¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

LA GLOBALIZACIÓN Y LA FACTURA DE LA HISTORIA

Insistentemente hemos venido insinuando que en la humanidad está tomando forma y definición “una factura”, o mejor, “una gran factura”. A continuación pues, y al respecto, nuestra hipótesis final.

Bien se sabe que la globalización de las comunicaciones va a contribuir a elevar los niveles de información del hombre promedio. Pero también, y correspondientemente, va a acrecentar sus niveles de exigencia al mundo que lo rodea. ¿Representa esto algo respecto de la relación entre conquistadores y conquistados, dominadores y dominados, y respecto del futuro de esas relaciones?

Por supuesto que representa mucho, muchísimo, como pasaremos a ver. La globalización de las comunicaciones permite a dos tercios de la humanidad apreciar de cerca, casi desde dentro, el esplendor de que se enorgullecen Norteamérica y los países desarrollados de Europa. Ese esplendor es –y sirva sólo como analogía– como la bombilla de luz que atrae incesantemente a los insectos. Resulta de veras irresistible. Más aún si ese esplendor nos lo muestran todo el día, todos los días. ¿Cuántos insectos pegados al bombillo terminan por opacar su luz?

Los técnicos de la ONU reiteradamente muestran que en el mundo cada vez se concentra más la riqueza, pero además, cada vez más en el Norte. El 20 % de los habitantes pobres del mundo suman el 1,4 % de los ingresos totales; y el 20% de los más ricos retienen el 85% de los ingresos totales de la humanidad . Y, en el extremo de la concentración, de un lado, y la exclusión, del otro, sólo 360 personas, los hombres más ricos de la Tierra, poseen más bienes que los sumados por el 45% de la población mundial –esto es, por casi 2 700 millones de personas–, conforme lo ha dado a conocer la ONU .

Es como resultado de esa abismal concentración de la riqueza que el Norte asombra al Sur. Tampoco en esto los hombres hemos “inventado” nada nuevo. Hace mil setecientos años ya la Roma de los césares deslumbraba a los “bárbaros” de los pueblos conquistados. Miles y miles de “bárbaros” norafricanos, francos y germanos fueron irremediablemente atraídos por la deslumbrante luz. “La riqueza y el prestigio del Imperio romano (...) atraían a los pueblos que vivían [dentro y] más allá de sus fronteras” –nos recuerda Barraclough –.

Los historiadores han mostrado que en torno a las siete colinas de Roma, poco antes del colapso final, vivían más extranjeros que romanos. Miles de “bárbaros” –entre esclavos, soldados, mercenarios, vendedores ambulantes y desocupados–, atestaban las calles y plazas romanas. La ciudad lucía absolutamente sucia y deteriorada. Miles de “insectos” fueron opacando la luz de la bombilla, hasta que contribuyeron a opacarla del todo. Durante la larga agonía del imperio, los extranjeros residentes en Roma jugaron, inadvertidamente, el papel de un gigantesco Caballo de Troya; pocas veces se ha reparado en ese “detalle”.

Los extranjeros residentes en Roma terminaron por constituirse en las hordas del saqueo final y definitivo. En la Francia de Luis XIV, inmediatamente antes de la Revolución Francesa, París no lucía precisamente mejor que Roma antes de la caída. Los pobres del campo, atraídos por el esplendor de Versalles y los Campos Elíseos, habían también invadido e informalizado la ciudad hasta lo inimaginable.

Hoy, en nuestro siglo, el fenómeno se repite exactamente con las mismas características. En los pueblos subdesarrollados de América Meridional, de Oriente y de África, allí donde se da el denominado “desarrollo desigual y combinado” –gran riqueza en algunas ciudades yuxtapuesta con extrema pobreza en el campo–, se aprecia el fenómeno en toda su intensidad. El esplendor relativo de Río y Sao Paulo, de Santiago y Lima, de El Cairo y Nueva Delhi, ha atraído a millones de hombres y mujeres que se hacinan en los cordones periféricos de esas ciudades –llámense favelas, cayampas o pueblos jóvenes–, atiborrándolas, ensuciándolas, informalizándolas, poniéndolas al borde del colapso –infraestructural y político–social–.

Pero el fenómeno del “desarrollo desigual y combinado”, que los sociólogos y economistas atribuían en exclusividad a los países subdesarrollados del mundo, es, en realidad, ya un fenómeno planetario, es ya parte del proceso general de globalización. Norteamérica y Europa relucen frente a los inquietos y cada vez más exigentes ojos de dos terceras partes de la humanidad. París es a El Cairo, lo que éste a un remoto pueblo agrícola en el Alto Nilo. Londres es a Bombay, lo que ésta al territorio de los gurkas. Madrid a Rabat, como ésta a una tribu berebere. Nueva York a Río, como Río a un pueblo miserable del nordeste brasileño. Miami a Lima, como Lima a los abandonados pueblos del 80 % del territorio peruano, Ucchuraccai incluido, por cierto. Y, para no hacer más larga la lista, Los Ángeles a México DF, como éste a Chiapas.

La diferencia de idiomas ya no es el obstáculo que representaba hasta unas décadas atrás. Los pueblos “sutilmente” dominados han ido aprendiendo el idioma de la metrópoli que los domina. Al fin y al cabo, también en esto la dominación regresa como un bumerán. Las metrópolis han impuesto sus películas, en su idioma. Sus enlatados televisivos, en su idioma. Sus libros, en su idioma. Las etiquetas de sus productos, en su idioma. Los catálogos de sus equipos electrodomésticos e industriales, en su idioma. ¿No esperaban que los pueblos atrasados aprendieran el idioma de la metrópoli para que ésta ampliara su mercado? Pues han terminado por aprender, pero para hablarlo cara a cara, en la metrópoli, con los hombres de la metrópoli. En su fuero interno, las metrópolis dominantes deben estar lamentándose de haber dado ese paso tan trascendental, de tan insospechables consecuencias.

Así, miles y miles de los que antes habían llegado a El Cairo, Bombay, Rabat, Río, Lima o México DF, residen ahora en París, Londres, Madrid, Nueva York, Miami y Los Ángeles. Abandonaron sus tenues bombillas atraídos por más potentes luminarias.

El proceso, sin embargo, todavía está en ciernes. Entre tanto, Norteamérica y Europa inventan cada vez más cortapisas para minimizar o impedir el incesante flujo humano. La suerte, no obstante, ya está echada. La marea será cada vez más fuerte. Y, proporcionalmente, los espigones cada vez más pequeños y débiles. El desborde final se avecina. Hace un siglo podía contarse con los dedos de una mano la cantidad de latinoamericanos que habían emigrado a Estados Unidos. Hoy son ya casi 47 millones. El proceso no tiene vuelta, es inexorable. El Caballo de Troya del Sur ha puesto ya sus poderosas patas en el Norte .

Hoy, ni Estados Unidos ni España ni el resto de Europa Occidental saben cómo miles y miles de “indeseados” han podido filtrarse, con tanta facilidad, a través de sus aparentemente inexpugnables fronteras. Para éstos, como para millones de otros jóvenes, las aparentemente inexpugnables fronteras de occidente son tan difíciles de atravesar como la puerta sin candado de una casa. Y como los hombres aprenden –todos, incluso los de más bajo cociente intelectual–, si antes cien enseñaron a mil a infiltrarse en la fortaleza; hoy esos mil tienen frente a sí a cien mil ávidos alumnos; y éstos aleccionarán a un millón. ¡Oh maravilla de la educación! Las lecciones de infiltración de James Bond han sido maravillosamente aprendidas. ¿Cuántas han sido las exitosísimas películas de Ian Fleming? ¿Cuántas veces han sido repuestas “a pedido del público” y para algarabía de sus productores? ¿Y no querían que la gente aprendiera, al cabo de tanto martillarse la lección?

Alemania por ejemplo, y entre muchos más hombres de muchas otras nacionalidades, alberga ya en su territorio a medio millón de kurdos. Es una cantidad muy grande, ¿verdad? ¿Se presentaron acaso todos juntos un día en la frontera pidiendo autorización para ingresar y gozar del esplendoroso desarrollo alemán? No, por cierto que no. Ellos, como los 16 millones de musulmanes que ya alberga Europa, fueron haciéndolo lentamente, de a pocos, de la misma cínica y sibilina manera como el Norte ha desangrado al Sur. ¿Tiene Alemania acaso frontera con Kurdistán? ¿Por qué se asombra entonces el gobierno de Bonn de que las recientes oleadas de refugiados e inmigrantes kurdos utilicen a otros países de Europa como trampolín para establecerse en Alemania, si ese es el camino natural, si ese es el camino que ya siguieron los primeros quinientos mil? ¿Será acaso suficiente que Italia “asegure sus costas”, como neciamente reclamó en 1998 Klaus Kinkel, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania ?

“Europa, la otrora fortaleza medieval que se defendía con cañones, ahora lo hace con leyes que impiden el paso a los supuestos invasores que vienen del hemisferio sur”, nos lo recuerda el doctor Teófilo Altamirano, un especialista en problemas de migración . Las migraciones del Sur han llegado fuertemente atraídas por el espectacular desarrollo del Norte. Pero también para resolver un problema al que el Norte, con sus propias manos, no encontraba solución: ¿quién arregla los jardines, quién lava los platos y limpia los baños; quién hace las composturas de electricidad y gasfitería? ¿Quién limpia las calles? ¡Si supieran los hombres del Norte de hoy, que, por exactamente las mismas razones, se llenaron las calles de Roma hace dos mil años! Y que por exactamente las mismas razones se han llenado de provincianos las calles de Lima, Río, El Cairo, Bombay, Rabat o México DF.

Muy probablemente, a antes de fines del siglo XXI, habrá más latinoamericanos en Estados Unidos que estadounidenses. Y, muy probablemente también, a finales del siglo XXII los norteamericanos de origen sajón serán sólo una pequeña minoría; del mismo modo que hoy son una pequeña minoría los limeños, si se les compara con los inmigrantes provincianos que residen en la capital del Perú. Y el Viejo Mundo rejuvenecerá, con la enorme y quizá también mayoritaria población joven llegada desde el Nuevo Mundo y África.

En fin, resulta clarísimo que la globalización de las comunicaciones está jugando un papel singularmente importante en los actuales episodios de la historia de la humanidad. ¿Y qué decir de la globalización financiera? ¿Neutralizará acaso las consecuencias de la otra?

Al contrario, la globalización financiera está jugando los primeros minutos del mismo partido. Porque la libre circulación –sin fronteras– del capital financiero de los centros hegemónicos del Norte tendrá, como quien no quiere la cosa, devastadoras consecuencias para el propio Norte. Entre otras cosas, por la grotesca e injusta asimetría con que –siempre en ventaja para el Norte– se maneja la globalización financiera: sus capitales multimillonarios, en tiempo real, en el mismo segundo en que se digita la orden, entran o salen de los países más remotos.

Pero el capital –como bien se sabe–, es sólo uno de los factores de la economía. Los otros dos, bien vale recordarlo, son la tierra y el trabajo. La tierra, como se conoce, es inmobiliaria, no mueble, no puede moverse. No se puede trasladar un fértil pedazo de Cañete, en el Perú, a Seatle. Ni un pedazo de Riberao Preto, de Brasil, a Chicago. Ni uno del Chaco paraguayo a Liverpool. No nos extrañe, sin embargo, que en el futuro se logre, cuando menos en lo que a la capa superficial agrícola se refiere.

Pues bien, a diferencia de la tierra, el factor trabajo en cambio es altamente móvil –o potencialmente muy móvil–. Los hombres y las mujeres, la fuerza de trabajo de los pueblos, se desplazan a pie, en auto, en ómnibus, en tren, en barco, en avión. En lo que sea. En inverosímiles balsas construidas con viejas cámaras de avión llegan los cubanos y haitianos a Miami. Sorteando mil y una penurias, miles de mexicanos y todo tipo de otros latinoamericanos atraviesan mensualmente las vigiladísimas fronteras del sur de Estados Unidos. Sin duda, cada vez más –como expresa Javier Iguiñiz– “la fuerza de trabajo está siendo transnacionalizada” .

La globalización financiera no hará otra cosa que legitimar y acelerar el proceso de globalización laboral. En mérito a la libertad de circulación de que gozan los capitales financieros de las grandes metrópolis del Norte, moralmente –por ahora– los hombres y mujeres del Sur tienen el mismo derecho a circular por el mundo. ¿Por qué no? ¿Quién podrá seguir diciendo que no y hasta cuándo?

Porque, recuérdese, también está dicho que la globalización satelital de las comunicaciones agiganta cada vez más las expectativas de la fuerza laboral, es decir, exacerba cada vez más sus exigencias. Con el cine, pero sobre todo con la televisión, “la calidad de vida y el significado de la calidad de vida (...) se universalizan” . Ese mismo rol ayer lo jugaron los transistores. Si los capitales financieros, por derecho propio y porque así lo han decidido con plena autonomía, fluyen sin restricción, los trabajadores del Sur, con el mismo derecho y con la misma autonomía, deben poder fluir también sin restricción. Esa posiblemente es ya la consigna implícita en las mentes de cientos de millones de hombres del Sur.
Pareciera que a los estrategas del Primer Mundo les hace falta recurrir precisamente a la perspectiva estratégica para entender este mundo en el que “todas las incertidumbres y dudas son posibles” –como ha dicho Arturo Uslar Pietri– . ¿Es acaso similar el contexto mundial de hoy en día al de hace 10 años? ¿Puede el mundo de hoy y sus circunstancias –parafraseando a Ortega y Gasset–, entenderse igual al mundo de hace una década? Ciertamente no. El mundo “sin Guerra Fría” es un mundo distinto. El fantasma del comunismo ya no puede argumentarse como se argüía hasta la última década del siglo pasado.

Para los líderes de Occidente resultó relativamente fácil descalificar cualquier exigencia de sus aliados –máxime si provenían de su “patio trasero”–, con el sambenito del comunismo. Virtualmente toda exigencia a Occidente era neutralizada o descalificada con la amenaza de ser declarada una “traición”. Occidente obligaba a sus aliados a cerrar filas y alinearse bajo su estrategia contra la amenaza comunista. Así, las proclamas de Occidente –tan cargadas de soberbia y cinismo –, sobre la victoria completa, decisiva y sin atenuantes sobre el comunismo, deberán pagar también un alto precio: ya no se puede reclamar el cierre de filas contra el enemigo; ya “no hay enemigo”. Van a tener que “inventarlo”. Y tal parece que –con criminal avasallamiento sobre Irak– han empezado a materializar la idea.

En el nuevo contexto, y entre otras, las discrepancias internas de Occidente –las contradicciones Norte–Sur, que se habían mantenido latentes y subalternas– asomarán cada vez con más fuerza, con más convicción. Como bien recuerda Eric Hobsbawn, “el capitalismo todavía genera contradicciones y problemas que no puede resolver” . Así, la de las migraciones Sur–Norte, que fue una de las contradicciones secundarias hasta hace una década, pasará a ser –antes o después– una de las contradicciones principales. Ciertamente no van a tener un desenlace militar. Tendrán un desenlace distinto. Tendrán –como señala descarnadamente Tomás Eloy Martínez–, el rostro “del darwinismo social de los más numerosos” . Serán una nueva –pero “pacífica”– versión del Caballo de Troya.

Así, hacia fines del siglo XXI, Europa lucirá virtualmente asaltada por millones de africanos y asiáticos. Para la misma fecha, Norteamérica deberá haberse acostumbrado a compartir sus parques y sus calles con nuevos millones de africanos, asiáticos y sudamericanos. Japón y los “tigres del Asia”, que aunque por medios pacíficos –a través de la hegemonía tecnológica, la hegemonía comercial y la hegemonía financiera– siguen fiel y disciplinadamente la receta centralista de las metrópolis occidentales, constituyéndose en los principales faros de atracción del Lejano Oriente, deberán albergar en sus reducidísimos espacios a nuevos millones de chinos, vietnamitas, camboyanos, e incluso hindúes. Qué perfectamente encuadra ese panorama con la frase de Uslar Pietri: “La realidad política que ha surgido después de la Guerra Fría está muy lejos de poder alimentar ninguna visión optimista del futuro...” .

El Imperio Romano pagó muy caro la factura que en su momento giraron los pueblos “bárbaros” a los últimos césares. A su turno, Luis XVI pagó con su propia testa una pequeñísima parte de otra terrible factura –y otro pequeño saldito con la de María Antonieta–. Inglaterra, España, Alemania y Holanda, pudieron salvar el territorio y el pellejo porque sus colonias estaban harto distantes de ellas. Pero no pudieron sujetar un minuto más la “posta”. Y como Mesopotamia y Egipto, no volverán a conocer –quizá durante muy buen tiempo– de hegemonías absolutas. Mas el grueso de la factura recién habrán de empezar a pagarla, en casa –en el mismísimo territorio europeo–, a los inmigrantes de sus ex colonias, y a muchos más.

Ningún imperio en la historia de la humanidad ha podido escapar a esa ley. Europa y Norteamérica no serán una excepción. Cierto es que los tiempos no transcurren en vano. Así, en esta ocasión no habrá saqueos, no habrá exterminio, no habrá guillotinamientos. Ocurrirá sí: 1) que sus brillantes ciudades quedarán tan deslucidas como cualquiera de las más “feas” capitales actuales del Tercer Mundo. 2) que europeos y norteamericanos, en minoría numérica dentro de sus propios países, deberán tragarse con sabor a hiel sus últimos arrestos de racismo. Y, 3) que, por fin, deberán aprender a vivir exactamente de sus propios, menguados y deteriorados recursos, habida cuenta de que –a partir de algún momento de la historia venidera– no habrán más las transferencias de capital que hoy les llega desde el Tercer y Cuarto Mundos. ¿Llegará a conocerse ese increíble mundo, tan distinto del actual? ¿Ocurrirá esa “bárbara transición” hacia un mundo nuevo?

 

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