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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

El fomento del fraude a escala mundial

            La globalización de la economía puede conducir, paradójicamente, a un cierto proteccionismo o fomento del fraude fiscal y social a nivel internacional, o incluso a un rebajamiento de las diferentes normativas protectoras del entorno ambiental, que resulta absolutamente intolerado y perseguido en el propio país. Vamos a poner un ejemplo ilustrativo del anterior aserto. Una zapatería que no pague impuestos estatales o locales ni cotizaciones sociales de sus empleados, a los que remunere por debajo de lo establecido en el vigente Convenio Colectivo Sindical, siempre podrá vender el calzado a un precio muy inferior al de la zapatería vecina (en la misma ciudad o calle) que cumpla escrupulosamente con sus obligaciones fiscales y laborales, y ello sin necesidad alguna de ser mejor comerciante minorista o de controlar mejor otros aspectos competitivos del negocio. Por ello también, sólo tiene sentido hablar de la “especialización productiva” y de la “libertad de comercio” cuando se parte de grupos productores sometidos a las mismas reglas del juego (inmersos dentro de los grandes espacios económicos internacionales más o menos homogéneos, como es el caso de la Unión Europea) pero jamás entre grupos dispares en cuanto a su situación económica y normativa. En definitiva: sólo se puede competir sin restricciones partiendo de unas condiciones razonables de igualdad, como sucede en el deporte, en la política o en el acceso a la función pública: no se puede jugar al póker con las cartas marcadas, o acudir a unas oposiciones libres sabiendo cuales serán los temas del examen, o emprender una campaña electoral copando todos los espacios televisivos, o bien empezar un partido de fútbol con un resultado de 2-0 a favor de alguno de los contendientes, o tampoco iniciar una carrera atlética con 50 metros de ventaja (como en su día, según la vieja fábula, le diera Aquiles a la tortuga).

            Frente a un obrero dócil y adocenado de un país del Tercer Mundo, que trabaja sesenta horas semanales, que acepta sin rechistar horas extraordinarias y condiciones de escasa seguridad, que no está sindicado, que desconoce el derecho de huelga y las vacaciones, que no cotiza cuota sindical alguna y que es pagado de diez a veinte veces menos que un obrero occidental, se alza éste que, pese a ser altamente productivo?, jamás llegará a compensar tales diferencias de coste salarial. Para todos los productos (bienes y servicios) que incorporen esencialmente trabajo y que se miden con la competencia y con las importaciones, el elemento determinante para competir es el precio final y éste hállase íntimamente ligado a los costes de producción, que serán mucho más elevados en Occidente. Con ello, las consecuencias serán bien claras: el crecimiento del desempleo y el aumento de las diferencias de renta entre los asalariados expuestos a la competencia (primordialmente los trabajadores no cualificados) y aquellos otros no expuestos, competitivos y que producen mayoritariamente bienes exportables [1]. Pensar, por último, que la promoción a ultranza de la investigación y el desarrollo -así como de la cualificación de los trabajadores de los países avanzados para marcar diferencias inalcanzables en innovación tecnológica con los más desfavorecidos- constituye la solución taumatúrgica y permanente a la problemática anteriormente apuntada, se nos antoja más un puro ejercicio de romanticismo económico (si es que ambos términos, sustantivo y adjetivo, resultan de algún modo compatibles) que una manera realista y efectiva de afrontarla.

            Parece lógico colegir, pues, que los productores nacionales necesitan protección porque otros países competidores utilizan mano de obra barata en el proceso productivo del bien o del servicio de que se trate. Ciertamente, hay que tener en cuenta que la mano de obra extranjera es también menos productiva, aunque no tanto, casi siempre, como para compensar su menor coste. Y lo que es peor: sus condiciones laborales son, con gran frecuencia, infrahumanas y sometidas a un auténtico y escandaloso dumping social. Por cierto, que no resulta preciso, para nosotros, acudir a ejemplos distantes desde el punto de vista geográfico: es suficiente con analizar las condiciones laborales de algunos colectivos magrebíes, adscritos a actividades de agricultura intensiva basada en cultivos forzados bajo plástico, en ciertas regiones meridionales españolas.

            La consecuencia más importante y, sin duda alguna, la menos evidente de nuestro comercio con los países en desarrollo, no es tanto el impacto sobre el paro como la quiebra de nuestra sociedad en dos partes cada vez más alejadas en términos de renta: empobrecimiento de los asalariados afectados por la competencia y mantenimiento del nivel de vida de aquellos empleados en sectores competitivos y exportadores, o aquellos con empleos protegidos (caso, v. gr., de los funcionarios públicos). P.N. Giraud [2] lo expresó claramente en los siguientes términos: “Hoy en día, el librecambio creciente con los países con los salarios bajos y escasa capacidad tecnológica no conduce necesariamente al desempleo masivo en los países ricos, sino a la reapertura de las escalas de ingresos primarios y a crecientes desigualdades acompañadas de una polarización de la sociedad en dos grupos: los competitivos y los protegidos. Los segundos dependen para sus rentas del número y la competitividad de los primeros. Se trata de un clientelismo, en el sentido romano del término, que tiende a instaurarse entre los dos grupos, a pesar de la mediación de los mercados y del Estado. Es la existencia misma de las clases medias, en los países ricos, la que está amenazada. Clases, sin embargo, que el capitalismo del siglo XX había no solamente engendrado, sino sobre las que había basado su propio desarrollo”.

            En cualquier caso, se observa que, ante el crecimiento del desempleo y la aparición de crisis económicas cíclicas en los países avanzados, la tentación de efectuar un repliegue por grandes bloques regionales es grande, imponiéndose el argumento de que sólo se puede comerciar con países que respeten las mismas o parecidas reglas del juego. Es ésta la opinión que condujo a Francia y a los Estados Unidos a solicitar, en la conferencia de Marrakech, acaecida en abril de 1994, la inclusión en los acuerdos fundacionales de la OMC de una cierta “cláusula social” [3] para combatir el dumping social, aunque, por el momento, los países del Tercer Mundo forman un frente de rechazo unido a dicha proposición, alegando que el desarrollo económico y los intercambios comerciales es lo que les permitirá, a priori, mejorar la situación de los trabajadores e inducir la desaparición del trabajo infantil. Hay que reconocer que, al menos hasta la fecha, sólo los USA subordinan su política comercial al respeto -por los demás- de los derechos fundamentales de los trabajadores.

 


 

[1] Vide Ch. BUHOUR, Le commerce...

[2] Vide P.N. GIRAUD, Problèmes Economiques, n.º: 2.421, abril de 1995 (retomado de un artículo aparecido en Gérer et Comprendre, Annales des mines, diciembre de 1994).

[3] Vide D. BRAND y R. HOFFMANN, “Le débat sur l’introduction d’une clause sociale dans le système commercial international-Quels enjeux?”, en Problèmes Economiques, nº: 2.400, noviembre de 1994.


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