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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

 

       Las fuentes del movimiento librecambista

            De lo que no cabe la menor duda es de que el movimiento librecambista fue, en sus inicios, un movimiento de intelectuales. Se sitúa en uno de los puntos de convergencia de dos corrientes esencialmente diferentes: el liberalismo económico, cuyas implicaciones librecambistas fueron precisadas por Ricardo en 1815, y el utilitarismo, que aspiraba a orientar la gestión de los asuntos públicos hacia la búsqueda permanente del interés general o “bien común”, por lo que sólo apoyaba medidas de inspiración liberal en la medida en que éstas pudieran procurar a la comunidad la mayor “utilidad” posible [1].

            Si consideramos, ahora, que la “utilidad” de la comunidad es la suma de las “utilidades” individuales de sus miembros, sería conveniente realizar una pequeña acotación sobre la teoría de la conducta del consumidor, cuyo punto de partida acostumbrado es el postulado de la racionalidad. Se supone que el consumidor escoge entre todas las alternativas de consumo posibles, de manera que la satisfacción obtenida de los bienes elegidos (en el más amplio sentido) sea la mayor posible. Ello implica que se da cuenta de las alternativas que se le presentan y que es capaz de valorarlas. Toda la información relativa a la satisfacción que el consumidor obtiene de las diferentes cantidades de bienes y servicios por él consumidos, se halla contenida en su denominada “función de utilidad”, que es objeto de estudio por parte de la teoría microeconómica.

            El concepto de utilidad y su maximización hállase vacío de todo significado sensorial. El aserto de que un consumidor experimente mayor satisfacción o utilidad de un automóvil que de un conjunto de vestidos, significa que si se le presentase la alternativa de recibir como regalo el automóvil o el vestuario escogería lo primero. Bienes que son necesarios para sobrevivir, como una vacuna cuando se declara una gran epidemia, pueden resultar para el consumidor de máxima utilidad, aunque el acto de consumirlas no lleve necesariamente aneja ninguna sensación agradable, como por ejemplo un molesto pinchazo.

            Los economistas del siglo XIX W. Stanley Jevons, Léon Walras y Alfred Marshall consideraban la utilidad medible, al igual que es medible el peso de los objetos. Se presumía que el consumidor poseía una medida cardinal de la utilidad, v. gr., que era capaz de asignar a cada bien o combinación de ellos un número representando la cantidad de utilidad asociada con él. Los números que representaban cantidades de utilidad podían manipularse del mismo modo que los pesos de los objetos. Si suponemos que la utilidad de A es de 15 unidades y la de B de 45 unidades, el consumidor “preferiría” tres veces más B que A. Las diferencias existentes entre los índices de utilidad podrían compararse, pudiendo ello conducir a razonamientos curiosos como el siguiente: “A es preferible a B dos veces lo que C es preferible a D”. Los economistas del siglo XIX también suponían que las adiciones a la utilidad total del consumidor, resultantes del consumo de nuevas unidades de un producto, disminuían cuanto más se consumiese del mismo (algo así como la “ley de los rendimientos decrecientes” en agricultura).

Las hipótesis sobre las que está construida la teoría cardinal de la utilidad son muy restrictivas. Se pueden deducir conclusiones equivalentes partiendo de hipótesis mucho más débiles. Así, si el consumidor obtiene mayor utilidad de una alternativa A que de una B, se dice que prefiere A a B [2]. El postulado de la racionalidad equivale a la formulación de las siguientes afirmaciones: 1º. En cada posible par de alternativas, A y B, el consumidor sabe si prefiere A a B, B a A, o está indeciso entre ellas. 2º. Sólo una de las tres posibilidades anteriores es verdadera para cada par. 3º. Si el consumidor prefiere A a B y B a C, también preferirá A a C. La última afirmación garantiza que las preferencias del consumidor son consistentes o cumplen la propiedad transitiva: si se prefiere un automóvil a un vestuario, y éste, a su vez, a un tazón de sopa, también se prefiere un automóvil a un tazón de sopa. Si se considera, por último que A es preferible a B y B es preferible a A y que, como consecuencia de ello, las preferencias del consumidor hacia A y B son las mismas, nos hallaremos en presencia de una “relación de orden estricto” desde el punto de vista de la Teoría de Conjuntos.

El postulado de la racionalidad, tal como acaba de establecerse, solamente requiere que el consumidor sea capaz de clasificar los bienes y servicios en orden de preferencia. El consumidor posee una medida de la utilidad ordinal, o sea, no necesita ser capaz de asignar números que representen (en unidades arbitrarias) el grado o cantidad de utilidad que obtiene de los artículos. Su clasificación de los mismos se expresa matemáticamente por la mencionada “función de utilidad”, que no es única y se supone continua, así como su primera y segunda derivadas parciales. Ésta asocia ciertos números con diversas cantidades de productos consumidos, pero aquellos números suministran sólo una clasificación u orden de preferencia. Si la utilidad de la alternativa A es 15 y la de la B es 45 (esto es, si la función de utilidad asocia el número 15 con la alternativa o bien A y el número 45 con la alternativa B) sólo puede decirse que B es preferible a A, pero es absurdo colegir que B es tres veces preferible a A.

Esta nueva formulación de los postulados de la teoría del consumidor no se produjo hasta finales del siglo XIX. Es notable que la conducta del consumidor pueda explicarse tan correctamente en términos de una función de utilidad ordinal como en los de una cardinal. Intuitivamente, puede verse que las elecciones del consumidor están completamente determinadas si tiene una clasificación (y sólo una) de los productos, de acuerdo con sus preferencias. Uno puede imaginarse al consumidor poseyendo una cierta lista de productos en orden decreciente de deseabilidad; cuando percibe su renta disponible empieza comprando productos por el principio del listado y desciende tanto como le permite dicha renta [3]. Por lo tanto, no es necesario presumir que se posee una medida cardinal de la utilidad; es suficiente con sostener la hipótesis, mucho más débil, de que posee una clasificación consistente de preferencias [4].


 

[1] Vide P. LÉON, Histoire économique et sociale du monde, Armand Colin, 1978.

[2] Una cadena de definiciones debe detenerse alguna vez. La palabra o tiempo verbal “prefiere” (tercera persona del singular del presente de indicativo) se podría definir en el sentido de “gusta más que”, pero entonces esta última expresión tendría que dejarse, a su vez, sin definir. El término “preferir” hállase huero de cualquier significado relacionado con un determinado placer sensorial.

[3] Resulta irrelevante cuánto se apetece un artículo concreto de la lista; siempre se escogerá antes el artículo que ocupe en ella un lugar más elevado.

[4] Vide Microeconomic Theory (A matematical approach). Hay traducción al castellano en Ed. Ariel. Barcelona, 1962. Citada en la bibliografía.


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