¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

Objetivos explícitos vs objetivos implícitos

Entre tanto, y para retomar la idea central que nos ocupa, ¿qué quedó pues al cabo de seis siglos en el caso del Imperio Romano, y de tres siglos en el caso de la hegemonía de España y Portugal, en relación con sus incansablemente reiterados objetivos explícitos de “culturizar” y “culturizar y evangelizar”? Poco, muy poco. En todo caso no lo suficiente como para que el menos exigente quede satisfecho. Es decir, a este respecto, los “pueblos superiores” no fueron capaces de mostrar siquiera la primera línea de los pergaminos con los cuales tan presuntuosamente se presentaron. Por el contrario, en lo que a extracción de riquezas se refiere, es decir, en relación con su siempre silenciado objetivo implícito, probablemente superaron las marcas del más ambicioso.

Pues bien, frente a distintos protagonistas –Roma / Europa–África, en un caso; y España–Portugal / América Meridional, en el otro–, y en muy distintos momentos de la historia, ¿cómo explicarnos que nunca el objetivo explícito –culturizar–evangelizar– haya sido logrado; y que, por el contrario, siempre el objetivo implícito –extraer riquezas– se haya concretado? ¿Podemos acaso, con ingenuidad e incurriendo en inconsistencia, aceptar que respecto del primer objetivo los imperios han sido invariablemente ineficientes, y que, en cambio, frente al segundo objetivo, han sido invariablemente eficientes? Resulta muy difícil aceptar tan grande como extraña inconsistencia.

Alternativamente, entonces, trabajaremos con otra hipótesis: el único y verdadero objetivo era aquél no declarado, el objetivo implícito: extraer grandes riquezas a las colonias. El otro –culturización–evangelización–, en cambio, habría sido, en verdad, sólo un pretexto, pero también un señuelo. Si el pícaro más insignificante miente; y si el asesino más avezado miente; ¿quién y a título de qué podría pedirle a los gobernantes imperiales que no mintieran? En la historia, pues –como en los tribunales–, el analista tiene que ser capaz de distinguir las “razones efectivas”, siempre diferentes de los “pretextos” o coartadas que esgrime el inculpado. En los tribunales –tanto en los de la Santa Inquisición, como en los modernos tribunales de hoy– tanto más que las palabras del inculpado se consideraban y consideran las acciones que llevó a cabo y las evidencias que de ello hay al respecto. ¿Por qué entonces, frente a los análogamente similares hechos de la historia, debemos aceptar ciega y complacientemente las proclamas de los imperios, desconociendo los hechos que las refutan?

La historiografía tradicional, a este respecto, una vez más ha caído en graves distorsiones y en nefasta complicidad. Así, frente a la ignominiosa explotación humana de la fuerza de trabajo nativa en las minas de América, reiteradamente se ha puesto de manifiesto las sucesivas leyes españolas que “prohibían” los trabajos forzados. Hoy, sin embargo, a ciencia cierta se sabe que todas esas disposiciones no pasaban de ser simples señuelos para aquietar las críticas. ¿Cómo seguir silenciando, por ejemplo, que en 1601 el rey Carlos III secretamente ordenó que esos “prohibidos” trabajos forzados debían continuar “en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción”? .

En fin, para el análisis de todas y cada una de las olas de la historia, repetimos, tenemos que ser capaces de distinguir los que aparecen como objetivos explícitos –los pretextos–, para distinguirlos de los que, aunque implícitos, son los verdaderos objetivos –las razones de los protagonistas–.

El idioma, la religión y el progreso

Demos paso pues a un último análisis para terminar esta parte. Deliberadamente, en efecto, porque a nuestro juicio se trata de una de las más monumentales piedras de molino que ha divulgado la historiografía tradicional, en el balance de Imperio Romano hemos omitido los “grandes aportes del legado romano”, sobre los que empecinadamente nos refriegan los textos de Historia: las leyes romanas, que constituyen la base del Derecho de la mayoría de los estados occidentales; nuestra escritura; el diseño de nuestras ciudades, monumentos y edificios; y la religión cristiana.

¿Se nos ha pretendido decir acaso, que si no hubiera existido el Imperio Romano, nada de ello habría llegado hasta nosotros? ¿Y que, por consiguiente, mucho habría sido lo que hubiéramos perdido? En todo caso, parece que esa sibilina idea –de modo ciertamente subrepticio– está en efecto presente en casi todos los textos de Historia que circulan en Occidente. Pues bien, esa tesis, que disimuladamente ha calado muy hondo, es falsa y deformante. Pero, además, está preñada del mismo complejo de superioridad de que hacían gala griegos y romanos. Veamos.

Japón, que hoy es virtualmente la segunda potencia mundial, próspera y moderna, ¿cuánto debe a la cultura romana o, mejor aún, a la cultura greco–romana? ¿Acaso las leyes, acaso la escritura, o el diseño de los edificios, o acaso la religión? En otros términos, virtualmente sin el “auxilio” de la cultura greco–romana, con su propia y milenaria cultura, Japón ha llegado a ser una nación tan próspera y desarrollada como la mejor de Europa. En términos muy parecidos puede hablarse de China. O de Arabia Saudita, que con otra escritura, otra arquitectura y otra religión, tiene el mismo ingreso per cápita que Argentina. O de Irán, que ha alcanzado un ingreso per cápita superior al del Perú. O, finalmente, de Sri Lanka, que tiene un ingreso per cápita equivalente al de Bolivia.

No han sido pues las culturas, occidental, en un caso, y oriental en el otro, las que han llevado a la prosperidad a Japón o a Alemania. O a un nivel intermedio a Arabia Saudita y Argentina. O a un lamentable subdesarrollo a Sri Lanka y el Perú. Independientemente de las culturas, hay pueblos desarrollados y subdesarrollados, tanto en Oriente como en Occidente. A este respecto, la posesión de la cultura greco–romana, y del castellano y el catolicismo, para el caso de muchos pueblos, no es un factor relevante. El Perú debe contarse entre ellos. Con o sin ellos poco habrían cambiado las cosas entre nosotros, en términos de bienestar o prosperidad. Quizá hablaríamos otro idioma. Quizá escribiríamos con otra escritura. Quizá tendríamos otro pensamiento religioso. Quizá tendríamos otro modelo de ciudades y edificios. Pero formando parte del “patio trasero” del imperialismo norteamericano, seríamos igualmente subdesarrollados y pobres.

Si frente a una o varias de esas alternativas nos ha asomado un poquito –o mucha– desazón, es porque tenemos una visión etnocéntrica, prejuiciosa y subjetiva de las cosas: creemos que nuestra escritura es mejor, que nuestra religión es mejor, que nuestra cultura es mejor. He ahí que queda en evidencia el complejo de superioridad inculcado, en nuestro caso, por la cultura greco–romana. Si los árabes, los japoneses o los bostwaneses, desde su perspectiva, llegan, respecto a su propia historia y a su propia experiencia, a conclusiones equivalentes, será porque también llevan dentro los complejos de superioridad que, a fin de cuentas, son defecto del hombre y no sólo de la cultura greco–romana. Virtualmente no existe cultura en el planeta donde el vencedor no se estime superior al vencido. Y todos los pueblos de la Tierra tienen en su haber triunfos, grandes o pequeños, en donde se sustenta ese complejo.

No le corresponde pues al Imperio Romano arrogarse ningún mérito especial. Y, menos aún, entonces, corresponde que los historiadores le endosen méritos gratuitos.

Por lo demás, ¿a título de qué se estima que sólo porque existió el Imperio Romano han llegado hasta nosotros las leyes de la República Romana –creadas y desarrolladas antes de que existiera el Imperio–; la escritura –adaptada de la griega, también antes de que existiera el Imperio–; el modelo de las ciudades y edificios –adoptados de los griegos–; y, finalmente, la religión, creada en el Asia Menor, expandida durante y a pesar del imperio, y adoptada por él cuando ya había empezado su agonía?

En el esplendor de Grecia, cuando los romanos no imaginaban siquiera que siglos después darían forma a un imperio, éstos habían empezado ya a imitar las construcciones griegas. Más aún, muchos romanos ya habían empezado a hablar y escribir el idioma de los griegos, esto es, el idioma del pueblo que por entonces era hegemónico. Es muy probable también que fuera en esa época –y no después, durante el Imperio– que los romanos adaptaron su propio politeísmo al politeísmo del pueblo que entonces gozaba del mayor prestigio. La adaptación religiosa se concentró casi exclusivamente en dar nombres latinos a los dioses griegos: Zeus pasó a ser Júpiter, Afrodita pasó a ser Venus, etc. Por último, ¿no fue acaso durante la República, es decir antes del Imperio, que los romanos adoptaron muchas de las leyes que regían la conducta de los ciudadanos y de los esclavos, y el concepto mismo de democracia que habían instaurado los griegos?

¿Alguna de esas prácticas culturales fue impuesta a los romanos por la fuerza? ¿No fue acaso que ellos, pacíficamente, considerándolas valiosas, las adoptaron voluntariamente, imitando y copiando sin vergüenzas ni complejos a los griegos? ¿No había ocurrido acaso, desde los inicios mismos de la vida humana, que, a través del contacto con los vecinos –en el comercio, pero también con la guerra–, los hombres y los pueblos venían aprendiendo unos de otros, rescatando lo mejor de cada cual? La inmensa mayoría de las transferencias culturales entre los pueblos se ha dado en forma pacífica, a través de adopciones voluntarias que, por cierto, tiene la virtud de ser sólidas y perdurables. Así, tal y como deliberadamente lo había hecho el pueblo romano, las contribuciones culturales de Grecia –y las que ésta había recogido de Creta, y ésta de Egipto y Mesopotamia– iban a seguir esparciéndose por Europa y, a través de ella, a otras partes del mundo: lenta y pacíficamente, pero de manera sólida y estable. ¿No reconoció acaso Julio César que, desde antes de sus conquistas, los galos practicaban un politeísmo casi idéntico al de los romanos que, como éstos, habrían asimilado de los griegos?

¿Pretenderá alguien reivindicar, entonces, la necesidad de que el fenómeno de progreso y transferencia cultural requería ser acelerado? ¿Y que entonces ése, henchido de paternalismo y a través del uso de la fuerza, habría constituido el gran aporte del Imperio Romano? Ese no pasaría de ser un razonamiento majadero. Al fin y al cabo, hay la conciencia casi unánime de que, tras la caída del Imperio Romano, Europa inició un largo período de varios siglos de oscurantismo, en el que las artes, la técnica, la ciencia y la tecnología casi no conocieron progreso. Pero no precisamente porque hubiera caído el imperio. Sino porque, después del colapso, quedó en evidencia los destrozos y el empobrecimiento en que habían quedado los pueblos, las tierras, el ganado y las minas en los territorios que habían sido administrados por el poder imperial. El imperio, pues, en términos prosaicos, no hizo sino desatar una poco útil carrera de caballos con parada de borrico.

Nuestro siglo nos ofrece maravillosos ejemplos de cuán errados están todos aquellos que estiman como inapreciable e insustituible el aporte militarista–cultural del Imperio Romano. Nos limitaremos sin embargo a lo más patético. Pues bien, es muy difícil que haya alguien que ponga en duda que Beethoven, en la música, Leibnitz, en la matemática, Plank en la física, Goethe, en la literatura, o, por ejemplo, Schiller, en la poesía, han hecho en lo suyo algunos de los más grandes aportes a la humanidad. Alemanes todos, ciertamente hicieron sus grandes contribuciones antes de que Hitler llegara al poder. Y, claro está, Alemania había alcanzado extraordinarios niveles de desarrollo, en casi todo orden de cosas, antes de que desatara la II Guerra Mundial. Por lo demás, harto se ha escrito sobre la proverbial cultura de muchos de los generales nazis, que, entonces, como divulgadores de la cultura alemana, habrían podido jugar un papel extraordinario. Coherentemente, pues, los panegiristas actuales del Imperio Romano, deberían estar en la primera línea entre quienes se lamentan de que Hitler y Alemania perdieran la guerra. Porque con ello –deberían estarnos diciendo– la humanidad se perdió la brillante oportunidad de divulgar más, y más rápidamente, los valiosísimos aportes de Beethoven, Leibnitz, Plank, Goethe y Schiller, y, en general, de la sociedad alemana.

Si sus conductas fueron idénticas, ¿por qué se alaba a Augusto y se estigmatiza a Hitler? Y si sus acciones fueron igualmente sanguinarias, ¿por qué se elogia a Julio César y se denigra a Goering? ¿Cómo se explica tamaña incoherencia? Pues, simple y llanamente, porque unos ganaron sus guerras y otros las perdieron. Es decir, se viene juzgando a los protagonistas, no en función de sus acciones sino en función al resultado de las mismas. Esa flagrante subjetividad –absolutamente alejada del razonamiento científico– es la que viene negando a la Historia las posibilidades de que alcance a constituirse en una ciencia.
Para el presente y para la posteridad, más dañino que el hecho de que Augusto y Hitler, o Julio César y Goering hayan pretendido engañarnos, es el hecho de que los textos de Historia recojan como verdades las grandes mentiras de aquéllos.

El análisis histórico tiene que ser capaz de “descubrir” la verdad, grande o pequeña. No es suficiente para ello ser capaz de separar el trigo de la paja. Es necesario también descorrer los velos y rodear o saltar por encima de las gruesas murallas que la ocultan. En torno al Imperio Romano, por ejemplo, y una vez más, siguen ocultas algunas grandes verdades. En efecto, harto se le ha rodeado de una áurea de triunfos, el sentimiento de gratitud hacia el “más grande imperio de todos los tiempos” parece inconmovible, y, en resumen, la disposición de simpatía hacia él es casi unánime.

No obstante, los mismos que han contribuido a crear esa imagen, virtualmente mítica y sacralizada, admiten que el Imperio Romano colapsó. Los mismos que la elogian –sin saber que hacen Literatura en vez de Historia– admiten que el imperio fue arrasado ; que Roma, la mismísima capital del imperio, fue saqueada ; que sus últimos gobernantes fueron ambiciosos, corruptos e ineptos ; y, finalmente, que el gigantesco ejército terminó siendo doblegado por pueblos primitivos, sin nombre ni apellido. ¿Es que los generales romanos fueron capaces de ganar todas las batallas pero no la guerra? ¿Es que después de verter todos esos conceptos puede quedar aún en la conciencia de los autores un fuerte aroma de simpatía? Ése –según nos parece–, es el resultado de juicios inmaduros, en los que los prejuicios pueden más que la razón.

¿Por qué sucumbieron el Romano y, sin excepción, todos y cada uno de los imperios de la humanidad? Veámoslo pues con algún detenimiento, porque esa parece ser también una de las inexorables leyes de la historia de la humanidad.
 

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