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Alfonso Klauer
La Historia en pañales
Por último, y muy lamentablemente, hay pues una quinta causa para la penosa
confusión de que hoy están llenos los textos en torno a esos dos pueblos: la
evidente carencia de análisis e investigación histórica. Porque la inmensa
mayoría de los historiadores que han abordado el estudio y conocimiento
sistemático de Historia y no pues los que repiten las versiones de éstos en
la escuela, que no cuentan para estos efectos, no han hecho casi sino
recopilar información, sin procesarla en lo más mínimo; porque han trabajado
sin hipótesis, sin ninguna idea o proposición a probar o descartar; sin la
razonable suspicacia de prever que mucho de cuanto está escrito no tiene
porqué ser verídico; sin la razonable sospecha de que mucho de lo que ha
sido despreciado o menospreciado antes bien podría ser relevante; sin
preocuparse en establecer relaciones de causaefecto; etc., etc., etc.
Quizá ningún caso es tan patético como el tratamiento que ha hecho la
Historia de las narraciones de Julio César en torno a sus campañas en la
guerra de las Galias. El conquistador, motu propio, sin coacción de ningún
género ni de nadie, hace confesiones de parte que revelan sin atenuantes la
entraña gansteril de sí mismo; la condición de hordas salvajes de sus
huestes; el objetivo de rapiña y esclavismo de las conquistas; los deseos y
luchas vehementes de los pueblos conquistados o de los que huyen del
conquistador sacrificando todo a cambio de su libertad; la descomunal
desproporción entre sus fuerzas y las de los pueblos que a pesar de sí
mismos caen sojuzgados; en fin, el carácter intrínsecamente destructivo del
imperio al que representaba.
Pero, no obstante todo ello, los historiadores, obviando tantos y tan
valiosos datos como esos, siguen afirmando en sus textos, cómodos y muy
sueltos de huesos, que Julio César es un prohombre de la humanidad y que el
imperio que contribuyó a formar ha sido la máxima expresión de desarrollo y
evolución de la sociedad humana. Sólo pues puede ser tan ciego quien no
puede ver las evidencias, porque está involuntariamente ganado por el
prejuicio, o quien no quiere admitirlas, porque representaría atentar contra
sus propios y mezquinos intereses personales o de grupo. Mas no ha sido
precisamente bajo las sombras de los prejuicios y de los intereses
terrenales, sino en la luz de la objetividad y del interés trascendente por
el conocimiento, que se ha creado y desarrollado la ciencia.
Pero hay algo más. Como nunca hasta ahora ha sido formulada y menos entonces
ha quedado aceptada como tal una ley científica en Historia, sigue entonces
vigente la prejuiciosa y anticientífica idea de que no hay ni puede haber
leyes en la historia (la experiencia de los pueblos) y la Historia (el
registro y expresión científica de esa experiencia). Y, entonces, se
concluye con soberbia, displicencia, e incluso con necedad y hasta
tergiversándose los conceptos: son igualmente válidas y respetables todas
las opiniones.
Cómo no distinguir, en efecto, que una cosa es por ejemplo un dato empírico
(los visigodos saquearon Roma...), y otra, muy distinta, la opinión que se
puede o no tener sobre el contenido de ese dato. Sin embargo, con desdén, en
muchos casos, y quizá hasta con mala intención, en otros, se confunde el
dato con la opinión sobre él. Ésta puede ser objeto de controversia y
hay derecho a una y mil versiones distintas. Pero el dato, en sí mismo, no
puede ni debe ser objeto de juicios de valor, ní éticos, ni morales. El
dato sólo puede ser objeto de aceptación, si se comprueba su veracidad, ya
sea de primera mano, o reconociéndola tras mil quinientos años o más de
haber sido considerado como falso o haber sido mantenido como relato
míticonovelesco; o de rechazo (debiendo dejar de usarse), si se comprueba
su falsedad, ya sea de primera mano o tras mil quinientos años o más de
haber sido equívoca o interesadamente considerado como axioma.
Las ciencias se han desarrollado así y no de otro modo. Y la Historia no
tiene patente de corso, ni nada que se le parezca, para escapar o pretender
seguir escapando a esa norma. La demostración de que un dato es falso y/o de
que un análisis es incorrecto y/o de que determinadas conclusiones son
inválidas no desgarran las vestiduras de un físico, ni de un químico, ni de
ningún científico. Al contrario, los llenan de placer porque aunque sólo de
ello y no de un aporte positivo se trate, esas demostraciones representan
para la ciencia avances, grandes o pequeños, pero avances al fin.
En relación con datos como el recién planteado, respecto de la conducta de
los visigodos en el saqueo de Roma o de manera equivalente sobre la de los
romanos en el saqueo de Cartago, o la de los españoles en el saqueo de Roma
en 1527, hay lugar a muchas y distintas opiniones, y a muchas y distintas
reacciones. Sobre este último caso, por ejemplo, el Papa Paulo IV, sacudido
de ira e indignación contra las huestes de mercenarios de Carlos V dijo (lo
que también constituye un dato):
herejes (...), malditos de Dios, semen de judíos y de moros, excremento de
la humanidad.
Así, relacionando uno y otro dato, y admitiéndolos a ambos como válidos en
tanto que previamente se hubiese confirmado su veracidad, un historiador
podría llegar a la siguiente conclusión: aunque francamente heterodoxa y no
precisamente serena y menos pues cristiana, la indignación del Papa era
ampliamente justificada.
La inmensa mayoría de los historiadores ha creído cumplir su rol registrando
uno y otro y otro dato, y siguiendo adelante. Algunos, muy pocos, fueron
dando o adelantando conclusiones (ya categóricas o ya hipotéticas) a partir
de los datos: algunas veces acertadas pero también muchas veces
disparatadas. Pero, los más, sin concluir nada, ni nuevo ni relevante, han
persistido en sus prejuicios a pesar de los datos. Mas por lo general ni
éstos ni aquéllos se han planteado la posibilidad de que el o los datos
sobre los cuales se hacía o podía hacerse una conclusión eran verdaderos o
falsos.
¿Qué pasaría, pongamos por ejemplo, si se probara fehacientemente que no
fueron los visigodos quienes saquearon Roma en el 410 dC? ¿O que se probara
que no fueron las huestes de Carlos V las que saquearon Roma en 1527? ¿Cómo
podría seguirse utilizando esos datos en lo sucesivo salvo como un buen
ejemplo en el estudio de la evolución de la ciencia? ¿Y cómo podría el
historiador seguir manteniendo su conclusión sobre las expresiones del Papa?
Pues bien, una de las grandes rémoras para el progreso de la Historia y su
conversión en ciencia, viene siendo el hecho centenariamente acumulado y
reiterado de que se sigue dando como absolutamente verídicos muchísimos
datos que a la luz de análisis mínimos puede categóricamente concluirse que
son falsos. En tal caso, las conclusiones basadas en asumirlo como verdadero
resultan erradas. O, en su defecto, tras análisis adecuados, muchos datos
resaltan altamente sospechosos de falsedad, en cuyo caso cualquier
conclusión basada en ellos es temeraria cuando no antojadiza, y a lo sumo
debe tomarse como provisional y hasta el esclarecimiento definitivo.
Más adelante, cuando hablemos de la historia de los hunos en Europa, para
patentizar estas últimas reflexiones (ciertamente basadas en cuanto se ha
desarrollado del libro hasta aquí), vamos a mostrar cuántos datos que se
sigue manejando en la historia tradicional del Imperio Romano, siendo
absolutamente contradictorios entre sí, permiten concluir que es verdadero
uno o su opuesto o ninguno; pero de ninguna manera los dos, como penosamente
viene ocurriendo. Y vamos a demostrar cómo muchos historiadores, sin reparar
en tamaña barbaridad, siguen manejando los dos datos, con lo que en un
párrafo demuestran una cosa y párrafos o páginas o libros después, sin
advertirlo, demuestran lo contrario, o cuando menos una proposición
distinta.
De persistir ello al infinito, ciertamente la Historia nunca será una
ciencia. Pero, felizmente, el riesgo de que ello ocurra es cada vez menor. Y
es que si hasta ahora la mayor parte de los historiadores han formado parte
de las élites aristocráticas o pequeño burguesas de las sociedades, y en
consecuencia han actuado, inconciente o cínicamente con las restricciones
ideológicas y anticientíficas que les daba la educación, ponderación y
delicadeza propias de su extirpe, ello, por fortuna, está cambiando en el
mundo.
Pero entre tanto, un mal entendido concepto del decoro y la lealtad
profesional, viene centenariamente dando curso a un sistemático
silenciamiento de la crítica o de la confrontación profesional (de datos,
análisis y conclusiones, no de opiniones), dejándose así pasar ruedas de
molino que tanto objetiva como subjetivamente resultan inaceptables. Y
entonces por igual están regados y mezclados en los textos datos verídicos
con datos falsos, datos consistentes con datos inconsistentes, datos
coherentes con datos incoherentes. Y análisis adecuados con otros
inadecuados; y pobres con análisis bien desarrollados; y conclusiones
acertadas a la par con otras disparatadas, fantasiosas o simplemente
erradas.
Si en esos términos hubiese seguido desarrollándose la Matemática, tendría
hoy diez o cien valores distintos, pero sólo uno válido, aunque no
reconocido por consenso, de modo que se seguirían utilizando indistinta e
inútilmente todos los otros. En la Física ocurriría otro tanto con el valor
de g. En la Química algo similar con la fórmula del agua. En Economía, no
se tendría idea de las consecuencias de la emisión de moneda sin respaldo.
En Geografía estaríamos más atrás que los griegos del siglo V aC, que
sabiendo ya que la Tierra era una esfera, no imaginaron la involución a la
que dio origen el oscurantismo medieval, mediante el cual se volvió a la
arcaica y mítica creencia de que nuestro globo era un plano. En Biología
estaríamos aún como diez siglos antes de que naciera Darwin. Y en la
Medicina, para terminar con los ejemplos, se seguiría creyendo que todas las
enfermedades son un castigo divino.
En esos términos, seguiríamos sabiendo cómo hacer una rueda, pero sin saber
la longitud de la circunferencia de la misma ni su área. No podríamos pues
calcular con precisión cuánto material hay que utilizar para fabricar un
millar de ellas, ni qué radio sería necesario establecer para recorrer cien
metros con sólo veinte vueltas de una rueda. Seguiríamos pues desplazándonos
en carretas o quizá sólo a caballo. La aeronáutica aún no existiría y menos
pues los vuelos a la Luna. Necesariamente tendríamos que probar todos los
líquidos incoloros e inodoros para saber si son agua o veneno. No sabríamos
cómo controlar la inflación ni cómo estimular el ahorro. Estaríamos buscando
a un vikingo que pruebe que más allá de las Columnas de Hércules hay un
continente enorme y riquísimo; y a una reina que finja entregar sus joyas a
un genovés que finge que va a conocer el camino que ya conoce hacia las
Indias que en vez de especias están llenas de oro. Seguiríamos adorando a un
ave fénix que no existe pero maltratando en los zoológicos a los primos
hermanos de nuestros primos. Y aún no se conocería vacuna alguna, todos
seguiríamos acudiendo a brujos y chamanes, y, en carreta, llevando a
enterrar a la mayor parte de nuestros antes de que cumplan cuatro años.
Y si por fortuna todo ello ha sido superado en ésas y las otras ciencias
aún cuando la inmensa mayoría de la población mundial no goza del
espectacular avance de la ciencia, ha sido porque en todas las disciplinas
científicas ha prevalecido el conocimiento objetivo por sobre las opiniones
de los científicos; se ha ido depurando sin falsos pudores ni
condescendencias de salón cortesano la información y el conocimiento, hasta
dejar de lado el dato falso, el análisis incorrecto y la conclusión errada;
y, en definitiva, se ha ido avanzando de peldaño en peldaño hasta construir
grandes y monumentales edificios de conocimiento, probado, comprobado e
irrefutable.
A esos respectos, pues, la Historia sigue siendo una preciencia. Está en
pañales. Aún no descubre ni siquiera lo elemental y menos pues sus
equivalentes a los valores de y de g. ¿Es posible establecer
equivalentes en la Historia de la importancia cualitativa que esas dos
constantes tienen para la Matemática y la Física? Sí. Y déjesenos dar un
ejemplo para cada una, a partir de cuanto se ha visto hasta aquí de la
historia de la humanidad.
Un equivalente de , podría ser, por ejemplo:
Los pueblos independientes, a pesar de los errores en que sistemáticamente
incurren, tienen una alta predisposición a la inversión y, en consecuencia,
tienen la mínima condición para el desarrollo de que adolecen los pueblos
dependientes y, más aún, los pueblos sojuzgados.
Y un equivalente de g sería, también por ejemplo:
Los imperios, intrínsecamente contradictorios como son, tienen dentro de sí
mismos el germen de su propia destrucción; antes o después, pero
inexorablemente, ello queda a la postre de manifiesto, y terminan así
invariablemente cayendo como castillos de naipes, pero con el estruendo que
producen dos torres de cien pisos al desplomarse, sin que tenga relevancia
alguna si el último de sus grandes emperadores se convierte a la hora
undécima a la religión verdadera, o tiene siete esposas, o es dueño de una
fortuna petrolera. Los imperios, pues, son finitos. Todos. Sin excepción.
Los pueblos en cambio no. Y allí está para demostrarlo el más antiguo de
todos. Aquel que fue sede del paraíso terrenal, y hoy, varios miles de años
después, por mediación de dos demonios, ha pasado a ser transitoriamente un
terrenal infierno.
Nadie dude de que deliberadamente hemos aderezado ambas leyes de la
historia para que quede en evidencia que mañana habrá bastante más de uno
que se fije en esos detalles accesorios, sea porque no alcanza a ver la
esencia de la cuestión o porque no quiere verla.