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Alfonso Klauer
La inverosímil Historia tradicional
Sentimos obligación de explicar la razón de habernos detenido tanto en el
tema anterior. La historia del Imperio Romano es sin duda uno de los
capítulos paradigmáticos de la historia de Occidente, pero también de la
humanidad. Ha sido, para la historiografía tradicional, el laboratorio de
ensayo del que surgieron, durante quince siglos, todos axiomas y tesis
habidos y por haber sin que previamente fueran planteados como hipótesis de
investigación. De ese laboratorio han emanado pues innumerables
sacrosantas e inmutables aseveraciones. Mencionemos, a título de recuento
parcial, algunas de ellas:
1) La historia la hacen los hombres, esto es, se construye con la
participación decidida y voluntaria de los pueblos, pero, muy especialmente,
con la decisiva y mesiánica participación de los más lúcidos y preclaros de
entre ellos;
2) A la naturaleza y esta es una ley implícita y complementaria,
virtualmente no le ha correspondido ningún papel en la historia de los
hombres;
3) Los imperios han sido y son la más alta, grandiosa y benéfica expresión
de la creación humana;
4) Los hombres más lúcidos y preclaros asoman sobre la faz de la Tierra,
generalmente, en el contexto de los imperios. Hammnurabi, Nabucodonosor,
Ciro el Grande, Darío el Grande, Ramsés, Tutankamon, Pericles, Alejandro el
Magno, Julio César, Augusto, Constantino, Carlomagno, Carlos V, Enrique VIII,
Pachacútec, etc, se cuentan entre los más representativos;
5) Los imperios, por lo general, no son destruidos ni demolidos por nadie,
sino que sucumben por agotamiento o por vejez, cumplido ya su ciclo
vegetativo; en el peor de los casos, sucumben cuando devienen gigantes con
pies de barro o castillos de naipes, pero sin que nadie sea responsable de
ello, menos aún los emperadores, ni el conjunto del poder hegemónico del que
formaban parte;
6) Si, por excepción, la mano y la voluntad del hombre ha intervenido en el
colapso de un imperio, ésta ha sido una mano ajena: bárbaros que llegaron
de la periferia del imperio, por ejemplo;
7) El hombre llano, el hombre pobre, el esclavo, el soldado y el campesino
sin nombre, no han jugado un papel relevante en la historia, aunque en
conjunto sumaran el 95 % de la población (esta también, por cierto, es una
tesis implícita, nunca declarada y menos oficialmente reconocida por la
Historia tradicional, pero omnipresente en ella);
8) Las cuestiones demográficas son accesorias e incidentales: los datos
demográficos (magnitudes poblacionales, efectos graves de las sequías y
hambrunas, y de las guerras) no tienen porqué ocupar espacio en los textos
de Historia (tesis implícita);
9) Las cuestiones económicas son un asunto pueril: los datos económicos
tampoco deben ocupar espacio en los textos de Historia, y, si es inevitable
presentarlos, el purismo exige mostrarlos en su unidad de medida original,
dragmas, maravedíes, o lo que corresponda (aunque con el paso del tiempo ya
no le signifiquen nada a nadie); por lo demás, todos los gastos imperiales
en castillos, arcos de triunfo o palacios, son una admirable y venerable
contribución de los imperios a la civilización; su valor, o cuanto se
sacrificó construyéndolos, poco importa;
10) Hay hechos y pequeños detalles que no pueden menospreciarse y menos aún
obviar: es fundamental insistir en formas, colores y medidas de huacos,
pirámides, coliseos, etc.; día, fecha y hora de los acontecimientos, aunque
fuera de los menos significativos; en amantes, esposas e hijos espurios; en
modas y vestidos de las élites, así como en la cantidad de platos en los
banquetes y el tamaño y peso de las espadas, sin olvidar el decorado de las
empuñaduras; no debe prescindirse de destacar la sabiduría, devoción y
misticismo de los emperadores o reyes, cuando corresponda, o su infinita
maldad, las veces que haya que reconocerlo; ni de mostrar la castidad y
santidad o, en su defecto, la ingenua coquetería de las princesas.
Quedémonos pues en diez número que tanto hechiza a los tejedores y
aficionados de las leyendas. Sí, por lo menos con esas diez leyes
inmutables los historiadores tradicionales, desde Herodoto hasta nuestros
días, han construido su versión de la historia, mas no una versión
científica de la historia.
Las diez han sido escrupulosamente aplicadas para mostrar la historia del
Imperio Romano. Pero también, hacia atrás, la de Grecia, Egipto y
Mesopotamia. Y, hacia adelante, la de los imperios Carolingio, Español,
Inglés y Norteamericano. Ello ya era suficientemente grave. Pero más grave
aún es que el modelo de análisis e interpretación, por extensión, en
unos casos, y por vulgar copia, en otros, ha sido grotescamente trasplantado
y extrapolado, de modo tal que el mismo modelo ha sido utilizado para
elaborar la Historia de México y Perú, de Rumania y Portugal, y quizá
también la de Argelia y Siria, o, para abreviar, de prácticamente todos los
pueblos de la Tierra. ¿Alguno se salva? ¿Cuál?
No obstante, como ha podido verse en todo cuanto venimos desarrollando hasta
aquí, y en lo que vendrá del resto del libro, exactamente a partir de los
mismos datos, utilizando la misma información que hasta hoy han presentado
los historiadores e historiógrafos, pero dándole a la misma una ponderación
más racional y objetiva, y a partir de hipótesis, se logra perfilar una
historia distinta, tan distinta que a muchísimos les resultará
incomprensible y/o inaceptable. Mas ése ya es otro problema.
El hecho rotundo es que con los mismos datos puede construirse, por lo
menos, dos historias distintas e incluso opuestas. Ambas no pueden ser
falsas. Tampoco verdaderas. Aunque ambas, por lo menos en apariencia, puedan
resultar verosímiles. Aún quedan cientos de interrogantes planteadas sin
responder. Cientos de preguntas hechas han sido respondidas por nosotros con
supuestos. No pasan de ser hipótesis que otros, si aceptan enfrentarlas,
podrán terminar otorgándoles validez o desechándolas. De lo único que
estamos seguros es que todo ello se despejará mucho más adelante, cuando ya
ninguno de nosotros los de esta generación estemos presentes.
El objetivo general no puede ser otro que el de sustituir las actuales y
falaces leyes inmutables de la historia, que carecen absolutamente de toda
posibilidad proyectiva, por otras que, con sólido fundamento científico,
tengan ese valioso carácter predictivo. De modo tal que la humanidad,
premunida de información y conclusiones relevantes, no vea llegar los
acontecimientos con sorpresa y espanto, sino sea capaz de prever los
acontecimientos con la misma certeza con la que hoy somos capaces de
predecir que una manzana, inexorablemente, caerá al piso si la soltamos de
la mano.
Mientras tanto porque falta muchísimo para que ello ocurra, bien podemos
decir que si la historiografía fuera más crítica y más objetiva ante los
acontecimientos, hace buen tiempo que la historia de las invasiones
bárbaras al Imperio Romano habría adquirido otro discurso. Y de éste, hace
tiempo, se hubiera podido obtener otras conclusiones.
Recuérdese, por ejemplo, el siguiente dato. En el siglo XV los inkas sin
copiar a los romanos, porque nunca supieron de ellos, impusieron en el
territorio andino muchísimas de las mismas prácticas. Hicieron en efecto
conquistas crueles, pero también conquistas incruentas. Atormentaron a
quienes se resistían y compraron con dádivas a los gobernantes más
inescrupulosos y venales de los pueblos que pretendían conquistar. Tomaron
rehenes. Reclutaron a hombres jóvenes de los pueblos vencidos y los
incorporaron al ejército imperial. Reclutaron a mujeres jóvenes de los
pueblos conquistados y se las repartieron entre los conquistadores.
Saquearon. Incendiaron y destruyeron pueblos enteros. Trasladaron ingentes
riquezas a la capital imperial a la que embellecieron hasta el asombro. Pero
además, y en relación con lo que nos ocupa: 1) trasladaron contingentes
numerosos de cusqueños a culturizar a los pueblos conquistados, y; 2) en
represalia, o en función de sus conveniencias económicas, trasladaron
pueblos enteros a trabajar en los confines del imperio.
Pues bien, en relación con estas dos últimas experiencias practicadas en los
Andes Centrales de América, hay sólidas evidencias sospechosamente no
difundidas y también sospechosamente muy poco valoradas, de que, durante la
crisis final del imperio, desde la captura de Atahualpa, sin excepción, las
poblaciones desplazadas regresaron, voluntaria y precipitadamente, a sus
tierras de origen. Leamos pues al cronista español Cristóbal de Mena:
...se fue cada uno a su tierra, que por fuerza eran tenidos allí... .
Esta cita es valiosísima . A nuestro juicio, de valor inestimable. Pero ella
y su autor han sido excluidos de miles de páginas que recogen textos de los
cronistas españoles que se han referido a la conquista del Perú. Pero no
sólo eso. Pocos episodios de la historia de la humanidad han recibido tanta
atención, de tantos autores, como la caída del Imperio Inka. Mas entre los
cientos de textos que a ello se refieren, sólo hemos encontrado uno, sólo
uno, que recoge esa extraordinaria evidencia.
Pues bien, ese dato es de valor inestimable por dos razones. En primer
lugar, porque sólo él ayuda a explicar, en gran medida, por qué resultó tan
fácil a los conquistadores españoles posesionarse de todo el territorio
andino: ningún pueblo tuvo interés en defender ni defendió al pueblo inka
que los había sojuzgado casi durante un siglo.
Detengámonos sin embargo un instante en la cita de Cristóbal de Mena, cuyos
avatares nos resultan tan parecidos a la menospreciada valiosa información
que, oportuna y atinadamente, había entregado en su tiempo San Cipriano en
Roma; o Cieza de León, en relación con el Imperio Inka y Tiahuanaco. Como se
verá, la hemos dividido en tres ideas.
...se fue.... Es decir, se marchó, se marcharon. El sitio donde se
encontraban, donde circunstancialmente habían nacido ellos y sus padres,
quizá incluso sus abuelos, no era el territorio donde querían estar. Si se
había presentado la oportunidad, ¿por qué entonces continuar un segundo más
allí?
...cada uno.... Esto es, voluntariamente. De improviso se había presentado
la ocasión de hacer lo que querían, no lo que el poder hegemónico inka
quería que ellos hicieran. Ya sólo era cuestión de seguir la voz de sus
conciencias, el grito de su corazón. ¿A dónde pues dirigirse?
...a su tierra.... ¿Por qué habría de ser a otro lugar? ¿Estaban acaso de
aventura? ¿Tenían acaso opción, conocían acaso otras posibilidades? ¿Algún
otro pueblo pensaron iba acaso a recibirlos como los recibiría el suyo?
La segunda extraordinaria importancia de la cita es que, de haber sido
acogida y correctamente ponderada, y no en cambio despreciada o
menospreciada, habría permitido a los historiadores o por lo menos a los
historiadores modernos, reinterpretar la historia de las invasiones
bárbaras de Europa. Premunidos del valioso dato, bastaba entonces plantear
la siguiente hipótesis: ¿no pudo acaso ocurrir lo mismo, o algo equivalente,
en Europa, durante el largo proceso de debable del Imperio Romano? Claro que
pudo ocurrir así. El dato, entonces, pasaba a convertirse en una hipótesis
valiosa. Era cuestión de confrontarla con los datos disponibles, e incluso
buscar otros, para finalmente, si correspondía, descartar la hipótesis, o de
lo contrario afinarla y darle validez. En fin, ese es el criterio
metodológico con el que hemos trabajado hasta aquí, y con el que seguiremos
trabajando lo que resta del texto.