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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

 Las limitaciones del comercio internacional

            La afirmación de que “cierto grado de comercio es mejor que la ausencia total del mismo”[1] resulta evidente en sí misma, pero la hipótesis o axioma de que “el libre comercio es mejor que cualquier otro tipo de comercio” (v. gr., el que se vea afectado por unos aranceles medios del 10% ad valorem) no resulta tampoco incontrovertible ni insoslayable.

            Casi todo el mundo está de acuerdo que parece mejor favorecer el comercio que restringirlo, pero resulta conveniente darse cuenta de que el establecimiento del comercio internacional plantea problemas de justicia distributiva, que se resisten a ser ocultados bajo la aparente neutralidad de una solución “técnica” o de mercado. La ganancia producida por el comercio entre países tiene que ser repartida adecuadamente entre todos los afectados, ya sean los consumidores y obreros de los países desarrollados, los obreros de los países menos desarrollados o bien cualquier otro colectivo afectado. Trátase, en definitiva, de un problema ciertamente complejo y difícil de resolver, donde no sólo influyen diferencias de oportunidades “técnicas” para el rendimiento del capital, sino también complejas situaciones históricas, políticas, culturales y laborales.

            Schumpeter entendió el capitalismo mejor que ningún otro economista del siglo XX. Percibió que el capitalismo no trabaja precisamente para preservar la cohesión social. También que, dejado a sus propias reglas, el capitalismo podía destruir la propia civilización liberal. Por eso aceptó que el capitalismo debía de ser domesticado. La intervención gubernamental era necesaria para reconciliar el dinamismo del sistema capitalista con la estabilidad social. Lo mismo resulta cierto para los mercados globales de hoy en día.

Los que hoy creen ciegamente en el laissez faire mundial hacen eco de Schumpeter sin comprenderlo. Creen que al promover prosperidad, los libres mercados logran el avance de los valores liberales. Pero no se han dado cuenta de que un libre mercado global engendra nuevas variedades de nacionalismo y fundamentalismo, incluso aunque produzca nuevas élites. Al erosionar los cimientos de las sociedades burguesas y al imponer una inestabilidad brutal en los países en vías de desarrollo, el capitalismo globalizado está poniendo en peligro a la mismísima civilización liberal. También está dificultando, irresponsablemente, la coexistencia pacífica de las diferentes civilizaciones.

La lógica de la economía global, como advertimos al principio, es profundamente contradictoria. Está sentada sobre las bases de la velocidad, el riesgo, la creatividad, pero también sobre la impunidad en el orden internacional, ya que no existen mecanismos de regulación y control de los intereses colectivos de la humanidad. Pero, sobre todo, esta lógica está asentada sobre el principio de la inseguridad de las personas, particularmente las de los países y sectores pobres. Se transfiere la producción de los países de salarios altos a aquellos con salarios bajos, se especula en el mercado financiero sin considerar las peligrosas consecuencias -excepto para el propio capital- que se deriven, se trastocan patrones culturales y de consumo y se produce un daño irreversible a la base ecológica del planeta, sin preocupación por las generaciones futuras. La globalización ha contribuido a generar, constante y crecientemente, exclusión y polarización social, minando con tal comportamiento las bases de una convivencia armónica y pacífica entre los pueblos. No es de extrañar, pues, que frente a los procesos de globalización se hayan desatado fuerzas que reivindican crecientemente el espacio local y las identidades más restringidas, así como que hayan surgido peligrosos nacionalismos xenófobos y grupos religiosos intolerantes que amenazan la paz mundial [2].

La crisis asiática de hace pocos años es sólo un signo de que los libres mercados globales son ingobernables. Hoy nos encontramos ante una burbuja de proporciones históricas, gigantescas, que puede estallar en los mismos Estados Unidos, tan afectados por los atentados terroristas del once de septiembre del 2001; una deflación atrincherada en Japón y emergente en China; la depresión en Indonesia y en varios países asiáticos más pequeños; la crisis financiera y económica y un probable cambio de régimen en Rusia; la profunda crisis económica y social en Argentina; ninguno de estos procesos augura estabilidad. Por el contrario, muestran el carácter inestable de la economía mundial entera.

Si alguien duda de que la economía mundial está entrando en un territorio desconocido, sólo tiene que considerar las decisiones del poderoso Presidente de la Reserva Federal americana (Fed o banco central), Alan Greenspan, de recortar los tipos de interés diarios -que constituyen su principal instrumento de política monetaria y que utilizan los bancos para sus operaciones de refinanciación a corto plazo- hasta once veces durante el ejercicio 2001, de modo que los tipos han pasado del 6’50% al 1’75% en el marco de su agresiva política de relajamiento monetario, tendente a reactivar la deprimida economía norteamericana. Paralelamente, se daban nuevos pasos para evitar el impacto de la recesión que se avecinaba: el mismo Greenspan daba luz verde al Congreso para adoptar un plan de reactivación valorado entre 60.000 y 75.000 millones de dólares (65.700-82.200 millones de euros). Este paquete se suma a los ajustes de 55.000 millones de dólares (60.300 millones de euros) ya desbloqueados por el Gobierno estadounidense como medidas de ayuda de urgencia y ascendentes a 40.000 millones de dólares (43.800 millones de euros) y como asistencia a las compañías aéreas (15.000 millones de dólares, equivalentes a 16.400 millones de euros). Así pues, el proceso de desaceleración sigue su curso inexorable en todas las economías mundiales, de manera especialmente intensa en Japón y en las economías latinoamericanas. El alto grado de incertidumbre experimentado tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 se reflejó en una huída a la calidad, en fuertes caídas de los mercados bursátiles, tanto en las economías desarrolladas como en las emergentes, y en un aumento de las primas sobre los activos de mayor riesgo, especialmente de los mercados emergentes. De hecho, la debilidad de la economía americana ya había quedado de manifiesto con anterioridad al fatídico 11 de septiembre, y aquellos atentados terroristas acabaron de truncar las escasas perspectivas de recuperación que se vislumbraban para los próximos trimestres. Para apoyar esta hipótesis, veamos que las exportaciones e importaciones sufrieron, en julio de 2001, la mayor caída de la última década, a lo que cabe añadir el deterioro en la confianza de los consumidores, que en septiembre del mismo año experimentó el mayor descenso habido en 15 años. Ante el nuevo escenario internacional, no resulta difícil augurar que el bloque de los doce países de la zona euro seguirá la negativa tendencia de los Estados Unidos, con el consiguiente deterioro de su coyuntura y la rebaja de su estimación de crecimiento.

En efecto, a pesar de una campaña tan activa para aumentar la masa monetaria desde la última recesión de hace diez años, la economía USA muestra pocos signos de responder a la terapia aplicada. Por ejemplo, ha caído la demanda de equipos informáticos de las compañías norteamericanas a las empresas asiáticas. Toshiba, la poderosa firma de electrónica japonesa (Japón, la segunda economía más importante del mundo, es parte del problema), procede al despido de 20.000 empleados de sus factorías en todo el planeta, prácticamente igual que Hitachi. No son, por cierto, las primeras firmas del sector que recurren a esta drástica medida para reorientar sus negocios y buscar de nuevo la senda de unos beneficios cada vez más esquivos y migrados. Otras empresas japonesas, como Fujitsu o NEC, han pasado ya por ese duro camino y, fuera de Japón, muchas otras, algunas tan potentes como Cisco, Equant o America Online han seguido la misma tortuosa senda.

Por aquellas fechas, también el Comité de Política Monetaria del Banco de Inglaterra acordaba bajar los tipos de interés para contrarrestar el progresivo debilitamiento de la economía mundial. En cualquier caso, de acuerdo a los cálculos de la máxima autoridad monetaria británica, las repercusiones de los ataques mencionados sobre la economía en el Reino Unido se estimaban más leves que sobre la estadounidense.

No parece, en fin, que nos hallemos ante simples crisis empresariales. La llamada “nueva economía”, basada en las modernas tecnologías de la información y de la comunicación, enseña su talón de Aquiles y nos recuerda que las reglas del óptimo funcionamiento empresarial continúan sujetas a conceptos tradicionales que, apresurada e irresponsablemente, se habían dado por superados u obsoletos. En el mismo año 2001, las bolsas asiáticas registraron cuantiosas pérdidas y el índice Nikkei japonés se acercó a su mínimo histórico en diecisiete años. La crisis económica estadounidense, aún incipiente, se hace sentir en todo el mundo y tampoco la vieja Europa ofrece síntomas de tener la potencia necesaria para desempeñar el papel de locomotora de la economía mundial: Alemania, la economía más importante de nuestro continente, arrastra también serios problemas. Téngase en cuenta que la mayoría de las recesiones del siglo XX fueron desencadenadas por las subidas de los tipos de interés de los bancos centrales al objeto de combatir la temida inflación. Pues bien, la actual situación de la economía se parece más a una recesión del siglo XIX, causada por el estallido de una burbuja de inversiones. Vistas así las cosas, hay que realizar un serio esfuerzo para mantener el optimismo.

El libre mercado no es -como supone hoy la filosofía económica predominante- el “estado natural” que toman las cosas, cuando la política no interfiere con sus garras pecadoras en los intercambios del mercado. Contrariamente, en cualquier amplia y larga perspectiva histórica, el libre mercado es una rara desviación de breve existencia. Los mercados regulados constituyen la norma, no la excepción, y surgen espontáneamente en la vida de cada sociedad. El libre mercado es una construcción o entelequia del poder estatal. La idea de que el libre mercado y el mínimo de intervención gubernamental van juntos, que era parte del stock que manejaba la Nueva Derecha, es probablemente la verdad inversa: dado que la tendencia natural de la sociedad es a restringir los mercados, los libres mercados sólo pueden crearse por el poder de un Estado centralizado. Los libres mercados son las criaturas de los gobiernos fuertes y no pueden existir sin ellos. Este es el primer argumento de Falso amanecer [3].

Una parte importante del debate actual confunde la globalización -un proceso histórico que durante siglos ha estado en curso- con el efímero proyecto político de un libre mercado de amplitud mundial. Entendida con propiedad, la globalización se refiere a la interconexión creciente de la vida económica y cultural entre las partes distintas y distantes del mundo. Este es un rasgo cuyos inicios podrían fecharse -llevando a cabo un análisis retrospectivo- en pleno siglo XVI, con la proyección del poder europeo hacia otras partes del mundo a través de las políticas imperialistas de las que España, por cierto, no fue ajena sino gran protagonista.

Hoy en día, el motor principal de este proceso es la rápida difusión de las nuevas tecnologías de la información, capaces de abolir las distancias y trabajar en tiempo real. Los pensadores convencionales se imaginan que la globalización tiende a crear una especie de “civilización universal” (a ella nos referiremos más adelante en este mismo libro) mediante la propagación de los valores y las prácticas de Occidente. Particularmente, del Occidente anglosajón y angloamericano.

De hecho, el desarrollo de la economía mundial ha ido, sobre todo, en otra dirección. La globalización de hoy difiere de la economía internacional abierta, establecida bajo los auspicios de los imperios europeos en las cuatro o cinco décadas anteriores a la Primera Guerra mundial. En el mercado global, ningún poder occidental tiene una supremacía equivalente a la británica o a la de otros poderes europeos de aquella época. No es de extrañar que, a la larga, la banalización de las nuevas tecnologías en el mundo erosione el poder y los valores occidentales. La propagación de las tecnologías nucleares en los regímenes anti-occidentales es sólo un síntoma de una tendencia mucho más vasta.

El mercado global no proyecta el libre mercado angloamericano hacia el mundo, sino que más bien pone en circulación a todos los tipos de capitalismo para no hablar de las variedades del libre mercado. La anarquía de los mercados globales destruye las viejas formas del capitalismo y promueve nuevas variedades. Pero, eso sí, siempre sujetando el todo a una incesante y, a menudo, angustiosa inestabilidad.

            Uno recuerda, en fin, que al término de su gran obra, General Theory, John Maynard Keynes declamaba, en un famoso pasaje sobre el poder oculto de las ideas económicas anticuadas, en los siguientes términos:

“Los hombres prácticos, que se
creen totalmente libres de
 cualquier influencia intelectual,
 son, generalmente, esclavos
 de algún economista difunto.” 

         Pues bien, es posible que esos gurús del ultraliberalismo actual, sin saberlo, se hallen inspirados escatológicamente, desde el otro mundo, por el viejo y polvoriento fantasma de David Ricardo, que suele desplazarse a medianoche por los pasillos de algunos foros internacionales, e incluso a través de las paredes y los sótanos de algunas Universidades, con el preceptivo arrastre de cadenas y rumor de sábanas.


 

[1] Vide R. G. LIPSEY, Introducción a la Economía Positiva. Ed. Vicens-Vives. Barcelona, 1970.

[2] Vide M. RIVERA, Los movimientos de mujeres frente a los desafíos de los procesos de globalización económica. Conferencia ofrecida en Mendoza (Argentina) el 28 de Junio de 1996, bajo los auspicios del IFIM, Mujer Internacional Noticias y la Universidad del Congreso.

[3] Vide J. GRAY, Falso amanecer, 1998, con traducción de María Teresa Priego.


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