Pulse aquí para acceder al índice general del libro. Esta página carece de formato, gráficos, tablas y notas.Pulsando aquí puede acceder al texto completo del libro en formato DOC comprimido ZIP (295 páginas, 1,5 Mb) |
Alfonso Klauer
La Décima Ola de la historia
Pues bien, asumamos por un instante que, tras la presente, hacia el 2100 por
ejemplo , Occidente experimentará la vigencia de una Décima Ola cuyo centro
estará constituido por el núcleo JapónChina. Llegado ese caso, y cuando se
analice y se hable de ella, ¿se podrá en tal circunstancia seguir diciéndose
que se habla de la historia de Occidente? ¿No estarán ya quienes estén, en
la inevitable obligación de decir que están hablando, en rigor, de la
historia de la humanidad, suma e integración de las historias de Oriente y
Occidente? ¿No se estará entonces frente a la globalización de la
historia? ¿No se tendrá que admitir, a partir de allí, que se habla de una
historia globalizada, en la que ya no es posible discriminar Oriente de
Occidente?
Cuando ello ocurra, la humanidad habrá ingresado, por fin, pero recién, a la
más completa globalización. No ya de las comunicaciones, ni de la economía
ni de las finanzas. Sino a la globalización de la humanidad. Y, como hemos
dicho bastante más adelante, no nos cabe duda que hacia ella vamos.
Corresponde hacer a esta altura del texto, con todo el material de que se
dispone, una nueva y última especulación proyectiva. Desde las primeras
décadas del siglo pasado hasta las primeras décadas de éste, el resplandor
de Inglaterra iluminaba Occidente. En América Meridional, lentamente se
apagaban las últimas luces de España. Casi todos los gobernantes de los
pueblos de esta parte del mundo pusieron entonces sus ojos en los potentes
reflectores que desde el norte del canal de la Mancha alumbraban hasta la
Patagonia. Como la hora cronológica, el porvenir pasaba también por
Greenwich. Se concertaron entonces mil y un negocios. En ferrocarriles. En
minas. En explotación petrolera. En torno al comercio del guano, del
salitre, de lanas. En torno al comercio de esclavos. En relación con bancos
y seguros. Esa estrecha alianza económica se dijo entonces era garantía de
un éxito seguro: progresaríamos y alcanzaríamos el desarrollo. Ello empezó
hace más de ciento cincuenta años. Y no progresamos un ápice. ¿Qué ocurrió?
Simple y llanamente que no fuimos los protagonistas. Sólo éramos extras en
la escena, y con un libreto pequeñísimo. La estrategia el guión había sido
diseñado por Inglaterra. Y, como es lógico entender, las fichas habían sido
colocadas y movidas por ella, en función de sus intereses y no de los
nuestros. Sólo nos quedó ver el desarrollo del juego y esperar los
resultados. Y cuando se nos leyó el reporte y balance final, no había
quedado nada para nosotros. Se dio mil pretextos y mil explicaciones, pero
nada pudo cambiar.
Para entonces, un nuevo y potente faro, estacionado más cerca de nuestras
costas, alumbraba ya con tanta o más intensidad. Casi en simultáneo los
gobernantes de América Meridional pusieron sus ojos en él. La opinión de los
pueblos de esta parte del mundo aún no contaba. ¡Nuestras democracias eran
tan incipientes, en unos casos, y tan burdamente enmascaradas, en otros!
Había pues aparecido en el contexto un nuevo socio: Estados Unidos. Se nos
dijo que sus inversiones eran la panacea. Que progresaríamos. Que
alcanzaríamos el desarrollo. Que los beneficios serían múltiples y se
esparcirían en todo el espacio del subcontinente. Se establecieron fábricas
aquí y allá. Pero también ensambladoras. Se inauguraron grandes empresas
extractivas: de cobre, hierro, petróleo, de estaño y tungsteno, de azúcar y
bananos, de cacao y otras frutas. Se establecieron bancos y sucursales.
Compañías de seguros. Grandes empresas de comercialización de alimentos,
animales y minerales. Y empresas de servicios de todo género.
Medio siglo después, cuando se hizo un primer balance, el saldo a nuestro
favor, objetivo y tangible, era paupérrimo. Y el balance documentario que se
nos mostró había sido groseramente mutilado. Le faltaban muchas páginas
importantes y anexos no menos trascendentales. ¿Por qué, entre miles y miles
de investigaciones económicas, profesionales y de grado académico, nunca
nadie ha mostrado:
1) A cuánto ascendieron las susodichas inversiones;
2) A cuánto han ascendido las utilidades remitidas luego de recuperada la
inversión y, por lo menos;
3) Qué porcentaje de las inversiones totales que necesitan nuestros pueblos
para alcanzar el desarrollo o por lo menos un nivel decoroso de él está
representado por esas benditas inversiones extranjeras? ¿1, 3, 5 %? ¿Cree
alguien que más que eso?
Grotesca y deliberadamente se ha omitido presentarnos las cifras que, en su
exacta dimensión y proporción, muestren la magnitud real del beneficio y
cómo se ha repartido éste entre cada una de las partes. El silencio a este
respecto es monumental. ¿Por qué se calla? Pues porque los socios conocen, a
ciencia cierta, que los pueblos prácticamente no han obtenido beneficio
alguno. El beneficio ha sido acaparado por los socios: inversionistas
extranjeros, socios nacionales y gobiernos de turno. Una vez más, pues, se
nos había colocado como extras en el escenario. Y, como también es lógico
entender, una vez más la estrategia general había sido diseñada por el dueño
del faro, en función de sus incuestionables intereses, y no por los dueños
del territorio que se alumbraba.
Pues bien, cuáles eran las constantes que se habían repetido en ambas
circunstancias. Enumeremos las más saltantes: 1) Aunque en momentos
distintos como es obvio, uno y otro centro hegemónico estaban en su máximo
apogeo (expansión y fuerza) y todas sus iniciativas gozaban de una
indiscutible aureola de prestigio; 2) las estrategias de inversión fueron
diseñadas en los centros hegemónicos, en función de sus incuestionables
intereses y objetivos; 3) nuestros gobernantes, presos de su propia
ambición, en el caso de unos, y dando el handicap de una grave miopía, en
otros, aceptaron de buen grado colocar a nuestros países como socios
minoritarios del negocio; 4) pero, por mediación de los gobernantes,
nuestros pueblos fueron testigos mudos e inertes en el escenario, y; 5) ni
nuestros gobernantes ni nuestros pueblos tuvieron a mano un esquema
histórico y político que mostrara alternativas posibles y estrategias
autónomas viables.
¿Qué ocurre hoy que podamos decir que distingue a ésta de aquellas
circunstancias? Pues está claro que ahora las cosas asoman de una manera muy
distinta. En primer lugar, el centro hegemónico no está más en el apogeo,
aunque se empeñe en parecerlo, y en hacer demostraciones de fuerza, que en
verdad no son sino de creciente debilidad. Su fuerza política que hoy es la
relevante, está sensiblemente mermada. Sus iniciativas ya no gozan del
prestigio académico y científico incontrastable de antes. La vanguardia
tecnológica industrial, que tanto crédito le concedió, ha cedido paso a una
importante y sostenida competencia internacional, en mérito al inevitable
funcionamiento de los vasos comunicantes. La renovación industrial como
ocurrió con Inglaterra a principios del siglo pasado le resulta
extraordinariamente cara, en particular en relación con sus vecinos de Asia.
Y el complejo romanocarolingio de gendarme universal lo obliga a distraer
gigantescos recursos en armamentismo.
Pero además, por primera vez, y desde tribunas de altísimo prestigio, desde
dentro del imperio se alzan voces que abiertamente critican al poder
hegemónico en temas, tan caros y sensibles a él, como la guerra contra las
drogas y sus consecuencias en países subdesarrollados. Nuestra política
antidrogas ha dicho Milton Friedman ha provocado miles de muertes y
pérdidas fabulosas en Colombia, Perú y México (...) Todo porque no podemos
hacer cumplir las leyes en nuestro propio país. Si lo lográramos, no
existiría un mercado de importación (...) Países extranjeros son sufrirían
la pérdida de su soberanía (...). Y más adelante críticamente se pregunta:
¿acaso puede una política ser moral si conduce a la corrupción
generalizada, encarcela a tantos, tiene resultados racistas, destruye
nuestros barrios pobres, hace estragos entre la gente débil y acarrea muerte
y desintegración en naciones amigas? . Ni los textos más antiimperialistas
salidos de las canteras del marxismo han sido tan lapidarios. Friedman pues
es un visigodo de la historia norteamericana. Y Chomsky, cuyas críticas
son tanto o más demoledoras y feroces, acaso un vándalo en la misma.
La segunda y trascendental diferencia es que los previsibles centros de la
Décima Ola aún no resplandecen enceguecedores ni con la capacidad cautivante
y de hechizo que los griegos atribuían a los cantos de sirena. No están pues
todavía en capacidad de atraer ninguna polilla para que muera en torno a su
fuente de luz.
La tercera destacable diferencia es que las democracias de nuestros pueblos
son hoy significativamente más desarrolladas que hace medio siglo. Aunque
todavía en algunos aspectos y en muchos rincones del hemisferio se muestran
realmente incipientes. Nuestros gobernantes ya no son ni podrán serlo más,
títeres ni tiranos que pueden actuar prescindiendo total y absolutamente de
los intereses de nuestros pueblos; aunque todavía existan y en varios
rincones de la América Meridional algunos que, con insana vocación
mesiánica, se pretendan, insustituibles, los únicos capaces de dirigir a sus
pueblos a la Tierra Prometida.
Y la cuarta de las fundamentales diferencias es que, en las actuales
circunstancias, sí se dispone de un panorama político e histórico que
permite, en función de claros y lúcidos elementos de juicio, diseñar
estrategias autónomas en las que, por y ante todo como ya lo hicieron antes
todos los pueblos desarrollados estén los objetivos de nuestros pueblos:
paz, libertad, descentralización, desarrollo económico e integración.
Pensando en torno a la América Meridional, ¿qué puede ocurrir entre nosotros
en las largas décadas que habrán de transcurrir en el tránsito de la Novena
a la Décima Ola de la historia? El Gráfico Nº 56 habrá de ayudarnos a hacer
algunas reflexiones.
Se pueden presentar muchos distintos escenarios. Imaginemos sin embargo
sólo tres en esta ocasión. El primero de ellos sería, por ejemplo, que, no
viendo el declive de la Novena Ola que no por obvia será siempre vista y
aún menos por todos, no se perciba tampoco el surgimiento de la siguiente.
Quienes en ello estén, no harán nada. O, mejor, seguirán aferrados al centro
hegemónico actual; seguirán centrando toda su atención y devoción en él, y,
ciertamente, seguirán prestándose a cumplir el necio e infortunado papel de
furgón de cola.
En el segundo escenario bien pueden instalarse aquellos que, aceptando a
regañadientes o con convicción que declina la Novena Ola, están dispuestos a
apostar que ya aparecerá un Kennedy o un Roosevelt o, en el peor de los
casos, un Eisenhower que será capaz de revertir la tendencia; o a apostar
que, en todo caso, habrá de surgir en Inglaterra una nueva reina Victoria u
otra Margaret Thatcher, o en España otro Carlos V, o en Francia otro De
Gaulle, o en Alemania un Bismark, etc. A quienes así apuesten, bien puede
tomarlos por sorpresa la Décima Ola y, sus herederos, habrán de lamentar
que, sin disculpas ni atenuantes, se hubiera perdido tanto tiempo. Porque
para ellos, sin pena ni gloria, habrán de haber pasado diez, quince o más
décadas.
Desarrollemos entonces el tercer escenario. En él, asumiendo hipótesis
razonables, nuestros pueblos o algunos de ellos y sus dirigentes, deciden
tomar iniciativas. Unos, como los pueblos del Caribe, Venezuela, Brasil,
Uruguay, Paraguay y Argentina, es decir, los de la costa Atlántica, porque
advertirían que, en las nuevas circunstancias, quedarían en una posición
geográfica significativamente desventajosa en relación con el centro de la
previsible nueva. Sobre todo si se le compara con la actual, en que están en
la misma línea de la costa este de los Estados Unidos (Nueva Orleans, Miami,
Washington, Filadelfia, Nueva York, etc.), y de cara y directamente
vinculados con Europa.
Y otros, como Colombia (1), Ecuador (2), Perú (3), Bolivia (4) y Chile (5)
en el gráfico, porque advertirían que, si bien su posición respecto de la
costa oeste de Estados Unidos (Los Ángeles, San Francisco, Seattle), y el
centro de la nueva ola, no se modifica, serían, en cambio, paso obligado de
un muy significativo flujo de mercaderías que, viniendo del núcleo
JapónChina, tendrían como destino los países del atlántico sudamericano,
pero muy en particular, los mercados de Brasil y Argentina.
La necesidad de la integración física salta entonces a la vista. Pero no con
las carreteras y líneas férreas de los actuales estándares tercermundistas.
Sino con supercarreteras, veloces trenes y complejas y modernas vías
multimodales que permitan que el tránsito de grandes volúmenes hacia Brasil
y Argentina, sea más rentable y eficiente que navegar por el Canal de Panamá
y más seguro que hacerlo por el estrecho de Magallanes.
Esa necesidad objetiva de integración física de los países del sur, no ha
estado nunca en los planes de desarrollo estratégico del centro hegemónico,
en tanto a través de sus costas del Pacífico atendía el comercio desde
Colombia hasta Chile; y, a través de sus puertos del Atlántico, atendía la
demanda desde Venezuela hasta Argentina. Para los tráficos en sentido
cruzado, por ejemplo desde Nueva Orleans al Callao (Perú) o de San Francisco
a Sao Paulo (Brasil), la metrópoli había construido y controlaba el Canal de
Panamá; o usaba sus propias supercarreteras o grandes líneas férreas.
Simón Bolívar avizoró en 1827 la necesidad de construir un canal
interoceánico en el istmo de Panamá, a fin de facilitar y dinamizar el
tráfico internacional. La idea, pues, fue incubada hace más de 170 años. A
la postre, como se vio, fue realizada pero en función del interés de la
potencia hegemónica y bajo su control.
¿No resulta harto significativo que en los casi cien años que lleva
construido el Canal de Panamá, Estados Unidos haya construido más de un
millón y medio de kilómetros de carreteras, entre las que hay más de miles y
miles de kilómetros de supercarreteras, y no haya alentado, ni políticamente
presionado ni prestado nunca para la construcción de ninguna supercarretera
internacional en América del Sur, ni línea férrea o vía multimodal
equivalente? ¿Por qué, en cambio como nos lo ha recordado Friedman, sí ha
presionado y financiado, por ejemplo, la guerra contra las drogas? Es decir,
tanto la ayuda como el diseño de la infraestructura vial de Sudamérica,
han estado en función de los intereses norteamericanos y no en función de
los intereses de nuestros pueblos.
¿No resulta también harto significativo que, recién cuando Estados Unidos
estuvo magníficamente enlazado de costa a costa, ha estado dispuesto a ceder
el control del canal a Panamá? ¿Puede acaso considerarse una casualidad que
también ello coincidiera con el hecho de que ya gran parte del tráfico
comercial internacional se concreta en grandes cargueros imposibilitados de
atravesar el Canal de Panamá?
El Canal de Panamá ha llegado ya a su nivel de saturación. Desde hace un
tiempo los buques deben esperar en cola dos y tres días para cruzarlo. Es
absolutamente evidente, pues, la necesidad de construir un nuevo canal
interoceánico en algún lugar de Centroamérica. De cara a la Décima Ola, ello
está en el interés común de Japón, China, los Tigres de Asia, el Caribe,
América Meridional Atlántica, África Occidental e incluso Europa. Ellos, en
conjunto, deberán financiar la nueva obra. Porque habiendo unido sus costas
con grandes supercarreteras, ni el viejo canal ni el nuevo canal están ya en
la agenda de los intereses estratégicos de Estados Unidos. Pues bien, si los
directamente interesados no hacen causa común, ¿dejaremos también que el
destino de esa trascendental obra lo decidan exclusivamente los líderes del
próximo centro hegemónico? ¿Dejaremos que ellos decidan si se hace o no? ¿O
que ellos decidan unilateralmente cómo, dónde lo hacen y quién habrá de
administrarlo?
Además de un nuevo canal interoceánico, de cara a la Décima Ola, es pues
incuestionable asumir el sensacional y costoso reto de la integración física
de América del Sur. ¿O habremos de esperar que el nuevo centro hegemónico,
en función de sus intereses, también decida si se hace o no, o la diseñe
arbitraria y unilateralmente? La integración vial, rápida y moderna, entre
el Perú y Brasil, por ejemplo, o entre Perú, Bolivia y Paraguay, para citar
otro ejemplo, habrá de tener espectaculares y positivas consecuencias en
nuestros países. Entre otras, sin duda: a) dinamizará y abaratará, además,
el comercio intraregional; b) permitirá ampliar significativamente la
frontera agrícola y ganadera e incluso minera, creando polos de desarrollo
poblacional y productivo; c) hará competitiva la producción de un sinnúmero
de centros que hoy están virtual o casi absolutamente aislados; d) exigirá
dar solución a las nuevas demandas de bienes y servicios que se crearían en
torno a las grandes rutas y nuevos centros poblados. En definitiva,
permitirá progresivamente ir alcanzando la descentralización, que no es sino
el objetivo estratégico intermedio que, con más urgencia que ningún otro,
deben alcanzar todos nuestros países.
A las puertas de un futuro previsible, puede sostenerse que algunos pueblos,
como Perú, Bolivia y Chile, bien podrían reeditar, aunque fuera en parte, la
antiquísima experiencia de Creta. Es decir, catapultarse a partir de su
ubicación geográfica. Potencialmente somos una bisagra natural entre Oriente
y la costa atlántica sudamericana. Debemos ser capaces de concretar esa
posibilidad.
Los peruanos, durante más de un siglo y medio, hemos sido sistemáticamente
ilusionados, por historiadores, políticos y geopolíticos, con el argumento
de nuestra supuesta privilegiada posición estratégica. Nunca hasta hoy, sin
embargo, se ha puesto de manifiesto tal privilegio. El Perú, contando sólo
desde la Independencia, tiene en su haber casi 200 años de pobreza y atraso.
¿Qué privilegio ha sido ése que no ha rendido nunca ningún beneficio? No
podemos seguir engañándonos. La privilegiada estratégica posición geográfica
del Perú sólo empezaría realmente a manifestarse incluso hasta con
prescindencia de nuestra voluntad, si efectivamente ocurriera que la
siguiente ola fuera liderada por JapónChina.
En ese contexto, y en relación con la magnitud de la peruana, las
importantísimas economías de Brasil y Argentina quedarían muy lejos y de
espaldas al centro de la ola. Pero también a espaldas del Perú, Bolivia y
Chile. Así, el enorme y creciente tráfico que es posible prever que se dará
entre el núcleo JapónChina y el este sudamericano, debe pasar por los
países andinos. Con la misma lógica y razón que, ahora mismo, el tráfico
comercial JapónNueva York, desembarcando en San Francisco, atraviesa
íntegramente por tierra el territorio norteamericano, sin pasar por Panamá
y, menos aún, por el Estrecho de Magallanes.
Si nuestra supuesta Décima Ola se concreta, y de veras tomamos iniciativas,
audaces y oportunas, a las carreteras, autopistas y vías multimodales de
integración regional deberán sumarse grandes líneas de transmisión de
energía eléctrica, grandes puertos y aeropuertos, inmensas zonas francas,
novísima y gran infraestructura hotelera, etc., que ampliarán los beneficios
que hemos enumerado antes. Pero si no somos capaces de iniciativas,
oportunas y audaces insistimos, corremos el riesgo, por ejemplo, de que el
nuevo centro hegemónico, en función de sus intereses y objetivos, sólo
aliente y financie la construcción de un nuevo canal interoceánico, más
grande y más moderno que el actual. Ello resolvería adecuadamente los
problemas de los vendedores (Japón, China, los Tigres del Asia, etc.), y
también el de los compradores (Brasil y Argentina, básicamente). Pero
habríamos perdido, todos nosotros, los países sudamericanos, la
extraordinaria oportunidad de, por fin y de una vez por todas, emprender la
integración regional y la descentralización física y poblacional de nuestros
países.
Es absolutamente evidente que todas estas iniciativas y cuantas más puedan
surgir complementándolas o superándolas, tienen un costo altísimo,
extraordinariamente alto. Nadie, hasta ahora, ha asumido el reto de
estimarlo. Mas ya deberíamos estar comenzando a hacerlo. Pero si ese costo
es alto, mucho, pero mucho más alto, será el costo de no tomarlas y dejar de
ejecutarlas.
Estamos pues a las puertas de dejar de ser extras en el escenario, para,
eventualmente, convertirnos en verdaderos protagonistas. Por lo menos si nos
lo proponemos y empezamos a marchar en esa dirección. Por primera vez en
nuestras azarosas historias nacionales, estamos por fin a las puertas de
diseñar nuestra propia estrategia para nuestro propio futuro, a partir de
nuestros propios recursos y de nuestra situación concreta. Y de bailar al
son de nuestra música y con nuestros instrumentos. Echemos pues, al tacho
de historia esas partituras y esos instrumentos que no son nuestros. E
invitemos al director de la orquesta y al que está esperando en la puerta
para sucederle a que se concentren en sus propios asuntos, que con ello ya
tienen bastante.
Mas no queremos terminar este capítulo sin traer aquí unas expresiones de
Mario Bunge que nos parecen sumamente oportunas: Si los científicos se
hubieran asustado de las ideas inconcebibles, irrazonables o
contraintuitivas, no tendríamos hoy mecánica clásica (...), ni teorías de
campo, ni teoría de la evolución, todas las cuales fueron rechazadas en su
momento por ser antiintuitivas , pero que ahora como dice el mismo Bunge
son aceptadas por el sentido común. Finalmente diremos también con él:
nuestra experiencia debe incluir el reconocimiento de que algunas ideas
insensatas pueden resultar correctas .
Mas, como ya se dijo, y para empalmar con la idea final a desarrollar, el
tránsito hacia la Décima Ola de la historia, cualquiera sea el escenario por
el que apostemos los pueblos de América Latina, y de Sudamérica en
particular, habrá pues de verificarse en el contexto de la globalización.