AMERICA LATINA ENTRE SOMBRAS Y LUCES

 

 

Los Incas

Según varios cronistas, el Imperio Inca se habría originado a orillas del Lago Titicaca, donde un grupo de familias fueron organizadas por Manco Capac y su esposa Mama Ocllo -que también era su hermana- a fin de lanzarse a la conquista de los cuatro confines del mundo. Pero la conquista eventualmente solo irradió hacia occidente, por cuanto el oriente se encontraba franqueado por la selva amazónica y por el desierto del Chaco.

Manco Capac logró apoderarse de todo el altiplano boliviano y del centro del Perú y, poco antes de morir, entregó el mando total y absoluto al primero de sus descendientes, inaugurando así la tradición de transferir el poder sin dividir el imperio; ese sistema de transferencia de mando continuó sucesivamente con los incas: Lloque Yupanqui, Mayta Capac, Capac Yupanqui, Inca Roca, Yahuar Huacac, Viracocha, Pachacutec, Tupac Yupanqui y Huayna Capac.

 

Este último rompió la tradición al dividir el imperio entre sus dos hijos: Huascar y Atahualpa, que lucharon entre sí tratando de obtener el poder total y que, a la postre, fueron los dos últimos Incas del imperio.[1]   

 

Cuando los españoles llegaron al Tahuantisuyo – que en idioma quechua significa ‘el imperio de las cuatro partes’- cada una de esas partes estaba organizada por provincias que, a su vez, se subdividían en ayllus, los cuales, más que un espacio territorial,  eran una especie de unidades de administración y control de las tareas productivas.

 El poder de mando se encontraba altamente centralizado en el Inca y en su entorno teocrático y familiar. Los miembros de la teocracia y los jefes militares -por costumbre y por auto defensa- debían pertenecer por sangre a la tribu original de los incas que partieron de las orillas del Titicaca, aunque es lógico suponer que a lo largo de los años y a lo ancho del imperio, deben haberse deslizado numerosas e íntimas fraudulencias.

 

El sistema económico se basaba en la planificación colectiva y dependía básicamente de la explotación agrícola, pecuaria y minera que, a su vez, reposaban en la magnifica infraestructura del imperio, así como en la existencia de nichos de producción artesanal en el campo textil y en la orfebrería.

Las obras públicas, a cuya supervisión los incas dedicaban casi todo su tiempo, se construían usando el sistema de la mita, que era una especie de sorteo en el que se escogía los miembros de cada ayllu que, forzosamente, debían trabajar en las minas, en el empedramiento de caminos y calles, en la excavación y limpieza de canales, en la edificación de palacios y templos, en el transporte de bienes y cosechas, en el levantamiento de silos e, incluso, en la construcción de viviendas para la burocracia militar y para los miembros de la teocracia.

Cuando algún ayllu o alguna tribu, se negaba a cumplir sus ordenes, el emperador tenía un método poco sutil pero bastante eficaz para mantener su autoridad: enviaba a todo el ayllu o a toda la tribu, a poblar el confín más lejano a su lugar de origen en calidad de mitimaes.

Una de las primeras etnias mitimaes fueron los indios saraguro, originarios de la localidad de Pisac en el valle del Cuzco, de donde fueron expulsados a la provincia de Loja, ubicada en el  sur de lo que hoy es el Ecuador. En Pisac, su hogar ancestral, los saraguro habían practicado el trueque de artesanías y cereales –en cuya labranza se habían especializado- a cambio de los textiles coloreados en lana de vicuña, llama, guanaco, llamingo y alpaca, producidos por las etnias vecinas.

En su nueva tierra, los saraguro ya en su condición de mitimaes, volvieron a sembrar rotativamente la cebada, el maíz, el amaranto, la oca, la papa, el haba, el melloco, la arveja, el chocho, la quinua y los otros cereales que hasta el día de hoy constituyen su principal alimento diario. Pero al carecer de ese instrumento llamado dinero y, por tanto, sin poder conseguir a través del mercado los textiles coloreados en lana –hasta hoy tan característicos de algunas etnias peruanas y bolivianas- tuvieron que desarrollar la crianza de una rarísima especie de oveja de pelaje negro, con la cual podrían fabricar sus textiles sin necesidad del color, ni de la lana de la vicuña, la llama, el guanaco, el llamingo o la alpaca.[2]

Así, los saraguro y todas las demás etnias –sean o no mitimaes- por la falta de un sistema monetario, tenían que adaptar sus patrones de consumo y su modo de vida al estrecho entorno de su localidad.   

 

El sistema tributario -que permitía mantener en el imperio una economía estable- consistía en dividir la producción de cada ayllu en tres partes: una parte se entregaba al Inca; otra se destinaba a la elite teocrática y militar encargada de controlar la producción en beneficio propio y del Inca; y, la restante tercera parte, se distribuía entre la gente del ayllu respectivo.

El monto del tributo aplicable a cada ayllu era determinado por los quipucamayos, quienes poseían un amplio conocimiento matemático y contable. Los quipucamayos -o ‘guardianes del quipu’- eran los responsables de armar y descifrar quipus. Los quipus, a su vez, eran unas piolas de lana anudadas entre sí y teñidas en diversos colores. Sobre la base del color, del número y de la posición de los nudos, los quipus servían para guardar con gran detalle toda la información referente a los cultivos y cosechas, a la producción agrícola y pecuaria, a la explotación de minas y canteras, a la elaboración de artesanías y orfebrería, así como a las características de la población correspondiente a cada ayllu.

 

En una sociedad que jamás conoció la escritura, cuyos habitantes se comunicaban en más de 12 dialectos, con un extenso territorio cruzado de caminos vírgenes a la rueda y al caballo, los quipus en sus nudos y colores eran capaces de trasmitir toda la información que el Inca solicitaba. Cuando en algún museo uno logra encontrar un quipu que ha aguardado sus mismos nudos y colores por más de 500 años, es difícil no sentir una profunda admiración.  

 

Sobre la base de ese sencillo sistema tributario, la economía del Tahuantinsuyo lograba funcionar sin desempleo, sin inflación, sin deuda, sin déficit, sin recesión, sin contratos y sin costos ni precios. Adicionalmente, el sistema tenia la ventaja de que –al carecer de un régimen bancario- la riqueza podía ser acumulada pero no podía ser dilapidada. Se estima que los silos y bodegas del Inca hubiesen podido alimentar a todo el imperio por más de tres años seguidos, sin que a lo largo de ese periodo nadie tenga necesidad de producir, manufacturar, sembrar o cosechar.

 

Así, el sistema económico aparentemente ofrecía un sólido apoyo para la estabilidad y crecimiento del régimen incaico. Sin embargo, en 1532, bastó que un puñado de 168 españoles capturase en Cajamarca a Atahualpa, el último emperador inca, para que todo un imperio de 20 millones de súbditos rodase sin sustento por los suelos. Se repetía así lo ocurrido 12 años antes con Moctezuma, cuya captura también permitió avasallar casi sin resistencia a todo el imperio azteca.

 

Nuevamente, para tratar de explicar un casi increíble hecho, los historiadores imaginan una amplia gama de potenciales causas, incluyendo espadas, escudos, la pólvora, el acero, los fusiles, los caballos, la viruela y las venganzas domésticas.

No obstante, en la historia de los cinco continentes, antes y después de Cristo, han existido imperios en auge e imperios en decadencia; armas de acero y escudos de madera; ejércitos y masas; bandoleros aguerridos y guerreros asustados. Pero solo en Cajamarca y en Tenochtitlan, bastó con cortar una cabeza para que rodase por los suelos todo un imperio. Y es que solo  Cajamarca y Tenochtitlan carecían de esa arma llamada dinero.

 

En los textos de economía suele argumentarse que el dinero se usa porque cumple tres funciones básicas: posibilita comprar y vender cosas; permite comparar el valor de distintos bienes; y, provee un adecuado instrumento para ahorrar e invertir. Pero como esas actividades no se realizaban dentro del Imperio -no se negociaba, no se valoraba y no se financiaba- la economía había logrado funcionar bien por muchos siglos, sin necesidad de conocer el valor, la  utilidad, ni la importancia del dinero.

 

Lo que en los textos de economía rara vez se menciona y lo que rara vez recordamos, es que la función más importante del dinero, en cualquiera de sus formas, es la de ser el principal factor aglutinante de una sociedad -función en la que compite con ventaja contra un himno, un escudo, una bandera o incluso, un territorio- porque permite a toda la gente consumir de todos y producir para todos; sentir que pertenecen a una nación y que la nación les pertenece.

Así, para los aztecas y los incas -cuya economía nacional se limitaba al reducido mercado de su comarca y al espacio en el cual podían intercambiar productos en trueque- al desconocer la existencia del dinero, el único factor aglutinante del imperio era la cabeza autoritaria del emperador de turno. Cortar esa cabeza significó defenestrar todo el Imperio.

 

El nacimiento de las grandes civilizaciones surgidas alrededor del mediterráneo –ya lo vimos- coincidió con la acuñación de una moneda. Los incas y los aztecas completaron la otra cara de esa enseñanza al demostrar lo frágiles que son las civilizaciones que no usen, en cualquiera de sus formas, ese instrumento denominado dinero.

Y la América Latina actual logra demostrarnos algo más: en el Siglo XXI ya no es suficiente tener ese instrumento llamado dinero, también se requiere tener una buena moneda. Esa es la enseñanza se desmenuza en el próximo capítulo.  

[1] Dos incas más, Tupac Hualpa y Manco Inca, hermanos del asesinado Atahualpa, fueron nombrados por los propios españoles con el objeto de controlar mejor al resto de indígenas.           

[2] Una popular leyenda asegura que los saraguro visten en color negro, debido a que llevan  duelo por el terruño perdido. Curiosa leyenda que atribuye a los saraguro un rito cristiano. 

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