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Alfonso Klauer
¿Por qué se perdió el latín y no el castellano y el portugués?
Intentaremos probar la hipótesis comparando la historia del Imperio Romano y
sus colonias, con la de los imperios Español y Portugués y los pueblos que
conquistaron. Muy distintas fueron las condiciones históricas que
enfrentaron, durante la colonización romana y después de la caída del
Imperio Romano, los pueblos que habían estado bajo su dominio; de las que
tuvieron que enfrentar en América Meridional, durante la colonización y a la
caída de los imperios Español y Portugués, los pueblos que habían estado
bajo el dominio de éstos. A nuestro juicio son nueve las diferencias
históricas relevantes en relación con nuestra hipótesis.
Considérese, para empezar, que fueron sustancialmente distintas las
condiciones que se dieron durante ambos procesos de conquistacolonización.
Veámoslo. En Europa: (a) La tecnología militar de Roma y de los pueblos
conquistados era virtualmente la misma. En razón de ello, el genocidio de la
conquista representó la muerte del 1520% de la población total. (b) Como
desde siglos antes de la conquista Roma alternaba con todos los pueblos de
Europa, Asia Menor y el Mediterráneo, sus características de inmunidad
epidemiológica eran las mismas. La conquista romana, pues, no afectó con
desconocidas enfermedades a las poblaciones conquistadas. (c) Roma no
encontró en ninguna parte del vasto territorio conquistado fuentes de
extraordinaria riqueza altamente concentrada. (d) La relativa homogeneidad
topográfica de Europa no representó que se afectara gravemente a las
poblaciones que desplazaba el poder imperial de uno a otro extremo del
territorio.
En América, en cambio, se presentó lo siguiente: (a) La tecnología militar
que usaron los conquistadores fue abrumadoramente superior. Su contribución
al genocidio fue enorme. (b) Los europeos y los esclavos africanos que
llegaron con ellos trajeron epidemias desconocidas que multiplicaron los
efectos del genocidio militar. (c) España, en relación con Potosí y
Huancavelica, y Portugal, en relación con Ouro Preto, encontraron centros de
riqueza de extraordinaria cuantía que exacerbaron las ambiciones del poder
colonial. (d) Millones de nativos americanos, en el caso de España, y de
esclavos africanos, en el caso de Portugal, fueron desplazados y murieron en
desconocidos e inhóspitos territorios que, en el caso de las minas andinas
de plata, estaban a 4 000 y 5 000 msnm.
Pues bien, en función de estas cuatro primeras diferencias objetivas, se ha
podido determinar que, solo la conquista española como lo anota la
historiadora española María Luisa Laviana, desencadenó una catástrofe
demográfica sin precedentes en la historia de la humanidad . Dependiendo de
las distintas fuentes históricas, ese brutal genocidio significó la muerte
de 20, 40 o hasta 100 millones de personas .
Conste, sin embargo, que los atroces acontecimientos que se daban en América
fueron en su tiempo advertidos y puestos en conocimiento del poder imperial.
Así, fray Vicente Valverde, que había estado con Pizarro en la captura y
ejecución del inka Atahualpa, escribió a Carlos V en 1539, es decir, antes
de cumplirse la primera década de la conquista del Perú:
...es una cosa tan importante (...) defender esta gente de la boca de tantos
lobos como hay contra ellos, que creo que si no hubiese quien
particularmente los defendiese, se despoblaría la tierra... .
Medio siglo más tarde, en 1581, Felipe II sería informado que, a pesar de
las irrefutables advertencias, ya un tercio de los indígenas de América
había sido aniquilado . Mas también se sabe que, en el caso del territorio
peruano, durante los 140 años siguientes a esa fecha la población siguió
sistemáticamente descendiendo . En definitiva, la población americana nativa
quedó reducida, casi, a su mínima expresión: a un décimo de la que
encontraron los conquistadores.
Pero entre la colonización romana en Europa y la ibérica en América, se dio
otra diferencia de grandes implicancias para cada uno de los mundos que
fueron dominados. En efecto, (e) dado que la base de la economía europea de
entonces estaba constituida por la agricultura y la ganadería, en las que un
gran valor está invariablemente asociado a grandes volúmenes y muy dispersos
en el vasto territorio, el imperio de vio obligado a invertir importantes
recursos en la construcción de caminos y puentes que facilitaran la
circulación de esa riqueza, pero especialmente hacia Roma, a la que
conducían todos los caminos. En América Meridional, por el contrario, la
extraordinaria riqueza estuvo constituida por el oro y la plata, en minas de
ubicación marcadamente focalizada. Se trataba, pues, de productos de gran
valor concentrado en pequeños volúmenes que, en consecuencia, no obligaron a
mantener sino los pocos caminos que comunicaban las minas con los puertos de
embarque. Durante trescientos años no se construyó una sola vía importante
y, por el contrario, se dejó en abandono todas las que habían sido
encontradas por los primeros conquistadores.
Como resultado de esta quinta relevante diferencia, a la caída del Imperio
Romano, cada uno de los pueblos de Europa quedó, en cuanto a vías de
comunicación, relativamente bien integrado. Ello, en los siglos posteriores
de desarrollo nacional autónomo, facilitó el tráfico de mercancías, pero
también de poblaciones. Esto último facilitó la consolidación de cada uno de
los idiomas y dio curso a un proceso cada vez más intenso de homogenización
social. En América, en cambio, la muy disminuida población nativa americana
y africana, dividida en numerosos fragmentos, quedó absolutamente dispersa
y aislada en amplios e incomunicados territorios, aunque manteniendo sus
idiomas y costumbres ancestrales.
Considérese, no obstante, una sexta diferencia: (f) en Europa, la
homogeneidad del fenotipo europeo impidió que, al interior de cada uno de
los pueblos conquistados, se constituyera una élite criolla con
connotaciones, actitudes y conductas racistas y excluyentes. Los pueblos
conquistados de Europa fueron maltratados por incultos, mas no en
consideración al color de su piel, dado que, objetivamente, esta diferencia
no existía. No obstante, los destacamentos romanos asentados en los
territorios conquistados y sus descendientes conformaron élites
privilegiadas, premunidas de poder y de riqueza. Al cabo de varios siglos de
conquista, sólo quienes ocupaban los puestos de mayor jerarquía en las
provincias romanas hablaban y se comunicaban en latín. Se trataba, pues, de
un grupo numéricamente muy reducido. Sus descendientes, sin embargo,
aprendían y se comunicaban en el idioma del pueblo en el que habitaban. En
América, por el contrario, en función de sus diferencias fenotípicas y
culturales respecto de los nativos americanos y africanos, los
conquistadores europeos y sus descendientes constituyeron, en cada una de
las naciones de América Meridional, una élite criolla, racista y
excluyente que, acaparando total y absolutamente el poder y la riqueza, se
regía incluso con legislación propia y diferenciada . En general, la élite
criolla y su descendencia se comunicaba exclusivamente en castellano, y,
en su inmensa mayoría, no aprendió nunca el idioma del pueblo al que
dominaron.
La sétima diferencia tiene que ver con la forma como se produjo el colapso
de cada uno de los imperios a los que venimos refiriéndonos. ¿Cómo y por qué
se produjo el colapso del que siglos atrás había sido el poderosísimo e
inconmovible Imperio Romano? Y, en estrechísima relación con esa pregunta,
¿cómo explicar que el latín cayera en desuso, hasta convertirse en una
lengua muerta? En relación con estas dos interrogantes, la historiografía
tradicional, y dentro de ella la que llega al público masivo, simplemente no
se ha ocupado de responder la segunda pregunta. Tal parecería que la caída
en desuso del latín no resultaba un problema relevante del cual preocuparse.
Como consecuencia de ello, ése es hoy un asunto que muy pocos vinculan con
la caída de Roma. Y, en relación con la primera interrogante, los vacíos,
inconsistencias e incoherencias son gravísimos y lamentables. Mas sobre ello
hablaremos detenidamente en el parágrafo siguiente.
Entre tanto veamos sin embargo lo siguiente resumen que ofrece la
historiografía tradicional. Barraclough, por ejemplo, nos dice: Tras un
largo período de paz y prosperidad, el mundo romano se sumió en una crisis
en el siglo III . Pasemos por alto por un instante la engañosa e
inconsistente afirmación de un largo período de paz y prosperidad porque
de tales privilegios sólo gozó el sector dominante dentro de la nación
hegemónica. ¿Cómo se nos presenta la crisis del imperio? Se nos habla de la
presión de los germanos por el norte; de la presión e invasiones de los
persas por el este; de la independencia de los galos en occidente, de los
afanes autonomistas de los generales romanos en las provincias; de los
saqueos en los territorios alejados; de la derrota y captura del emperador
Valeriano; de las pestes que asolaron el imperio; de la inflación en la que
se vio sumida la moneda de imperio; de las protestas endémicas contra los
impuestos; de la deserción al ejército imperial de soldados bárbaros; pero a
su vez de invasiones bárbaras, y; finalmente, que a consecuencia de todo
ello el imperio no podía mantenerse unido en manos de un solo gobernante .
Barraclough afirma que, con posterioridad a la división del imperio, en el
siglo V, el gobierno romano de Occidente se había debilitado a tal punto que
la capital misma quedó expuesta al ataque: el saqueo de Roma por los
visigodos, en el año 410 dC. Y otro tanto ocurriría en el 455 dC de manos de
los vándalos. ¿Exterminaron las huestes de Alarico a todos los habitantes de
la península, sepultando con ellos al latín? ¿Logró quizá entonces alcanzar
ese objetivo años más tarde Gerserico? No, eso no ocurrió. ¿Cómo entonces
cayó en desuso el latín?
Debe suponerse que en el contexto de la rebelión de los galos, al interior
pues del territorio imperial; de los ataques persas desde el exterior; y de
los enfrentamientos en los que fueron protagonistas germanos, visigodos,
ostrogodos, vándalos, hunos, etc.; y de los gravísimos saqueos contra Roma,
la élite imperial habría sufrido una muy significativa disminución
demográfica. Algunos grupos pequeños, sin duda, y quizá familias enteras,
amparadas por las sombras de las noches, alcanzarían a refugiarse en remotas
zonas rurales y en las islas más próximas a la península. Miles y miles de
campesinos italianos de las campiñas sobrevivieron a la catástrofe. Ellos,
qué duda cabe, no fueron exterminados. Porque si ese extremo se hubiera
dado, nadie en el planeta hablaría italiano.
¿No nos consta hoy, mil quinientos años después de los dramáticos episodios
a los que nos estamos refiriendo, que las élites cultas hablan variantes
idiomáticas e incluso idiomas distintos a los de su propio pueblo? ¿No
habrá sido ése exactamente el caso de la Italia imperial, en la que sólo la
élite romana hablaba latín, y, las masas campesinas que sobrevivieron al
colapso, la lejana variante idiomática que luego dio origen al italiano de
hoy? En ese sentido, empequeñecida al extremo la magnitud demográfica de la
élite, ¿no quedaba también virtualmente liquidado el foco vivo del latín?
Pero más aún si se tiene en cuenta que las numerosas poblaciones nativas de
los pueblos que alcanzaron a liberarse del imperio, vigorizadas en el
contexto de desarrollos nacionales autónomos e independientes, sin haber
aprendido nunca el latín, tras preservar y enriquecer sus propios idiomas,
dieron finalmente forma al castellano, el francés, el inglés, el alemán,
etc. En América, en cambio, en razón de las dos causas que veremos a
continuación, salvaron sus vidas las élites criollas, salvándose con ellas
el castellano y el portugués .
Sin embargo, los idiomas no mueren de infarto, de un momento a otro. Cientos
y quizá miles de los cristianos cultos que desde las catacumbas habían
contribuido a socavar las bases del imperio hablaban latín. Por lo demás,
durante más de cinco siglos el comercio internacional se había agenciado en
latín. Éste, pues, también estaba en boca de los comerciantes o, con
seguridad, en la de los más grandes entre ellos. No extraña por eso que
como refiere Pierre Chaunu , siglos después, en Génova un territorio
eminentemente comercial todavía se hablara latín. Pero ya escasamente lo
hablaban ellos pero también los miembros del clero, aunque unos y otros en
número cada vez más reducido, hasta que terminó pues por caer en lengua
muerta.
Bien pudieron ser idénticas o incluso más drásticas que las que sufrió Roma,
las consecuencias del colapso imperial español y lusitano: exterminio de las
élites imperiales y la desaparición de los idiomas castellano y portugués.
Mas, sin que estuviera previsto por nadie, tocaría a la naturaleza dar su
aporte, inesperado y decisivo. En efecto, el Atlántico, que había permitido
surcar las naves de los conquistadores y, de regreso, los galeones con la
inmensa riqueza extraída, no estuvo al alcance de las masas que,
legítimamente, cuando llegó la ocasión favorable, de buen grado hubieran
querido tomarse la revancha. A este respecto, no es casual que Francisco de
Miranda hubiera advertido: Dos grandes ejemplos tenemos delante de los
ojos: la revolución [norte]americana y la francesa, Imitemos discretamente
la primera; evitemos con sumo cuidado los fatales efectos de la segunda .
El océano, pues, fue una suerte de seguro de vida para las élites imperiales
de España y Portugal. Con ellas, supervivieron en Europa tanto el castellano
como el portugués. Mas, ¿cómo se explica que, a diferencia de lo que había
ocurrido en las que fueron colonias de Roma, donde desapareció el latín,
subsistieran en América ambos idiomas?
Considérese entonces la octava de las características relevantes con las que
es posible distinguir la experiencia del Imperio Romano, respecto de los
imperios Español y Portugués. El Imperio Romano, en la coyuntura del
colapso, no tuvo un imperio rival de su misma envergadura y poderío que,
además, y por espacio de siglos, hubiera competido con él, con éxito, en el
terreno militar y en el económico, minándolo y socavándole sistemáticamente
sus fuerzas. El Imperio Persa (de los Sasánidas), a enorme distancia de la
península itálica, surgió cuando la suerte de Roma ya estaba echada. Si sus
agresiones no pueden ser minimizadas, tampoco puede otorgárseles carácter
decisivo y definitorio. Sus conquistas en Turquía (Antioquia), y en el
Levante (Siria), ciertamente contribuyeron a la debacle del imperio. El
Imperio Persa no tomó pues la posta dejada por Roma. No conquistó ni dominó
todos los territorios que había controlado Roma. Más aún, nunca alcanzó a
tener una importante influencia en el vasto territorio occidental de Europa.
España y Portugal, en cambio, desde los inicios mismos del descubrimiento y
de la conquista de América, rivalizaron entre sí en todos los campos
trascendentes: el naval, el económico, el político y el tecnológico. Pero
mucho más gravitante aún, también desde los inicios mismos de la conquista,
ambos imperios rivalizaron, en las mismas indicadas esferas de competencia,
con Inglaterra y Francia, pero además, con Alemania, Italia y Holanda. Ello
sin duda contribuye a explicar por qué la hegemonía ibérica en América duró
sólo la mitad del tiempo que el que Roma ejerció en el Viejo Mundo. Nadie
discute que la acción de las potencias rivales contribuyó, de modo decisivo
y definitorio, a la debacle imperial de España y Portugal. Pero hoy, con más
nitidez que hace unas décadas, se tiene clara conciencia de la manera como,
militar, económica e ideológicamente, Inglaterra y Francia apoyaron a las
élites revolucionarias de la América española. Más aún, Francia, con los
ejércitos de Napoleón, se encargaría, en 1808, de dar el golpe de gracia a
España, invadiéndola y aislándola totalmente de sus colonias que, de ese
modo, quedaron a expensas del poderío económico y político de la propia
Francia y de Inglaterra.
Pero más todavía, la plata de la América española, y el oro de la América
portuguesa, en una de las más grandes paradojas de la historia de Occidente,
en vez de engrandecer a los potencias conquistadoras, terminaron por
agigantar el poderío económico, militar y tecnológico de sus rivales, en
particular, de Francia e Inglaterra, aunque más el de ésta que el de
aquélla. Así, el colapso de España y Portugal no sólo fue suscrito y sellado
por sus rivales, sino que, en un fenómeno que resultaba inédito en la
historia, les tomaron, inmediata y directamente, la posta, sin solución de
continuidad, sin pausa para un respiro. América Meridional, pues, pasó de la
dominación de las fuerzas militares ibéricas a la dominación de las fuerzas
económicas y políticas de los nuevos centros hegemónicos: Londres y París.
En el ínterin, sin embargo, se habían desarrollado las guerras de la
independencia en la mayor parte de los territorios de América Meridional y
continental, desde México hasta Chile, en el Pacífico, y desde el mismo
México hasta Argentina, en el Atlántico. Salvo Brasil, que a partir de 1822
se independizó solitariamente bajo la modalidad de una monarquía
independiente y recién en 1889 adquiriría la forma de República Federal,
todos los otros nuevos Estados adquirieron, al menos formalmente, la
apariencia de Repúblicas. No obstante, como bien se sabe, los principales
protagonistas de la gesta independentista no fueron los nativos americanos
ni los africanos esclavizados, sino los criollos, es decir, los propios
aunque lejanos descendientes de los conquistadores.
La riqueza de las élites criollas era ostensible. Herederos de varias
generaciones de conquistadores y colonizadores, de corregidores y
encomenderos, de funcionarios y oficiales españoles, habían acumulado
fortuna y, prácticamente, monopolizaban el control de la actividad
productiva y comercial en las colonias. En los escasísimos colegios y en las
universidades, eran los maestros de sus hijos. En el ejército, eran
brigadieres y coroneles, y sus hijos, tenientes y alfereces. En los
tribunales, eran los acusados; sus hermanos, los abogados; sus primos, los
fiscales; y sus amigos, los jueces. En la prensa, eran los periodistas y los
directores y dueños de los diarios. Así, siendo un secreto a voces que,
rebasando todas las restricciones legales, realizaban grandes negocios con
comerciantes ingleses y franceses, presumían de la impunidad de que eran
perfectamente concientes. Es decir, podían desafiar abiertamente la
autoridad del imperio porque, virtualmente, habían copado desde el segundo
hasta el último escalón de la sociedad y de la administración virreinal. Es
decir, de hecho, formaban parte del poder, controlando una porción muy
grande de él. Y acaparaban casi toda la riqueza de las colonias.
No obstante, educados en la ambiciosa escuela de sus padres y abuelos los
conquistadores y colonizadores españoles, ambicionaban aún más riqueza. Y,
a la usanza de esa misma escuela, ambicionaban hacerse de todo el poder. Sus
pares de Estados Unidos y Francia les habían demostrado que ello había
dejado de ser un sueño remoto. Todo parecía indicar, pues, que la hora
estaba cada vez más próxima. La invasión de los ejércitos de Napoleón a
España dio la clarinada de aviso: la hora había llegado.
En veinte años España y Portugal perdieron de las manos lo que habían
controlado con los pies durante tres siglos. Las élites criollas de América
Meridional, conjuntamente con Inglaterra y Francia, sus aliados
estratégicos, fueron los grandes protagonistas de esa gesta, y, por cierto,
y como no podía esperarse de otro modo, sus únicos beneficiarios. Si parte
del poder y parte de la riqueza cambiaron de dueños, toda la miseria, en
cambio, seguiría en manos de las poblaciones nativas y de los esclavos.
España y Portugal, que alguna vez habían tenido el monopolio del comercio
europeo con América, muy a su pesar, dejaron la posta a Inglaterra y
Francia. Y al interior de las colonias, el relevo del poder imperial fue
íntegramente tomado en sus manos por las élites criollas: castellanas y
católicas, en la ex América española; y portuguesas y católicas, en la ex
América lusitana. En los dos siglos que transcurrieron después, no serían
pues ni España ni Portugal, sino las élites criollas que las suplantaron,
afianzadas en el poder por su alianza con las nuevas metrópolis, las que
impondrían en sus dominios el castellano y el portugués, sus idiomas; y el
catolicismo, su religión.
Así, la inusitada posta, única en su género en la larguísima historia de
Occidente, resulta el accidente histórico que explica que el castellano y
el portugués, y el catolicismo, pervivieran en las colonias.
Finalmente entonces, retomando el hilo en que estábamos, y aun cuando ha
quedado insinuada, explicitaremos la novena y trascendental diferencia entre
la historia de los pueblos que estuvieron dominados desde Roma, de la de los
pueblos que estuvieron dominados desde Madrid y Lisboa. En efecto, tras el
colapso del Imperio Romano, cada uno de los pueblos que había estado
sometido, al cabo de ese interregno de varios siglos, reinició su vida
independiente. En general puede sostenerse que con la excepción de España,
una gran parte de cuyo territorio fue conquistado por los árabes, ninguno
de los pueblos europeos conquistados por los romanos fue jamás objeto de
ningún tipo de colonización ni de ningún tipo de hegemonía. En todo caso,
nada que pudiera compararse, en duración y en consecuencias, a lo que había
sido la conquista y colonización que llevaron a cabo los romanos.
En América, en cambio y como también ha quedado expresado, tras el colapso
de los imperios Español y Portugués, sin que se diera pausa en el tiempo,
sin solución de continuidad, los pueblos que habían estado sometidos
cayeron, todos, sin excepción, bajo la hegemonía política y económica de
Inglaterra y Francia, pero más de aquélla que de ésta.