¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

LA GLOBALIZACIÓN Y LA FACTURA DE LA HISTORIA

Condonar deuda e invertir

África, Asia y América –Central y Meridional– tienen legítimo derecho a hacer, todos ellos, nuestros mismos cálculos. Comparadas con las cifras que habrán de resultar, las actuales deudas externas del Tercer Mundo son insignificantes. Son irrisorias. Hay, pues, justificación histórica absoluta para la total y definitiva condonación mundial de la deuda externa de todos nuestros países subdesarrollados. Pero muy especialmente, y en primer lugar, la de aquellos que, como Perú y Bolivia, en América; y la de los países de África que fueron interminable cantera de esclavos; han solventado durante siglos gran parte del desarrollo del Norte. Pero dadas las proporciones de las cifras en juego, tal condonación no pasaría de ser, a la postre, sino el arras del contrato, la simbólica cifra que se depositaría en señal de buena fe.

Esta exigencia de condonación histórica tiene tantas o más justificaciones lógicas y morales que las que han esgrimido los países, en especial los países desarrollados, para cobrar compulsiva e implacablemente “reparaciones de guerra”. No obstante, el grueso del pago de la deuda histórica tendría que empezar a pagarse inmediatamente después: con inversión en el Tercer Mundo. Pero no con tramposos cuentagotas, sino en las enormes sumas que demandan los países subdesarrollados para dar trabajo a sus gentes y evitar así que miren –y migren– al Norte como su única tabla de salvación.
Hoy las transnacionales de los países del Norte, después de acuciosos estudios, aplican el famoso “riesgo–país” cada vez que tienen que decidir si invierten o no en un determinado país. Si no se produce el salto hacia arriba que preconizamos, mañana los pueblos del Tercer Mundo analizarán, también detenidamente, el “riesgo–saturación” cada vez que quieran decidir a qué ciudad del Norte quieren migrar. Aquellas que estén completamente saturadas no serán, pues, ningún atractivo. El atractivo irá pasando de las grandes metrópolis a las ciudades medianas y de éstas a los poblados más pequeños.

O soportar la invasión

Es suficiente que en los próximos dos siglos migren del Tercer al Primer Mundo dos mil millones de personas, para que no haya pueblo de Europa, Japón o de los Estados Unidos en que los migrantes pasen a ser la mayoría poblacional decisoria de los asuntos políticos y económicos. El panorama europeo actual, en el que cientos y miles de jóvenes europeos se ven desplazados por “mano de obra barata” proveniente del este europeo y del norte de África, es un pálido –muy pálido– reflejo de lo que acontecerá en las próximas décadas, si no somos capaces de revertir la actual y perversa relación Norte–Sur. ¿Se quiere llegar a esa extrema situación? ¡Vamos entonces a ella! Pero, responsablemente –como corresponde a la mejor tradición cívica del Occidente desarrollado–, es decir, ateniéndose cada cual a las consecuencias.

La única manera sensata de evitar ese extremo –porque alternativamente el exterminio no tendría nada de sensato–, es, pues, lanzarse a la descentralización del mundo, del globo. Esto es, dejar de concentrar las grandes inversiones en los países del Norte y hacerlas en adelante, masiva y prioritariamente, en los países del Sur, en los países del Tercer y del Cuarto Mundos.

Y conste que las exigencias de inversión son gigantescas. Un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo –BID– sostiene que “las economías de América Latina requieren inversiones de 65 000 millones de dólares al año en infraestructura, para que crezcan a tasas de no menos de 5% anual” . China, por su parte, proponiéndose crecer a una tasa de 8% anual, ha decidido invertir un promedio de 250 000 millones de dólares en cada uno de los tres próximos años. Esto es, en términos relativos a las respectivas poblaciones de cada uno de ambos grandes territorios del planeta, China se ha propuesto un esfuerzo 55% mayor que el que los técnicos de BID proponen para América Latina. Y es que el reto de crecimiento que la tecnocracia internacional asigna a América Latina “es el mínimo requerido para alcanzar una reducción significativa de la pobreza en el continente, donde un 50% de la población no disfruta plenamente de los servicios públicos esenciales”.

Están absolutamente equivocados los tecnócratas internacionales si creen que, en las próximas décadas, en el contexto de la cada vez más agresiva globalización de las comunicaciones, los habitantes de América Latina, África y Asia van a resignarse a superar la pobreza y van a contentarse con tener los servicios públicos esenciales. Ése no es el reto. El reto para este siglo es que el promedio de ingresos de los pueblos subdesarrollados, todos, se multiplique cinco, diez y veinte veces. Y que el nivel de su desarrollo infraestructural, por lo menos en carreteras, escuelas y hospitales se asemeje al que hoy tiene el promedio de los países de Europa. ¡Hagan esos cálculos! Menuda sorpresa habrán de llevarse cuando constaten que sus actuales cifras son ridículas frente a las exigencias que mañana, de manera radical, firme e incluso agresiva habrán de hacer los pueblos subdesarrollados del mundo.

Así como los países subdesarrollados tienen áreas desarrolladas dentro de su territorio, así el mundo, que tiene también áreas magníficamente desarrolladas, es, en su conjunto, un territorio penosamente subdesarrollado. El secreto, pues, es la descentralización del planeta. Y, la única forma conocida de lograrlo, es que las inversiones masivamente empiecen a concretarse en el Sur. No hay otra alternativa.

Entre tanto, detengámonos un instante a contestar una pregunta que sin duda asaltará a más de uno: ¿por qué los hijos de hoy –en el Norte– tienen que pagar la factura de lo que ayer cometieron sus padres? Pues por dos razones. En primer lugar, porque los hijos de hoy son quienes están usufructuando el bienestar que les proporciona el resultado de las acciones que hicieron sus padres. Y, en segundo lugar, porque el crimen fue “cometido” por sus países, por sus pueblos, por sus naciones, de modo que tienen que pagarlo esos mismos países, esos mismos pueblos, esas mismas naciones. Y si esta razón no se quiere admitir, una vez más se estaría tirando piedras al tejado de vidrio. ¿Quién podría evitar, entonces, que nuestros pueblos –con el mismo derecho– reivindiquen, por ejemplo, que la deuda externa actual no la debemos pagar nosotros, porque no la hemos contraído nosotros, sino que fue contraída por nuestros padres? Y ya no están vivos para pagarla. Y conste que, como se sabe, la deuda externa actual de nuestros países no es poca cosa. A pesar de los pagos masivos que hemos venido efectuando –837 000 millones de dólares sólo en el período l982–87–, la deuda a 1997 había “crecido hasta situarse en más de 1,4 millones de millones de dólares” .

Michel Camdessus, el conocido y reputadísimo ex Director Gerente del Fondo Monetario Internacional –FMI–, hizo una “invocación” para que América Latina dé inicio a “una segunda generación de reformas económicas que prioricen el crecimiento social equitativo” . ¿Independientemente de que haya o no descentralización –tanto en los países subdesarrollados como en el conjunto del planeta–, señor Camdessus?

Pero lo más grave de las ideas que se esconden tras la frase del reputado economista francés –que tan importante cargo ha ostentado a nivel mundial–, es que se insinúa –entre líneas, como en otros casos que hemos citado antes– que nadie debe volver la mirada hacia atrás; el pasado ya no importaría; aquí nadie sería responsable de nada; y, lo que es tanto más polémico, América Latina debe entendérselas sola –bastaría, parece decirnos Camdessus, con que emprenda reformas económicas–, sin importar si el Primer Mundo, y Estados Unidos en particular, invierten poco a mucho en estos lares. ¿Será conciente Camdessus de que, bajo ese esquema, ni América Latina ni el resto del mundo subdesarrollado saldrán de la profunda sima en que se encuentran; ni Estados Unidos y Europa podrían evitar que, en tales circunstancias, se les cobre la factura histórica con una marejada humana latina, asiática y africana, cada vez menos tolerante y cada vez más violenta, y con todo lo que tras ella sobrevendría?

A nuestro juicio, es imperativo reiterarlo, la descentralización del planeta no es uno de entre muchos de los cambios que se necesita concretar. La descentralización del planeta, pasando por la reorientación de las grandes inversiones –del Norte hacia el Sur–, y la condonación total de la deuda externa, son las tres más grandes e importantes condiciones, necesarias e insustituibles, para que se pueda concretar, en el largo plazo, el desarrollo del Tercer y Cuarto Mundos y, en consecuencia, un sano y constructivo equilibrio planetario.

En el globo, lenta pero de manera inexorable, felizmente se va alcanzando esta comprensión. Hasta ayer, sólo unos pocos intelectuales hacían mención a la singularísima importancia de la descentralización en el desarrollo de los pueblos. Hoy en cambio es ya un lugar común.

La suerte, pues, está echada. Para salvar su propio pellejo –y por encima de las cabezas de Camdessus, de Bush, de los “chicago boys”, y de cuanto émulo han dejado Margaret Thatcher y Friedrich von Hayek–, el Primer Mundo tendrá que alentar decididamente la descentralización e invertir ingentes recursos en el Tercer Mundo, y sin pedir nada a cambio.

Mal que les pese, esa sería la oportunidad de que los países del Norte, por primera vez en la historia, pasen a actuar, no sólo en función de sus propios y legítimos intereses, sino además también –y si se quiere de carambola– en función de los intereses del resto de la humanidad. Esto es, y en definitiva, por fin en función de los intereses planetarios.

Digámoslo sin ambages, invertir masivamente en el Tercer y Cuarto Mundo va a significar al Primer Mundo pagar un costoso pero buen e inteligente seguro de bienestar, pero también de vida. Ésa y no otra va a ser la forma de evitar que el Norte siga siendo “pacífica” pero inexorablemente invadido por el Sur. En palabras de Federico Mayor Zaragoza –ex Secretario General de la UNESCO–, de no producirse cambios drásticos, la actual situación mundial “desembocará en grandes conflagraciones, y en emigraciones masivas, y en ocupación de espacios por la fuerza” .

En síntesis, invertir masivamente en el Sur será también en beneficio directo del propio Norte. Tal y como, de manera a nuestro juicio célebre, editorializó a mediados de mayo de 1997 el New York Times, el diario más importante de los Estados Unidos: “los Estados Unidos deberían inquietarse un poco más por la creciente pobreza de América Latina, no por razones humanitarias sino prácticas” . Pero no por razones tan miopes como la de asegurar el crecimiento de uno de sus más importantes mercados de manufacturas. Sino, en verdad, para asegurar la propia estabilidad político, económica y social del propio gran país del norte. Desde todos los rincones del planeta mentes lúcidas vienen ya reclamando en el mismo sentido. En el Perú, por ejemplo, un prestigiado jurista como Diego García Sayán ha sostenido: “Desde los países desarrollados se debe generar una política de solidaridad incluso en su propio interés, si se quiere frenar las migraciones masivas que pueden tornarse en conflictos inmanejables en las próximas décadas” .

Mas la preocupación sacude también a la propia Europa. El primer ministro italiano, Romano Prodi declaró: “Está claro que nosotros necesitamos establecer una política común Europea (ante la migración) porque es un fenómeno a escala tan grande que los países individuales no pueden enfrentarlo con efectividad por sí solos”. Y más adelante el mismo cable agregó: “varios países europeos expresaron su gran preocupación de que el incontrolado flujo migratorio se convierta en una situación que afecte todo el continente” . La mayor parte de los diarios del mundo y la inmensa mayoría de los políticos aún se dan el lujo de disimular la verdad, cuando no de encubrirla del todo. Así, mientras que para Prodi la migración masiva hacia Europa ya es un problema; otros temen que se convierta en un problema.

Sólo si se produjera el gran cambio, estaríamos iniciando entonces el decidido y pacífico comienzo de la genuina globalización, que no será otra cosa que una nueva etapa en la historia de los pueblos. Parafraseando a Christopher Hill diremos que los habitantes del Tercer Mundo estamos absolutamente seguros de que la historia no se ha acabado . ¡Manos a la obra, entonces! ¿Pero, habrá suficiente lucidez para emprenderla? Sinceramente lo dudamos..., a pesar de que la advertencia es tan clara. Tan meridianamente transparente. Y lo dudamos porque, como recuerda Eloy Martínez, “...las gargantas de los ricos [y de las grandes empresas transnacionales] siempre tienen sed: son insaciables” , tal y como fueron suicidamente insaciables los apetitos de la Roma imperial y de la España imperial. Esa insaciable sed obnubila hasta las mentes de los más perspicaces analistas, y les impide ver que, en efecto, nos precipitamos todos a un abismo oscuro y profundo: la bárbara transición hacia la siguiente ola.

Lo cierto y lamentable es que, a todos estos respectos, la historiografía tradicional tiene una gravísima responsabilidad. Porque mientras los textos los llenemos de datos objetivamente irrelevantes, la historia y la Historia servirán de poco y a muy pocos. Pero ¿y qué de los aciertos que se dieron antes en la historia de la humanidad, para imitarlos y recrearlos; y qué de los gravísimos errores que se cometieron, para procurar no incurrir nuevamente en ellos? Nada, ni una palabra. ¿Y qué de los grandes responsables de algunas previsibles catástrofes, para juzgárseles como corresponde? Menos aún, porque más bien han sido endiosados. ¿Y qué de los grandes malhechores que desde el poder se apropiaron de fortunas incalculables? Menos todavía, porque han sido debidamente colocados en el Altar de los Héroes y descansan en paz en los Panteones de los Próceres.

¿Cómo, pues, una Historia así, atestada de datos generalmente frívolos e inútiles, de deformaciones y de silencios cómplices, puede servir para otra cosa que no sea asegurar que el hombre siga siendo el único animal que se tropieza dos y muchas más veces en la misma piedra? ¿Cómo, por ejemplo, no habrían de repetirse las nefastas relaciones imperiales, si los textos de historia hablan de todo menos de ellas? Y cuando lo hacen, contrariamente a lo ocurrido, son presentadas como valiosísimas. ¿No están llenas las páginas de Historia de elogios al Imperio Romano, al Imperio Inka o al de Carlos V, y ahora al que dirige Bush?

Con palabras de Viviane Forrester, la “educación perversa” es esa que incluye esa versión de la historia con que se envenena y aliena las mentes de los estudiantes del Sur. No obstante, la misma “educación perversa” es ofrecida también a los estudiantes del Norte. También a ellos se les presenta los imperios en un rostro maquilladamente bueno, con un rostro teatralmente limpio.

La frívola, alienante y desorientadora “historia perversa”, impide a los estudiantes del Sur percatarse de las verdaderas razones del atraso de sus pueblos, y, envenenándolos, les mina las posibilidades de luchar en beneficio de su propio progreso. Y, a los estudiantes del Norte de hoy, los enceguece convenciéndolos de las “bondades” de un sistema político–económico que, como a los jóvenes romanos de antaño, habrá de terminar reventándoles en la cara.
 

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