Pulse aquí para acceder al índice general del libro. Esta página carece de formato, gráficos, tablas y notas.Pulsando aquí puede acceder al texto completo del libro en formato DOC comprimido ZIP (295 páginas, 1,5 Mb) |
Alfonso Klauer
El proceso de las grandes olas
De lo dicho hasta aquí, en una primera aproximación podemos distinguir hasta
cuatro fases como muestra el Gráfico Nº 41. La primera, a la que estamos
denominando de proyecto nacional, se caracteriza porque el pueblo que
inadvertidamente marcha hacia la cresta de la ola, se desenvuelve
pacíficamente dentro de su propio territorio, explotando los recursos que
encuentra en él, con miras a la solución de sus problemas materiales y
espirituales. Sus aspiraciones u objetivos son eminentemente nacionales.
En el caso de la historia del pueblo romano, esta primera fase corresponde
al período de construcción de la República, hasta antes de emprenderse la
primera guerra Púnica contra Cartago, que obviamente tenía propósitos
imperialistas. En el caso de la historia de Francia, es el período que va
desde la reconquista de los francos recuperando su territorio de manos de
Roma, hasta la aparición de los carolingios es el escenario de Pipino el
Viejo hasta Carlomagno. Y para terminar con los ejemplos, en el caso de la
historia de España, es el período que va desde que los árabes que
invadieron la península en el 718 quedaron confinados al sur de España,
hasta 1492, en que se concreta la Reconquista, es decir, la expulsión de los
moros y la recuperación completa del territorio.
En la segunda fase, eventualmente impulsado por un inesperado aporte de la
naturaleza, o por una ubicación geográfica singularmente importante, por
fortuitos descubrimientos tecnológicos, o por una decidida política de
inversión y capitalización, etc. o por varias de estas razones juntas, el
pueblo protagonista empieza a tener un rol destacado en el contexto
geográfico en el que está asentado. Se constituye, pues, en importante e
insustituible referencia para todos o la mayor parte de sus vecinos
inmediatos. Comienza una fase de preeminente dominación cultural (y
tecnológica) que usualmente es pacífica, aunque pueden estar presentes las
primeras escaramuzas y agresiones militares pero no así conquistas, que
por lo general son presentadas ante sus contemporáneos y la historia como
respuestas inevitables, justas y necesarias, ante la agresión de terceros.
Los líderes del pueblo dominante los de talante pendenciero, como lo
expresa Baechler, serán los primeros en incorporar objetivos expansionistas
en la lista de sus aspiraciones personales. Los ideólogos y publicistas de
turno, serán los encargados de mostrar que las aspiraciones de los
Faraones, de los Césares, de los Inkas, o de sus Demócratas presidentes, son
también las aspiraciones de todo el pueblo en cuestión. El ambiente
triunfalista reinante se encargará de que la piedra de molino sea tragada
por toda la población o gran parte de ella. Los ejércitos de invasión se van
preparando lenta e inexorablemente. Los infantes y los oficiales, o los
conquistadores civiles, se relamen imaginando los botines espléndidos que
habrán de repartirse, o la gloria que habrá de coronarlos. La historia del
pueblo romano, como la del pueblo inka, el español y el estadounidense está
plagada de evidencias al respecto. Todos convienen en que el premio de la
osadía vendrá después de la aventura militar. Pocos prevén desventuras, pero
nadie les hace caso. El desborde está a las puertas.
La tercera fase es ya la del proyecto imperial. En el primer momento y en
las primeras olas, las huestes de la nación hegemónica se lanzan decididas
a la conquista militar de sus vecinos. Arrolladoramente van cayendo en sus
fauces uno tras otro. El vendaval es indetenible. Los que preveían
desventuras son humillados. El orgullo nacional se apodera de todos, hasta
de los más escépticos. Los botines, cada vez más cuantiosos, se reparten a
manos llenas. Hasta los más humildes campesinos de la nación hegemónica
reciben joyas, esclavos y mujeres en premio a su participación en las
campañas militares. Ellos y sus gobernantes se sienten dueños del mundo.
Nada ni nadie les podrá quitar de la mente que, de allí en adelante, y por
siempre jamás, el mundo entero del que ellos siempre son el ombligo será
así y sólo así: con ellos en el centro y en el pináculo de la gloria.
En la ola actual como en las venideras, la descomunal expansión del área
de influencia de la nación hegemónica no tuvo ni tendrá como adalides a
generales salvo de efímera vigencia, sino a empresarios, sin los galones
ni las charreteras de aquéllos, pero con su misma osadía. El pueblo
hegemónico conquista y conquistará mercados hasta límites inimaginables.
¿Acaso, por ejemplo, los pueblos de América y muy probablemente los de todo
el planeta no viven hoy ya subyugados con las marcas norteamericanas: Ford,
Chevrolet, Cadillac, IBM, General Electric, Kodak, Coca Cola, Pizza Hut,
Wrangler, etc.; y, para la ola que está recién empinándose con las marcas
japonesas: Toyota, Nissan, Honda, Mitsubishi, National, Sony, Casio, Nivico,
NEC, Fuji, etc.? ¿Creerán también los gobernantes norteamericanos y
japoneses como creyeron Ramsés, Alejandro, César, Carlos V, Enrique VIII,
Luis XIV, Napoleón, Pedro El Grande, Hitler que el mundo es y será siempre
así y suyo?
En el segundo momento de la tercera fase se consolidan los imperios. La
administración de los grandes espacios conquistados se hace fluida. Los
recursos que se extraen a los pueblos conquistados llegan a borbotones a la
sede imperial. Se inician entonces las obras faraónicas: los sueños
personales más exquisitos de los sátrapas. Se erigen fastuosos jardines
colgantes, empinadas torres de babel, inimitables pirámides, bellísimas
acrópolis, incomparables coliseos, grandes castillos en inaccesibles
peñascos, fantásticas mezquitas, incomparables escoriales, versallescos
jardines y arcos de triunfo; también inmensas y hasta el delirio enjoyadas
catedrales y san basilios, para agradecer a dios por los grandes e
inmerecidos triunfos y por las enormes e igualmente inmerecidas
recompensas obtenidas; pero también se erigen imponentes teotihuacanes y
asombrosos machupicchus, con sus correspondientes pétreos y dorados templos
al sol, que también es dios, y que también merece gratitud. O se destinan
inconmensurables magnitudes de gasto para que, en la Guerra de las Galaxias,
o entre las galaxias, ondeen 51 estrellas y el dios dólar. Los ideólogos y
publicistas de la nación hegemónica se encargan de hacer entender a su
pueblo que todas y cada una de esas obras de esos incalculables gastos
superfluos cuando no improductivos, son una necesidad y ambición nacional,
por todos compartida.
Las solitarias voces que reivindican la urgencia de más inversión y menos
del tan desgastante y corrosivo gasto improductivo, o que reclaman
prudencia y no soberbia, son acalladas. Se dice entonces que esos tontos no
entienden las cosas, no entienden la historia y, ¡oh herejía!, no confían en
la infinita sapiencia del sátrapa, del césar, del rey o la reina, del
emperador, del zar, del führer, o, en fin, del mesiánico y republicano
líder. Los críticos desfilan entonces a la hoguera o a podrirse en las
mazmorras oficiales, o son confinados al silencio aunque estén laureados con
el Premio Nobel o vistan purpuradas sotanas. Mas aún, no sólo no se les
concede razón alguna, sino que más de una vez, contraproducentemente,
deben haber inspirado a los gobernantes la necesidad de levantar enormes
museos en los cuales almacenar, henchidos de soberbia y orgullo, algunas de
las mejores piezas de los botines de guerra. Se erigen así los louvre, los
prado, los museos espaciales, etc., que, como el que engalana París, no
tiene vergüenza alguna en admitir, explícitamente, que gran parte de la
colección son trofeos de guerra.
La nación hegemónica, pues, cae rendida en paroxismo. Se aliena del todo. La
corrupción desfachatada y la inmoralidad van progresivamente posicionándose
y generalizándose. La sede imperial, además, se va llenando de bárbaros
curiosos de toda procedencia que llegan atraídos como las moscas al panal.
En el relajo y la laxitud, hay tiempo para todo menos para controlar como
se hacía al principio el inmenso territorio conquistado. Han transcurrido,
sin embargo, largas, larguísimas décadas desde que todo comenzó. Ya nadie,
incluso, se acuerda quién y cómo empezó todo. Apresuradamente, entonces, hay
que hacer el recuento. Así, los escribas oficiales terminan inventando
adanes y evas, rómulos y remos, manco cápacs y mama ocllos, etc. Y los
magnicidios que siempre han estremecido a la nación hegemónica de turno son
siempre presentados como hechos aislados, producto de la demencia de locos
que nunca faltan. Cuando todo ello ocurre se está pues en presencia del
comienzo del fin.
Veamos sin embargo otra de las características de lo que ha ocurrido siempre
en el tercer momento declinación de la tercera fase la imperial, cuando
las colonias del pueblo hegemónico habían acumulado ya varias generaciones
viviendo en las remotas tierras a las que fueron desplazados para controlar
y administrar los pueblos conquistados. Las desplazó Egipto, a Israel y
Siria; las desplazó Roma, a Francia, España y a todo el territorio imperial;
las desplazó España, a Centro y Sudamérica; las desplazó el Imperio Inka a
Ecuador, Chile y el resto del territorio andino. Y las tiene hoy emplazadas
por igual la metrópoli en Bolivia, Madagascar y Moldavia, pero también en
Irak.
Por obvias e inevitables razones, los jefes de esas colonias hablaron
siempre el idioma de la nación hegemónica. Pero, virtualmente, sólo ellos.
Sus hijos y sus nietos y las mujeres de éstos, muy probablemente, en cambio,
fueron bilingües. No es difícil imaginar, sin embargo, que al cabo de varias
generaciones, los descendientes de muchos de ellos hablaran ya sólo el
idioma del pueblo al que fueron desterrados. La mayoría de ellos se casó y/o
tuvo hijos con mujeres del pueblo dominado. Sus casas y fincas están allí y
no en la sede imperial. Conocían más la historia de ese pueblo que la
suya. Vestían y gustaban de los ropajes del pueblo dominado. Comían y
disfrutaban de los potajes del pueblo dominado. Cantaban y bailaban como lo
hacía el pueblo dominado. Y, muy probablemente, creían en los dioses de
aquél, ya no en los suyos. Pero, además, estaban hartos de que en la sede
imperial se les estigmatizara por no ser de sangre pura o, simple y
llanamente, por haber nacido en el destierro, durante el destierro de sus
padres. En realidad, pues, los más radicales por lo menos, odiaban al
imperio y a los gobernantes del imperio. Y estaban dispuestos a rebelarse
contra él. Hoy, cada vez con más bochorno, los técnicos y especialistas de
la metrópoli piden ser sustituidos por sus pares de las colonias.
De la historia de Roma se lee, por ejemplo: los ejércitos de las distintas
provincias [durante la decadencia imperial] trataron de convertir a sus
propios comandantes en emperadores... . ¿Es acaso necesario buscar más
pruebas que certifiquen el contenido de nuestro párrafo anterior? Y en el
caso de las guerras de independencia de Norteamérica y Latinoamérica, ¿no
fueron acaso criollos muchos de ellos oficiales del ejército imperial,
descendientes lejanos de los primeros conquistadores y colonizadores;
segregados por el poder imperial por el solo hecho de ser mestizos o de
sangre pura pero haber nacido en las colonias los que conformaron la
inmensa mayoría de líderes de las mismas?
Es decir, los desatinos y la ceguera del poder imperial, incuban y terminan
desarrollando pues sus propias contradicciones. Éstas, sumadas a las que de
hecho e irresolublemente existen entre el centro hegemónico y las colonias,
terminan haciendo sucumbir a los imperios. Sin remedio. Y sin excepción. Esa
es la característica cuarta etapa de las grandes olas de la historia. Y
cuando ella ha ingresado a la indetenible vorágine del colapso, otra como
se presenta en el Gráfico Nº 42 (en la página siguiente), ya está en
proceso de formación.
Se trata pues de un proceso continuo, en el que no hay baches o rupturas; en
el que no hay solución de continuidad. Ello no significa que el período de
transición entre una y otra ola sea siempre de igual duración.