¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

b) Vulnerabilidad frente a la naturaleza

La naturaleza por su parte, así como prodigó recursos –y en algunos casos hasta condiciones de excepcional ventaja– a algunos pueblos, facilitándoles su conversión en hegemónicos, también los habría azotado y precipitado al colapso. Por su importancia –y aunque un poco tardíamente a decir verdad–, este asunto viene siendo objeto de preocupado estudio por parte de muchos investigadores –como ya se anticipó anteriormente–.

Pues bien, nada menos que Mesopotamia, la primera gran ola de civilización de Occidente, parece haber sucumbido en el contexto de una inusual y grave sequía, que le habría asestado el definitivo golpe de gracia. Sobre la base de indicios razonables, desde hace años científicos de la Universidad de Yale están tratando de probar esa hipótesis.

Por su parte, dos referencias de Herodoto podrían dar pie para investigar también una eventual intervención de la naturaleza en la caída del denominado Imperio Antiguo, en Egipto, que se habría visto afectado por un sensible descenso en el nivel de las aguas del Nilo a consecuencia de una prolongada sequía en las nacientes del mismo. El historiador griego en efecto dice que los reinados de Kheops y de su hermano Khefrén fueron “ciento seis años durante los cuales los egipcios vivieron en total miseria”. Pero inmediatamente antes refiere que la pirámide de Khefrén no “tiene cámaras subterráneas, ni llega a ella un canal desde el Nilo, como a la de Kheops...” . Quizá pues la disminución del caudal del Nilo –y de las áreas que anualmente sedimenta–, podría explicar tanto la miseria como el hecho de que no se tendiera un canal hacia la pirámide.

En torno al Imperio Romano, San Cipriano, Obispo de Cartago, contemporáneo de la debacle del poder hegemónico, escribió en el siglo III dC, en torno a la disminución notable de la población del imperio, advirtiendo además el papel que las pestes y las guerras jugaban en ello. Pero, muy significativamente, agregó asimismo: “El invierno ya no tiene bastante lluvia...” . ¿Resulta muy difícil deducir que con esa expresión San Cipriano estaba hablando de una sequía que indudablemente generaba gran desabastecimiento y en consecuencia hambruna, pero asimismo inflación? ¿O puede considerarse una simple casualidad el hecho de que una medida de trigo que en el siglo I dC costaba 6 dracmas, en el 276 dC había pasado a costar 200 dracmas, y sesenta años más tarde nada menos que 2 millones–como da cuenta el propio Barraclough –?

En el territorio andino, a su vez, el arqueólogo norteamericano Allan Kolata, de la Universidad de Harvard, ha mostrado que estudios del lecho del lago Titicaca muestran en efecto que el colapso de Tiahuanaco coincide también en el tiempo con evidencias de una grave y prolongada sequía .

Por lo demás, y siempre en el territorio andino, nunca han sido bien explicadas las razones del colapso de Nazca y Moche, en la costa sur y norte del Perú, respectivamente, y que habrían ocurrido en un período ligeramente posterior al colapso de Tiahuanaco.

Pero parece que en simultaneidad con Nazca y Moche habrían colapsado el Viejo Imperio Maya, en la península de Yucatán, y la civilización que en la meseta central de México erigió las gigantescas pirámides de Teotihuacán. Dos datos complementarios resultan muy significativos a este respecto. El Nuevo Imperio Maya, a partir del siglo X, se levantó al este del que lo precedió. Es decir, los habitantes del Viejo Imperio Maya se habrían desplazado en dirección al Atlántico, alejándose del territorio en crisis. Y otro tanto parece haber ocurrido en el caso del Imperio Azteca. A más de cien kilómetros de Teotihuacán, también hacia el este, han sido encontradas pinturas que ilustran los incendios (forestales y de secos campos de cultivo) que se habrían producido en torno a la gran ciudad y producto de una aguda y dilatada sequía.

Sorprendentemente, algo más al norte, en el mismo período, sucumbió el pueblo Azanasi, que levantó magníficas construcciones de piedra en el cañón del Chaco (Nuevo México, Estados Unidos). Y por último, también en el mismo período, pero al otro extremo del Pacífico, sucumbió la cultura Khmer, en la Camboya de hoy.



Todas, pues, como se aprecia en el Gráfico Nº 16, en las inmediaciones del océano Pacífico. Por lo que hoy se conoce del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur (en su versión “La Niña”), los pueblos del área oriental del Pacífico, en América, habrían sufrido una gravísima y larga sequía, y los de la vertiente occidental, en Oceanía y Asia, por el contrario catastróficas inundaciones. Quizá en el futuro se demuestre que, eventualmente, el fenómeno afectó también a Japón, Corea, Vietnam, Tailandia, Filipinas y el este de Australia. En todo caso, por la extraordinaria magnitud geográfica y las enormes repercusiones que habría tenido el fenómeno, la hipótesis merece ser sometida a estudio y confrontación con el concurso de las modernas tecnologías de que hoy se dispone.

Mal podría extrañarnos que se encuentre evidencias de daños de la naturaleza a pueblos e imperios de África, Asia, Europa y América, siendo que, si hay alguna variable que no tiene fronteras, ésa es precisamente el clima. Y ya se cuenta con pruebas incontrastables de fenómenos climáticos de gran magnitud que afectan íntegramente a casi todo o todo el planeta.

Se sabe con certeza, por ejemplo, que desde 1230–1240 dC Europa atravesó por notables crisis climáticas que desembocaron hacia 1270 dC en una “pequeña edad glacial” , con consecuentes graves sequías. Y el gran Fenómeno océano atmosférico del Pacífico Sur que se puso de manifiesto en 1997 (en su versión “El Niño”) trajo como consecuencia, en un sentido, fuertes inundaciones en el norte de Perú, sur de Ecuador, el sureste de Brasil y Argentina, África oriental y en el oeste de Canadá y de Estados Unidos; y en otro, graves sequías en Australia, Indonesia, Filipinas, el Altiplano de Perú y Bolivia, el noreste de Brasil, Centroamérica y África central, afectando directa y drásticamente a 100 millones de personas .

Decíamos que, algo tardíamente, la Historia, con el concurso de otras ciencias, viene investigando el rol de la naturaleza en la debacle de algunas civilizaciones. ¿Hay pistas que nos conduzcan a explicarnos la tardía reacción de la Historia, en un caso, y su todavía inacción, en el otro, siendo que uno y otro rol han sido asuntos tan gravitantes de la historia de los pueblos? Todo indica que sí, como pasaremos a ver.

Sobre cómo han tomado los historiadores el valioso dato proporcionado hace 2 500 años por Herodoto, en torno a las pirámides de Kheops y Kefrén, poco podemos decir, salvo que la hipótesis de la caída del Viejo Imperio a consecuencia de una grave sequía no parece haberse estudiado hasta ahora.

Pero en torno al valioso dato que proporcionó San Cipriano en el siglo III dC, durante la agonía del Imperio Romano, sí hay mucho por decir. En efecto, Robert López, el propio historiador de la Universidad de Yale que lo reivindica, afirma: las declaraciones de San Cipriano “que más ridículas han parecido” fueron “el invierno ya no tiene bastante lluvia...” .

¿Ridículas? Sí pues, así las tomaron, durante siglos, la inmensa mayoría de los historiadores. ¿Qué tenían de ridículas? ¿Resultaba muy difícil distinguir –insistimos en preguntar–, que en ellas San Cipriano estaba hablando de una sequía que indudablemente generaba hambruna? ¿Y que estaba advirtiendo con ello, hace más de mil seiscientos años, que la implacable e incontrolable mano de la naturaleza también jugaba un papel importantísimo en la historia de los pueblos y de los imperios?

San Cipriano, hablaba de Roma, es decir, del Imperio Romano. ¿Pero exactamente de qué y de cuándo –repetimos–? Pues de un invierno sin lluvias, y en el siglo III. “El mundo romano –dice coincidiendo Barraclough, el principal autor del afamado Atlas de la Historia Universal– se sumió en una crisis en el siglo III”. Pero, acto seguido, Barraclough pasará a hablar de invasiones, deserciones, saqueos, pestes, inflación y, finalmente, de la decisión del emperador Diocleciano, en el año 284, de dividir en dos el imperio . Es decir, ni una palabra en relación con los drásticos cambios climáticos que sí preocuparon al cronista y obispo San Cipriano, y que sin duda afectaron seriamente la economía del imperio y, lógicamente, mermaron la riqueza y el poder de que disponía el sector hegemónico.

Pero el historiador Robert López dice más, pues reconoce que, a menudo, han sido tratados como “sospechosos” –o, si se prefiere, dignos de poco crédito ¿o quizá hasta premeditadamente falsos e inventados?–, algunos “informes (...) de los cronistas acerca de inundaciones, sequías y hambres” .

¿Qué habrá ocurrido –nos preguntamos– en el caso de los valiosos datos que –como se ha mostrado en capítulo anterior–, proporcionó hace siglos el cronista Pedro Cieza de León, y que ayudan a entender a cabalidad el espectacular caso de la civilización Tiahuanaco en el Altiplano de Perú y Bolivia? Puede pensarse, cuando menos, en tres posibilidades: (a) fueron también tratados como sospechosos, y dignos de poco crédito; (b) no se reparó en el valor de los datos, y; (c) puede atribuirse la desatención del dato al hecho de que muchos historiadores emprenden sus “investigaciones” sin hipótesis, esto es, con bases metodológicas muy endebles, sin la búsqueda de una verdad por probar (o desechar). Como fuera, en ninguna de las tres posibilidades los historiadores tradicionales salen bien parados. En todo caso, tienen la palabra.

Y la tienen pues también para responder a esta otra que, fundamentalmente, tiene el mismo propósito: ¿en base a qué se ha discriminado los datos de los cronistas en “válidos”, unos –aquellos que reiteradamente han sido recogidos, muchos de los cuales, por su insignificante trascendencia, debieron ser más bien considerados como carentes de valor histórico; y en “sospechosos”, otros –muchos de los cuales, por el contrario, debieron merecer el crédito que indebidamente se dio a aquéllos?

Pues bien, retomando el asunto central, debe admitirse también como indiscutible que otros fenómenos naturales, como los terremotos, maremotos, huracanes, erupciones volcánicas, deshielos y aluviones, pero además las plagas y pestes concomitantes, contribuyen a minar la riqueza de los pueblos –y de los imperios, cuando los afecta–, obligándolos a restituir –cuando se puede– las pérdidas ocasionadas.

Como razonablemente se sospecha, gravísimas debieron ser por ejemplo las consecuencias de las plagas que afectaron durante las sequías (e inundaciones) a los Imperios de Mesopotamia, Egipcio y Roma. Y no menos costosas fueron las pestes que asolaron a la Francia imperial de los Luises. Proporcionalmente menos grave, pero también costosa, debió resultar al Imperio Romano la catástrofe volcánica de Pompeya, ocurrida en el siglo I dC, es decir, cuando estaba más alto el nivel de la soberbia conquistadora del poder hegemónico.

A su turno, muy costosa resultó al Imperio Español la tempestad que, en 1588, hundió los 130 barcos de la “Armada Invencible”. Oficialmente costó 12 millones de ducados que –según nuestros cálculos de actualización –, equivalen a tanto como 24 000 millones de dólares de hoy .

No debe pasarse por alto sin embargo que, salvo excepciones, como la de Pompeya, por ejemplo, ante la furia de la naturaleza nunca no han sido similares las consecuencias para el conjunto de cada pueblo. En efecto, siempre las han sufrido más quienes conformaban los sectores o estratos más pobres. Porque invariablemente siempre las élites dominantes han estado mejor guarecidas.
 

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