conceder excesiva importancia a lo que pudiéramos denominar “política-ficción” o, aún mejor, “economía-ficción”. Y es que los problemas de identidad han suscitado, incluso, caldeadas discusiones teológicas a lo largo de la Historia. Así, en el capítulo quinto del tratado De omnipotentia de Pier Damiani, por ejemplo, su autor sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya existido lo que fue alguna vez. También en la Summa Theologica de Tomás de Aquino se niega que Dios pueda hacer que el pasado no se haya producido (en contradicción aparente con su omnipotencia), aunque nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos. Modificar el pasado no es simplemente modificar un solo hecho acaecido: es anular también sus consecuencias, que tienden a ser numéricamente infinitas. O sea: es crear dos historias universales diferentes [2].

Somos conscientes, en definitiva, que la problemática expuesta, que puede tener gran incidencia en muchos países de nuestro entorno regional, no deriva directamente de la globalización económica, sino de la creación de la UEM y de la incapacidad de los Bancos centrales de modelar la política de cada país miembro frente a los avatares internos y externos. Pero constatamos, no obstante, que la desaparición de dichas facultades de regulación y control puede ocasionar gravísimos problemas en un mundo globalizado, con un comercio internacional de bienes, servicios y productos financieros mucho más intenso que el registrado hasta nuestros días.


 


[1] Vide J. ELÍAS, El desafío de la moneda única europea. Servicio de Estudios de “La Caixa” (Caja de Ahorros y Pensiones de Barcelona). Barcelona, 1996.

[2] A estas consideraciones relativistas se podría añadir otra: no hay nada seguro bajo la capa del sol. Incluso una línea perfectamente recta, tal como sostuvo en su momento Nicolás de Cusa, no es más que el arco de un círculo de diámetro infinito (Vide J. M. FRANQUET, L’immortal i altres poemes. El autor. Tortosa, 1993).


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