Pulse aquí para acceder al índice general del libro. Esta página carece de formato, gráficos, tablas y notas.Pulsando aquí puede acceder al texto completo del libro en formato DOC comprimido ZIP (295 páginas, 1,5 Mb) |
Alfonso Klauer
La Quinta Ola: El Imperio Romano
A modo de ejemplo, una vez más, veamos el caso de lo ocurrido en la Quinta
Gran Ola de Occidente: el Imperio Romano.
El Imperio Romano, en varios siglos y como puede apreciarse en el Gráfico
Nº 18, alcanzó a controlar un vasto territorio en torno a las riberas del
Mediterráneo. El pueblo romano, como ningún otro de los vecinos de Grecia,
había venido comerciando durante siglos con ésta, el centro de la ola
precedente. Como hemos visto antes, al unísono con las mercancías fluía el
conocimiento que, entre otras cosas, incluía el idioma del pueblo
hegemónico. También en esto puede advertirse que la voluntad de los hombres
quedaba virtualmente al margen. O, si se prefiere, los romanos, a su pesar
por lo menos en el caso de la inmensa mayoría que lo hicieron, se habían
visto obligados a aprender el griego, el idioma del pueblo que había estado
hegemonizando. Del mismo modo que hoy, muy a su pesar, y aunque no sean
concientes de ello o se resistan a admitirlo, millones de hombres y mujeres
del mundo entero se ven obligados a aprender inglés, el idioma del pueblo
hegemónico.
Es una verdad meridiana que los que conciente o inconcientemente se
resisten a esa descomunal fuerza inercial, quedan virtualmente condenados a
quedar a la zaga, en conocimientos, en información, en oportunidades de
negocios o de empleo, etc. ¿No serían esas las mismas razones por las cuales
muchos romanos habían tenido que aprender a hablar y escribir el griego?
Todo parece indicar que sí. De allí que, en el siglo I aC, la mayoría de los
romanos cultos además de latín, hablaba y escribía en griego . Más todavía
como informa Julio César , el idioma y la escritura de los griegos se
había extendido incluso más allá de la península italiana: los druidas o
sacerdotes de los galos utilizaban el alfabeto griego. ¿Será necesario
insistir en que para que ello ocurriera con los romanos y los galos, no
había sido necesaria una guerra griega de conquista?
El progresivo y lento debilitamiento de la que había sido la Gran Ola
Helénica (cuya debacle final fue precipitada por la catastrófica campaña de
Alejandro Magno en África y Asia, en el siglo IV aC, y de la que los romanos
inadvertidamente resultarían los más beneficiados), permitió que en
términos relativos, se acrecentaran cada vez más las fuerzas de los pueblos
asentados en la península itálica, y en particular del romano. Surge
entonces, hacia el siglo III aC, la ambición de los gobernantes de la
denominada República Romana de ampliar sus dominios. Puede afirmarse que,
recién en este momento de formación de la nueva ola, entra en juego la
voluntad de los hombres, en este caso la de los gobernantes del pueblo que,
sin que se lo hubiera propuesto, era ya el principal protagonista de la
naciente Quinta Gran Ola de Occidente.
La historiografía tradicional se ha cuidado de ser muy meticulosa en la
descripción de las conquistas de éste como de otros imperios en la historia:
nombres de territorios y ciudades, fechas de las conquistas, nombres y
biografías detalladas de los grandes generales, detalle minucioso de los
acontecimientos bélicos, etc. Persiste ostensiblemente, sin embargo, un
enorme y grave vacío: mostrar siquiera a manera de hipótesis la lógica y
racionalidad de la expansión imperial. Ensayaremos pues una versión a este
respecto, tratando de responder las siguientes interrogantes: ¿tiene alguna
racionalidad el hecho de que la progresión de las conquistas fuera la que se
dio y no otra?, y, ¿por qué se conquistaron determinados territorios y no
otros?
En la época (siglo III aC) el pueblo romano estaba constituido por
aproximadamente 3 millones de personas. Y su ejército estaba compuesto por
más de 290 000 hombres . Era pues, como podemos entrever, una potencia
militar; puede suponerse incluso que era, largamente, la más importante de
Europa. Mas ello tenía que corresponderse, necesariamente, con un economía
muy próspera, quizá también mayor y más dinámica que la de cualquiera de sus
vecinos, capaz de generar los enormes excedentes que permitían mantener en
el ejército a una población tan numerosa al margen de las actividades
productivas. Extrañamente, sin embargo, y para esa fecha, ni la imagen de
una potencia militar ni la de una economía grande y sólida son precisamente
las que nos muestran la mayor parte de los libros de Historia.
El primer objetivo de los gobernantes y generales romanos fue dominar y
consolidarse militarmente en su propio territorio. De allí que era
imprescindible conquistar las colonias griegas que subsistían en el extremo
sur de la península. La primera victoria internacional de los romanos, se
logró en el año 280 aC. Grecia, en profunda crisis, sin reponerse de la
catástrofe económicomilitar que suscitó la megalomanía de Alejandro Magno,
fue incapaz de responder la reivindicación territorial de los romanos. A
partir de allí, ¿podían acaso los generales romanos iniciar la expansión
imperial en Europa, lanzándose primero hacia el norte o hacia el este,
dejando peligrosa e ingenuamente en la retaguardia al Imperio Cartaginés,
que controlaba Sicilia, Córcega y Cerdeña, ubicadas en las inmediaciones
mismas de Roma, y que, por lo demás y sin duda, los romanos consideraban
territorio naturalmente propio? Ciertamente no.
Liquidar al imperio de Cartago era, inexorablemente pues, el objetivo
estratégico más importante de los estrategas romanos. Y procedieron en
consecuencia con ello a partir del 264 aC, iniciándose la Primera Guerra
Púnica. Es absurdo por eso sostener como por ejemplo lo hace Barraclough ,
que más por casualidad que por voluntad, los romanos y cartagineses
entraron en conflicto.... La prueba más concluyente de que el principal y
estratégico enemigo de Roma era el vecino Imperio Cartaginés, está dada por
el hecho de que Roma no emprendió ninguna otra conquista sino hasta derrotar
a Cartago, al finalizar la Segunda Guerra Púnica, tras 60 años de
enfrentamiento, en el 201 aC.
El Imperio de Cartago, como generalmente sí se admite en los textos de
Historia, era, hasta entonces, la mayor potencia económica y militar del
Mediterráneo. En virtud de ello, y no por casualidad, Cartago tenía el
monopolio del comercio marítimo en el Mediterráneo occidental . Es decir,
controlaba el destino y los precios de la riquísima producción agrícola del
valle del Nilo, pero también la de Mesopotamia. La derrota de Cartago sólo
podía llevarla a cabo, pues, una potencia equivalente. ¿Cómo había alcanzado
el pueblo romano esa prosperidad económica? ¿Había sido acaso que desde las
décadas precedentes el clima era particularmente benéfico con el pueblo
romano, permitiéndole excedentes económicos extraordinarios? ¿Qué papel jugó
la voluntad del pueblo romano y de la sus dirigentes en la formación de esa
sólida y próspera economía que los estaba colocando en el centro de la nueva
gran ola de Occidente? Son pues preguntas que aún la ciencia debe responder.
Las que finalmente fueron las muy costosas tres guerras Púnicas, y que
enfrentaron durante 120 años a los ejércitos y armadas más poderosas del
Mediterráneo de entonces, bien pueden ser consideradas como las guerras
mundiales de la época. El definitivo y aplastante triunfo sobre Cartago
supuso, con el dominio y control romano de los territorios de aquél, el
inicio de la formación del Imperio Romano: el pueblo romano dominando el
norte de África (en lo que hoy son territorios de Libia, Argelia, Túnez,
Marruecos) y el sur de España.
La ola había empezado entonces a expandirse y a arrasar con todo lo que
estaba a su paso. ¿Puede alguien sostener que los antecesores de los libios,
argelinos, tunecinos, marroquíes y españoles del sur, tenían previsto pasar,
violenta e inmediatamente, de la dominación de Cartago a la de Roma? ¿Puede
sostenerse que era eso lo que ellos querían y más anhelaban? No. Todo ello
sobrevino al margen de su voluntad, contra su voluntad. Una fuerza
inexorablemente más fuerte los aplastó y dominó, a partir de ese momento, y
por siglos.
Liquidado Cartago, con la retaguardia bien protegida, Roma recién podía
emprender la conquista de Europa y del resto del Mediterráneo. A partir de
allí, y en poco más de 150 años, el Imperio Romano alcanzó su máxima
extensión, conquistándose el inmenso territorio de decenas de pueblos y
naciones. La ola había alcanzado su punto más alto y su más amplia
envergadura. ¿Puede sostenerse que estaba en la voluntad de los españoles,
franceses, ingleses, belgas, holandeses, alemanes del oeste del Rin, suizos,
austriacos, macedonios, griegos, turcos, armenios, sirios, libaneses,
palestinos y egipcios, caer bajo la violentísima dominación militar de los
italianos? ¿Puede afirmarse que todos ellos querían la guerra, que todos
ellos ambicionaban ser conquistados?
Pues bien, ¿por qué se conquistaron esos territorios y no otros? Grecia,
Yugoslavia, Austria, Suiza, Francia, Bélgica y España, porque como resulta
obvio viendo el mapa, constituían el entorno inmediato de la península
itálica, sus vecinos inmediatos, sus víctimas naturales. Francia y España
eran, además, despensas agrícolas y ganaderas muy apetecibles y
proporcionaron grandes botines y riqueza mineral a los gobernantes romanos.
Menor importancia a este respecto tuvieron Inglaterra y Holanda, así como la
pequeña franja oeste de Alemania al oeste del Rin, mas todos esos
territorios iban a complementar los enormes saqueos que habían decidido
emprender los conquistadores. Suiza, que quizá era un territorio
económicamente poco apetecible en sí mismo, era, no obstante, el obligado
territorio de tránsito de los legiones romanas hacia el oeste (desde
Inglaterra hasta España). Y Austria el espacio por donde tenían que trajinar
las legiones que se desplazaban al este (Yugoslavia Macedonia y Grecia).
El valle del Nilo, a 15 días de navegación desde Roma, era en la época la
más grande e inagotable despensa de trigo del planeta, es decir, un
codiciadísimo botín. Los territorios de Siria, Líbano e Israel de hoy,
tenían gran importancia porque eran el punto de acopio, tanto de la
variadísima producción agrícola que se cosechaba en los fértiles valles del
Éufrates y el Tigris, como de la producción que procedía de la India y, a
través de la Ruta de la Seda, la que procedía desde China. Finalmente,
Turquía y Armenia, que quizá eran también territorios agrícolamente pobres,
tenían, no obstante, una gran importancia estratégica: constituían un tapón
contra las siempre peligrosas ambiciones expansionistas de los persas (que
los romanos conocían sin duda por la historia de Grecia).
En el siglo II aC, cuando se iniciaron las grandes conquistas romanas, ¿qué
razones podían esgrimir los conquistadores para tan grande avasallamiento?
¿Acaso la de sustituir el panteísmo inferior de los bárbaros por el
panteísmo superior de los romanos? ¿Acaso iluminar a los bárbaros con la
cultura romana? ¿Eran evangélicas y alfabetizadoras sus razones? No.
Todas las buenas razones de las conquistas romanas han sido elaboradas y
racionalizadas después en los siglos siguientes por los panegiristas del
imperio, que pulularon siempre, sedientos de reconocimiento, en torno al
poder de los césares. Dejemos de engañarnos, en el siglo II aC, los
conquistadores romanos, a cuya cabeza estuvieron los sectores dominantes y
privilegiados del propio pueblo romano, fueron impelidos, única y
exclusivamente, por ambiciones de riqueza, de poder y de grandeza, contra
las que, en la época, no había cortapisas, ni límites de ningún género,
salvo las que definían las propias fuerzas del conquistador, que arrollaban
mientras podían.
Rápidamente las ambiciones fueron rindiendo sus frutos. Los valiosos
botines [... y...] la riqueza que manaba de las provincias conquistadas
(...) permitió suprimir totalmente los impuestos directos a los ciudadanos
romanos . Es decir, los ciudadanos (esclavistas virtualmente todos), que no
eran sino los que conformaban el sector privilegiado de la sociedad romana,
dejando de pagar impuestos, automáticamente pasaban a ser más ricos, a
expensas de las contribuciones que remitían a Roma poblaciones remotas y
desconocidas. Y con las que se financió, además tantas gigantescas
construcciones que la economía romana, por sí sola, y durante el mismo
período, no hubiera podido solventar: arcos, columnatas, palacios, coliseos,
baños recreacionales y banquetes descomunales; un presupuesto militar que a
cifras de hoy sin duda tendría magnitudes exorbitantes.
Roma, pues, fue en centro de una cuantiosísima transferencia de riquezas que
llegó desde la periferia conquistada. ¿Puede sostenerse que ese sacrificio
estaba dentro de los objetivos de los pueblos conquistados? Pero sí puede
afirmarse, por el contrario, que ello estaba dentro de las desmedidas
ambiciones de los gobernantes y los miembros del sector dominante del pueblo
romano.
¿Cómo se explica, finalmente, que el Imperio Romano no fuera aún más grande
en territorio, ya sea hacia el norte, o hacia el este y el sur, en incluso
hacia el oeste? ¿No fue más allá de los límites alcanzados la ambición de
los generales y emperadores romanos? Sin duda la ambición fue mayor. Mas las
dimensiones del imperio eran realmente impresionantes en términos de la
época, al extremo que muchas veces quedó en evidencia que resultaba difícil
y complejo su manejo político, militar y administrativo.
En el mismo sentido, las enormes dimensiones del imperio obligaron a
subdivisiones administrativas sucesivas que fueron exacerbando las
ambiciones de autonomía de los gobernadores de las provincias del imperio,
ambiciones éstas que atentaban contra los intereses del poder imperial
central. Por lo demás, tras siglos de repartirse grandes botines, los
generales y administradores romanos habían alcanzado enormes riquezas cuyo
disfrute con seguridad estaba reñido con nuevas y siempre arriesgadas
conquistas para las que eran cada vez más renuentes. Pero, además, en el
cenit del imperio, los gobernantes y generales romanos debieron tener
conciencia del riesgo que representaba el hecho de que, para controlar el
enorme territorio, las legiones estaban, cada vez más numerosamente
compuestas de soldados de los pueblos conquistados, es decir, de enemigos
potenciales, que de soldados romanos. El imperio, pues, pero esta vez a
despecho de la ambición romana, había llegado a sus máximas dimensiones
posibles, a un límite irrebasable.
En este sentido, sin embargo, una vez más tocó a la naturaleza jugar un
papel decisivo. En efecto, no es una simple casualidad que, como hemos
mostrado en el mapa, hacia el norte, el límite del imperio haya estado
constituido por el Rin y el Danubio. Sin duda, los dos más grandes y
caudalosos ríos de Europa Central pero en particular el Rin, ancho,
impetuoso y profundo, como reconoció Julio César resultaron una barrera
muy difícil de superar y más aún de dominar. Pero también debe considerarse
que, con la tecnología disponible en la época, construir los enormes puentes
fluviales y flotas que demandaba controlar esos ríos, resultaba una
operación posible pero poco rentable, habida cuenta de los fríos y poco
productivos territorios que habitaban los bárbaros germanos al este del
Rin y al norte del Danubio (húngaros, rumanos y polacos). Cuán poco
productivos resultaron a ojos de los romanos los territorios de Europa del
Norte, que César, después de construir un sofisticado y costosísimo puente
sobre el Rin, luego de permanecer sólo dieciocho días al otro lado del río
quemando pueblos y aldeas
dio la vuelta (...) y deshizo el puente .
Hacia el este, como está dicho, el Imperio Persa era un enemigo que, además
de lejano, y por consiguiente costoso de conquistar, era de cuidado. Tampoco
es una simple casualidad, entonces, que, en el siglo III dC, correspondiera
precisamente al Imperio Persa, con invasiones y sucesivas victorias
militares, acelerar la debacle del Imperio Romano. Hacia el sur, un
obstáculo insalvable e improductivo objetivo fue el enorme desierto del
Sahara. Y por el oeste, el océano Atlántico fue un gigantesco reto que los
marinos romanos virtualmente nunca intentaron superar. El mundo náutico de
los romanos, pues, terminaba en Gibraltar. Resultan entonces consistentes y
poderosas las razones que permiten entender la extensión y límites del
Imperio Romano.
Todo parece indicar entonces como creemos, que no ha sido la voluntad del
hombre la que definió: a) que un pueblo, como el romano en este caso, se
convierta en el centro hegemónico de una ola; b) los límites y la
envergadura de la ola; c) que los pueblos que circundaban el centro de la
ola cayeran bajo la dominación de la misma, y; d) que los pueblos de la
periferia mediata quedaran fuera de ella.
Si durante la expansión de la Quinta Ola la voluntad de los pueblos de
Europa, Asia Menor y del norte de África hubiera estado en juego, es decir,
si sus intereses y objetivos, deliberados y concientes, hubieran intervenido
en la definición de los acontecimientos, el mapa del Imperio Romano habría
sido completamente distinto. Habría sido, por ejemplo, uno como el mostramos
en el Gráfico Nº 19, o una variante de él.
Un mapa como ése o cualquier de espíritu equivalente habría mostrado que,
efectivamente, la voluntad de todos los actores en escena había estado
presente, con el Grespeto y acatamiento de todas las partes intervinientes.
Así, los pueblos que arbitrariamente hemos numerado 123, habrían puesto de
manifiesto que, de modo voluntario, hicieron prevalecer sus propósitos de
independencia frente al Estado X, adscribiéndose por el contrario a la
administración del Estado Y. Y los pueblos que hemos identificado de
ABC, dentro del área de influencia inmediata de éste, pero bajo el
arbitrio de su libre voluntad, habrían reclamado y logrado pertenecer a
aquél. Dentro del mismo esquema, en el área de influencia del Estado X, el
pueblo al que hemos denominado 4 se habría mantenido independiente de éste,
manifestando simpatías y proclividad de alianza con el Estado Y; y el que
hemos denominado D, por el contrario, simpatías y proclividad de alianza con
el Estado X. Y finalmente los territorios definidos como RST se habrían
manifestado neutrales, absolutamente independientes.
No obstante, por lo que hoy conocemos de la historia siendo a estos efectos
difícil prescindir de una experiencia tan cercana como la que se vivió
durante la Guerra Fría, no es difícil establecer las siguientes conjeturas:
a) el Estado X habría ejercido enormes presiones sobre los pueblos 123
para incorporarlos a sus dominios; y el Estado Y habría hecho otro tanto
en relación con los pueblos ABC; en uno y otro caso los pueblos
correspondientes estaban dentro del área natural de influencia de cada
potencia; b) el Estado X, en relación con el pueblo 4, y el Estado Y, en
relación con los pueblo D, habrían realizado también grandes presiones para
someterlos respectivamente a sus dominios. Por ultimo, equidistante de ambos
centros de poder, el pueblo S habría soportado amenazas y recibido
ofrecimientos de todo género de las potencias rivales.
Para todos sus efectos, el inverosímil caso planteado habría representado a
las dos potencias un gasto militar cuantioso y una también muy costosa
politica internacional, que en suma les habría minado sensiblemente sus
presupuestos de inversión.
No obstante, de haberse mantenido en el tiempo un mapa con la configuración
señalada, sí habría quedado demostrada la prevalescencia de la voluntad de
todas y cada una de las partes.
Este singular ejercicio, pues, no tiene otro objeto que: a) patentizar que
el proceso de expansión y la magnitud alcanzada por cada una de las olas de
la historia cada una con las limitaciones propias de su tiempo, ha tenido
una racionalidad que la historiografía tradicional virtualmente no se ha
preocupado en mostrar, y; b) sobre todo, mostrar que, como nos parece cada
vez más consistentemente, la voluntad de los pueblos el del centro de la
ola, los que cayeron bajo su hegemonía, y los que quedaron en la periferia
no ha estado en juego. Unos y otros jugaron los roles que las
circunstancias, y no ellos mismos, hacían posible.
Ello nos resulta sumamente claro y evidente. No obstante, el enraizado
prejuicio de que cada pueblo es dueño de su propio destino y, más aún, la
absurda hipótesis de que como regla general está a disposición de los
pueblos elegir o no la guerra y sus consecuencias, nos obligan a abundar
un poco más a fin de contribuir a erradicar esos prejuicios antihistóricos.
En efecto, resulta harto evidente que frente a la arrolladora fuerza de los
ejércitos imperiales romanos, la inmensa mayoría de los pueblos de la
periferia de la península itálica no tuvieron alternativa o, si se
prefiere, no tuvieron escapatoria, y, conquistados, pasaron a formar
parte del imperio.