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Alfonso Klauer
4) Antigüedad y conocimientos: factores objetivos también decisivos
Los pueblos que nunca fueron el centro de una ola, y los que fueron objeto
de dominación, cayendo bajo la hegemonía de otros, ¿iban acaso a la deriva?
¿Es que no sabían lo que querían? ¿Eran débiles o estaban atrasados porque
así lo habían querido? ¿Habían acaso elegido el inefable destino de ser
víctimas de la hegemonía de otros? Las generalmente implícitas pero en
muchos casos incluso explícitas respuestas afirmativas a estas
interrogantes, de que están llenos muchos textos de Historia, no parecen
corresponder objetivamente a los hechos.
Jean Baechler nos recuerda que todos los hombres aspiran, libremente y en
conciencia, a alcanzar un estado de recursos tal, en el que los problemas
de alimentación, vivienda y vestido estén resueltos . Pero además, hace dos
mil quinientos años, Herodoto ya nos hablaba de:
pueblos aguerridos que combatían esforzadamente por su libertad .
Siglos más tarde, el feroz y sanguinario conquistador Julio César diría
cargado no obstante de objetividad:
todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la
servidumbre.
Nos resultan por eso absurdas las hipótesis de los que, implícitamente, y
adoptando hipótesis extremas presentan: (1) pueblos en la historia de la
humanidad que, de fracaso en fracaso, supuestamente desconociendo lo que
querían ¿amando quizá la servidumbre?, se habrían conducido a sí mismos a
la destrucción, al suicidio, a la extinción; (2) una inmensa cantidad de
pueblos que, a pesar de pretenderlo, simplemente no habrían hecho lo
necesario para alcanzar sus propios objetivos de desarrollo económico y
social ¿amando acaso la pobreza y la servidumbre?; y (3) otros pocos
pueblos que, en cambio, sí habrían hecho lo necesario para alcanzar ese
estado de recursos tal... del que nos habla Baechler, y esa preciada
libertad de la que habló Julio César.
¿Es acaso difícil asociar a los del último grupo con los pueblos
desarrollados del Norte, y a los del segundo con los pueblos
subdesarrollados del Sur? A los del primer grupo aquellos que
reiteradamente habrían fracasado, la historiografía tradicional los ha
hecho desaparecer de la faz de la Tierra implícitamente, porque en realidad
nadie se ha dado el trabajo de decirlo explícitamente y demostrarlo.
La inverosímil desaparición de muchos pueblos, de la geografía y de la
historia, es uno de los más gruesos y dañinos errores de la historiografía
tradicional. Porque de él se han derivado muchas de las absurdas ideas que,
a su vez, se ha inoculado en la mente de los pueblos. Recurramos, pues, una
vez más, a la paradigmática historia del Imperio Romano y sus orígenes para
demostrar que, efectivamente, a muchos pueblos se les ha hecho desaparecer
del planeta y de la Historia .
Empezaremos diciendo que, en el contexto de la historia de Roma, para la
historiografía tradicional, paradójica y contradictoriamente, el Viejo Mundo
no sería pues tan viejo. Barraclough, por ejemplo, sostiene que la ciudad de
Roma nació en el siglo IX aC, como un grupo de chozas en la colina del
Palatino . ¿Resulta acaso consistente que la península itálica, la más
cálida y hospitalaria de Europa, virtualmente no tenga una historia
paleolítica ni neolítica, como la que, en cambio, sí tuvo la menos fértil y
más fría Irlanda? ¿No es incluso válida la interrogante para quienes,
remontándose más atrás, nos dicen que a partir del año 1500 aC fueron
llegando a Italia, entre otros, los etruscos y los latinos?
He ahí, pues, un segundo típico error: filonomadismo, esto es, la altísima
proclividad a llenar vacíos argumentales con invasiones para las que nadie
se preocupa en mostrar el punto de origen. ¿De dónde llegaron los etruscos y
los latinos? ¿Estaba desocupada la península a la llegada de éstos?
El tercer frecuente error bien podemos denominarlo filoeficientismo.
Mediante él, subrepticiamente, se nos pretende mostrar a los pueblos
europeos, y a Roma en particular, como capaces de haber hecho en pocos
siglos lo que a los de Mesopotamia o del Nilo, pero también a los pueblos de
América, les había demandado milenios. Así, por ejemplo, Barraclough nos
dice que, trescientos años más tarde, Roma ya se había transformado en una
pequeña ciudad .
Las imprecisiones e incoherencias, en cuarto lugar, están muchísimo más
presentes de lo que se cree. ¿Quiénes, según Barraclough, habían
transformado ese grupo de chozas en una pequeña ciudad? Pues sus amos más
civilizados, los etruscos . ¿Los romanos eran entonces también etruscos?
¿Qué debemos entender por amos? ¿Y qué debemos entender por amos más
civilizados? ¿Acaso que había otros amos menos civilizados; y de ser así,
quiénes pues eran estos otros? ¿O acaso los civilizados etruscos habían
conquistado antes a los menos civilizados romanos? Pero líneas más adelante
el mismo Barraclough nos dice en el siglo V (...) la lenta invasión del sur
de Etruria por los romanos [puso] en peligro el poder etrusco. ¿Si los
romanos eran etruscos cómo podían invadirse a sí mismos? Si no era así,
¿cómo pudieron los romanos revertir la situación y conquistar tanto a los
etruscos como a los umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas?
Estos últimos, y cuya más probable ubicación geográfica registra el gráfico
siguiente, ¿eran romanos, eran etruscos? ¿Es suficiente para entender la
hegemonía que sobre todos los demás alcanzaron los romanos, recurrir a una
no demostrada hábil combinación de diplomacia y operaciones militares
como afirma Barraclough ?
El prurito (seudo) analítico un quinto error altamente recurrente, no sólo
no conduce a entender mejor las cosas sino que, por el contrario, sólo
conduce a confusión. Italia, además de los dos grupos extranjeros griegos y
cartaginenses que desde varios siglos atrás habían invadido parte de su
territorio, estaba habitada por galos, ligures, etruscos, romanos, umbríos,
sabinos, ecuos, latinos, volscos y samnitas, entre otros. Sin embargo,
sorprendentemente y sin que la afirmación incomode en lo más mínimo a los
historiadores que la sostienen, sólo una pequeñísima fracción de los
habitantes peninsulares, los romanos, habrían llevado a cabo la formación
del imperio, luego de conquistar y hegemonizar sobre los otros.
Pues bien, ¿quién duda que la sangre de los galos está en la de gran parte
de los franceses de hoy, y que la de los romanos en la de gran parte de los
habitantes de la actual ciudad de Roma? ¿Qué ocurrió, sin embargo, con todos
los restantes ligures, etruscos, umbríos, sabinos, ecuos, latinos, volscos
y samnitas? ¿Qué, sino la desaparición de los mismos, pueden colegir los
estudiantes del hecho de que la historiografía tradicional y tras ella la
demografía no hayan vuelto a mencionarlos jamás? Y en el caso de Grecia,
¿qué pasó con los espartanos? ¿Desaparecieron también? ¿Otro tanto ocurrió,
por ejemplo, con los visigodos y los ostrogodos? En todo caso, a éstos y a
aquéllos, a fuerza de silenciarlos definitiva y absolutamente, se les ha
hecho desaparecer de la geografía y de la historia.
Quizá sin proponérselo, pero de manera insoslayable, los historiadores
europeos han practicado el más drástico darwinismo históricosocial. Así,
tras una supuesta y subrepticia aunque nunca admitida selección natural,
habrían sobrevivido los más aptos, desapareciendo el resto. Y, por
imitación, lamentablemente en lo que a la historia de América Meridional se
refiere, se ha incurrido en el mismo grave y nefasto error. Así, tras la
Colonia, habrían desaparecido los aztecas, los mayas y los chibchas; y en
los Andes Centrales, los inkas, pero, antes que ellos, también los chankas,
los mochicas y los chavines.
No es una simple casualidad que subsistan los gentilicios de los pueblos que
alguna vez fueron hegemónicos y vencedores: egipcios, atenienses, romanos,
galos, germanos, sajones. Para cualquier lector, esa es una prueba de que
esos pueblos existen, y que, por consiguiente, vienen acumulando miles de
años de historia. Y, entonces, tampoco es una simple casualidad que hallan
caído en desuso, e incluso desaparecido, los gentilicios de pueblos que,
realmente o por vacíos informativos de la Historia nunca fueron
hegemónicos como sería el caso de los ligures, umbríos, sabinos, ecuos,
latinos, volscos y samnitas, o que fueron hegemonizados como en el caso de
los etruscos, espartanos, cartagineses, aztecas, mayas, chibchas, inkas,
chankas, mochicas y chavines. En tal sentido, no puede extrañarnos que la
inmensa mayoría de la gente internalice de manera inconciente la errónea y
alienante idea de que esos pueblos, abrupta e inexplicablemente,
desaparecieron.
Sin embargo, a pesar de la implícita pero sibilina tesis que prevalece en
los textos de Historia, muchos pueblos han logrado empinarse sobre la
ceguera de algunos historiadores, demostrando, como no podía ser de otro
modo, que aún siguen existiendo. Así, por ejemplo, la actual región italiana
denominada Liguria no es otra que la que antes, durante y después de la
hegemonía romana ocuparon siempre los ligures y que ocupan hoy sus
descendientes, aunque se reconozcan o no como tales. Hoy como lo ha sido
durante siglos Génova es una de las ciudades de Liguria. Los ligures, pues,
no han desaparecido. Así, Cristóbal Colón, además de genovés, era entonces
también ligur, más eso nunca se ha dicho en los libros de Historia. ¿Y
Umbría no es acaso también una zona actual del centro de Italia? No habrían
desaparecido entonces tampoco los umbríos.
En Centroamérica, ¿quién podría negarles a una buena parte de los mexicanos
que se reconozcan como aztecas, o a gran parte de los guatemaltecos que se
reconozcan como mayas? Y en los Andes, ¿que muchos cusqueños se reconozcan
orgullosamente como inkas, muchos ayacuchanos como chankas, muchos puneños
como kollas y muchos ancashinos como chavines? No obstante, la legítima
reivindicación de la existencia actual de esos pueblos no podrá sustentarse
en esa deformada Historia tradicional que precisamente silenció e hizo
desaparecer a tales pueblos. Es pues, y tiene que ser, una reivindicación
de los propios pueblos, y a pesar de la Historia tradicional. Sería un
error, sin embargo, y de hecho lo es, considerar a todos los mexicanos como
aztecas, o a todos los peruanos como inkas. Ello equivaldría a considerar,
por ejemplo, que todos los italianos son romanos o que todos los griegos son
atenienses.
Quede claro pues que, el hecho de que la historiografía, a partir de un
cierto momento de la historia de los pueblos, deje de mencionarlos,
incurriendo, inadvertida aunque formal y metodológicamente, en una suerte de
darwinismo históricosocial, no significa que esos pueblos hayan
desaparecido. ¿Cómo explicar, sin embargo, que se haya caído en tan grave
error? El hecho de que invariablemente permanezcan en los textos de Historia
los nombres de los grandes pueblos hegemónicos, aquellos que fueron el
centro de cada una de las grandes olas de Occidente, es un buen indicio de
la forma sesgada y parcializada como, en general, se ha escrito la historia
de la humanidad: se ha caído en la trampa de privilegiar, cuando no recoger
y divulgar exclusivamente, la versión de los vencedores. Sin embargo, y
complementariamente, ese error es, a su vez, consecuencia de hasta otros
tres errores.
En efecto, en primer lugar, de manera sistemática se ha incurrido en el
error de omisión por generalización. Así, por ejemplo recogiendo
sesgadamente la versión de los vencedores, se habla de las conquistas
romanas o del imperio romano, nombrando genéricamente como romanos a
todos los pobladores de la península itálica que, de una u otra manera,
formaron parte del pueblo hegemónico. Como resultado de esa generalización,
reiterada hasta el hartazgo, dejaron de usarse todos los otros gentilicios:
ligures, umbríos, etc. Exactamente lo mismo ha ocurrido, en el caso de la
historia de los Andes, con los pueblos que fueron conquistados primero por
los inkas y luego desde España.
En segundo lugar, se ha incurrido en omisión por sustitución de nombres: el
uso persistente en los textos de gentilicios históricamente nuevos como
italianos o peruanos ha contribuido a dejar en desuso los otros.
Y el tercer error es el de omisión por imprecisión. Sin hacer distingos,
todos los miembros del pueblo hegemónico romanos y no romanos, por ejemplo
han sido presentados como protagonistas del hecho histórico. Y a mayor
abundamiento, para que todos de buen grado terminen cayendo en el engaño, el
hecho histórico el imperio fue presentado pletórico de hazañas y
grandezas.
En ese sentido, no es precisamente excepcional encontrar afirmaciones como
estas: los romanos controlaron todas las costas del mar Mediterráneo (...)
Para lograr esta hazaña... ; o, no existe mejor testimonio de la grandeza
del Imperio romano... . Presente la falacia de recurso a la autoridad, es
decir, dichas esas frases por eminentes intelectuales, ¿quién se
autoexcluiría de tan generoso y complaciente halago? Este es, pues, quizá,
el error metodológico más grave de todos, porque es el más distorsionante y
el más encubridor de todos. Veamos. Las conquistas militares no son, en sí
mismas, ni tienen por qué ser, y menos necesariamente, objetos de halago.
¿Qué dice la Historia de Occidente de las militarmente exitosas y
vertiginosas campañas militares de Hitler? ¿Se les reconoce acaso como
hazañas? ¿Quién entonces, sino los propios emperadores romanos como ocurrió
con Hitler para calificar sus propios triunfos militares como hazañas? Sin
duda, no habría sido esa la versión de los millones de viudas y huérfanos
que quedaron regados en el enorme territorio imperial, cuya versión, más
bien, y sin duda, sería coincidente con la de los herederos de las víctimas
de los campos de concentración nazis.
Más adelante veremos por qué, en nuestra opinión, se atribuye antojadiza y
arbitrariamente a los imperios bondades que ni tienen ni nunca han tenido.
Entretanto, debemos tener absoluta conciencia de que la mayor
responsabilidad de todos y cada uno de los hechos ocurridos durante los
fenómenos de hegemonía imperialista corresponde a quienes, dentro del pueblo
hegemónico, tenían a su vez el control absoluto del poder, es decir, la
élite imperial. Ésta y solo ella es responsable de todas las barbaridades en
que, sin excepción, han incurrido todos y cada uno de los imperios en la
historia de la humanidad, y que aún permanecen distorsionadas y mimetizadas
en la inmensa mayoría de los textos de Historia, con la complacencia e
incluso complicidad de muchos historiadores.
La Historia, pues, tiene obligación metodológica de corregir todos y cada
uno de los errores a los que hemos hecho referencia. Cuando ello ocurra,
reaparecerán en la historia muchísimos pueblos, y quedará desterrada la
subrepticia tesis de darwinismo históricosocial que aún prevalece.
Aceptemos, pues, objetivamente, que los pueblos no desaparecen. En el peor
de los casos, entonces, y al margen de su voluntad, muchos de ellos han sido
objeto de sustitución de su nombre original por otro más genérico. Así,
desestimando esa hipótesis implícita en que tanto redunda la historiografía
tradicional, de que hubo pueblos que desaparecieron por selección natural
porque supuestamente no sabían a dónde iban o porque no sabían lo que
querían, restaría sin embargo mostrar qué otras razones igualmente
objetivas permitirían explicar: (a) por qué unos pueblos alcanzan a ser el
centro de una ola; (b) otros quedan envueltos en ella, y; (c) otros
permanecen en la periferia de la ola.
Sin género de duda, la antigüedad y la acumulación de conocimientos son dos
poderosas razones que conjuntamente con las cinco que vimos en el acápite
anterior contribuyen a explicar dichos tres distintos desenlaces.
¿Qué pueblo existe hoy en el planeta al que, para sus grandes mayorías, no
pueda identificarse ancestros milenarios en su propio territorio? ¿O, por
excepción como en el caso de los Estados Unidos, al que para su gran
mayoría no se reconozcan milenarios ancestros fuera de su territorio?
Ninguno. Todos los pueblos tienen antecedentes que se remontan a cientos
cuando no a miles de generaciones.
Los pueblos de América Meridional asombran a propios y extraños con sus
fantásticos y milenarios restos arqueológicos. El territorio sudamericano
está atestado de miles de ruinas con milenios de historia. Se dice,
entonces, y con razón, que los pueblos de América Meridional tienen un
pasado antiquísimo. O, simplemente, que tienen pasado, para distinguirlos
de otros a los que como Estados Unidos erróneamente se considera sin
pasado. Los registros arqueológicos más viejos en América, sin embargo, se
remontan a sólo 50 000 años. En Europa, en cambio, y por comparación
cuantitativa, se lucen solitariamente airosos unos pocos, muy pocos restos
milenarios, entre los que destacan los megalitos de Escocia, y, en la propia
España, monumentos megalíticos con forma de dólmenes, menhires y cromlechs,
antiguos o casi tan antiguos como los restos de la gran civilización
cretense. Y, aunque con mucha menor antigüedad, se mantienen aún erguidas
muchas riquezas históricas de Grecia y Roma, dentro y fuera de sus propios
territorios. ¿Es entonces que el Viejo Mundo no es tan viejo como se nos ha
dicho siempre? No, ciertamente el Viejo Mundo es muy viejo. Una estatuilla
hallada en Brassenpouy, Francia, muestra por lo menos 22 000 años de
fabricación; a otra, encontrada en Laspugue, también en Francia, se la ha
dado una datación de 20 000 años; y los dibujos de la afamada cueva de
Altamira, en España se estima que son de hace 14 000 años .
Mas se sabe que el homo neanderthalensis que habitó Europa estuvo allí hace
400 000 años. Pero los recientes hallazgos de Atapuerca, en España, tienen
¡900 000 años ! Con estas cifras, en términos relativos, en el siglo XV, por
ejemplo, los pueblos de Europa tenían ya 36 años cuando los más viejos de
América apenas habían cumplido dos. Lo viejo y lo joven saltan a la
vista. Europa, sin duda, es pues un Viejo Continente, y Asia Menor es aún
más vieja. Siendo ello objetiva y evidentemente así, ¿por qué entonces,
engañosamente, América Meridional luce más restos arqueológicos que Europa,
por ejemplo?
En el subdesarrollo de unas áreas y en el desarrollo de otras está la clave
de la respuesta. Si el Sur hubiera alcanzado el desarrollo material de
Europa, tiempo haría que miles de restos arqueológicos habrían sido barridos
por las motoniveladoras, y otros tantos habrían quedado enterrados bajo el
cemento y el asfalto. El Perú, por ejemplo, ofrece una magnífica prueba de
ese fenómeno. La inmensa mayoría de los testimonios de la ancestral
raigambre de los peruanos se conserva en las áreas menos desarrolladas del
país. Más aún, constantemente se descubren restos arqueológicos en las áreas
más remotas e incomunicadas. Es decir, paradójicamente, el subdesarrollo ha
permitido que subsista la inmensa mayoría de los restos arqueológicos del
Perú. Hasta hace unas décadas, en absoluta ausencia de escrúpulos y de
control estatal o social, los urbanizadores de Lima arrasaron innumerables
vestigios arqueológicos, a imagen y semejanza de lo que los conquistadores
españoles habían realizado durante los siglos de la Colonia.
La identificación con los testimonios del pasado, y el cariño y aprecio
correspondientes, son conquistas novísimas en Occidente. Recién han logrado
imponerse en este siglo. Es decir, cuando ya casi nada podía hacerse en
Europa, en la que, por lo demás, el poder destructivo de las guerras, en
especial las de los últimos cinco siglos, arrasó indistintamente lo nuevo
y lo viejo. Recién hoy en las ciudades y campos europeos por fin se
tiene cuidado en ver, por ejemplo, con qué tropiezan las máquinas cada vez
que se avanza en la construcción de un tren subterráneo o cualquier otra
gran obra de ingeniería. Pero además, confirma nuestra aseveración el hecho
incontrovertible de que los restos que hoy se conservan en Europa
corresponden, precisamente, a las áreas de menor desarrollo relativo y de
menor densidad poblacional. Lo contrario supondría que Alemania, Suiza o
Austria son pueblos jóvenes, porque prácticamente no muestran ningún resto
arqueológico. En síntesis, no existen no porque no los hayan tenido, sino
porque han sido sistemática y totalmente arrasados. Europa, pues, en
comparación con América, es más vieja, muchísimo más vieja, aunque, moderna
y desarrollada como es, engañosamente se nos presente como más joven.
Pues bien, a pesar de que los restos arqueológicos en América Meridional,
Asia y África son inmensamente más numerosos que los que se conservan en
Europa y Estados Unidos quizá no es exagerado estimar que la relación es de
100 a 1, es en éstos dos últimos territorios donde, paradójicamente, se
concentra el 54% de los lugares del mundo que han sido declarados por la
UNESCO Patrimonio cultural de la humanidad . Sin duda ello es una
consecuencia, tanto de las distorsiones que encierran los textos de
Historia, como del mayor poder de los países desarrollados en el seno de
organizaciones mundiales como la citada.
Estábamos sin embargo comparando la edad de Europa con la de América.
¿Resulta correcto que estimemos, por ejemplo, que mientras la edad
cronológica de la primera es 900 000 años, la de la otra 50 000? ¿O, si se
prefiere, que la relación es de 18 a 1? Objetivamente ello es cierto e
irrecusable. No obstante, y cuando menos a título provisorio, parece que no
es pertinente estimar en tal la diferencia de edades. Poco, muy poco, en
efecto, avanzó el hombre hasta alcanzar la condición de homo sapiens sapiens:
recolectó, cazó, había además aprendido a hacer fuego y a fabricar muy
rudimentarias herramientas y había empezado a practicar el enterramiento de
sus muertos. Con esa experiencia el homo sapiens sapiens atravesó el
estrecho de Bering y empezó a poblar América.
Asumamos pues entonces que la diferencia entre el Viejo y el Nuevo Mundo se
gestó recién en los últimos 30 000 años. Pues bien, todo parecería indicar
que en el primer tercio de ese largo período, mientras en Mesopotamia se
congregaban grupos cada vez más numerosos, y en Europa empezaban a poblarse
las áreas más bajas y amplias de los valles más próximos al Mediterráneo,
los primeros habitantes de América recién llegaban y deambulaban en busca de
los que habrían de ser sus emplazamientos definitivos. Ello permite entender
por qué las primeras ciudades de Mesopotamia logran erigirse mil y dos mil
años antes que las de América. Ésta, pues, habremos de considerarla como la
diferencia realmente relevante. Y, ciertamente, como veremos, no es poca
cosa.
Asumiendo, por un instante ver Gráfico Nº 11, que entre el tiempo (t), y
la experiencia (i) creación cultural y creación de riqueza concomitantes, y
que constituyen parte de los intereses de los pueblos que logran acumular
los pueblos, hay siempre una relación directa (a mayor tiempo mayor riqueza
acumulada); pero asumiendo también como se vio en el Gráfico Nº 9, que no
todos los pueblos disponen en su territorio de la misma capacidad de
generación de riqueza; y, finalmente, que los pueblos del Nuevo Mundo habían
iniciado su proceso de acumulación de experiencias y riquezas muchísimo
tiempo después que los hombres del Viejo Mundo; llegado el siglo XV, la
diferencia al momento del encuentro de los dos mundos era pues incluso
mayor que la que 40 siglos atrás separaba a Egipto de Chavín, por ejemplo (A
< B).
Pero no sólo eso, sino que como también hemos querido expresar en el
Gráfico Nº 11, ninguno de los pueblos de esta parte del planeta, ni
siquiera sus civilizaciones más avanzadas las de los aztecas y los inkas
habían logrado aún descubrir y crear importantes de los grandes portentos de
que ya se preciaban los pueblos e imperios de Mesopotamia.
Para el siglo XV Europa y el Cercano Oriente habían acumulado la siguiente
experiencia: a) 5 000 años utilizando el arado, cuya invención se atribuye a
pueblos europeos; b) 4 300 años de haber inventado las primeras modalidades
de escritura, y 3 300 años utilizando las tablas de multiplicar, calculando
fracciones y resolviendo ecuaciones de segundo grado; c) más de 3 000 años
de haber inventado la división del año en 365 días de 24 horas, así como de
haber inventado el minuto y el segundo, inventos atribuibles a mesopotamios
y egipcios; d) también más de 3 000 años utilizando la moneda y sistemas de
pesas y medidas, atribuidos a los pueblos del Cercano Oriente y a pueblos
comerciantes del golfo Pérsico; e) más de 3 000 años realizando navegación
de altura, ensayada por los pueblos del este del Mediterráneo; f) más de 3
000 años de haber inventado el carro de ruedas, veloz y sólido, pero tan
liviano que lo podía cargar un solo hombre ; g) más de 2 500 años
trabajando el hierro, descubierto en el Asia Occidental próxima a Europa, y;
h) 1 600 años construyendo puertos y grandes edificaciones con concreto.
La significación e implicancias de cada uno y del conjunto de todos esos
descubrimientos eran bastante más trascendentales de lo que incluso sugiere
el recuento que hemos mostrado. En efecto, la productividad de la tierra
crece enormemente con el uso del arado que, además, abarata sensiblemente el
trabajo de ampliación de la frontera agrícola. Complementariamente,
compárese la diferencia de costos entre ampliar el territorio agrícola en
las laderas de mediana pendiente de Europa cuyo montaña más alta alcanza 4
800 metros, respecto de lo que significaba hacer lo mismo en las abruptas y
empinadas laderas de América andina, por ejemplo muchas de cuyas montañas
alcanzan 7 000 metros y varios de cuyos pueblos se asientan a alturas
superiores a la cumbre del Monte Blanco en los Alpes, que obligaban a
sofisticados y costosísimos andenes, similares pero más costosos que los que
se había construido en Mesopotamia cuya montaña más alta se eleva hasta 5
600 metros. La ventaja que a este respecto tuvieron los pueblos europeos fue
pues muy grande.
Por lo demás, el control exacto del tiempo tiene que haber permitido
alcanzar aún mayores índices de productividad en la agricultura, en tanto se
controlaban mejor los períodos de siembra, control de la maduración de los
cultivos y los correspondientes períodos de labranza y cosecha. El control
exacto del tiempo tiene que haber permitido también incrementar la
eficiencia del trabajo de los hornos, tanto de cerámica como de metalurgia e
incluso de elaboración de alimentos, y, en general, en el resto de las
actividades productivas.
Los números, alfabetos, monedas y sistemas de pesos y medidas,
invariablemente contribuyeron a hacer más eficientes todas las actividades
de intercambio comercial y a facilitar el incremento de los volúmenes
comercializados, haciéndose con ello muy fluido y dinámico el proceso de
transferencia de tecnologías agrícolas, manufactureras y mineras y, en
general, la transferencia de conocimientos. ¿Puede estimarse que fue una
simple casualidad que alfabetos y números aparezcan asociados a pueblos del
Viejo Mundo que practicaron un volumen de comercio como el que nunca se dio
en América precolombina?
Todo parecería indicar que los alfabetos, pero principalmente los números,
habrían aparecido como una respuesta a la intensificación del comercio
internacional. En las transacciones internacionales, ayer como hoy
concurren distintos idiomas. Pero, por su ubicación geográfica, en la
actividad comercial en Creta, como en Siria e Israel, o en el Golfo Pérsico,
concurrían un sinnúmero de lenguas. Herodoto por ejemplo cuenta que en su
época siglo V aC algunos comerciantes negocian por medio de siete
intérpretes y por medio de siete lenguas . Así, habría sido imperiosa la
necesidad de encontrar comunes denominadores a esos múltiples idiomas;
comunes denominadores que facilitaran el intercambio comercial que, puede
suponerse, era desbordante. En respuesta a esa necesidad habrían sido
inventados los números. Con frecuencia como nos lo recuerda Guillermo
Nugent se olvida que la escritura [y los números, precisamos nosotros,
aparecieron] en la historia de las sociedades humanas, en primer lugar, para
formar listas de bienes, órdenes, catálogos, esquemas, relación de
contribuyentes o deudores... .
Por su parte, la navegación de altura contribuyó a elevar aún más la
eficiencia y los volúmenes del tráfico comercial. A pesar de las
dificultades y de los riesgos que ella siempre ha implicado, qué duda puede
cabernos de que, a ese respecto, el Mediterráneo representó una ventaja
inconmensurable para los pueblos asentados en sus orillas. ¡Cómo comparar el
fluido tránsito naval sobre la relativamente mansa planicie mediterránea,
con el penoso tráfico de mercancías en los Andes, donde entre un valle y
otro median montañas que se elevan a seis mil y siete mil metros sobre el
nivel del mar.
El descubrimiento, uso y dominio del hierro, además de sus innumerables y
versátiles aplicaciones pacíficas en el transporte y la agricultura,
representó, con la fabricación de las armas, una ventaja absolutamente
desequilibrante para cuando de produjo el encuentro del Viejo con el Nuevo
Mundo. Harto se ha escrito a este respecto.
Finalmente, el uso del concreto representó también un sensible incremento en
la eficiencia del trabajo de construcción. Cualquier obra, de la magnitud
que fuera, sean viviendas, palacios, puentes, puertos, canales de riego,
etc., se realizaba en Europa en tiempos brevísimos si se les compara con lo
que para ellas se empleaba en América.
Entre los dos mundos, pues, la diferencia, cualitativamente considerada, era
abrumadora, descomunal, hoy difícilmente imaginable. ¡Cómo desconocer,
abundando en lo dicho, que fue 2 100 años antes del descubrimiento de
América que Pitágoras hizo grandiosos aportes a las matemáticas; y que 2 000
años antes de la llegada de Colón al Nuevo Mundo se dieron los invalorables
aportes de Sócrates, Platón y Aristóteles a la filosofía, a la lógica y con
ellas en general a las ciencias; que Arquímedes, en relación con la física,
y Euclides, en relación con la geometría, hicieron sus importantísimos
aportes en el siglo III aC, es decir, 1 800 años antes del descubrimiento
del Nuevo Mundo. Nunca hasta ahora se ha sido suficientemente enfático y
claro en todo ello. En general puede decirse que los pueblos en particular
los del Sur, son formados sin adquirir una clara conciencia de ello y de
sus implicancias. Bien puede decirse recreando una analogía anterior, que
en el momento del encuentro de ambos mundos, uno era como un niño y el otro
un adulto; más éste no era un adulto promedio, sino fornido y muy bien
entrenado, dotado de enorme experiencia y amplios conocimientos, y
magníficamente bien armado.
Sin embargo, la vida del hombre, como la de los pueblos, ha sido y es más
compleja. Acerquémonos pues entonces, una vez más en términos gráficos a
aquella compleja realidad, y aunque tan sólo se trate de una aproximación
aparentemente rudimentaria ver el Gráfico Nº 12. Es incuestionable que la
experiencia y la acumulación de riquezas relacionada con ella cambian con el
tiempo, son una función de él, de modo tal que lo que se aprende y acumula
en períodos posteriores es mayor que lo que se aprende y acumula en períodos
precedentes. El gráfico a ese respecto resulta muy elocuente, para períodos
exactamente iguales, el incremento D es mayor que el incremento en cada
uno de los períodos anteriores, C; B y A; cada uno de los cuales a su
vez en también mayor al que se dio en todos sus correspondientes precedentes
(C > B y A; y B > A).
Todos y cada uno de los descubrimientos fueron y son el resultado de un
costoso y lento proceso de maduración social, cultural, técnica (y hoy
científica). La vertiginosa velocidad, con creciente aceleración, como
progresan la técnica y la tecnología hoy tramo D en el Gráfico Nº 12,
contribuye a que se tenga una visión profundamente distorsionada no sólo de
lo que ha ocurrido en antigüedad, sino de la contribución del pasado en el
proceso actual.
En la antigüedad se tardó milenios en lograr progresos equivalentes a los
que hoy se obtiene en décadas o incluso en años. Más de 1 500 años
transcurrieron entre el descubrimiento de los números y las contribuciones
que con ese instrumento pudo hacer Pitágoras. Miles de años tardaron los
pueblos de América en inventar los quipus para llevar cuentas, o los de
Oriente en inventar el ábaco. Hoy, en cambio, en sólo décadas se ha pasado
de la regla de cálculo y el telégrafo a la computadora y a la transmisión
digital vía satélite.
Permítasenos adicionalmente tres observaciones. En primer lugar, como
podrían haberlo sugerido equívocamente los Gráficos Nº 11 y Nº 12, la
progresión de los procesos de acumulación de experiencias y de conocimientos
desarrollados a partir del centro de cada una de las olas de civilización no
ha sido infinita y quizá nunca alcance a serlo. La creación y la inventiva
en cada una de las olas de civilización han estado estrechamente
relacionadas, en cada momento, con la dinámica interna que se vivía en cada
una de las sociedades hegemónicas. Así, todo parece indicar que, a partir de
un cierto momento, la creación de nuevos conocimientos ingresó en un período
de franco estancamiento, observándose en algunos casos, incluso, períodos de
franca regresión, cuando los pueblos hegemónicos entraron en decadencia
política, económica y social. A este respecto, por ejemplo, el proceso de
estancamiento y de regresión más conocido en Occidente es el que se
experimentó, durante casi mil años en Europa, luego del colapso del Imperio
Romano. De allí que resulta más aparente, para mostrar esquemáticamente la
progresión de los conocimientos en cada una de las grandes olas de la
historia, una curva como la que se presenta en la parte superior del Gráfico
Nº 13 (en la página siguiente).
Así, podría distinguirse, por lo menos, cuatro fases: formación,
crecimiento, estancamiento y regresión. Resulta importante considerar que en
la fase de crecimiento, a su vez, pueden diferenciarse dos períodos. Uno
primero (B1 en el gráfico), en el que los conocimientos y experiencias
crecen vertiginosamente nos atrevemos a decir por asimilación de los
aportes del pueblo hegemónico de la vecindad (ola precedente); aportes que,
fundamentalmente, se habrían concretado a través del intercambio comercial,
pero también a través del espionaje. Y un segundo período (B2), de
crecimiento también acelerado fuertemente estimulado por las condiciones
objetivas creadas en el período anterior, identificable a partir del
momento en que un pueblo va convirtiéndose en el centro de una nueva ola en
formación. Este segundo período, de genuina inventiva, puede quizá
subdividirse a su vez en dos: en primer lugar, el período (B21 en el
gráfico) en el que el pueblo que va empinándose hacia la cresta de la ola
alcanza a dominar a otros pero sin que se concreta la conquista militar de
otras naciones; y, en segundo lugar (B22 ), el que se da en los primeros
tiempos de hegemonía militar, cuando las riquezas pero también los
conocimientos provenientes de los territorios conquistados potencian la
capacidad creativa del centro de la ola.
A modo de ejemplo confrontemos lo dicho en estos últimos párrafos con el
caso de la historia de Roma en su momento deberá hacerse para los casos de
todas las grandes civilizaciones de Occidente. Pues bien, durante el apogeo
de Grecia (que correspondería a un tramo como B1 en la historia de Roma),
los pueblos de la península italiana, a cuya vanguardia se encontraban los
etruscos, comerciaban intensamente con el norte de África, el Levante
(Siria, Libia, Palestina) y, fundamentalmente, con sus vecinos griegos. De
éstos, copiaron el plano de las ciudades divididas en cuadras, así
como el uso del alfabeto griego que adaptaron a su propia lengua . Mas ello
permite suponer que, si se copiaron los planos, se copió y asimiló también
técnicas de construcción; y que, si se copió el alfabeto, junto con él se
copió abundantes y valiosos conocimientos, hablados y escritos, de muy
diverso género.
Así, en el período siguiente (B21), que coincide con el estancamiento y la
declinación de la precedente ola helenística, las élites peninsulares
itálicas (romanos y etruscos), aprendiendo el griego, asimilaron también los
más caros logros de aquella élite griega que había estado a la vanguardia de
la civilización. En otros términos, si otros pueblos antes que los itálicos
no hubieran colocado los peldaños previos sobre los que ellos se posaron,
sería imposible entender el nivel que había alcanzado el pueblo romano, y su
élite en particular, en el siglo II aC.
Así Roma logró erigir grandiosos edificios . A este período (cuando la élite
de Roma predominaba ya largamente sobre la de Etruria), el de la
engañosamente denominada República Romana, corresponde la adopción del
estilo corintio, la última moda arquitectónica que se había impuesto entre
los griegos. Y parece corresponder también a este período el inicio del
trascendental uso del concreto en la construcción de muros, arcos y cúpulas.
Además, y en otro orden de cosas, la constitución republicana y el Derecho
Romano, que se consideran como los más grandes aportes del Imperio Romano a
la civilización occidental, corresponden sin embargo a la denominada fase
republicana. Es decir, fueron alcanzados cuando la élite romana
desarrollándose en y sólo en su territorio, aún no imaginaba que llegaría
a hegemonizar e imperar en Europa.
Más aún, en uno más de los innumerables sesgos, imprecisiones e interesados
silencios de que está teñida la historia de Occidente, la historiografía
tradicional se ha cuidado de no ser suficientemente enfática y clara en
mostrar y demostrar las vivas contradicciones que se daban en el mismo
interior de la élite dominante en el apogeo de la República Romana. Todos
los hombres de Occidente, virtualmente sin excepción, saben quién fue Julio
César y muchísimos conocen cuál fue su contribución a la expansión del
imperio. Pocos en cambio, muy pocos, conocen de los hermanos Tiberio y Cayo
Graco, los gestores de la audaz idea de una reforma que limitara la
extensión de los latifundios, a fin de hacer más equitativa la distribución
de la riqueza y del poder. Reconocen algunos textos que ambos hermanos, uno
diez años después del otro, valientemente preconizaron esa idea. Informan
también los textos que ambos hermanos, y sus partidarios, con los mismos
diez años de diferencia, fueron asesinados en unos casos y llevados hasta el
suicidio en otros.
¿Es suficiente ese grado de objetividad en el relato que la historiografía
tradicional ofrece de los hermanos Graco? ¿Es suficiente en ese caso ese
grado de detalle? Para muchos historiadores sí. ¿No faltaba una línea, sólo
una, categórica y esclarecedora? Para muchos historiadores no. Por lo menos,
por ejemplo, para aquellos que, en cambio, destinan hasta doce líneas de sus
textos para relatar la leyenda del rapto de las sabinas, cuyo relato, sin
asomo de crítica ni de vergüenza, no han dudado en iniciar con una
afirmación tan absurda como: Todos los habitantes de Roma eran hombres.
Entonces Rómulo decidió conseguir mujeres para su ciudad . Obsérvese que no
se aclara a los estudiantes que se trata de una leyenda; ni que el todos
obviamente jugaría un rol metafórico. En fin, esos historiadores, en el caso
de los hermanos Tiberio y Cayo Graco, obviaron porque sin duda les resultó
insustancial y adjetivo, o, en su defecto, incómodo y comprometedor
precisar que el asesinato de dichos hermanos puso de manifiesto qué fracción
terminó hegemonizando y qué tipo de intereses prevalecieron en esa feroz
lucha de fracciones de la élite romana preimperial.
El triunfo contundente e inobjetable de la fracción romana opuesta a los
hermanos Graco, pone de manifiesto que, hacia fines de la República Romana e
inicios del Imperio, terminaron prevaleciendo los sectores más ambiciosos y
menos democráticos de la élite romana. Fueron éstos, pues, los que lideraron
el proceso de expansión militar de Roma, dieron forma al Imperio Romano, y
convirtieron a ése en un pueblo imperialista.
En la fase siguiente (B22), cuando el imperio ya había tomado forma y se
expandía, con la conquista de otras naciones, los romanos llevan a la
capital imperial, entre otros, a artistas y arquitectos griegos y, como
parece lógico suponer, quizá también a todo género de otros especialistas
con los que, sin duda, se potencian los conocimientos y habilidades del
pueblo hegemónico. Así se sentaron las bases de lo que la historiografía
tradicional, desde una sesgada y cómplice perspectiva, y recurriendo a
juicios de valor antes que a análisis objetivos, ha calificado como la Edad
de Oro del Imperio Romano, período que prácticamente corresponde a los dos
primeros siglos de nuestra era. Es precisamente a este período al que
errónea y complacientemente la historiografía tradicional atribuye las que
considera las grandes contribuciones del Imperio Romano a la civilización de
Occidente.
Por lo demás, durante la fase imperial, la suma de las monumentales
construcciones erigidas no sólo en Roma pero fundamentalmente en ella
habría sido imposible de concretar sin la descomunal contribución económica
que representó la riqueza que manaba de los territorios conquistados
según reconoce el propio Barraclough . Mal puede pues atribuirse a la
élite romana el mérito de haber concretado el despegue económico
exclusivamente a costa de ingenio. A este respecto, resulta de veras penoso
que la historiografía tradicional registre como méritos y virtudes aquello
que en todos los idiomas no tiene otro nombre que rapiña; más aún si, como
desenfadadamente lo confiesa el mismo Julio César, en la inmensa mayoría de
los casos esa rapiña se hizo a fuerza de brutales matanzas e inescrupulosas
extorsiones. Bástenos dos breves citas:
...después que se dejó ver nuestra caballería, arrojando los enemigos sus
armas, volvieron las espaldas y se hizo en ellos gran carnicería, y; aquel
mismo día vinieron mensajeros de paz por parte de los enemigos. César [sin
embargo, los obligó a entregar el doble del] número de rehenes [que antes
les había pedido]...
... [aún cuando sabía que los pueblos] sentían en el alma se les [quitara a]
sus hijos a título de rehenes .
César, pues, haciendo gala de una bravuconería enfermiza, no tiene reparos
en admitir que se recurría a la extorsión, sino, además, que ordenaba
asesinar a traición a gente desarmada. En fin, César podía y de hecho juzgó
sus acciones como mejor quiso. No obstante, ¿esos arbitrarios y antojadizos
recursos son acaso los mismos con los que deben actuar los historiadores?
No. En absoluto y sin el más mínimo asomo de duda. Mas, para algunos
historiadores, Julio César es ...historiador de sí mismo, narrador de sus
propias hazañas guerreras y de su política (...) además de un excepcional
militar y un no menos extraordinario estadista y gobernante. Pero como esos
elogios no son suficientes, se dice también de él: digno de imitación,
afirmando notables cualidades y condiciones de historiador, de maestro de la
historia narrativa. Sobrio y preciso, claro y metódico, brillante y
colorista sin alardes... . ¿Llegaron los historiadores nazis, en nuestro
siglo, a ese mismo extremo de ceguera y obsecuencia con Hitler?
Por otro lado, todas las soluciones de ingeniería como los puentes,
acueductos y la construcción y el diseño de grandes guarniciones militares,
así como la inmensa mayoría de las denominadas grandes contribuciones
romanas a la civilización occidental (uso de una sola moneda en todo el
territorio, imposición de derechos de aduana, organización y equipamiento de
los ejércitos, el alfabeto latino, el Derecho Romano, organización y
administración de grandes latifundios, etc.), fueron gestadas a la luz de la
necesidad de la élite del pueblo hegemónico de resolver los problemas que
representaba desde su perspectiva y en función de sus intereses y
objetivos, la administración lo más eficientemente posible del enorme
territorio conquistado; y no como distorsionadamente dejan entrever la
mayor parte de los textos con ánimo civilizador. Los romanos, como
inevitablemente terminan por admitirlo hasta los textos dirigidos a los
estudiantes, expandieron su cultura por todo el Mediterráneo... . Pero no
porque fuera la mejor, sino porque era la única que conocían. ¿Hubieran
podido y querido acaso expandir la cultura china o la egipcia?
Mas, en última instancia, ¿qué representaba para el pueblo hegemónico y, al
interior de éste, para la élite dominante administrar con eficiencia el
territorio conquistado? A fin de cuentas, no otra cosa sino extraer la mayor
cantidad de riqueza a los pueblos sojuzgados. Es decir, hacer más eficiente
la rapiña. Más adelante, sin embargo, habremos de ver las consecuencias a
las que ello condujo.
La segunda observación que queremos permitirnos es la siguiente: las líneas
continuas en los Gráficos Nº 11 y Nº 12 podrían también insinuar, de manera
igualmente equívoca, que pensando ya no individualmente en cada uno, sino
en el conjunto de los pueblos involucrados en la historia de Occidente el
proceso de acumulación de experiencias y conocimientos ha sido linealmente
uniforme, o, si se prefiere, sin saltos. Todo parece indicar, por el
contrario, y como lo pretende mostrar el esquema central del Gráfico Nº 13,
que para el conjunto de Occidente la curva de detalle representativa del
proceso de acumulación de experiencias y conocimientos tendría más bien una
forma escalonada, cada uno de cuyos incrementos correspondería al aporte
en su período de mayor creatividad e inventiva de cada uno de los grandes
pueblos que fueron el centro de las respectivas olas; períodos que, sin
embargo, nunca habrían correspondido precisamente a su fase imperial, sino a
la fase inmediatamente anterior. Y sólo como abstracción general, como se
presenta en la parte inferior del mismo gráfico, puede representarse una
línea continua uniendo los puntos más altos a los que llegó el aporte de
cada civilización.
Y la tercera pero muy importante observación es que, desde muy antiguo,
dentro de la siempre compleja y heterogénea composición social, no todos los
integrantes de cada uno de los pueblos hegemónicos por igual se han
beneficiado de los adelantos de vanguardia de su época.
Sin duda, las élites dominantes llámense las cortes Asiria o Babilonia, de
los faraones egipcios, de los césares romanos o de los emperadores de
Europa siempre han usufructuado de los beneficios que han reportado los
conocimientos de vanguardia y la aplicación de las técnicas y tecnologías de
punta. Eran pues los sectores desarrollados de sus sociedades. Y, casi sin
excepción, el resto de los habitantes del pueblo o nación hegemónica estuvo
al margen de esa privilegiada situación. Unos, los pobres de las ciudades, a
pesar de su proximidad a las cortes, conociéndolos no pudieron nunca gozar
de esos privilegios; y otros, en el campo o en la lejana periferia de la
capital imperial, simple y llanamente, nunca conocieron y menos
usufructuaron de los adelantos alcanzados en su época; formaban pues parte
del otro extremo de aquellas sociedades duales. Esa exclusión fue aún más
patente en el caso de los pueblos conquistados y sojuzgados; que, dentro del
conjunto del imperio, constituían los pueblos subdesarrollados de la
época. También más adelante habremos de ver las consecuencias a las que
invariablemente ha conducido esa dicotómica discriminación.
En síntesis, no puede desconocerse que la ciencia y la experiencia han sido
y son poderosos instrumentos de que se ha valido y vale el hombre, desde la
más remota antigüedad, para alcanzar como nos lo ha recordado Baechler,un
estado de recursos tal, en el que los problemas de alimentación, vivienda y
vestido estén resueltos.
El anhelo de prosperidad (material y espiritual) ha estado permanentemente
guiando la conducta del hombre y de los pueblos. Hoy todos los hombres y
todos los pueblos son absolutamente concientes de su propio afán de
prosperidad y bienestar. ¿Qué podría hacernos creer que los hombres y los
pueblos de la antigüedad no estaban también concientemente movidos por el
mismo anhelo? ¿Acaso, por ejemplo, el hecho de que esos objetivos de
prosperidad no fueran explicitados? Pues bien, debe quedarnos claro que el
hecho de que un objetivo no sea explicitado no significa, necesariamente,
que no se tenga conciencia de él.
Aceptemos, entonces provisionalmente al menos, que todos los pueblos
aspiran concientemente a la prosperidad material y la prosperidad
espiritual. Y que, en consecuencia, actúan sistemática y permanentemente con
el propósito de alcanzar ese objetivo. Pero si ésta fuera la única variable
para que los pueblos alcancen el bienestar y, en el extremo, la cúspide de
una ola, las distintas olas de la civilización humana como lo que hemos
mostrado en el Gráfico Nº 3 habrían tenido sus focos o centros en cualquier
lugar del planeta, independientemente de que se estuviera cerca o no del
centro de la ola precedente.
Mas ello, como recurrentemente estamos viendo, no ha ocurrido así. Es decir,
han sido otras variables, de mayor significación que el afán de
prosperidad, las que explican que la secuencia de las distintas olas de la
civilización humana sea precisamente y no otra que la que hemos mostrado
en los Gráficos Nº 2 y Nº 4. Y también otras variables, ninguna de las
cuales es precisamente la ausencia de afán de prosperidad, las que
explican que muchos pueblos no hayan logrado el objetivo de alcanzar un
estado de recursos tal, en el que los problemas de alimentación, vivienda,
vestido y entretenimiento estén resueltos conforme a los más altos
estándares de cada época.
Esas variables como reiteradamente venimos sosteniéndolo, serían: (I) para
los pueblos que alcanzaron a ser hegemónicos, a) la vecindad con el centro
de la ola precedente, y b) su ventajosa potencialidad socioeconómica en
relación con los otros vecinos del centro de la ola precedente; y (II), para
los pueblos que no nunca han alcanzado la condición de hegemónicos: a) su
lejanía geográfica respecto de una o todas las olas precedentes y/o su
vecindad inmediata con el centro de la o las olas bajo las que cayeron
dominadas, y b) su relativamente desventajosa potencialidad
económicosocial, en la que el tiempo es decir la edad de los pueblos y
objetivas desventajas naturales habrían contribuido decididamente.
Pues bien, en función del mundo en el que hoy estamos sumidos, y a manera de
reflexión, pero también para contrastar nuestras hipótesis, dejaremos a
nuestros lectores la tarea de responder las siguientes interrogantes: ¿al
iniciarse el siglo XIX, tenían el pueblo norteamericano y los pueblos de
América Meridional afán de progreso? En los siglos de vigencia de la ola que
declinaba, ¿cuáles habían sido las consecuencias de la dominación sufrida
por Estados Unidos desde Inglaterra y las de la dominación sufrida por
América Meridional a partir de España? ¿Cuánto podía contar esa diferencia
en relación con el futuro que se avecinaba? ¿Previeron Washington y sus
coetáneos norteamericanos convertirse en una potencia hegemónica y en el
centro de la nueva gran ola de la historia de Occidente? Por su parte,
¿querían los padres de la independencia de América Latina someter a sus
pueblos a un nuevo período de dominación?
Admitiendo que el centro de la ola precedente fue InglaterraFranciaEspaña,
¿cuál de los vecinos del centro de esa ola resultaba más próximo ¿Estados
Unidos o América Meridional? Para esa fecha y con las técnicas de que se
disponía en aquél entonces, ¿cómo puede estimarse el potencial económico del
territorio norteamericano en relación con el de América Meridional, menos,
igual o más rico? ¿Cuán grande era la población de migrantes europeos en la
Estados Unidos de entonces y cuán grande la de migrantes europeos en América
Meridional? O, si se prefiere, ¿cuál de esos dos mercados era más grande?
¿Cuál de esos dos mercados tenía, real y efectivamente para
InglaterraFranciaEspaña, una mayor significación, o con cuál de ambos
territorios había habido un mayor intercambio comercial? ¿Cuál de ambos
territorios era el destinatario de las mayores exportaciones europeas, y
cuán significativa era esa diferencia? ¿Cuál de ambos territorios recibía
periódicamente un mayor flujo de nuevos migrantes europeos y cuán
significativa era esa diferencia de flujos? Si conjuntamente con los
migrantes y las mercancías Europa exportaba sus mejores y más altos logros
culturales (ideológicos, técnicos y científicos) ¿cuál de ambos territorios
obtuvo mayores beneficios?
En otros términos, al finalizar la sétima ola, ¿había razones objetivas para
que Estados Unidos y no América Latina, por ejemplo se alzara como centro
de la ola actual? Y, complementariamente, ¿no había acaso razones objetivas
que impidieron que América Latina se alzara como centro de la ola? Y, más
aún, ¿no había también razones objetivas que explicarían por qué América
Latina cayó nuevamente como había ocurrido durante la ola precedente bajo
la hegemonía de la nueva ola?
Pues bien, cambiando el nombre de los protagonistas, todas y cada una de
estas interrogantes deberán ser planteadas y respondidas cuando, revisándose
completa y exhaustivamente la historia de Occidente, se analice el tránsito
entre todas y cada una de las olas de la historia.
En síntesis, pues, hemos tratado de mostrar, entre idas y venidas, y al cabo
de varias digresiones, que la riqueza natural, el dominio de las tecnologías
de punta, la magnitud demográfica, la ubicación geográfica, y probables
golpes climáticos favorables, se cuentan entre las más poderosas razones
objetivas que explican por qué unos pueblos alcanzan a convertirse en el
centro de una gran ola de civilización.