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Alfonso Klauer
¿Determinismo histórico?
Entre las guerras más devastadoras y los azotes de la naturaleza, además de
los graves daños que infringen, hay otro común denominador. En efecto, se
dan al margen y contra la voluntad de los hombres, o, por lo menos, contra
la voluntad de algunos de ellos: las víctimas. En relación con la
destrucción ocasionada por los fenómenos naturales, salvo en los casos en
los que podría hablarse de imprevisión irresponsable, es evidente que la
voluntad humana ha estado al margen. Y en el caso de las grandes guerras de
conquista, puede sostenerse también que, por lo menos en lo que a los
pueblos derrotados se refiere, la voluntad humana ha estado prácticamente
ausente. Fueron invadidos, derrotados y conquistados al margen de su
voluntad, contra su voluntad.
En casi todos los casos, aunque se hubieran propuesto evitar la
confrontación, o aun cuando resistieran valerosamente al agresor, todos los
vecinos del centro de la ola de turno fueron aplastados y envueltos por la
ola militarista expansiva del conquistador, o, como en el caso actual, por
la ola de dominación tecnológica, económica y financiera. Para los vecinos
de la ola ascendente, caer arrasados por ella resultó un fenómeno tan
imprevisto e inevitable como un huracán o un terremoto.
Así, categóricamente, podemos afirmar: 1) las víctimas sucumbieron ante el
fenómeno militarista expansivo, aun cuando pretendieran conciente y
deliberadamente evitarlo, y; 2) porque lo contrario, en el extremo del
absurdo, significaría que los pueblos conquistados fueron estúpidos
cómplices de su propio sojuzgamiento. Julio César, saliendo al encuentro de
cualquiera que pretenda enarbolar esta última y peregrina tesis, hace ya más
de dos mil años sostuvo:
todos los hombres naturalmente son celosos de su libertad y enemigos de la
servidumbre .
Los poderes hegemónicos de Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma, Francia,
España, Alemania e Inglaterra; y en los Andes, el del Imperio Inka; en
conjunto, pero cada cual dentro de su área de influencia geográfica,
conquistaron y sojuzgaron militarmente a cientos de pueblos de la
antigüedad. ¿Pueden los elementos de un conjunto tan numeroso como ése, ser
considerados como las excepciones a la regla? Si así fuera, ¿qué pueblos no
conquistados y vecinos de las naciones hegemónicas constituyeron la regla?
Simple y llanamente no los hubo. De haber existido esos casos, los mapas de
los imperios de la antigüedad mostrarían, dentro de las fronteras de los
vastos territorios que conquistaron, islas o bolsones independientes no
sometidos a la férula imperial. En todo caso, si los hubo ¿pero cuáles
fueron? habrían constituido, ellos sí, la excepción a la regla. Ésta, pues
insistimos, fue que todos los pueblos de la vecindad del que se alzaba
como hegemónico, cayeron invariable e inevitablemente aplastados por el
arrollador avance de las fuerzas militares del conquistador.
Sin embargo, esa regla pudo cumplirse no porque los pueblos conquistados
fueran estúpidos cómplices del conquistador. Sino porque éste, por razones
que analizaremos en detalle más adelante, había logrado acumular más fuerzas
militares, económicas y sociales que todos y cada uno de los pueblos
conquistados. No había en éstos, pues, ni estupidez ni espíritu suicida. Se
trataba, simple y llanamente, de un asunto de correlación de fuerzas. Una,
la del conquistador de turno, inmensamente superior a las otras, las de los
conquistados.
Aceptemos ahora, y sólo por un instante, la peregrina tesis de que unos
pueblos, los conquistadores o vencedores, son los inteligentes, y otros,
los conquistados o vencidos, son los estúpidos. Quien crea que este
último calificativo está siendo arbitraria y antojadizamente utilizado por
nosotros, debe recordar cuán despectivamente trataron los romanos a los
pueblos que conquistaron; o cuán despectivamente trató España a los pueblos
nativos que conquistó en América, o con cuánto desprecio fueron tratadas por
los conquistadores norteamericanos las naciones sioux, cheyenne o comanche.
O, por último, cuán irónica y despectivamente ha tratado el cine
norteamericano a los soldados y almirantes japoneses, y a los soldados y
generales alemanes a quienes más se ha tratado con sarcasmo que acusado de
genocidas.
Pues bien, si las categorías de inteligente y estúpido fueran válidas,
frente a las conquistas griegas en el sur de Italia, tendríamos que admitir
que los inteligentes fueron los griegos y los estúpidos los italianos.
Mas durante el proceso de expansión del Imperio Romano, fueron los italianos
los que conquistaron y sometieron a Grecia. ¿Qué ocurrió para que los
estúpidos de antes pasaran a ser inteligentes y los inteligentes se
degradaran hasta la estupidez? Los mismos romanos, algunas centurias
después de conquistar Grecia conquistaron España. Pero siglos más tarde la
España de Carlos V mantuvo bajo su dominio parte importante del territorio
italiano. ¿También en este caso debemos aceptar que los inteligentes se
volvieron estúpidos y viceversa? Esta tesis, pues, es absurda. No resiste
el menor análisis objetivo. Es inservible para explicar el proceso
histórico.
Quedémonos, entonces, y mientras no se pruebe lo contrario, con la primera:
los pueblos vecinos del centro de cada una de las olas no tenían
alternativa: estaban condenados a caer bajo las garras del conquistador. ¿Es
éste acaso un juicio de valor? No. Es, simple y llanamente y nos guste o
no, una constatación objetiva. Oportunas y esclarecedores resultan a este
respecto otra vez las ya citadas palabras de Ambiórige a Julio César: no
[soy] tan necio que presuma poder con [nuestras] fuerzas contrastar las del
Pueblo Romano. Sí pues, hasta el más limitado de los estrategas militares
es capaz de hacer un estimado de correlación de fuerzas, y deducir si puede
o no enfrentar con éxito al enemigo, y, en el peor de los casos, terminar
admitiendo sensatamente lo mismo que el jefe galo.
¿Puede pensarse que los pueblos estaban naturalmente dispuestos a correr
la trágica suerte que vivieron muchos de los que fueron arrasados por
ejemplo por la demoníaca fuerza y furia de las huestes de Julio César? ¿No
resulta suficiente la siguiente autoconfesión del conquistador?
¿Implica nuestra tesis un cierto fatalismo, o un determinismo histórico
insalvable, con el que ha estado marcada la suerte de los pueblos de la
antigüedad y con el que, en apariencia por lo menos, ha estado también
marcado el pasado reciente de los pueblos subdesarrollados y dominados del
Sur, y estaría marcado su futuro?
Si, como estamos viendo y creemos haberlo mostrado claramente, en los
procesos históricos de formación, expansión y declinación de las grandes
olas de la humanidad, desde la primera hasta la presente, ha estado ausente
la voluntad humana entendida como decisión conciente y deliberada,
habiendo primado los condicionamientos naturales y el contexto, debemos
admitir, entonces, que en el pasado ha habido determinismo histórico.
Entre otras razones, porque hasta bien entrado el presente siglo la
humanidad no ha contado con las teorías científicosociales que le
permitieran entender el proceso histórico y las leyes del comportamiento de
éste. En el futuro cercano, cuando el hombre alcance a dominar las leyes del
proceso histórico, podrá recién contrarrestar esas leyes y transformar la
realidad, modelando cada pueblo, con conocimiento, conciente y
deliberadamente, su propio futuro. Mientras ello no ocurra, estaremos
sometidos aún a las crudas e inexorables leyes que han prevalecido en el
pasado.