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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?
José María Franquet Bernis
Homogeneización normativa y estatuto empresarial
El debate actual de la mundialización económica, probablemente, no es más que el viejo dilema existente entre Estado y mercado, pero llevado ahora a escala internacional. En su momento, se tuvo que establecer qué papel debía tener el mercado en la asignación eficiente de los recursos y hasta dónde debía llegar la intervención estatal para asegurar el viejo principio de la igualdad de oportunidades. En las sociedades más industrializadas y avanzadas del mundo occidental, estas dudas se resolvieron con la implantación del modelo denominado del Estado del Bienestar. Pues bien, este mismo debate se halla ahora planteado a escala global por el simple hecho de la integración de las economías y el auge de las telecomunicaciones y de las tecnologías de la información, pero con la dificultad añadida de que, a nivel supranacional, no se dispone de ningún contrapeso político y normativo que vigile este proceso de globalización y corrija, de un modo justo y equitativo, los peligrosos abusos que puedan derivarse del mismo.
De hecho, una de las mejores cosas que le pueden suceder a un país subdesarrollado es el poder acceder a los mercados proteccionistas de los países más industrializados. Pero esta liberalización debe acarrear, paralelamente, una regulación laboral, fiscal, medioambiental y social, con reglas transparentes y no vinculadas a un Estado u organización transnacional concretos. Y es que la internacionalización de la economía ha ido más deprisa -como suele acontecer también en otros aspectos de la actividad humana- que su regulación y control por parte de los poderes públicos democráticamente escogidos. Ha comenzado el match sin garantías ni apenas reglas del juego. Se trata, simplemente, de plantear que lo que está aceptado, e incluso obligado a cumplir a nivel nacional, lo esté también a escala global; lo que procede, en última instancia, es decidir en qué nivel de gobierno (local, regional, nacional o supranacional) debe regularse cada aspecto del problema o ejercer cada competencia, teniendo bien presente el principio político de la subsidiariedad.
En realidad, el debate planteado no es el del proteccionismo frente al internacionalismo o el del localismo frente a la mundialización, sino qué forma de internacionalismo debe aplicarse. Y resulta evidente que no debe tenderse a un modelo, como el actual, en el que se considere sagrado para el comercio internacional el derecho a la propiedad privada pero, en cambio, se condene, como una forma deleznable de proteccionismo en los países subdesarrollados, el derecho de huelga, a sindicarse, a disfrutar vacaciones y a trabajar en condiciones dignas, así como el deber (especialmente para las grandes empresas multinacionales) de pagar impuestos o de respetar el medio ambiente.
Parece también deducirse, como idea previa, que la globalización exige, de manera tanto implícita como explícita, la perentoriedad de la existencia de un orden económico y social estable y común entre las distintas economías, así como también de un ordenamiento económico-social más homogéneo en sus principios entre las distintas instituciones empresariales. La economía de mercado constituye, sin duda, este encuentro común en lo que se refiere a la configuración del ordenamiento económico y social, estableciendo aquellas normas de competencia que deben ser aceptadas por todos los participantes. Pero, al propio tiempo, el ordenamiento empresarial, la que podríamos denominar constitución o estatuto empresarial, debe ser también semejante en los países competidores, en cuanto a sus características fundamentales, para el logro del funcionamiento transparente de sus comportamientos.
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